El castillo de Chippenham se despejó entre las teas de la noche de altas cúpulas y vitrales policromados, con bóvedas de cañón, el trono estaba vacante, bien tallado en madera de roble, en el interior vagas sombras se movían con inquietud presa de la incertidumbre, repleto de escuderos, entre ellos el príncipe Alfredo y demás corte, los pálidos rostros se yuxtaponían como rayos de luna, y los alabarderos montaban guardia apresuradamente, trabando los umbrales y los más allegados accesos que a forma de arco despuntaban entre los vastos espacios.
Su sombras se desplazaban fugaces y espectrales sobre el marmóreo y pulido piso, con paredes adornadas de tapices bizantinos, la amplia extensión de la cámara de presencia era de forma cuadrangular, las teas vacilaban chisporroteando en intensidad, alcanzando la línea visible de la corte, Alfredo dejaba caer tras su espalda una capa de tono burdeos, y los demás miembros con atavíos de verde olivo y negro, túnicas de manga larga con broche con cierre, cinturón, cubrepiernas y correas, casco y espadas bien ceñidas. La noche se despejaba más negra que los yunques de Vulcano,1 extendiéndose como una lengua viviente y coleante, la campiña inglesa se había esfumado agazapada entre madreselvas lejos de ojos codiciosos, las estrellas eran como suculentas frutas que ofreciesen su pulpa a un buen degustador.
Ahora un ligero hálito de viento barrió la sala como una mar empapa las caras de los trasnochadores, mientras una bruma púrpura había anublado todas las vidrieras y alrededores, las lucecitas de los lejanos campanarios se dejaban entrever tímidamente como graciosas margaritas moteadas. Siguiendo la línea divisoria llena de senderos y prados que la naturaleza y la campiña inglesa vestía cual piel de sierpe, el castillo de Chippenham era un lucero en el púrpura lejano. La luna también jugaba desde lo alto al ocultismo cuando era tapada por el espeso velo de la noche, la gran chimenea de la cámara dejaba escapar un humo tan blanco como la leche, ascendiendo como un fino ovillo hacia los cielos. Los fornidos y guarecidos guardas nocturnos y centinelas con sus yelmos y armaduras cortaban la sutil bruma cual flecos de fina gasa formando un rigodón jocoso a sus espaldas.
La figura de Alfredo se mostraba recta y tensa, cercano al sitial y rodeado de su plebe y consejo, era delgado y contextura enclenque, tez mate y ojos cristalinos negros, pelo rizoso entre rubio y rojizo, era un hombre entrado en la madurez, con una gran cruz sobre su cuello, y con semblante de aquel que hace ostento de servir a Dios, un ferviente cristiano.
Las fanfarrias y cascabeles de palacio repercutieron al unísono, haciendo su aparición Athelstan de Lambourne, comisionado del rey.
―¿A qué estos cadenciosos rumores a cascabeles y fanfarrias?, ¿a qué esta augusta proclama?, y aquí me alzo desde esta atalaya de la conciencia, desde este «estéril promontorio» donde la dimensión escatológica suplanta y rememora desde lo alto de su Olimpo los ayeres consumados, tan sufridos y soñados; ¿qué egregia pira solemniza las exequias de tan sufrido pueblo?, vergonzante frontispicio de infecunda fatalidad, ya la alarma premonitoria de los difuntos se alza al unísono con el agonizante eco de la desesperanza y el desasosiego. Esta latente conjunción de quejumbrosos malabares alcanzará su clímax en los actos y estratos prefijados del animoso estorbo. ¡Oh, loada Britania!, ante esta encrucijada has de bregar por los quehaceres más rigurosos del entendimiento humano, pon tu más casto ingenio en la salvaguarda de este reino. ¡Oh, dichosa Britania!, que solícita acudes a mí bajo todas esas inclemencias, tan llena de indecentes pecados como de excelsos legados, cuando heme aquí, yo, Alfredo, desvirtuado de esta gracia de reyes, desde estos sutiles retales donde se curten los preceptos más exhaustivos del desengaño y la flaqueza, he de deliberar tan severo dictamen, el que los hados me encomiendan, ¡la de ser rey!; sabio regente y soberano, fiel relevo de un hermano, y, con el más desabrido de mi abatimiento, alzar así mi cetro, bajo este dosel de sospecha y advenedizo magisterio ―Alfredo estiró su cetro recamado de diamantes―, el que ha de otorgarme la sapiencia y el coraje. Con qué dilatorias excepciones se entroniza y sacraliza en su más hondo oficio con el más taimado de los conjuros, suscitando la hilaridad del que tributa bajo los auspicios del ingrato invasor, mas con la voz irrevocable que dicta la virtud de tan bendito legado, ¡escucha, maldita, mi alegato!, pues no fui encomendado para estos quehaceres, sino la de servir a Dios y portar mi librea. Toscos cimientos de horas tardías las que impregna en su quehacer la pútrida melancolía. Áureo es el lecho de irremisible reposo, el que siempre aguarda tan edénico y generoso, tan provisto de esas sierpes y cerastas, ¡de esas hidras tan nefastas!, porque solo allí he de granjearme la estimación de tan sufrido pueblo. ¡Oh, Britania!, ya mis fuerzas me flaquean y mis bríos se consagran al más exultante ardor en su devoción, porque es aquí ante esta torva riña mal fraguada, de gloriosos lauros y encumbrados ayeres, donde estos locos lores entreabren sus sepulcros con las llagas de un pasado aún sin restañar, ¿qué he de hacer, suplir mis dones por el afilado acero, o servir de rey bajo un frío aguacero?, pues muerto Etelredo, ¿qué fingir ya puedo?, ¿partir raudo como el viento, sin premisa ni llamamiento?, reputado testigo suele ser la conciencia, ya mis sueños me arrebatan, y ahora pobre de mí, he de cargar con este peso que impone el lacerante destino, este breviario de la podredumbre que tanto edulcora nuestra hiel, el que clama en suspenso con mortal estrago, ¡como un Damocles desde la umbrosa distancia!, y ante este protervo lobo que hoy encubre el azaroso azar, esta rémora recalcitrante de la más insidiosa sedición, he de acatar con el rédito del que duplica su valor, al igual que lo hace el oro en su esplendor. Pero ¿qué malas nuevas tenéis que decirme, Athelstan de Lambourne?, ¿qué precoces escarchas nos brinda la cepa más bulbosa del Cólquico2 tardío?
El comisionado del rey era un hombre robusto con barba negra, ojos grandes y manos toscas; iba envuelto en armadura y portaba un pergamino el cual desenrolló ante toda la corte y sobre la mesa del trono, la misma era cuadrangular con guirnaldas y rosas entalladas en su decoración, la superficie era gruesa y de mármol sólido natural, las fornidas patas llevaban adosadas las figuras de un león alado y, cada lado, portaba las crestas y heráldicas de Wessex, la madera era de fino castaño, bruñida y pulida a mano, tanto que, las antorchas se reflejaban en su maderaje.
―Alfredo, Britania os aclama; acatad este sacro dictamen. Atado estáis a este linaje de reyes el que os precede por rango, derecho y consanguinidad, estas heredades, con sus dichas y verdades, toda Wessex lo reclama, vuestro santo hermano ha muerto, ¡larga vida al rey Alfredo! ―le ensalzó Athelstan.
Asser un viejo ermitaño con capucha y túnica allí reunido y todos los nobles gritaron al unísono:
―¡Larga vida al rey Alfredo!
