Teniendo a su madre cerca y con la fortuna que se hubiese hecho tan amiga de Sayumi, ya contaba con quien podía vigilarla para que comiera sano y a sus horas, hiciera los ejercicios o tomara las medicinas. Sebastián, entonces, se reintegró a sus labores a horarios regulares. Necesitaba trabajar, recuperar el tiempo perdido y concentrarse en otra cosa aparte de esa mujer que lo tenía todo el tiempo confundido. Se dedicó a nivelar su trabajo en la compañía que había creado junto a sus mejores amigos. Michael y David, sus socios, eran los amigos de toda la vida. Se conocieron en la escuela y estuvieron casi siempre en contacto. No tendrían ni trece cuando había sucedido una pelea donde el brabucón del colegio, Michael, molestaba al nerd, David, y salía en su auxilio el salvador de los débiles, Sebastián. En la pelea, los tres cayeron encima del estante de trofeos del colegio, que se vino abajo y causó un gran destrozo. En la oficina del director, este los instó para que delataran al que había empezado la discusión. En realidad, el hombre deseaba expulsar a Michael por los problemas continuos que tenía en la escuela. Y esa era su oportunidad. Aunque el director insistió, hasta los amenazó, ni Sebastián ni David dieron su brazo a torcer. Fueron castigados los tres con severidad, pero no se expulsó a Michael. Y ese secreto selló su amistad para siempre. De ahí se dedicaron a ayudarse en los estudios, las peleas y conquistar chicas. Siempre juntos, inseparables en la escuela, travesuras incontables, se siguieron frecuentando hasta después del colegio.
Cuando Sebastián terminó la universidad y tuvo la idea de independizarse de su padre, quién lo conminaba para que se uniera a su estudio de abogados y que entrara al partido demócrata para comenzar a hacer carrera política como él, quien ya era senador por Nueva York, Sebastián se rehusó y buscó a sus amigos para formar una compañía de informática. Cada uno aportó sus talentos. Bastante jóvenes y con sus propios ahorros hicieron andar a la compañía que ofrecía software para empresas, además de estar especializada en el desarrollo de soluciones de nube y seguridad informática. Comenzaron a posicionarse rápidamente en el mercado. Con algunos baches, estaban logrando sus metas.
Pero lo que había pasado con Sayumi fue algo que despertó algunas rencillas dormidas entre los amigos. A pesar de su amistad, el mismo colegio, había distintos ángulos de ver la vida, por el origen tan dispar de sus hogares. El que tuvo siempre mejor posición económica y social fue Sebastián. El que fue más popular, deportista y don Juan fue Michael, aunque proviniera de un hogar muy conflictivo. Hacía unos años que su padre, un judío vendedor de joyas de la quinta avenida, había sido encarcelado por una gran estafa cometida a una aseguradora y se suicidó en prisión. David, en cambio, era el chico brillante, humilde, becado, hijo de padres profesores, que amaba la informática y los números.
—¡Ah, qué bueno tenerte por aquí Sebastián! —exclamó David con ironía al verlo concentrado en su oficina.
—Tenía asuntos que atender. Lo siento. —Le sonrió Sebastián—. Para eso estoy acá. Conseguí que mi madre cuidara a Sayumi. Podré integrarme al trabajo. Avancé con las conversaciones con JKB y los canadienses. A casi un ochenta por ciento.
—Es bueno eso —dijo David—, muy bueno.
—¿Para qué era esta reunión? —preguntó Sebastián viendo el nerviosismo de David y que detrás de él ingresaba Michael a su oficina.
—Recibimos otro trébol de nuestra encantadora Sayumi —anunció Michael sonriendo.
—¿Es algo malo? —indagó Sebastián, angustiado, y soltó una gran grosería— ¡No debí regresarle sus laptops! —gritó ajustando su mano en puño—, pero me tenía loco todo el día hablando a mi oído. Tanto que me prometió. ¿Es algún chantaje?
—No, definitivamente no —le contestó David, sonriendo, y se sentó en una silla cercana a su escritorio mientras se frotaba las manos—. Es un software antihacker creado por ella.
—Eso es bueno —habló Sebastián irguiéndose en la silla.
—Bueno, te lo diré así, Sebastián —dijo David muy entusiasmado sin dejar de frotar ambas manos y sonriendo más ampliamente—: nuestros ingenieros de MIT lo revisaron y nos hablaron de un programa tan evolucionado que por lo menos era para que saliera dentro cinco años al mercado.
