Capítulo 5

Si bien Sebastián era un hombre paciente, controlado y de gran autodominio, Sayumi podía sacar de quicio a un monje budista. Hasta comenzó a sospechar que tenía algún tipo de autismo o trastorno obsesivo compulsivo, o ambas cosas. Era un caos entenderla. Solo escuchaba lo que ella quería oír. En la casa, congenió con las mascotas y con la empleada más anciana, con nadie más. Después, era una patada en el trasero para todos. Había renunciado el cocinero, de años de servicio para la familia, por cuestionarlo insistentemente sobre los ingredientes de una receta. No dejaba que nadie limpiara su cuarto salvo ella y, si lo hacían, criticaba al servicio por su labor. Maniática de la limpieza al extremo. Si alguien tocaba sus cosas o sus alimentos, se irritaba y enumeraba la cantidad gérmenes que podían contagiarle. En cuanto a él y a la doctora de la clínica que iba a visitarla, apenas les dirigía la palabra. O cuando le hablaba era hasta agotarlo. Para pedirle algo.

—¿Cuándo traerás las cosas del bebé? —preguntó, y retiró el plato delante y lo levantó para que Sebastián viera que había comido todo.

—Sayumi, ya hablamos de eso —respondió Sebastián, bajando el periódico, para explicarle por quinta vez—. Primero, elije la habitación que será del bebé y después traeré las cosas.

—¿Pero cuando?

—¡Hoy! —exclamó Sebastián dejando el periódico a un lado—. Lo haré hoy, pero deja de preguntarme cada cinco minutos lo mismo.

—Bien. —Sonrió—. ¿Puedo ir contigo?

—No.

—¿Me puedes traer mis ordenadores? —Eso se lo preguntó con una tierna voz y una dulce sonrisa—. Me aburro

—No.

—No es justo —habló ajustando los labios.

—¿Sabes que este lio empezó contigo y esas máquinas? —le dijo Sebastián—. No quiero despertarme un día con un misil ruso apuntándome.

—No podría hacer eso —respondió fastidiada—. Necesitaría por lo menos dos megaservidores conectados a…

—¡Basta! —La interrumpió cuando la vio mirando hacia arriba en actitud de calcular datos—. Nada de computadoras.

Sayumi se levantó del asiento y paseó a su alrededor, mientras él apropósito se dedicó con más entusiasmo a mirar el periódico.

—¿Puedes tomarle una foto a su habitación? —le preguntó ella—. Quiero pintar de nuevo los animales en la habitación de Sebastián. Y le avisas al señor Lombardi que estoy bien. Y si te da permiso, me traes a A.T. para que esté conmigo.

—¿A. T.?

—Su perro.

—¿Quieres que te traiga la mascota de tu vecino? —indagó sin apartar la vista del periódico.

—El señor Lombardi está muy anciano, vive solo y no puede sacarlo a pasear. Esta casa es muy grande… Y llevas cinco minutos leyendo cinemas abiertos. ¡No finjas que no me prestas atención!

Sebastián blanqueó los ojos.