―Pero ¿qué decís, insensato?, toda una vida de penitencia consagrada a la expiación de mis faltas, ¿para esto?, ¿quién dio muerte a la otra mitad de mi media luna?, el que confió más de mil veces a este crecido retoño al regazo de sus apacibles brazos ―se golpeó en el pecho Alfredo tomando del hombro al comisionado―, ahora quebrantado por este redundante oleaje de severos retazos y un ayer consumado. ¿Quién fue ese vacilante espectro que como un Ares deshonró el lecho de Hefesto?,3 el que derramaba su divina gracia, esbozando su sapiencia sobre un reino de inconsciencia. ¡Oh, severo castigo!, el que dictan hoy los hados, ¿qué he de hacer, macilento espectro, para así saber, lo que por lógica es mi deber?, y con esta aflictiva epístola, esta estampada censura a un hecho perpetrado con la saña efervescente de un enloquecido piélago, las palabras más superfluas trastabillan cual forzoso ripio de una singladura de angustia y desasosiego ―declamó Alfredo, manteniéndose erecto y guardando el perímetro alrededor del trono.
―Ante estos ilícitos arbitrios que impone el destino desde su ajuar más incomprendido, este encarnado remiendo que sobresale cual punta de daga apuntalando al mismo corazón de Britania, debéis tomar el testigo, el que superbo cual turba endemoniada, cuelga el pendón del maldiciente mundo y alecciona a vuestras gentes ante la áspera singladura, la del desaborido hervidero del caldoso caldero ―le confesó Athelstan―. Pues es Guthrum y no otro con el que deberéis rendir cuentas, y no pleitear ante esa bestia de visceral denuedo, un duelo inusualmente virulento se avecina, adusto semblante la de este fementido pacto, debéis firmar con el más anheloso llanto ―le mostró un pergamino en latín ante la otra mesa adyacente.
El príncipe Alfredo ahora se fue hacia la misma dando varios pasos vacilantes y apartando a sus vasallos, lo leyó entre sus manos temblorosas y sin dar crédito a sus ojos.
―Pero ¿qué decís, noble Athelstan?, ¿es eso cierto, Asser?, ¿a qué esta intrigante soflama tan envuelta en escarnio?, ¿qué pretensiones ha de sojuzgar la providencia, para que haya de ceder mis posesiones?, ya el corvo escudo de mi reino, doblega su cerviz ante el golpe ignominioso del inquisitivo ingenio, sangrientos arreboles con los que perpetra el danés en su pujanza más desalmada. ¡Trazad un mapa ante mis ojos!, ¿qué hace esa rata incestuosa en unas tierras que no son suyas? Vulgaridad y contrariedad, si todo ha de ser tan pedestre como el mismo apio hortense, ¿dónde encontrar tan sublime parangón en el plano de la realidad?, ¿he de sacrificar así mi inocencia en pos de la salvación?, ¿tan infausta es la vida nueva? Mas aquí yazco enrojecido y humillado, por este sujeto tan maldito y endemoniado ―declamó, compungido, Alfredo.
Su súbdito, Asser, se pellizcó la barba cana, sus ojos de ciruelo, denotaban cierta entrada en años, y la de ser alguien que doblaba en edad a la mayoría, extendió un mapa de tela ante las miradas suspicaces de la corte, se podían contemplar los territorios que englobaban toda la isla.
La gran mesa real muy próxima a la del trono abarcaba veinte pies, plagada de dragones tallados a mano, hojas de acanto estilizadas y virutas adornadas para embellecerla, desde los gallones de la barandilla hasta la pulimentada superficie era de diseño toscano, la madera era sólida y en caoba, remarcada con un estilo distintivo de la casa Wessex.
―Por Dios, Alfredo, es Guthrum el danés, y no otro, el que traza a su antojo las márgenes del Danelaw desde siempre. No podéis oponeros, ello llevaría a la ruina y extinción de vuestro reino y vuestro pueblo ―le aplacó Athelstan―, una vez saldadas las cuentas el danés se replegará hacia los cuarteles de invierno en Mercia.
Alfredo lo miró con expresión ceñuda y ojos más negros que el azabache. Se posaron sobre los de Asser que sobresalían voluminosos de sus cuencas, eran brillantes, como los de cualquier anciano, pero los de él se tornaron tan lánguidos ante aquella carta aterradora, con las trazas del danés extendiendo su brazo como el de una sierpe, era una isla realmente hermosa, hasta Asser sabía el significado que contraía la misma y la importancia que Alfredo daba a su reino y a su isla, los rasgos de Alfredo brotaron con lampiña palidez, y también se posaron en los del eremita, Athelstan se sonrió, pues notó intrigado a Alfredo, con ganas de ceñirse la corona.
―Recordad a San Edmundo el mártir rey de la Anglia Oriental, asesinado por los hijos de Ragnar Lodbrok, ahora es el turno de vuestro hermano, por no ceder ante el ineludible destino de tan infame cometido, los de ese ser, esa bestia antediluviana instigador de estos tiempos de tinieblas, este oscuro advenimiento y rechinar de dientes. Pues esa bestia a la que aludís, es la última de su especie, el de una raza de dioses proveniente de un mundo que agoniza en su sempiterno desvelo ―le relató Asser.
Un centinela alumbraba el mapa y la mesa de sobremesa real, portando un candil de latón, del cual pendía con su luz radiante y sus llamas cobrizas.
―¡Con qué tributario designio hoy el tiempo nos representa! ¡Ante estos mis pesares más que un Jazer y la villa de Sibma!4 ¡Nunca rendiré vasallaje! ¡A qué viene el danés si no es para despojarme de mis heredades!, y vos con cuentos de brujas, debemos de refutar las antiguas supersticiones, tan loadas con las glorias del victorioso invasor, de Northumbria a la Anglia Oriental oigo ya sus tambores, barruntando tempestad como perros ladradores, ante las sacras puertas de mi reino, celando cual bulto de un temeroso, cercando la fosa, del que aprieta y acosa. Oh, huraño fisgón, y a la par retador, ¿qué pretendéis?, y heme aquí hundido y despierto, con más hambre que un muerto ―exclamó Alfredo, derrumbándose ante la mesa, cabizbajo.
Abrió sus párpados como si no esperara aquella revelación. Y es que esos escabrosos temas le adentraban en riscos y fangosos cenagales, especular en macilentas conjeturas, hacia ese mundo de lo insospechado e incógnito que se alejaba de los parámetros normales de cualquier vida cotidiana, y Alfredo no entraba en esos parámetros. Nunca debió optar por tomar el cetro de Wessex, era como tratar de batirse en duelo ante quimeras de la pesadilla, cada segundo sentía morir poco a poco, como una pócima que le fuera corroyendo las entrañas. Siempre había tratado de mantenerse al margen de los asuntos de Estado, dejando aquellas cuitas en manos de sus hermanos. El pasado era un páramo de horror, pero que paradójicamente te hacía más vulnerable y susceptible, más humano. ¿Quién lo iba a decir? Wessex ese plácido paraíso en la tierra había pasado de la noche a la mañana a convertirse en un auténtico infierno, hizo una mueca agria de mala gana. Toda aquella rocambolesca historia no le hacía la menor gracia. Aquellas palabras en boca de Asser le dieron cierto temor, el que se tiene siempre a lo desconocido, y era obvio, o, al menos, era algo que se podía palpar en su gesto. Sus signos de inquietud eran evidentes y no lo disimulaba. Nunca imaginó que la empresa iba a ser tan ardua. Aun así no acertaba a comprender el porqué de todo, el porqué del interés danés en Wessex, aunque el mismo Chippenham fuera el epicentro.