—¿De cuánto estamos hablando? —Se tensó inmediatamente Sebastián.
—Quince millones por lo menos —respondió Michael secándose el sudor en su frente.
—Se le tendrá que pagar —afirmó Sebastián.
—A ella no. —Sonrió Michael—. El programa ya fue registrado y patentado a tu nombre.
—¿Cómo? —se asustó Sebastián al escucharlo—. No es posible.
—Tu novia te ha regalado un programa… que vale por lo menos quince millones —le dijo Michael enseñándole la inscripción de la patente en la pantalla de una Tablet—. Le ha puesto de nombre «Lovelace».
—El apellido de la primera programadora y madre de la programación informática —enunció David sonriendo—. Es tan ingeniosa. Ahora queremos saber qué vas a hacer con él. Podemos pagártelo, pero en unos años.
—Esperen un momento —los interrumpió Sebastián, consternado, a la vez que levantaba la mano y les pedía una pausa—. Cómo podrán darse cuenta, yo no tenía idea que hubiese echo eso. Y tengo primero que conversar con ella.
—¡Pero es tuyo! —exclamó Michael—. Y esta es tu compañía. Estamos hablando de millones de dólares. De liderar el mercado.
—Sebastián —lo llamó David, que comenzó a hablar con mucho entusiasmo—, el sistema es… es el principio de algo increíble, que revolucionará el sistema de seguridad. Es como un ser vivo. Súpersensible, percibe cualquier posible ataque y comienza en milésimas de segundos a decodificar la información que se intenta ser extraída. Como un sistema de esclusas, las abre, las modifica y luego las vuelve a cerrar, haciendo imposible el hackeo. Es extraordinario. Falta completar algunos datos. Es muy lista, nos lo envió incompleto, le falta un algoritmo de instalación. Supongo que nos lo dará cuando se concrete la venta.
Sebastián se quedó unos minutos en silencio, se levantó de la silla y, viendo a sus amigos, recorrió pausadamente el largo de la oficina. Luego habló calmado:
—Sé el concepto que tienen de ella. Pero en realidad es una mujer muy joven, sin familia, perseguida por Defensa Nacional. Está embarazada de mi hijo. No creo que esté en condiciones de saber qué tan importante es esto.
—¡Ya salió el príncipe valiente! —exclamó Michael, disgustado, levantando los brazos—. El que siempre tiene que hacer lo correcto. ¡El defensor de los pobres y desvalidos! ¡Esa mujer pudo habernos hundido!
—¡Pudo! —le contestó Sebastián también exaltado—, pudo, pero no lo hizo. Y no me voy a aprovechar de su vulnerabilidad en estos momentos.
—¡Sebastián! —exclamó Michael.
—Calma, Michael —intervino David, como siempre, interponiéndose entre ellos para que se calmaran—. Sebastián tiene razón, que converse con Sayumi primero. Podemos esperar. Y obvio, si llegarán a un acuerdo, no los vendería a nosotros.
—Obvio —respondió Sebastián—, pero lo negociaré primero con ella.
—Otra cosa —se calmó Michael sonriendo—. Está pendiente quién la contrató. Sí, dijimos que lo dejaríamos ahí. Pero los detectives informáticos han llegado a la conclusión de que esto fue muy personal. No buscaban nuestros clientes, buscaban aniquilarnos. Robarnos y borrar todo nuestro trabajo de años. Tenemos que dar con esa persona, personas o compañía. Y Sayumi puede ayudarnos.
—Sí, lo he pensado y estoy tratando de que me dé esa información —respondió Sebastián—. Dice que la captaron en la red y no sabe quién fue. —Suspiró avergonzado—. Amigos, sé que los metí en problemas. Sé lo irresponsable de mi conducta. Y asumiré las consecuencias. Pero Sayumi está delicada de salud, es muy débil y está embarazada.
—Sebastián —dijo Michael riendo—, siempre haz sido medio…, no medio, bastante ingenuo. Para empezar, ¿estás seguro de que es tu hijo?
—Sí, es mi hijo —aseguró Sebastián—, no tengo dudas de ello. Ella, la madre, está teniendo un embarazo de alto riego. No se le acerquen. Yo hablaré con ella si quiere vender ese programa y le volveré a preguntar sobre quién la contrató. Pero lo haré yo, no ustedes. Por favor, aléjense de ella.
Sebastián se marchó dejando a los dos amigos pensativos.