Esa misma tarde se dirigió al departamento en Brooklyn y se trajo a la mascota del vecino. Antes, le había entregado una nota de Sayumi al hombre. El anciano sonrió y le dio el perro encantado. «Todo para que mi ángel esté bien». Le prometió que la siguiente semana iría a visitarla. Le llevó todo lo que le había pedido: las fotos de la habitación, pinturas, algo del mobiliario del bebé, unas revistas, sus productos de aseo. Todo lo que ella quisiera con tal de que no lo atormentara, menos las computadoras. La de él, no le permitía que la tocase y ella le había dicho que era tan elemental que no le sería útil. Había de reconocer, sin embargo, que ya le hablaba un poco más, aunque generalmente era cuando quería algo; esas conversaciones se daban a la hora de las comidas, los dos sentados a los extremos de una larga mesa. Al lado de ella se colocaban los perros de la casa, que Sayumi dejaba entrar, además de A.T. Los canes comían al mismo tiempo que ella. Quiso Sebastián prohibirlo, pero la cara de cólera y pena que puso ella lo hizo desistir. Y estos comenzaron a seguirla por toda la casa, hasta cuando él se acercaba un poco a ella le gruñían. A la semana, parecía Sayumi la dueña de su propia casa, los empleados, por no discutir con ella y su extraña lógica, hacían lo que les pedía. No era ruda ni malcriada, pero era demasiado… franca, directa. Como cuando le había pedido al ama de llaves que se cortara los vellos de la nariz porque le producía aversión. Nadie podía invadir su espacio, sin embargo, ella no tenía límites, recorría la casa examinando hasta el último rincón. A Sebastián y a los sirvientes les daba sustos de muerte apareciéndose de un momento a otro hasta en sus mismas habitaciones. Solicitaba cosas como jugo de manzana o un lápiz con punta muy fina a las dos de la mañana. La doctora Pataky, que la había atendido en el hospital, fue contratada para que controlara su embarazo con visitas domiciliadas. La médica aceptó porque, aparte de la jugosa paga, estaba también intrigada con la extraña criatura de rostro de ninfa que apenas le dirigía la palabra y que, sin embargo, si le preguntaba cualquier dato de medicina, de los más rebuscados, lo hacía con precisión.

—¿Tienes algún familiar al que quieras que llame, Sayumi? —le preguntó la doctora mientras la auscultaba, cuando estuvieron las dos solas, en una de las primeras visitas en la casa de Los Hampton.

—Sebastián es mi única familia —le respondió mirando a otro lado.

—¿Estas seguras?

—Doctora Pataky —le dijo fijando la vista en el termómetro digital que la mujer le había puesto en la frente hasta que Sayumy lo tomó en sus manos y comenzó a revisarlo a la par que hablaba—. Sebastián no me ha secuestrado, no es un proxeneta, no es esto un caso de tráfico de personas o venta de niños. Estoy aquí por mi propia voluntad. Temo que algo me pase, y si así sucediese, quiero que el niño se quede con su padre. No quisiera que termine en un hogar adoptivo o, peor, en un orfanato.

—Solo quería estar segura. —Sonrió la amable doctora—. ¿Me devuelves mi termómetro?

—Ok. Los termómetros de mercurio son más efectivos, por lógica basan su funcionamiento en la dilatación de un líquido dentro de una columna de cristal graduada en la que tiene que haber un contacto íntimo. El termómetro digital, en cambio, funciona analizando la radiación infrarroja emitida por el cuerpo humano. Por lo tanto, existen muchas más variables de distracción, distancia, ejecución…

—Debes de estar en lo cierto. —Sonrió la doctora Pataki—. Aunque casi ya nos los producen, trataré de conseguirte uno. Para la próxima semana, vendré con un ultrasonido portátil. Aunque sería más fácil si fueras a mi consultorio…

—Le he dicho a Sebastián —la interrumpió Sayumi— que no iré al hospital. Ni a su consultorio particular. Quiero que mi embarazo sea controlado aquí, en esta casa.

—Sí lo sé, ya quedamos con el señor Taylor sobre eso. No te preocupes.

—No estoy preocupada —contestó Sayumi mirándola extrañada—, ¿por qué tendría que estarlo?

—Claro que no lo estás, sabes que estás segura. —Comenzó a reír la doctora—. ¿Sabes, Sayumi?, solemos leer de personas como tú, pero la descripción que nos dan ni siquiera se aproxima.

—No la entiendo

—Lo sé. No entiendes porque es un tema que no te interesa.

—¿Está molesta conmigo?

—Todo lo contrario. Estoy encantada de conocerte. Empecemos. ¿Estás comiendo bien?, ¿tomando las pastillas?