La mala suerte otra vez se cebaba con su vida, trataba de esquivar historias pretéritas, mientras Asser lo escrutaba allí de frente meditabundo y preocupado, Alfredo había hecho una pausa, y reflexionaba todo con profundidad.
Echaba de menos su vida ascética y monástica, o, al menos, aquel era su deseo, volver a la normalidad y evadirse de todo ese báratro y laberinto sin salida, pero al cual se había encomendado, debía ser el guía espiritual y el alma de su pueblo, de hecho comenzaba a ver el primer resquicio de luz.
A Alfredo nunca le gustó ser cautivo de nada, tal vez por eso le interesó la religión como una fuerza donde poder encauzar sus fantasías más personales, su fe en Dios y el Todopoderoso le hacían sentir libre como un ave majestuosa que despliega sus alas liberándose de las costumbres estereotipadas del mundo, muchas veces había sentido la sensación de desapego hacia ese mundo conceptual impuesto por sus ancestros, pero tan solo fue una sensación no una experiencia que pudieran palpar sus sentidos, de niño siempre anheló con esa idea de retiro, esa sensación de soledad en un mundo que dirimía sus fronteras a golpe de espada. En realidad su mundo, su reino, su querida Wessex, era como una caja de caudales que quisiera tener guardada, libre de miradas indiscretas, su esencia milenaria, ya que era esta última la que le haría inmortal.
Para Alfredo el tiempo y la muerte eran algo que debería ser desterrado de la existencia, pues ambos se escudaban a través de un velo oscuro, el que nadie se ha atrevido a desvelar hasta jamás, eran como la luna, esa gran ramera que busca amantes por doquier, pues desnuda se arropa entre las nubes con su vestido de diáfana seda y el contacto con esta dama suele ser mortal. Percibía al tiempo y a la muerte como un cofre de ébano donde residieran los sueños perdidos. Si era abierto no se encontraría nada en él tan solo lágrimas de lluvia como incrustaciones de vidrio pálido, de aquellos que vieron un corto amanecer y un ocaso eterno. Ser místico en aquellos tiempos convulsos era ser un pobre loco y ser eterno era estar con Dios, ahí recaía la cuestión. En aquellos tiempos de oscurantismo aquel que luchaba enconadamente por buscar lo sobrenatural era un místico, un pobre demente, una mente delirante, y aquel que se embarcaba en el abismo de la muerte dejándose llevar por su flujo, un iluminado. Alfredo parecía predestinado a transgredir ese umbral.
Pero esa luz, esa abertura, esa puerta entornada, era un primer paso y él lo sabía, habrían más y debía traspasar ese umbral, ese reino de la bestia cubierto de tinieblas, por unos momentos creyó estar en un estado de trance o de ensoñación, no lo podía creer, lo visto en aquella mesa era muy serio, y nunca había estado tan indeciso ante tal desafío. Athelstan le repasaba con su mirada sin inmiscuirse en sus pensamientos, aunque adivinaba que el príncipe mantenía cierto respeto hacia lo visto allí dentro.
¿Cómo podría entrar en aquel reino, en aquella ratonera sin más, y presentar batalla al danés?, ¿cuáles eran sus debilidades? Preguntas como aquellas circulaban por su mente sobrevolándole como una pesadilla de la cual uno trataba de salir. Parecía una historia surrealista, pero a la vez premonitoria, era algo real, no era ninguna fábula, era tan real como la vida misma, y dentro hallaría pruebas irrefutables.
No había olvidado su real descendencia y su apego a la casa Wessex, primero en la línea sucesoria tras la muerte de su hermano, el arte de la supervivencia era algo que llevaba en sus venas, algo intuitivo por naturaleza, despierto y sagaz, sus creencias eran algo de lo cual no se había desprendido aún, era ese lado adverso lo que le separaba de aquella corte de buitres castrenses dedicada en cuerpo y alma al nocivo arte de la guerra, ahora con el temible danés ante sus puertas se veía como un mísero ratonzuelo.
Coger el pulso a aquella guerra en ciernes no era algo que estuviera al alcance de muchos, pero su fe inquebrantable traspasaba las fronteras del mismísimo infierno.
En su truculenta carrera hacia una confrontación directa con el invasor, lo sentía como una evasiva trepidante hacia lo desconocido, iba desechando las cosas más fútiles sobre el mapa, así como los puestos fronterizos diseminados en la línea divisoria entre Reading, Chippenham y Londres, aquellos emplazamientos desprotegidos y sin fundamento se hallaban ante sus ojos, ese mapa imaginario a lo largo del cual la mente humana escapaba, Alfredo luchaba enconadamente por maquinar una solución eficaz ante un futuro aterrador como desesperanzador y, en la confusión palpable de tales propósitos, un elemento díscolo y extraño interfería en el momento actual, era un ultimátum en toda regla.
Trató de concebir ese mundo de espada y acero, de hecho, surgía en su mente como una pesadilla con imágenes concatenadas, en una vorágine irascible, todo comenzó a avanzar en su subconsciente con una sucesión de escenas inmediatas y limitadas por la barrera del tiempo, «destino», aquella era la palabra concreta, la que latía en su corazón, en lo más soterrado de su mente, y, en el epicentro de todo, prevalecía lo estrictamente primario, como un material de iniciación, su percepción del mundo de los hechos se amplió, con nuevas imágenes y sonidos, que se entremezclaban con un pasado que llamara a su puerta para dar cuenta de sus actos, eran las concepciones de un mundo irreal, pero plagado de hechos, y que fuesen observados desde un lugar libre de interferencias, donde mente y realidad se superponían en el espacio físico, retrocediendo interminablemente hacia un lugar remoto y distante.
De inmediato, en medio de aquel galimatías, la figura de alguien, se presentaba de improviso, vestido de negro, a la que no podía desechar de su mente ni dar esquina, no existía ciencia suficiente para comprender aquella ilusión, la que se sucedía como una ilusión óptica, eran unas trazas fantasmales que convergían formando un ente tremendamente repulsivo, ¿quién era realmente su contrincante, su naturaleza y condición?, era un miedo superlativo a lo desconocido, hacia algo que no se puede tocar, sino expresar y forjar en la propia lógica resultante.
Estos dilemas circunstanciales y recurrentes, incluían algunos de los aspectos más elementales del temperamento y la lógica, le hicieron meditar y reflexionar, desde un primer plano, aislado de ese escenario de la realidad en que vivía y con algo con lo que tendría que lidiar. Mientras vacilaba sobre la mesa, los hechos que conformaban la codicia humana en todas sus hechuras y maneras, se aprestaban más a la ciencia de la deducción y el silogismo, es decir, estaba constantemente bajo un razonamiento que trataba de cotejar de la mejor manera posible, y es que el mal se presenta de muchas formas. Poco había cambiado el reino de los sajones desde que optó por su exilio lejos del mundanal ruido, lejos de los asuntos de palacio, y de los grandes escenarios de muerte y destrucción, el de esos vastos espacios de contiendas, sangre y muerte, ¿aprendería a sobrellevar todo aquel peso sobre su espalda?
