Es la primera vez que utilizo el cuaderno que me regaló Clara… La emoción que me embarga es tan intensa como incalificable. ¿Se trata de miedo? ¿De alegría? ¿De emoción? No sabría decirlo. Una mezcla de esas tres cosas, quizá. Aquí sentado en el rellano en plena noche, debo de parecer idiota. Dudo de confesarme en estas páginas en blanco. Aun así, tengo ganas de soltarlo todo, y la idea de escribir en este cuaderno es como si conversara con mi hermana. Busco las palabras durante mucho tiempo. Perdidas en los recovecos de mi mente, tardan en llegar, en encontrar el camino. De repente ahí están, comienzo a garabatear a una velocidad sorprendente.
No sé si de verdad puedes oírme desde donde estás, como cree tu hija, pero si es el caso, hermana mayor, sería fantástico. Me encantaría que estuvieses aquí para aconsejarme, para guiarme. Tengo miedo de hacer alguna tontería con Aziliz, con Noé. La aventura que vamos a emprender me parece completamente disparatada, absurda, irrealizable… Aun así, si no lo hago, ¿a qué quedaremos reducidos cuando el tiempo haya cumplido su función de apisonadora? ¿A almas consumidas por una vida insípida? Espero que lo que voy a hacer sea lo correcto. Espero que estés de acuerdo conmigo. Pero ¿cómo puedo saberlo? Tendré que vivir con la duda. Así pues, quiero que lo sepas: aunque esté confundido, aunque no sea suficiente, de verdad que hago todo lo que puedo…
Permanezco largo rato con los ojos cerrados.
—Te echo de menos, ¿sabes? —añado después en voz alta—. Mucho… Te quiero, Clara. Te quiero, hermana.
Cierro el cuaderno con suavidad y me limpio una lágrima que resbala por mi pómulo, luego entro de puntillas en la casa dormida.
Estoy sudando, y tengo la espalda y las rodillas doloridas, pero un orgullo inmenso me hinche el corazón ante lo que veo. Ahí está, nuestro castillo ambulante, nuestro navío, amarrado al pie del edificio, listo para acoger el equipaje para la gran travesía. Es un Renault Master de los años noventa de dieciséis metros cúbicos, blanco de origen —un origen lejano— y bastante deteriorado. Lo hemos bautizado como Ávalon. El arranque, a veces errático, y el armazón, con múltiples abolladuras, de esta furgoneta apuntan a que ha tenido una vida plena. Puede que nuestra carraca no tenga buena pinta, pero, aun así, es nuestro hogar, y a nuestros ojos resplandece como el más noble de los navíos.
Tan solo han pasado tres días desde que tomamos la gran decisión. El tiempo de encontrar nuestro bólido, negociar la rescisión del contrato de alquiler, cerrar mi cuenta de ahorros y hacer los preparativos de nuestra búsqueda. He hecho la mayor parte de la mudanza con Aziliz. Noé me ayudó a bajar las piezas más pesadas del equipo, lo hicimos por la noche para evitar que se cruzara con la multitud diurna. Hemos arreglado el interior de un modo improvisado y algo precario, pero tenemos lo esencial: el sofá, en el que podremos dormir los tres, un hornillo de gas, provisiones de pasta y salsa de tomate para alimentarnos, agua suficiente para atravesar un desierto, un mapa y una guía turística de Bretaña. Sin olvidar la colección de cómics, claro.
Ha llegado el día de partir y estamos listos. Se impone un discurso para dirigirse a la tropa.
—Compañeros, es la hora. Lo que dejamos atrás lo conocemos demasiado bien. Lo que nos espera, en cambio, es lo desconocido, un misterio. Nuestra búsqueda es peligrosa, pero la emprendemos en cuerpo y alma. ¡Qué importa el peligro para quien tiene sed de algo nuevo! Sea cual sea el resultado, tanto si nuestros esfuerzos se ven recompensados con el éxito como si están abocados al fracaso, en el momento en que haga girar la llave de contacto, enorgulleceos, porque quien se atreve a perseguir su sueño, quien se embarca en la gran búsqueda de su existencia, ¡abandona el mundo de los mortales para entrar en el de los héroes y los locos! Supera su condición de sumisión para convertirse en el creador de su propia vida. Hemos decidido forjar nuestro destino, sabed que no habrá vuelta atrás.
Tiendo la mano hacia el centro del círculo que formamos en la acera delante del Ávalon, y grito en la noche:
—¡Hasta el final de nuestros sueños!
Aziliz y Noé colocan sus manos encima de la mía.
—¡Hasta el final de nuestros sueños!
—¡Hasta el final de nuestros sueños!
Intercambiamos miradas intensas, decididas. Es un gran momento. Aziliz sube a la cabina y se sienta en el asiento central, a la izquierda de Noé. Ahora me toca a mí. Siento que se me hunde la espalda con suavidad en la espuma del asiento; mis dedos acarician unos instantes el volante de plástico negro, y por fin me decido a introducir la llave en el contacto. La furgoneta carraspea varias veces antes de arrancar. Enciendo los faros, pongo primera. El Ávalon se aleja del embarcadero hacia el pontón central y lo sigue hasta la desembocadura de la place de la Nation.
El 19 de julio, a las 3.47 de la mañana, una carraca blanca y sucia abandona París con toda su tripulación en busca de su nuevo destino.