—No sé tú, David —habló Michael—, pero no perderé ese programa. Así no quedará esto.
—Hola, Sayumi.
Como siempre, ella levantó la mano y siguió escribiendo en su ordenador; Sebastián se paraba al pie hasta que ella terminará de hacer lo que tenía pendiente. En más de una oportunidad le había prohibido interrumpirla porque podía perder «el hilo conductor» de su gran proyecto. Todo en lo que ella estaba poniendo sus energías en ese momento de concentración era «grande, imperioso, vital». Así fuese terminar el crucigrama dominical del Times, memorizar dígitos de IP o algún complicado teorema de encriptación. Él la observaba y sonreía por la rapidez con que tecleaba, o cuando levantaba la mirada y parecía que con los dedos pasaba las páginas de un libro suspendido en aire. Se hablaba a sí misma, se regañaba, se daba ánimo o se cuestionaba lo que estaba haciendo; quien la escuchara sin verla pensaría que en ese ambiente estaban tres personas conversando al mismo tiempo, hasta el tono de voz era diferente para cada una de ellas. «Jamás la interrumpas cuando la veas en ese trance», le decía Olivia a Sebastián— es como ponerle freno a un auto que va 180 Km/h, puede desbocarse”. Era una bendición tener a su madre en casa, Olivia comenzó a leer todo sobre mentes como las de Sayumi, y se convirtió entre el vaso comunicante entre Sebastián y ella. Su madre le interpretaba su conducta: sus detalles obsesivos, sus compulsiones, sus largos silencios, y a Sayumi le enseñaba a socializar.
Aunque las computadoras afectaban la estética de tan elegante sala, nadie la contradijo cuando decidió que se instalaría con sus máquinas en ese sitio, cerca de las ventanas que daban a los jardines. Había hecho en esa esquina como un fuerte. Un mueble cómodo, un par de mesas auxiliares. Cuatro computadoras prendidas al mismo tiempo. Una pizarra acrílica donde pegaba recordatorios en post it. Olivia le ofreció acondicionarle la biblioteca u otro ambiente. Pero ella, después de probar varios rincones de la casa, decidió que ese era el lugar perfecto. Hizo trabajar a los del servicio todo un mañana para mover los muebles de un lado a otro. Y considerando la posición del sol, las corrientes de aire y la humedad, llegó a encontrar la ubicación correcta. Sebastián dejó de sonreír al mirarla cuando se preguntó si había sido buena idea traerle sus laptops a la casa. «¿Y si de nuevo esta hackeando a alguien? ¿O entrando a algún lugar del Pentágono?». Un escalofrío recorrió por sus brazos. Lo había hecho por la presión que era tenerla en la casa sin hacer nada. Cuando la encontró desarmando el microondas para tratar de repotenciarlo, había sido suficiente, se rindió a sus súplicas y se las llevó. Se las devolvió con la advertencia de que no hiciera nada turbio y terminara él en la policía por cómplice. Y también que le pusiera horarios. Se sentó a su lado a la espera de que terminara lo que tenía que hacer. Cuando dejó de tipear con tanto ánimo, la llamó de nuevo.
—Sayumi, Sayumi, quiero hablar contigo, Sayumi.
—Hola. —Le sonrió—. Dime.
—La empresa requiere comprar el sistema Lovelace.
—Es tuyo. Negocia el precio.
—¿Sabes cuánto vale?
—Sí.
—¿Y por qué me lo das?
—Porque es tuyo.
—¿Por qué?
—Primero, porque eres muy bueno conmigo —lo dijo dedicándole una de sus lindas sonrisas y señalándole las computadoras—. Segundo, no es para ti. Es para el niño. Cuando nazca, abrirás un fidecomiso para él y quedará protegido de por vida.
—No te entiendo, Sayumi, aceptaste cometer un delito, ¿cuánto te iban a pagar por la información de la compañía?
—Quinientos mil.
—Aceptaste cometer un delito por quinientos mil cuando en tu poder tenías un software que vale millones de dólares.
—¿Y cómo se supone que lo iba vender teniendo al departamento de Defensa encima? Tomaría los quinientos y desaparecería del país. Pero ahora las cosas son diferentes. Estoy a salvo por el momento.
—No te entiendo.