Eran tiempos difíciles y nada hacía presagiar que fuera a cambiar de la noche a la mañana, el orden no existía, y el desorden y el caos eran su estandarte, numerosos reinos habían caído a manos del enemigo, y los sajones expulsados de sus tierras. Guthrum era conocido por su sangrienta reputación, no estaba exime de grandes gestas. No era algo fácil, pero ¿quién estaba apto para soportar esa pesada carga? Ser rey con la notoriedad e importancia que ello simbolizaba, te hacían un blanco fácil de cara al agresor, era muy difícil de sobrellevar, convivir con esa cruz, tan pronto te ceñían la corona te convertías en carnaza.
Solo un monarca arraigado con fuerza y mando distinto a sus predecesores podría quizá encarar ese reto, esa difícil tarea de liderar un reino rodeado y avasallado desde sus fronteras, el arte de la guerra no era algo que desconociera, pero tampoco debía desdeñar sus recursos como medio único de disuasión, el uso de la fuerza, aunque fuera en contra de sus propios principios morales.
En la sabiduría y en el buen consejo encontraría la llave maestra hacia ese umbral en el que se debía adentrar. Debía oler el rastro de la bestia, seguir su estela, e iba a ser harto difícil, aunque no podría desistir una vez tomadas las riendas de su pueblo, de su trono, era un gesto de gratitud que debía compartir, una fuerza externa le impulsaba adelante, a no dar nada por perdido.
Todos queremos cambiar el pasado, era propio del hombre, nunca estamos satisfechos con nuestro destino, es el ansia de revelarnos contra la propia vida la que escribe y mueve los hilos de nuestra conducta, pero el destino así lo quiso, nada podía evitar ya enfrentarse a lo inevitable. La diosa Fortuna no era buena consejera en esos tiempos tan agitados. Sobre ese templo de Antium5 había caído la anatema de la maldición, marcada por la sombra del cuervo, el que controlaba los designios del hombre y del mundo, las respuestas subyacían invisibles en las entrañas del reino y él había sido encomendado para hallarlas.
El centinela iluminó tenuemente su candil hacia la cabeza de Alfredo, resaltando la rica ornamentación y las gemas incrustadas en el mobiliario laminado en madera de caoba. El pergamino se despejó agrietado y casi translúcido en algunas márgenes, de tono tostado, combinaba con realismo sus remarcados relieves cartográficos. El ambiente respiraba ese aroma de acidulado espliego que se esparcía por sus rincones.
―No es cuento de brujas de lo que os hablo, Alfredo ―protestó Asser―, es real como la vida misma, porque ni siquiera la belleza y el adorno, son coregos de su entorno, y es ante este triste lienzo, el que no barrunta buen comienzo, donde deberéis ponderar vuestras más agudas actitudes en pos de la salvaguarda del reino. Aquí tenéis a Wulfhere, el Ealdorman de Wiltshire, el brazo derecho de vuestro difunto hermano, este fiel testaferro de la humillante derrota, el que más de cien veces y en el noble ejercicio de sus actos a través de terraplenes y empalizadas, se enfrentó a una causa ya perdida, haciendo cara a la bestia, él podrá relataros mejor que nadie con la lengua de los vivos y no con la que los bosques mudan, con la clave ajena que erosiona la cordura, pues encadenado como un Teseo cruzó por mil veces la Estigia.6 Hablad, Wulfhere, relatad con la gratificante elocuencia, del que con voz y voto perdió más que el corazón en esos campos del Señor, sin privaros de la virilidad que se ha de anteponer al carácter disoluto con tenaz bizarría.
El caballero se desquitó de su casco de acero plateado, mostrando sus llagas y cicatrices, las de su antebrazo, el cual desprotegió de su malla. Wulfhure era un hombre de gran melena, pelos desgreñados, y bastante mayor que Alfredo, sus hebras eran canosas en gran parte, y rubio tirando a castaño. Su rostro dolicocéfalo era puramente sajón, de prominentes pómulos, ojos negros como el hollín, y de contextura física corpulenta.
―Aviesa con el tortuoso suele ser la noche, y ya la cúspide sidérea, relampaguea con fiero semblante, salpicándonos de su loco frenesí ―Alfredo extendió su mano hacia la bóveda principal de la torre―. Ya al acecho y con aire de mofa se descubre así el danés, y es que el honor es una cuestión privada, y se ha de forjar tras la infame mascarada. Hablad, Wulfhure.
El Ealdorman de Wiltshire asintió con la cabeza.
―Mirad, milord, estas cicatrices no supuradas, que cual llagas del más oscuro maleficio me fueron inferidas por la daga doliente del diablo regente ―destapó unos vendajes sobre su antebrazo, una cicatriz sin supurar comenzó a gotear sangre―, la de esa bicha orejuda, Guthrum, la que entrada en batalla, me infligió tales aberturas, mas ved cómo aún gotean y fluyen cual chorro del desasosiego y la perdición. ¡Oh, Britania!, ahora fútil cebo de esa podrida alimaña, sed testigo, gran Alfredo, de esta aberración a ojos de los cielos, pues no hay mortal que logre soportar las más de mil estocadas de hojas entrecortadas, las que esa perra recibió, ni ante el raudo Ábrego la vi doblegarse, ni ante el glacial y frío Aquilón, el que siempre logra traspasar cual llaga en pecho, ni el alma condenada de esa perra desalmada, ella que ciñe en sus sienes el áurea licenciosa de la melodía más jactanciosa, apercibíos, Alfredo, pues nadie logró socavar, ni hacer mella, ni daga en su espíritu aventurar, porque a la crin asido del venturoso azar cual ola que encabrita siempre la mar, así obra con prontitud el mal ―le relató Wulfhere.
―Traigan más cepos que mancebos si este testarudo fanfarrón no ha de pedir perdón, que si Ajax fue alguna vez sinónimo de braveza, vos lo fuisteis de franqueza ―le puso su mano en el hombro Alfredo―. Claro es como la luz del mediodía, que este es el verdadero lenguaje de los afligidos, porque ante este encomiable afán de símil ponderativo, que no os acucien los sufijos y los más de miles de acertijos, los que habremos de vadear ante esta selva sin igual, tan preñada de amargura y difícil singladura, pues más allá de la mesura que conduce a cada cabalgadura, siempre se han de recitar los versos que describen las hazañas, pues no hay venturoso ingenio que un poeta errante no sepa articular con la sátira de una loa tan rural, las que emanan cual Virgilio; y ante este significativo aserto tan repleto hoy de afecto, fijados quedan los quehaceres del mañana, porque más yerto que muerto se alza el soterrado cuerno del ingrato desconcierto.
―Bien declamado, Alfredo, haceos con las riendas de Britania, vuestro pueblo os lo pide y os lo implora ―le animó Asser.
―Decidme, Asser, ante esta noble causa que hoy se nos antoja, ¿dónde diablos para tan bendita paradoja?, describid a esa bicha adúltera que tanto aflige a mi reino, ¿de qué funesto Tártaro nos viene impregnada de molicie, describid sus flaquezas y antojos, si tan animosa se desmarca en arrojos? ―le encomendó Alfredo.
―Ningún mortal tiene el menor reparo en describirla como atroz, con la nívea faz de una ninfa, pero fría como el alma de un difunto, tan inveterada en virtud en sus redundantes actos, como inhumana y exorcizante en su símil más grotesco, con una edad capaz de detentar el ornato de una sílfide, y tan marcada en cicatrices de pretéritas riñas, que hubiera anublado y borrado cualquier rasgo distintivo de su propia forma y origen, mas sus dones consagrados a la más longeva inmortalidad, la han preservado intacta al paso del tiempo. Con el severo castigo que hoy suplís por testigo, la de esta aberrante e insufrible realidad, que calamitosa desborda cada reino y su heredad, bajo la aladínea noche estrellada, que hoy se ciñe tan aferrada, os hago partícipe de lo que sé: allá en ese reino moribundo y desterrado, esa perra nos viene de una perdurable progenie, tan perdurable como lo es la noche misma, trascendiendo toda noción de temporalidad, pues no se presta a ley y orden terrenal, allá de la misma Asgard nos vino legada cual ígneo Tifeo7 el de candente mirada, pues dispuesta en preservar su alcurnia y abolengo ahora camina sobre pies terrenales, blasonando el pendón danés ―le recalcó Asser.
