Dentro de las rústicas paredes de la posada del Tabardo, Alfredo junto con un séquito de hombres, Asser, Athelstan y Wulfhere, se adentró en una atmósfera de vicio, mientras a su alrededor en unas mesitas circulares, se reunía gente de toda índole y condición. El rey Alfredo había dado orden de no pernoctar en palacio y abandonar antes del anochecer sus aposentos, para así preservar mejor su integridad de cara a un ataque inesperado del danés y ser despojado de su corona. Se abrió paso entre aquella bascosidad de pintorescos sajones, y arribó a la barra del posadero donde borboteantes formas salpicaban la misma despidiendo sus esencias efluvios humeantes, las bebidas daban brincos con eructos de espuma y burbujas, levantando gélidas pompas que emergían de diáfanos recipientes, surcando y flotando en el aire, de brinco en brinco, batiéndose en remolinos donde luego rompían con crujientes estallidos chisposos. Se apelotonaban campesinos y viajeros muy peculiares, venidos de Rochester, Canterbury y Winchester, la chimenea crepitaba con la leña caldeando el ambiente, allí se daban cita desde el herrero al carpintero, y desde el más variopinto juglar al zapatero, el frio fuera cuajaba en témpanos de hielo que se adherían a las bisagras de las ventanas, los caballos del establo, entre mulas y otras bestias de carga rebuznaban y piafaban en el exterior, el aire golpeaba una y otra vez entre la niebla los gruesos muros, al igual que un gigante imaginario con un mazo de hierro, un caballo percherón un ser peludo con trompa de oso hormiguero, pateaba una y otra vez el suelo en señal de molestia ante el tempestuoso y azaroso clima inglés, relinchaba una y otra vez con voz ronca, cansina y angustiada, como de un estrés inmerecido. Un boothman1 con aspecto de matón provisto de sayo, enojado por el vino ofrecido pegó un eructo al posadero, un hombre obeso con un blusón fallero y una faldriquera, con holgados zaragüelles, era mofletudo y picado en viruela, de ojos saltones y cabello ennegrecido por el hollín acumulado en el ambiente, el huésped dio un manotazo en la barra, exigiendo un licor de más calidad, su envergadura intimidó a la hasta ahora serena camaradería de la posada. Alfredo miró la cara de una sierva de las que llevaban el local, y a la que se acercó mientras servía a los clientes, era bastante rechoncha cubierta con un delantal, de suponer era la mujer del posadero por la edad madura de la misma. Se dejaban ver boothalers que eran merodeadores y saqueadores disfrazados de gente noble y servicial que, tratando de ganarse tu confianza, te engatusaban al menor descuido, eran muy diestros a la hora del hurto. No había ninguna necesidad de entrar en juegos triviales con ellos, pues con aquellos individuos ya tuvieran aspecto servil o aparentar actitudes apenas inofensivas, sus miradas les delataba y no hacía presagiar nada halagüeño, mantenían ese solapado atisbo de la falsa apariencia. Como una sombra maligna se percibía latente la preocupación generalizada de los aldeanos con respecto al oponente invasor, que cercaba las fronteras periféricas del reino, eran vistos como auténticas bestias con hábitos dados a la antropofagia, exagerados por los mitos y la creencia popular.