—NSA me busca porque les dejé un trabajo a medio hacer. Es de ellos de quienes me escondía, no de ti. Pero ahora, por este niño, estoy a salvo —le dijo Sayumi tocando su vientre—. Tengo al hijo de Sebastián Taylor, nieto de Robert Taylor, senador de los EE.UU, y Olivia Weithmeir, de las familias más importantes del país. Por ahora, soy intocable. Si no fuera por este embarazo, estaría en su poder o muerta. Por cierto, nos tienen vigilados.
—¿De qué hablas? —preguntó consternado—. ¿Quiénes?
—NSA. ¿No te has dado cuenta lo obsesionado que están nuestros vecinos con su jardín? Y sus jardineros, que los rotan cada turno y medio. Son todos muy altos, fornidos y sin nada de bronceado. Muy raro para ser jardineros. Y ni que decir de los trabajadores de construcción. ¿En serio? Una semana y no pueden arreglar una pista. Lo cual nos dice que todas nuestras líneas de comunicación están intervenidas.
—¿Qué les hiciste? —Se paró Sebastián en los ventanales a observar a los extraños jardineros del vecino—. ¿Les robaste algo?
—No les robé nada. Su problema conmigo es que podría hacerlo, es un programa que quieren que les termine, que trata de… Es mejor que no sepas nada de eso, por tu bien. —Hizo una pausa y, en actitud pensativa, se tocó los labios con un dedo—. Debí estudiar física y no matemáticas. Menos, dedicarme a la informática. Ahora estaría en la NASA y no…
—Sobre el programa Lovelance —la interrumpió Sebastián sin dejar de ver hacia los jardines del vecino.
—Es tuyo, ve qué haces con él. —Acomodó la laptop y se puso los audífonos, propios, por supuesto—. Ahora, me disculpas, estoy un poco ocupada. No te olvides que prometiste llevarnos a Olivia y a mí a comprar ropa para los perros.
«Ropa para los perros», suspiró Sebastián, iba a decir algo más, pero ella ya había bajado la vista a la computadora y comenzó de nuevo a tipear sin control. Los minutos que su majestad le había dado se acabaron. Si quería hablar con ella de nuevo, sería cuando terminara su trance. Aunque tenía que reconocer que su trato hacia todos era mejor. Sobre todo, se llevaba bien con su madre. Se habían vuelto inseparables desde el día que se conocieron. Despertaba Olivia y lo primero que hacía era preguntar por ella, hablaban sin parar de las más rebuscadas teorías filosóficas y de humanidades. Olivia, educadora innata, estaba fascinada con la inteligencia de Sayumi, pero no se limitaban sus largas conversaciones a lo académico. También se dedicaban a ver revistas de modas, criticaban a las modelos y probaban recetas de las más alucinantes. Ninguna de las dos sabía cocinar. Sebastián jamás había visto a su madre conectarse con otra persona de esa manera. Esa conexión con Olivia hizo a Sayumi llevarse mejor con el personal de servicio, imitando los modales y expresiones de tan educada dama. Aunque la mayoría de veces no entendía por qué debía adornar las palabras que debía decir. El cocinero, por ejemplo, había regresado después de las suplicas de Olivia y que Sayumi prometiera no cuestionar nunca más con su comida. Lo prometió delante de él, aunque murmuró que el kofta griego sí llevaba menta. Con las mucamas, el acuerdo había sido que ella y solo ella limpiaba su cuarto. Su extrema sinceridad y decir lo que pensaba podía atenuarse cuando Olivia le pedía «por favor» llevarse bien con tal o cual persona. Con la doctora que iba a verla también estaba portándose mejor a pedido de Sebastián.
—Yo sé que no te gustan los doctores —le suplicaba Sebastián—, pero no puedes tratarla así.
En respuesta, Sayumi blanqueó los ojos.
—Pataky es buena —le decía Sebastián—. ¿Qué tienes contra ella?
—Nada.
—La miras con cara de espanto cada vez que viene a verte y mi madre dice que apenas le hablas.
—Me gustaría aprender a hacer origami, ¿qué opinas?
—La doctora, Sayumi.
—¿Por qué otra persona tiene que decidir por mí lo que está bien o mal con mi cuerpo?
—Ya hablamos de eso. Es una doctora, ginecóloga, de las más renombradas en el país. Sabe más que tú lo que es mejor para ti. Hasta ahora, no me explico cómo no te hiciste ningún control previamente.
—Leí todo sobre embarazos y partos. Dos veces el Manual de obstetricia y ginecología de Johns Hopkins. —Luego de una pausa y ajustando los labios, agregó—. Error, lo admito.