Sebastián trataba, infructuosamente, saber un poco más de ella. Cuando llegaba a casa, intentaba por todos los medios tener una conversación de más de dos minutos. En sus intentos de acercamiento, un día se apareció con un hermoso juego de ajedrez para entablar unas partidas. Ella se río en su cara, diciéndole que era un estereotipo y que en particular a ella le aburría, salvo que hubiera apuestas. Donde podía obtener algunas preguntas era cuando la encontraba en la biblioteca revisando libros. Mientras ella los ojeaba, le hacía preguntas de su familia, su paso por Harvard, sus gustos o qué tenía pensado hacer con él bebé.

—No lo sé —le respondió pasando las hojas—. Nunca pensé que llegaría a tener un hijo. ¡Cuántos libros ha escrito tu madre!

—Sí. —Sonrió Sebastián—. Es muy reconocida en el mundo académico.

—Debe de ser muy culta —le dijo mirando los títulos de las obras—. Debiste detener una niñez interesante, Sebastián.

—Sí, mi madre es muy especial. Esta casa siempre estaba llena de artistas, intelectuales. Ella también procuraba llevarme a todos sus viajes de «profundización», como los llamaba, en mis vacaciones escolares.

—¿Siempre has vivido aquí?, pensé que este tipo de casa era para el verano de los ricos

—Teníamos un departamento en Central Park, cerca de mi escuela y su trabajo, pero apenas era viernes o un feriado largo, tomaba el auto y veníamos a esta casa. A los dos nos era más grato este lugar que el departamento.

—¿Solo son tú y ella?, ¿no tienes hermanos?

—Sí, sólo ella y yo, mis padres se divorciaron cuando era muy pequeño y no tuve hermanos.

—Una madre culta, inteligente, a la que le gusta viajar y escribe libros. —Levantado una placa, agregó—: Doctora en educación.

—Y también enseñaba Filosofía en Columbia, hasta el año pasado.

—Estás muy orgulloso de ella, ¿verdad?

—Claro, es una mujer increíble.

—Umm…, escribe también en italiano. —Abrió uno de los libros y pasaba las hojas con rapidez—. Immagino tu parli molto bene l’italiano. Mi piacerebbe praticarlo.

Quando ti piace —le respondió Sebastián—. Ya te hablé de mí. ¿Qué tal algo e ti? Quid pro quo.

—En realidad, quid pro quo no es la expresión latina correcta para el «toma y te doy». Lo correcto es Do ut des, Do ut facias, Facio ut des o hasta Facio ut facias. Es una confusión del inglés muy común, pero mal dicha.

—Seguro que es tal como lo dices. ¿Me cuentas algo de ti?

—¿Qué te contó el detective que dio conmigo?

—Huérfana, criada por tu abuela, Harvard.

—Entré a trabajar a NSA y ya no quise trabajar con ellos. Me acosté contigo y salí embarazada. Eso es todo.

—OK, no quieres hablar de ti, hablemos del bebé entonces.

—No lo sé, no lo tenía planeado. Es muy buena —habló Sayumi pasando la hoja de uno de los libros de su mamá y refiriéndose a este—. Concreta sin ser redundante, posee una sensibilidad personal y vanguardista en sus opiniones —dijo señalando el libro que devolvía a la gaveta—. Oh, también escribe de identidad.

—Es otra de sus pasiones.

—Feminismo. —Sayumi pasaba revista a las obras—. Tribus planetarias, educación transversal, el capitalismo voraz…

—El bebé Sayumi.

—A los trece años tuve apendicitis. —Le hablaba sin dejar de leer lo que tenía en sus manos—. Demoraron los doctores en operarme y me dio peritonitis. Me tuvieron que extirpar el ovario derecho y parte de las trompas del lado izquierdo. Se suponía que no podría tener hijos.

—¿Estuviste mucho tiempo internada?

—Cincuenta y seis días.

—Con razón no te gustan los hospitales.

—En realidad, es porque hay muchos gérmenes. ¿Y estos discos también son de tu mamá?

—Sí, le gusta mucho la música clásica.