―Oh, pobre Britania, ¿cómo habremos de lidiar ante el ingrato destino?, jamás supuse que el mismo Guthrum tuviera la apariencia de una hermosa ninfa, tan orejuda y desalmada, ¡desde cuándo!, ¿cómo es esto posible?, nadie me advirtió de semejante aberración a ojos de los cielos, esta displicente abominación, que de esta guisa, nos hace más estrago que sonrisa, ¿por qué no se me advirtió nunca? ―protestó Alfredo.
Hizo acto de presencia Juan el Sajón, el capellán real de Alfredo, se trataba de un hombre membrudo, no muy alto, de pelo canoso recogido con coleta y con barbas de oropel, vestía ropa caduca y de ermitaño, era de frente comba y vivaces ojos negros, dejaba caer en una de sus manos un crucifijo, sus atuendos eran desvencijados y polvorientos, llevaba una blusa blanca y unas calzas, aparte de una holgada capucha que cubría su calvicie, caminaba sobre unas rudimentarias sandalias de cuero.
―Harto es sabido entre los más altos círculos castrenses de este dantesco hecho, pero es algo real, lo que nadie puede imaginar, esa sombra turbadora cual inexpugnable baluarte siempre presente en el campo de batalla, arreciando con la viril pujanza de diez hombres, como una adición tardía venida de la más temible de las teratologías, esta inverosímil y alegórica leyenda anegada siempre en sangre. Así es como consolida su reino el danés ―le describió Juan el Sajón.
―Con el medroso llanto del azaroso canto nos oiga Dios, pues más yerto y enredado que el tirso de Baco, se alza esta acechanza en contra de la raza de los hombres, toda Wessex tiembla ante el impetuoso desliz que tanto le conturba, la de esa bestia que con ardid y con más rabos que los brazos de un Briareo,8 nos tantea en su artificio con vehemencia y maleficio. Pero ¿cómo apartar luz de tinieblas, cual mil luminarias que alumbraran cual candeleros de azófar ante un mar incestuoso y proceloso? Espejismo vano, ¿qué descubres ante mi mano? Ciegos hemos de estar si es el mal quien enturbia la mar, si poner en fuga el brioso ánimo es fingir sufrimiento, oiga yo más cascabeles que los petrales de una caballería. Oh, divina Wessex, que ahora pendes cual alcancía dorada, a merced del insufrible felino, ¿cómo he de salvar a mi reino de su destino? ―declamó ahora Alfredo, compungido.
―Alfredo, alianzad vuestro reino con Etelredo de Mercia, el Ealdorman de Gaini, y tomad la mano de la bella Ealhswith ―le aconsejó Juan el Sajón.
―¡Esforzado linaje el que pretendéis! Al arbitrio de las aves más taimadas ponderáis vuestros auxilios ―le refutó Alfredo.
―La heptarquía se desmorona bajo la vigorosa sombra de Trelleborg, Alfredo ―manifestó Asser―, Rhodri el galés mantiene una guerra en ciernes tratando de unificar sus extintos reinos, Constantino el escocés lega su trono en desventaja, mientras que la septentrional Northumbría ya ha caído al otro lado del telón, esta maniobra de intimidación viene refrendada por una dura y rápida represión, alianzaos llegado el momento con los más probos Eoldormen y los Reeves del reino, sublevaos con todos los Fyrds posibles, las de todas aquellas comarcas que, apegadas a vuestra causa, muestran signos de lealtad, ¡sois el elegido!, no hay otra solución, una confrontación directa con el danés os destruiría.
―Decidme, Wulfhere ―le inquirió Alfredo―, ¿qué flaquezas descubre esa perra en combate, pues si es la cabeza misma del disloque, cómo consagraremos al Todopoderoso esta luz perentoria que, descubierta por sus cuatro pábilos, nos ha de trazar el camino? Poned guía a vuestros castos sentidos, pues más helado que el Septentrión despabila Wessex, la que enflaquece sus exiguas arcas ante el poder tributario del danés.
En ese preciso instante Alfredo se dirigió a sus hombres, como si los hados proclamaran su presencia de una forma sutil, tan sutil como un susurro al despertar, pero a la vez con la imperiosa necesidad de lo desconocido, tan vehemente y constante, esa llamada palpitaba en su corazón, marcando un tempo estructurado y premeditado, pero lo suficientemente poderoso como para captar su atención.
Era como si el odre en el que Eolo9 encerraba los vientos hubiera sido destapado de repente, diseminándolos con una vorágine descontrolada. Pero en esa velada se resistía a creerlo y al curso del tiempo, parecía una pesadilla hecha realidad, como algo intangible pero que fuera cogiendo forma por momentos, la de una quimera descontrolada en proporciones, pero le habían embarcado en un propósito, la de ser rey, y era lo que tenía realmente claro y asumido, aunque el danés no estuviera a su alcance, pero sentía ese gusanillo, y esa semilla estaba tan arraigada y dentro de él como algo que no hubiera germinado desde una primavera ancestral. Estaba en deuda con alguien, con su pueblo. Al menos, aquella melancolía le hizo hervir su sangre. Dicen que los anhelos de la juventud son las añoranzas de la madurez, pero ¿qué hay de cierto en ello? Llegar a ser aquello que pensó una vez de niño, consagrar su vida al servicio de Dios, pero una mano se interponía, la pueril inmadurez de afrontar unos hechos tan abominables como aquellos le hacían estremecer, era un ingenuo ante las mandíbulas de un dragón, pero ni el destino ni el tiempo lo iban a impedir. Se sentía un guerrero desesperado que luchara contra un Teshub10 dios del tiempo, en aquel castillo del que parecía no pasar el mismo a lo largo de las estaciones, pero si la misma Argard de la que decían era la morada de los dioses y que el paso de la vida permanecía inalterable al igual que un Olimpo, realmente se veía con la nimiedad de un mortal y contra la omnipresencia de un dios, en este caso el mismo Guthrum.
También luchaba contra la vida y su cruel manera de actuar. Oía dentro de sí la voz de su difunto hermano, con una sonrisa clavada en el corazón, con esos ojos que brillaron como la cara más centelleante de la luna, y que de pronto se empañaron y se oscurecieron inexplicablemente ante las manos de la bestia. Aquellos ojos tan fúlgidos y rebosantes de vida y sueños por realizar, que el propio Hipparco11 que clasificó las estrellas por su brillo los describiría si hubieran sido estrellas como las más refulgentes de entre todas las habidas en los cielos.