—¿Cómo sabias que sería niño si nunca te hiciste una ecografía?
—Me compré un estetoscopio y saqué un promedio de su frecuencia cardiaca. Si la frecuencia cardíaca del bebé es de más de ciento cuarenta latidos por minuto, entonces lo más probable es que sea una niña, y si es más lenta o inferior a ciento cuarenta, entonces es más probable que sea un niño. No es una ciencia exacta, tiene muchos detractores. Pero los ginecólogos viejos sí le aciertan. —Luego de una pausa, agregó—: Tiene los dientes muy pequeños, simétricos y juntos, me asusta.
—¿Quién?, ¿la doctora Pataky? ¿Te asustan sus dientes?
—Tengo tripofobia…, no te rías. Es serio, si veo un patrón repetitivo por mucho tiempo, puede darme un episodio depresivo mayor.
—¿Episodio depresivo mayor?
—Lo que antes se le llamaba colapso nervioso. Es muy serio.
Sebastián trató de no reír, otra de sus tantas fobias, y por la manera como las explicaba, al menos para ella eran serias, y exponerla a ellas tendría consecuencias «funestas», como solía advertirlo.
—Por favor, haz un esfuerzo —procedió a acercarse a oler su perfume con la excusa de acomodarle una cabello de su frente—, ¿o quieres cambiar de ginecóloga?
—No, ella está bien. —Suspiró Sayumi—. Pero ¿puedes decirle que se ponga mascarilla cuando me vea?
Se instaló una rutina peculiar en casa. Tomaban el desayuno juntos. Sebastián se levantaba de la mesa, le daba un beso en la frente a Olivia y uno en los labios a Sayumi. Y se marchaba a Manhattan a trabajar. Lo del beso había sido un pedido expreso de la misma Sayumi, cuando lo abordó saliendo de su cuarto, muy temprano.
—Quiero que tú mamá crea que somos una pareja, delante de ella, serás cariñoso y tierno, me darás un beso en los labios cada vez que me veas. —No se lo había pedido, se lo ordenó.
—No dormimos juntos —le contestó Sebastián alzándole una ceja, como siempre, para provocarla.
—¡Oh! Eso ya lo arreglé, le dije que con el embarazo estoy muy sensible para tener relaciones sexuales, y como tú eres demasiado activo, llegamos a ese acuerdo de dormir en cuartos separados.
—¿Hablaste de eso con mi madre? —preguntó Sebastián incrédulo.
—Sí —respondió—. Olivia dijo que entendía la situación porque tu padre era igual que tú, hipersexual, que no podía dejar de ponerle las manos encima. Eso no lo entendí muy bien, será que…
—¡Calla! —Sebastián la interrumpió consternado—. No puedo creer que hablaras de eso con… Estás… ¿Cómo pudiste?… Es mi madre.
—¿De qué te admiras? Sí, hablé de sexo con tu madre.
—Shuuu. —Hizo Sebastián un gesto de horror—. ¿No lo entiendes?, mi madre y la palabra sexo no pueden estar en la misma oración.
—No te entiendo —comentó Sayumi—, si tú estas aquí, es porque es obvio que Olivia y tu padre tuvieron coito.
—¡Dios mío! —Suspiró Sebastián—. Cambiemos de tema o jamás hablemos de eso…
—Que tus padres tuvieron coito.
—¡Calla! Ahora dime, ¿por qué estas interesada en que ella crea que somos pareja?
—Es importante para ella, quiere pensar que estamos bien, que somos una linda pareja, y así será.
—Solo eso.
—Me cae bien. Además, no nos cuesta nada y ella es feliz. ¿O es mucho esfuerzo para ti darme un beso cuando me ves?
—Voy a ver. —Sin preguntárselo, Sebastián se acercó a ella y, tomando su pequeño rostro en sus grandes manos, le dio un largo y prolongado beso. Después de unos minutos, y cuando Sayumi comenzó a gemir, se pegó más a su cuerpo y cruzó los brazos sobre su cuello, Sebastián la soltó de improviso.
—Está bien, no me cuesta nada —dijo él y salió de la habitación sonriendo y dejando a Sayumi con los colores del rostro encendidos.