Se encontraba rodeado por un bestiario que daba náuseas con solo atisbarlo e inhalar su rancio aire, le hacía desconfiar de todas las cosas, nada ni nadie le hacían estar seguro ni siquiera de su sombra, sin ningún cambio de actitud y sin desplantes de autoridad hacia los demás, el juego de clases era palpable entre sus mesas, una gran acumulación de polvo se mezclaba con las pisadas sobre los suelos de dura piedra; en un rincón varias «prostitutas», jóvenes damas de aspecto atractivo con túnicas holgadas con mangas muy ceñidas y camisa de lino y barbeta, le hicieron unos guiños desde el mostrador para que acudiera, sus provocativos vestidos de encaje y su porte las hacían ser foco de atención de ávidos clientes, pero sus derroteros llevaban a otros muy distintos. Eran de aspecto tan hermoso que cualquiera soñaría con ellas, la luz de los candiles proyectaba la lobreguez sobre los suelos. Aquellas damas al ver el desplante de Alfredo y su séquito comenzaron a cuchichear en lenguas ininteligibles. Dos eran de pelo oscuro y de elevada altura con capas negras que colgaban a sus espaldas, poseían exuberantes ojos garzos, contrastando con la palidez de su tersa piel. Sus figuras eran envidiables, y sus largos y sedosos mechones raídos tapaban sus orejas llegando hasta sus hombros, les hacía dar una apariencia y un misticismo especial. El séquito real evitó mirarlas y Alfredo siguió rondando por la barra sin prestar el menor interés, apartó a una de ellas, sus manos de afiladas uñas que tan sigilosa y sutilmente se habían posado en su hombro, con la misma galantería se desembarazó de ellas. Eso no gustó a aquel grupo de «prostitutas» al servicio del Tabardo y se oyó blasfemar en un lenguaje envenenado de ultrajantes insultos que salieron de sus voluptuosos labios, su piel tatuada llevaba impresas insignias danesas cosa que a Alfredo no le auspició nada halagüeño, peligrosas hampas dominaban aquellos ambientes. Una de ellas lamía insistentemente a un chapman2 apoyado en una mesa sintiendo su aliento y ardor sobre su cuello, los serviciales placeres carnales de esas damas eran siempre un privilegio. Pero generalmente sus víctimas acababan siendo estafadas y desvalijadas por el camino, el vino de mora, hidromiel, y cerveza rondaba por toda la posada. Primaba un ambiente decadente y caricaturizado en sus propias debilidades, la de su especie, la moraleja estaba en las caras y en los innumerables rostros faciales, que no profetizaban nada bueno, algunos talludos, víctimas del campo de batalla tenían la apariencia de monstruos ancestrales, venidos de un pasado cavernoso.
Muchos eran peregrinos y agrestes montaraces de tierras del sur, bastante harapientos, desprendían un aire fétido, y otros aprendían a sobrellevarlo. Iba fijándose en los rasgos fisonómicos de la gente, se descubrieron ante él ojos de espanto, facciones mutiladas, de viejos escuderos sajones víctimas de los estragos de la guerra, Alfredo al igual que los suyos portaba vestimentas sencillas cual monjes mendicantes con hábitos y túnicas, encontraba vileza en sus miradas y la terrible porfía de sus semblantes, algunos eran bufones de corte de baja estatura con sus particulares gestos afeminados, dichos personajillos deambulaban bastante ebrios con sus jarras de vino tropezando con los cuerpos de la clientela entre el estrecho recinto, muchos otros personajes vestían de extravagantísimas maneras entre arreos y ordinarios, la línea sajona de capa y espada destacaba entre la inmensa mayoría, algunos con casacas, otros con chalecos; circunstantes y groseras burlas se alzaban, sus rincones estaban infectados de una ruidosa algazara cortesana, de comentarios insanos, de conversaciones que versaban de del inexorable avance de las hordas paganas desde las avanzadas a los asentamientos, y de sucesos acaecidos en Berkshire Downs frente a los daneses, los cuales ponderaban a altas voces, algunos contestando con pueril arrogancia inflamando el ambiente con exhalaciones eléctricas, grandes señores confiando al oído de su leal subalterno algún secreto entre susurros, soportando con aserción el enojoso sermón de su dueño, algunos coloquios, circunloquios y comadreos entre labriegos que acababan por convencer y engatusar siempre a las prostitutas del lugar en apartados recovecos, bellas siervas en compañía de caballeros de abolengo, las caricias menudeaban tanto como la sabia ligereza en desplegar sus manos y sus labios; comburentes roces de metálicos bríos procedentes de combosos fondos mal iluminados, con espías daneses enfundados en largas túnicas que abrigaban su rostro bajo indescriptibles capuchas de fieltro; una voz interna incitaba a ser benévolo con ellos y a esconder el ánima de la espada, aquel velado sistema fraudulento arrastraba consigo huéspedes y forasteros que sucumbían ante manos que vertían pócimas en sus brebajes, se percibían los golpes iracundos de algunos bravucones contra la barra de servicio, el desahogo y la necesidad de meter cizaña y ruido dominaba la temperatura interior.