Se le clavaron en el alma. Homero relató una vez algo acerca de los Cimerios12 : «El brillo del sol nunca les enfoca con sus rayos, ni cuando se eleva en el cielo estrellado ni cuando vuelve a la Tierra desde el cielo, solo la funesta noche extiende sobre los desdichados mortales». Y Etelredo pertenecía a ese grupo de desdichados mortales que brillaron brevemente en la vida. Alfredo torció la mirada con los ojos colmados de lágrimas. No es en verdad solo profundo dolor lo que sentía, además, nostalgia del cándido rostro de su difunto pariente, mas siempre fue un barco naufragado y sin estrella, ante el empuje inevitable del impecable invasor, ahora un náufrago olvidado que erraba muerto por los caminos y oquedales del más allá. Casi no pudo llorar su muerte, fue tan prematura e inesperada, ahora solo le quedaba buscarle entre los recovecos de su propia memoria, entre la sombra y el recuerdo, una ilusión suspendida y extraviada en el horizonte de su conciencia. Etelredo siempre fue alguien honesto y valiente, entregado a las armas y a la guerra, Alfredo carecía de ese arraigo y se había mantenido al margen, en la inocencia que implicaba no ser rey, el peso que caía en tal potestad era inmenso, sus ojos no habían visto lo que los suyos, ese mal inherente esparcido como una toxina por los vastos campos de Britania. Alfredo observaba obnubilado sin percibir a su fantasma, aunque sí lo intuía, sus ojos estaban puestos en el oscuro abismo que se levantaba ante él, la niebla del devenir ocultaba con finos visillos la intangible realidad, aquel conceptual mundo al que a partir de ese momento tendría que lidiar en buena lid, como una laguna Estigia en las profundidades abisales, aquella en la que la nereida ninfa de los mares Tetis bañó a su hijo Aquiles.
―Recapitulando momentos acecidos, en su día al mando de vuestro ahora difunto hermano, desde las altas colinas de Basing a las bajas tierras de Meretun, ya dispuesto en batalla, su cara me fue revelada, a la luz de una luna desangelada, que en su brumoso y acelajado vientre, dispuso de ese su mísero rostro riente. De ojos plomizos, orejuda, y enjuta de carnes, dada al fácil contoneo como al merodeo. Majestad, este poder exutorio que excede toda ritología se ha de acometer con más cautela que premisa, y más intelecto que pasión, porque a cada tranco o zancada que deis, toparéis con esa abominable presencia, pues es astuta y os conoce bien, la sangre que corre por sus venas blasona el ponzoñoso aguardiente del que con solo su lengua serviría para inficionar al orbe entero ―le detalló Wulfhere.
Todos contuvieron la respiración ante el relato de Wulfhere notando una sensación de vacío y un vértigo aterrador, las candelas y las teas titilaban tenues mientras la noche pasaba y sus minuteros parecían no tocar a fin, y la terrible Argard como un ocaso sangriento y desolador perturbando sus mentes, las antorchas de los centinelas apostados a cada esquina de palacio despedían un fuego lánguido y amarillo con una llama que daba la sensación de ir perdiendo brío con las horas. Las vidrieras mantenían un nítido color cárdeno, fuera, las estrellas fulguraban y el sonido grotesco y esporádico de alguna lechuza hacía presagiar que la dama de la noche estaba a punto de extender su blanca veste de jazmín, con la que hechiza más que el propio soñar de los mortales.
―Si es capaz de sangrar, entonces es porque es mortal ―respondió Alfredo.
―Sus heridas cauterizan en un abrir y cerrar de ojos, supurando de su sangre restañada, con el deleitoso engaño de una sombra depravada, la que se escabulle del filo cortante, cual brisa de un instante. También se dice que en las noches suele frecuentar los arrabales y tabernas más lustrosas del lejano Londres y el mismo Wessex ―le refirió Wulfhere.
―Eso es imposible ―rio Alfredo, tratando de restar importancia, muy nervioso paseó ante su corte rodeándola y volviendo a su primitiva posición.
―Dicen las malas lenguas que el cielo de Asgard está teñido de un rocío craso y untuoso sobre el cual fluctúan con eternas cicatrices los flagelos de la luz de mil anocheceres ―le relató Juan el Sajón.
―¡Malas lenguas han de ser! ―exclamó fuera de sí Alfredo, acongojado.
A Alfredo se le nublaron los sentidos por la tensión y la escena, sus palpitaciones aumentaron terriblemente y la adrenalina surcó sus venas. No lo podía creer, por más que le hacían entrar en razones para tomar el trono vacante, las descripciones no hacían sino acrecentar sus miedos interiores, la cruda velada no le dejaba el más leve respiro, y se presentaba cada vez más empinada e insaciable. Asser se mantenía en una calma fantasmagórica y la luna se reflejaba en sus pliegues y ropas como un pétalo naufragado, o un viejo rostro el cual dejaba transparentar sus gasas y esas partes menos sensibles a la injuriosa acción del tiempo.
Alfredo ante la descripción dada por el Ealdorman se le clavaron aquellas palabras como espinas envenenadas en su corazón y en su propia alma. Como si el soplido procedente del más allá le hubiera flagelado con unas manos desangeladas y glaciares, tan pálidas como unas manos moribundas del color del lirio blanco. Todos los presentes quedaron en un mutismo sepulcral. Alfredo lo percibió en el ambiente, entre el impávido silencio, las candelas de palacio desprendieron un extraño color irídeo, y el danés en su extraño desvarío, dejaba entrever su desnudo torso igual que la silueta de una ninfa lasciva en el emborronado y rugoso pergamino.
Tras ellos el matiz encarnado de las altas torres y sus antorchas parecían esgrimir un duelo portentoso de fuego y sangre en la lejanía. La ciudad entera se iluminaba con sus luces, eran fogatas de dulces destellos, luciérnagas que mostraran su luminosidad sobre un tapiz verde raso, como el primer color de las hierbas que no han llegado a la sazón, o a la edad de la mocedad, como el sabor áspero del vino resultante de la mezcla de uva agraz con madura, o cuando las primeras hierbas montaraces comienzan a brotar a la sombra de las sendas, señal inequívoca de que entraban en su reino, en sus profundidades, el bosque reverdecía de frondosidad por todos lados.
―No del todo, mi fiel soberano, sus tierras corren fronterizas a las vuestras, es un hecho factible ―respondió Athelstan de Lambourne.
―¿Tanto han crecido sus dominios? ―intervino Alfredo como el que soporta una pastosa verborrea.
Alfredo sintió que se adentraba en un camino sin retorno posible y que le engullía cada vez más en sus abismales entrañas, en su torpe discernimiento ante el inaudible paso del tiempo, por parajes encantados y deshabitados. Sus sienes comenzaron a latir con loco nerviosismo, al ver que la oscuridad más absoluta los empezaba a absorber, aunque la presencia de aquella luz les mostraba aún los cada vez más difíciles y menos nítidos contornos de los parajes de un mundo espantadizo y aterrador. Los mitos y las antiguas creencias sajonas nunca fueron su fuerte, orientó sus sentidos al cielo inconmensurable de la bóveda de palacio, con ojos hieráticos, quedó recto y desangelado. Percibió al danés como una hechicera que en infernal conjuro cociera a fuego lento en una caldera hirviente, y esparciera en sus hediondas entrañas la carne y despojos de los sajones, sacudiendo sus cabellos de platino en el campo de batalla, como un Apolo tirado de su carro por blancos corceles, entre fúnebres sombras de lignito, disipando toda luz y esperanza a su paso, al igual que una alfombra ante su rey. Abrió sus párpados aterido, sus trémulos dedos se posaron en el pergamino y sobre la enmarcada cubierta de mármol en marquetería, bajo los sollozos y suspiros del viento que insuflaba sus delirios allá afuera moviendo las teas adyacentes.