—Tiene buen gusto. —Sayumi comenzó a revisar los, casi todos eran de vinilos—. ¡Oh, Wagner!

—¿Te gusta?

—¿El antisemita?, sí, me gusta. Cuando escucho las Cabalgatas de las Valquirias, también quisiera invadir Polonia.

Sebastián comenzó a reír por la broma. Pero Sayumi no, o no se había dado cuenta de que había hecho un chiste. O pensaría que lo que había dicho no ameritaba reír.

—¿Quién te contrató?

Entonces sí rio Sayumi, era muy obvio cómo quería manipularla. Le llevaba la conversación a temas banales y de repente hacia preguntas directas.

—Nunca dan su nombre. Me contactaron amigos virtuales que tengo en la red. A quienes tampoco conozco.

—Si te contactaran de nuevo, ¿me lo dirías?

—¿Y cómo lo harían? No uso celular, no me has traído mis computadoras. Y nunca hablo por teléfonos fijos de otros.

—¿Por qué no hablas por teléfonos fijos?

—Gérmenes —seguía hablando sin dejar de ver los discos

—Yo pensé porque temías que te espiaran. —Recordó Sebastián que, en su departamento en Brooklyn, había solo aparatos electrónicos muy antiguos. Todo analógico. Televisión, radios, teléfono fijo.

—Hablo muy poco por teléfono. Solo para pedir comida, no tengo tarjetas, solo manejo efectivo y no tengo amigos a quien llamar. Celulares, los detesto. Es como tener un rastreador con uno.

—¿Es por lo que en tu casa solo había aparatos analógicos?

—Sí, también. La wifi es nuestro «Gran Hermano». Donde entra, nada es seguro. Y, por ejemplo, esta música —alzó un long play de María Callas— se escucha mejor en vinilo. ¿Puedo? —le dijo señalando el tocadiscos. La conversación se había terminado. Puso el disco, se sentó a escuchar. A él también le gustaba esa música, especialmente esa cantante. La acompañó un buen rato. La veía cómo, con los ojos cerrados, movía los dedos siguiendo a la perfección el ritmo de la música, como una experta directora de una sinfónica en vivo. Veinte minutos después, se quedó dormida.

Sebastián, como en el hospital, se quedó mirándola dormir. Después de un rato, quiso llevarla en brazos en a su habitación para no despertarla, su rostro reflejaba tal placidez, hasta parecía que los extremos de su comisura estaban levemente levantados en una sutil sonrisa. Lo pensó, llevarla en brazos, pero no lo hizo. Temió su reacción ante cualquier contacto físico. Esos días se había dado cuenta de que una de sus tantas peculiaridades era repeler el contacto con otras personas, no recibía nada de una mano a otra, cuando alguien le iba alcanzar un objeto —periódico, llaves—, pedía que lo dejaran en una superficie y luego ella lo tomaba, se alejaba a una cierta distancia para entablar una conversación. Se sentaba siempre en los mismos muebles, nadie podía ingresar a su baño. Parecía tratar a todas las personas como infectados de una contagiosa y muy peligrosa enfermedad. La despertó después de una hora, cuando él le rozó la mano. Ella entreabrió los ojos, perdida. Como una autónoma, se puso de pie y se recostó sobre él. Por primera vez desde que se habían vuelto a ver, hicieron contacto físico. Sebastián la pegó a su pecho y la guio, totalmente adormilada, a su habitación.

—Tengo un sueño pesado, Sebastián —le murmuró en la puerta del cuarto.

—Ya me di cuenta —le dijo abrazándola más tiempo del necesario.

—La próxima o me dejas dormir donde me encuentre o me levantas en brazos hasta a mi cuarto.

—Lo prometo.

—Qué sueño tengo, es por las hormonas del embarazo, ¿sabes?, mucho sueño y pensar todo el tiempo en sexo.

Dijo lo último al entrar a la habitación con los ojos entrecerrados, lo que dejó al pobre Sebastián con ganas de una ducha con agua helada.