Diminutos insectos revoloteaban en el condensado y asfíctico aire, colándose en las bebidas, posándose en peladas coronillas e interfiriendo en las orejas más sensibleras, algunas eran atrapadas entre garras de espanto que las prensaban pacto de la ira de sus huéspedes. Los cuerpos de algunos rudos montaraces y su irresistible afición al merodeo rondaban por doquier retorciendo pescuezos y yendo a la gresca, retumbando la voz con disonantes monosílabos, eran de foscos rasgos, con ojos que brillaban de ansiedad, con aspavientos de menosprecio e impertinencia hacia otros forasteros, que estremecían con solo percibir sus pasos y de los que había que soportar empujones e insultos, evitarlos tomando dirección contraria y alejarse de sus provocaciones era una opción. Algunos aceleraban la marcha para no caer en sus bravatas, porque una vez bloqueados contra su intimidante corpulencia era imposible poder desviarles de su propósito. Sus manos eran nervudas y su fortaleza física los hacía convertirse en los auténticos bravucones del Tabardo, los que siempre sembraban el terror en casi todas las posadas de Chippenham y los convertían en lugares de tan repudiable mala fama.
El laberíntico circuito de tramos sinsentido en Chippenham, sin un destino que justificar y dónde desembocar, daba la sensación de olvido, despreocupación y desidia, donde nadie ni nada se ofrecía voluntario a poder guiarte a cualquier paradero, donde la gente era tosca y bastante malhumorada. Los traperos y tenderos de mercados periféricos se unían a aquella extirpe de gente retrograda y forajidos que convivían con su pobreza soportándose entre sí. Desde hondos portales era víctima de miradas inquisitivas e indiscretas, ojos que te avizoraban desde diferentes ángulos agazapados desde velados rincones.
Al final del mostrador atisbó a un peligroso proscrito evadido de las mazmorras de Chippenham al cual reconoció al instante, era de origen danés, lo llamaban Olafsson y no sabía qué estaba haciendo allí, llevaba una caída capa negra resplandecían sus plateados encajes revestidos de plata y su larga espada colgándole del gambesón, con su hoja desconchada de remarcados restos de asiduos encontronazos, en realidad era un excitable proscrito buscado en más de siete condados, dio media vuelta tratando de evitarle.
Seguidamente surgió el destello de una linda nativa de Mercia acudiendo hacia él con una bandeja dorada, era trigueña y tremendamente pecosa, con un corpiño en tela labrada, los acomodó rápidamente en una mesa al final de aquel antro. Pronto les sirvió copas de vino, la mayoría de los comensales permanecían sentados en taburetes o bancos en torno a mesas con caballete de madera de pino macizo, sobre todo al final del pasillo, el alimento principal de toda aquella turba de campesinos era un pan oscuro hecho de grano de centeno acompañado de guiso, una especie de potaje hecho a base de guisantes, habas y cebollas, el único alimento dulce era por regla general las bayas, frutos secos y miel del campo revestida con jengibre.