―¿Qué bálsamo sin esperanza destilan tan inquietos y turbados luceros? Refrenad vuestro ánimo enaltecido, mi señor, y andad con pies de gato, batientes son las marejadas de un piélago convulso, pues Halfdan domina Northumbria y Guthrum de la Anglia Oriental a buena parte de Mercia, mas del Severn al Támesis fortifica sus bastiones y todo el margen de la isla hacia el lado del Tweed, ahora os tantea con ojo escrutador codiciando toda Wessex y sus reinos ―le persuadió Asser, tratando de que se sentara, el atezado semblante de su rey contrastaba con la indulgente y sabia socarronería un tanto difícil digerir por parte de los más doctos en el arte de la guerra.
Alfredo siguió con la mirada la estela de un monje benedictino, Grimbaldo, el cual emergió desde un rincón de palacio y se acercó con cierto sigilo al extremo de la mesa, fijando su vista con ojos inquisitivos sobre el cartografiado pergamino. Era un hombre envuelto en hábito y capucha marrón, al igual que Juan el Sajón, también calvo y doblaba en edad a Alfredo, gesto sobrio, con aquellos ojos vidriosos y labios enjutos, de aspecto lampiño y alto, algo delgado y encorvado.
―Al igual que un viento airoso ha de ser codicioso, cual céfiro que agita las vides más sacrílegas de su especie, así juega sus cartas esa sucia ramera, no olvidad blasonar cada escudo por bandera, los que tanto alteran su índole inmortal, su propia mitología se remonta a unos mutiladores ritos donde la sangre sublimiza su verdadera catadura, esas deidades como Woden y Frey incitan a la violencia, catalizando en cuerpo y sangre esa unción despiadada y sanguinosa. La sabrosa quietud que preñada de estrago transita el acedado arcaísmo de la invención, soporta con la misma retórica la soflama del que fingir ya no puede ―le recordó Grimbaldo.
Alfredo arqueó sus cejas y lo escuchó con atención, pero todo daba mala espina. Estaba tan helado como un saqueador de tumbas en una fría noche. En Wessex hacía tiempo que sus gentes vedaron la entrada a sus allegados vecinos daneses, pues se deleitaban y divertían haciendo viajes a su isla asolando sus tierras, raptando y atemorizando a sus habitantes en noches de plenilunio. Antes que los sajones vetaran tajantemente sus abusos y tropelías sobre sus costas, Wessex era un reino de paz, pero cualquiera que fuera la razón, misteriosos rumores se oían, los lugareños no dormían, y nadie se atrevía a salir de sus casas por miedo a ser raptado. Cualquier aldeano temía por su vida, en las tierras fronterizas y limítrofes al danés, incesantes sonidos se percibían, cual sombra de un sabueso en busca de su sabrosa presa.
Aquello no era quitar hierro al asunto, ni era cuento alguno, tampoco eran testigos de una representación teatral, era una amenaza real y duradera. Esa potencia invasora existía, y la de ese sanguinario caudillo también, lo que se representaba en viejos pergaminos sobre la mesa no era por aparición divina o cosas de ultratumba, sino un hecho consumado que venía azotando a su pueblo y a sus gentes durante generaciones. La mayoría de los miembros de la corte denotaban grandes ojeras y color pálido, tonándose en esa ávida amarillez y esa negrura sobre sus cuencas. Algo se estaba gestando, cociendo a fuego lento, y Alfredo y su corte estaban en medio de ese infernal relato. Todos acallaron por un momento su réplica, temerosos pensamientos les fustigaron.
―Imperiosa necesidad la nuestra, ya los estigmas de la fatalidad asaltan el bastión de la conciencia, aladrando con la crasa y vellosa tiña que se adhiere a los bulbos pilosos de un moribundo, cual agruras que no retoñan y deben desceparse lejos de sierpes y nocivos sarmientos, he de entibiar esta lección afectuosa e implantar la cordura, separar a la fiera del sumiso, el que cada manso ahora ha de revocar, los sajones, los que vejados han de rendir vasallaje a un impostor, traicionando así a su honor. ¿Qué he de hacer?, ¿escurrir el bulto y apuesto decoro ante el bravo picarón, el que palpando así su horror trastabilla y topa con un ronco Aqueronte, o escabullirme por oreados afluentes, ante el áspero traquido, de un ayer consumido? Caprichoso es el azar de los hombres, el de Wessex y sus nobles ―confesó, dubitativo, Alfredo.
―En la síntesis viviente de nuestro desangelado pueblo, esta gangrena mortifica nuestra sólida convicción y espíritu cristiano. Acopian y codician nuestras tierras como alma que lleva el diablo. Cielo santo, esta isla no la habita Hades, sino Plutón ―se persignó Juan el Sajón, mirando la carta consternado.
La lupa que sostenía Juan el Sajón al contraluz del candil temblaba con impaciencia contemplando esa oscura reliquia del pasado ante sus incrédulos ojos, ese viejo trozo apergaminado. Justo en el lado izquierdo del mueble surgían viejas encuadernaciones y códex de las que había hecho acopio Alfredo para hojear, una era una encuadernación italiana con franja esmaltada llamada «lionesa» y la otra de la misma época en piel marroquí. Alfredo no parecía estar nervioso, aunque por dentro el capellán real atinaba a discernir un extraño comportamiento, aquel que todo buen estudioso lleva en su interior, un mecanismo intrínseco se puso en marcha, sus ansias de conocimiento y la inquietud que transmitía su mirada.
El príncipe frunció el entrecejo, torció los labios y, los dilatados orificios de su nariz, olfatearon nervioso e intranquilo la rancia atmósfera que les inundaba, como si un vago presentimiento le sobrecogiese.