Se iba a trabajar y la dejaba encargada a su mamá. Cuando llegaba en la tarde de sus labores, iba primero donde Olivia para preguntarle cómo se había portado Sayumi, lo que hacía reír a su madre, quien respondía que su futura nuera era adorable, una criatura tan extraña como encantadora. Y procedía a contarle un nuevo comportamiento sui generis que había descubierto en su engreída. Luego, él iba a ver a la muchacha que casi siempre encontraba escribiendo frenética en su ordenador. Comenzaba Sebastián la conversación con alguna broma para que ella le prestara atención.
—Y, Cerebro, ¿logramos conquistar al mundo? ¿Ya conseguimos las gemas del infinito? ¿Y qué cuenta el emperador? Cómo está la matriz?, ¿todavía puedes verme?
Sayumi se detenía en lo que estaba haciendo, se lo quedaba mirando y, cuando entendía la broma, reía y le prestaba atención.
—¡Eres gracioso! —exclamaba.
Casi no entendía las bromas, ironías o el sarcasmo en general. Pero si se referían a dibujos animados o a las películas que le gustaba ver, sí les hallaba el significado. Después de probar distintas formas de comunicación, Sebastián encontró ese punto en común para entablar una conversación amistosa. Fue la manera de acercarse a ella, era a través del humor y sus programas favoritos.
—¿Y estas cajas?
—Mías —respondió Sayumi.
—No me digas —la retaba Sebastián—. ¿Lo que te faltaba para terminar tu estrella de la muerte?
—Qué gracioso eres. —Sonreía Sayumi—. No hago cosas malas, no siempre. Por ejemplo, he retomado mi trabajo de un sistema de encriptación capaz de resistir la potencia de cálculo de un futuro ordenador cuántico.
—¿Qué dijiste, cariño? —preguntó Olivia, quien estaba próxima a ellos y escuchaba la conversación.
—No lo intentes, madre —dijo Sebastián riendo.
—Son programas para que nadie nos espíe, para que la red vuelva a ser libre —aclaró Sayumi, quien jamás dejaba a Olivia una pregunta sin responder.
—No me has dicho, ¿qué son estas cajas? —indagó, de nuevo, Sebastián.
—Compré en la red dos discos duros y unas memorias Rubber Ducky. Unas cosas más que me traerán mañana para fortalecer la protección de la casa de ataques de red. Ya está casi completa. Me faltan dos fentoceldas, un soldador, papel aluminio y unos cables coaxiales. Solo hay que cambiar la clave de wifi cada veintisiete horas con doce minutos. Yo lo haré en simultáneo a todos los ordenadores y celulares. ¡Ah! Y con esto estoy lista para terminar mi versión Lamart2.
—Ni te pregunto qué cosa será eso —dijo Sebastián—, con tal que no sea ilegal. ¿Con qué dinero compraste esto? —consultó sin dejar de revisar las cajas—. Para qué pregunto, supongo que llegará a la cuenta a mi tarjeta.
—Sí —contestó Sayumi—. Y le compré a Sundar una máquina de ejercicios. Está muy gordo y el sobrepeso lo hace oler mal.
—¿Se lo dijiste? —contató Olivia asustada—, ¿le dijiste a Sundar que huele mal?
—Sí —respondió Sayumi.
—¡Perfecto! —exclamó Sebastián—, ya nos quedamos sin chofer.
—Cariño —le habló Olivia con dulzura—, ¿le dijiste en su cara que olía mal?, ¿te parece eso correcto?
—Sí —respondió Sayumi intrigada por su interrogatorio—, ¿hice algo mal?
—Pues…
—Déjala, mama —la interrumpió Sebastián viendo a Sayumi, intrigado—, quiero ver si puede darse cuenta por sí misma de lo que hizo.
—Pobre señor Pichai. —Suspiró Olivia.
—Sundar no me dijo que le molestara lo que le dije —se defendió Sayumi—, me dio incluso las gracias. Le hice el cálculo entre su peso y estatura, y su IMC resultó en treinta y nueve coma nueve, es decir, obeso. Le expliqué las probabilidades de desarrollar cardiopatías, diabetes y otras enfermedades. También le ayudé a declarar sus impuestos, reacomodarle una cita para su ciudadanía y le borré del sistema dos multas del tránsito.
—¡Le borraste sus multas! —exclamó Sebastián levantando los brazos—. No te rías, madre, lo hace desde mi dirección IP. Espero que me visites en la cárcel. Terminaré en la cárcel por ella.
—¿Qué hice mal? —preguntó Sayumi, desconcertada, mientras los miraba a ambos. A Sebastián que la veía furioso y a Olivia que no paraba de reír.