La silueta de Alfredo se proyectaba en la sala, era una sombra que le siguiera allá adonde fuera escurriéndose furtiva por los rincones de palacio, paró de vagar alrededor de la mesa y sobre el polvoriento suelo, su estado mental había alcanzado su clímax, era humano, al fin y al cabo, un ente con conciencia, no algo de piedra. Había visto demasiado, tanto como para cerrar los ojos y no abrirlos jamás. No podía seguir engañándose por más tiempo. Se trataba de una amenaza tangible, de matar para que no te mataran, algo que iba en contra de sus principios morales, ese era el juego a acatar, unas órdenes que le venían dictaminadas por la realeza, distinción y rango. Pero se veía inmerso en una lucha en ciernes y encarnizada, la muerte hace insensible al hombre, y la maquinaria y el engranaje de la conflagración ya estaba en marcha. Alfredo trataba de huir de un ayer siniestro, del trágico destino que había deparado a su hermano Etelredo, un devoto creyente como él que había peregrinado a Roma y visitado la corte del rey de los francos, Carlos el Calvo; no alcanzaba en su equilibrio emocional a contrarrestar aquella balanza, no era solo su pasado lo que arrastraba tras de sí como un lastre inmenso y molesto, era su porvenir lo que estaba en juego, su credibilidad, su deuda con las instituciones eclesiásticas y prácticas religiosas en Wessex, su brazo secular y con Roma, también su vida consagrada a la causa cristiana, fundando las primeras casas monásticas de su reino como Athelney y Shaftesbury. Asser lo miraba y comprendía sus inquietudes, ciertamente, porque era alguien al que conocía a fondo, sabía cuáles eran sus virtudes y también sus defectos, y nada como un buen amigo para adivinarlos. Estaba dispuesto a emigrar a la otra orilla del mudo con tal de quitarse ese peso de encima, no lo soportaba, era tal la quemazón y la tensión que se respira que resulta imposible de aguantar, no pasaba el día en el que la sombra de la muerte no se cerniera sobre su cabeza y la casa real de Wessex. Su vida de recogimiento a espaldas del fluir de la vida y los acontecimientos presentes, lo habían ido arrinconando poco a poco, tanto que, aun siendo príncipe sus quehaceres lo tenían alejado, diluyéndolo en un simple bulto, una figura sin mucha transcendencia, relegado al anonimato. El ejercicio cristiano y la devoción habían sido su guía espiritual todos aquellos años, ahora vivía con temor, eran tiempos de tinieblas, donde los cuervos compartían la carne putrefacta de los muertos con los mortales, sed de carne y huesos, esa era la descripción más exacta, vivía solo rodeado de gente humilde en su retiro, pero todo aquel periodo lo deshumanizaba de algún modo de la verdadera dimensión de aquella tragedia, tal vez ser un fiel creyente lo había deshumanizado de su entorno, de su reino, de las contiendas, carestías y tribulaciones de sus gentes, de esas señas de identidad que mantienen las constantes vitales de un reino. Preservar el candor y la inocencia en tiempos tan convulsos era toda una temeridad, un vacío que transmutaba sus genes, sus instintos naturales, su vida, de una forma silenciosa e invisible, todos necesitamos a ese alguien entre nosotros, a ese redentor, es algo que nunca se podía suplantar, su pueblo lo pedía a voz en grito. Él comprendía ahora su significado, despierto, con el mismo miedo que un guerrero en el campo de batalla, los daneses eran detestables, cuando los veías venir sabías que todo era acero y destrucción, a través de esos ojos pérfidos, sin vida, inhumanos e inexpresivos, carentes de caridad, atinabas a leer su pensamiento, y sabías que solo conducían a la muerte. ¿Adónde querían llegar realmente?, ¿subyugar a todo un reino? Alfredo no se fiaba ni de su sombra. Demasiados tapujos que esconder, para andar con evasivas ante su corte, todo un silo de mentes obtusas y llenas de remordimiento, desavenencias y rencores, obedeciendo un solo mandato, un solo regente. Alfredo, rey de Wessex. Al menos, podría haberse buscado alguna salida más holgada y duradera, pero quizá no más honrosa, antes que moverse como un trashumante de un lado a otro de un reino a merced de un implacable invasor, siempre sin un sitio fijo donde echar raíces. ¿Quién podría echar raíces bajo aquel apocalipsis de tan arcana revelación? Las siembras del presente eran las tempestades del mañana, y las ansias de conquista habían menguado hasta el punto de que, los males de muchos era la consecuencia más acertada ante el palpitante desconsuelo, la avaricia y la rapiña del enemigo movía montañas, y los sajones estaban en el centro del huracán. Los sajones eran víctimas devastadas de su inercia, habían sido arrastrados a las márgenes meridionales de Britania por el forzoso empuje del despiadado invasor, no disponía de otras expectativas. Las campañas mal orquestadas de Etelredo y sus reiteradas derrotas, era pasto servil ante la abundancia que traga y devasta todo a su paso, la de un anheloso danés; a oídos del hasta ahora príncipe solo llegaban vagos rumores del caos y de la lucha encarnizada de sus difuntos hermanos, en claustros y monasterios, lugares tan remotos y aislados era normal que llegaran rumores y testimonios poco reputados, y más bien algo distorsionados, de lo que acontecía ahí afuera, la resistencia de los sajones y sus extintos reinos.
―No os aflija la fiel realidad, Alfredo, perseverad, así constriñe sus fronteras el mal, Eadburh, de la estirpe real de Mercia, vuestra futura suegra, ya suspira por vuestros suntuosos rincones, la de regios salones, con vuestra alianza con el Ealdorman de Gaini su hijo Æthelwulf, gobernará como Ealdorman bajo el mando del Lord de Mercia, Etelredo ―manifestó Asser a Alfredo.
―¡Maldita bruja!, remozad todo palacio, que no quede un solo rincón digno de alabar ni que sirva de reposo ni regazo, ¡que un rayo me parta!, a este fin quedáis encomendado, buen Asser; tiempo ha, en mis incipientes años mozos de la más soñada lozanía, intentó esposarme infructuosamente en contra de los designios de mi hermano, con esa dúcil simiente, tan hermosa como la bella durmiente. ¡Hice votos de castidad!, ¿es que aún no lo sabéis?, pues lustrosa como la cera y más verde que una manzana en primavera, cristaliza ahora la pubertad con los años y la edad. Así consagro mi ingenio, ante los malos días de invierno. Desde el sereno auspicio de lauros y aureolas de laurel con la que hoy el tiempo nos remata, recordad que entre ornatos y pliegos, es la pluma quien relata ―les encomendó Alfredo.
―Pero, Alfredo, toda Wessex quedará al borde del colapso, y vos desprotegido a merced del danés ―intercaló Athelstan de Lambourne, bastante consternado.
―¿Qué me ha de entregar el de Mercia, una pelliza de honor y un espetón con guarnición?, con paso medroso mal paso di sobre el estribo, pues ante el hado vacilante se alza el eco agonizante, la de mil cuervos de horridos graznidos. ¡Oh, Britania!, senda feraz que ante la tortuosa vereda languidecen así tus días, bajo el sacrílego auspicio del danés, por muchos poetas loada, y de tantos pensiles soñada, tus noches cuelgan tan frías y extrañas, cual negros doseles gualdrapean sacudidos en su resuello, ¿qué infeliz yugo glosará ahora en tu memoria? ―declamó compungido Alfredo, bajando la mirada y dando varios pasos en falso, casi arrastrando los mismos y con la espalda encorvada, vagaba sin en derredor alrededor de la mesa.
―Por Dios bendito, Alfredo, recomponed la compostura ―le confortó Asser.
―¡Oh, Asser, tengo miedo!, no pernoctaré ni una noche más sobre estas fúnebres estancias, ¡antes un nido de alacranes!, o al raso bajo la durmiente estrella dorada,13 el reino de la oscuridad no es lugar propicio para un rey que se bate en desventaja ante la vida y la muerte, llevadme a los arrabales de mi reino, a la posada del Tabardo, allí me hospedaré a partir de hoy hasta el temprano canto de la aurora ―exclamó Alfredo, agarrándose al cuello de Asser tembloroso.
―El Tabardo es un lugar profano, plagado de furcias y miseria, fornicación y herejía, os descubrirán ―le desaconsejó el Ealdorman de Wiltshire.
―¡Y qué más da!, esa bicha es capaz de atormentarme en plenilunio, aunque mil lunas sean de junio, el filo cortante se alza celoso y avizor en manos de su verdugo, cual guadaña en manos de la mísera codicia que ha de segar, y es mi nuez la que ha de atrapar ―se palpó nervioso su garganta.
1 Vulcano: armero de los dioses.
2 Cólquico: el otoño.
3 Hefesto: (Od. viii)
4 Sibma: (Isaías 16:9)
5 Antium: en la antigüedad una ciudad y un puerto del Lacio.
6 Estigia: río infernal mitológico.
7 Tifeo: un gigante de la mitología griega (Hom. Il. II. 782)
8 Briareo: gigante de cien brazos de la mitología griega.
9 Eolo: señor de los vientos (Eneida i, 71-75)
10 Teshub: es el nombre dado al dios del Cielo y de la Tormenta en la mitología hitita.
11 Hipparco: astrónomo griego que vivió en el siglo II a.C.
12 Cimerios: (Od. 11.13-22)
13 Estrella Polar.