―Inenarrables son los hechos de este periodo de tinieblas que vienen sacudiendo a mi reino, como un agónico cautiverio, y heme aquí cual errante viajero, obligado a buscar cobijo al amparo de este cielo, bajo la negra y perpetua noche, de estrellados sardios y lejanos limes, colmada de esa épica donde el maligno afianza sus pretensiones ante tan ineludible refutación. Heme aquí con la lid retadora, distinguiendo ese promontorio de ferrugienta mirada, ese ojo avizor de inquisitivo propósito, donde forja ya su espada, sembrando el combés que desmenuza las libertades más tardías y de afanosa alianza, el que hurta el noble aliento, del forjado sufrimiento. Y es que al rebufo de esta eclíptica oblicuidad del intrascendente mundo, así transcurren los días y las noches, donde los más pánfilos sueños del ayer se revelan con el arte placentero, el de un reino duradero ―declamó Alfredo bebiendo de una jarra.
―El denegrido y espeso velo extiende ya su veste, con celajes que adormecen y conllevan a la muerte. Oh, Alfredo, que hasta en la misma Olintia la siembra nunca es duradera, no sucumbáis ―le habló Asser en torno a la mesa circular―, pues los sauces no doblan sus hojas por pura inspiración, sino porque el solsticio ha echado el telón con sobria disposición, es por ello que ante este globo imaginario que concibe la creación, si por cada modio por yugada han de ser seis si es cebada, así habréis de sembrar a partir de ahora los frutos de vuestro venidero reino, para que el plañidero rumor de la pena y el quebranto se disipen para siempre con un arrebato, y esa bestia no haga presa en la carne de lo ajeno, ni con los rústicos albogues de juglares y pastores, sino con los retumbos de un porvenir preñado en mil amores.
Ambos se analizaron, al tiempo que volaban sus cábalas e incertidumbre sobre cosas insanas, el eco se deslizaba por los recovecos de la posada, Alfredo se inclinó hacia delante en el respaldo de su silla, mientras a cada lado de la mesa los aldeanos mostraban un porte distante con un aliento insano de cierta hostilidad.
El monarca se apoyaba en las paredes curvas del antro como un lugar donde poder escurrir el bulto, escudriñaba ansiosamente a través de la oscuridad. Era algo obvio por todo lo que estaba en juego, cualquier falso movimiento podría traerle la perdición. Aquel estado de ánimo se demoró largos minutos en la tensa conversación, en esas opresivas estancias, la tibia luz dispensada proveniente de los candiles y candelabros de las mesas y del mostrador en la distancia, sus tenues llamas lograban inundar el gran vacío que dejaba el Tabardo y sus negras gargantas abovedadas, entre los vahos que se esparcían sobre su aire enrarecido.
―Oh, Asser, ya no distingo entre ayer y mañana, apenas logro discernir una simple llama a la luz de las candelas, qué deleitosas son las cumbres del enriscado precipicio, pues he hallado el agrio quebranto, del crudo Radamanto.3
―Pero ¿qué decís, mi noble señor? ―habló ahora Athelstan de Lambourne―, sois un rey, no un desheredado, comportaos como vuestra posición exige, la miel acuosa e insípida nunca es provechosa y el panal ha de ahumarse con romero, purificad vuestro reino y taponad las más desvalidas piqueras, a fin de que no os lo asalten cual podridas ratoneras, la elocuencia que se desprende de un antiguo verso, siempre ha de ser franca sin pecar de alteridad, confusas paronomasias ni contrariedad, es por ello que en la gula dañosa que colma el saco de la inquietud y el desasosiego, se ha de poner todo el empeño, a fin de erradicar cual riñas procaces del abatimiento, la raíz de su entendimiento.
―Qué nebuloso sois, Athelstan, tan casto como libre de estípulas y zarcillos, la hierba de los canónigos siempre se propala y enraíza a la buenaventura, pero recto y directo como el más mimbreado tallo en su defecto, mas ved que hasta el mal es capaz de sustraerse a los atavismos y practicas salvajes de sus antepasados, y es el danés el que ahora se propaga cual rayo combusto y desgraciado, profanando en su invención y gestando desde lo más hondo de su ambición, con el plomizo arreo de la incipiente prontitud ―conceptualizó Alfredo.
―Buenas nuevas recorren el reino, milord, los principales príncipes galeses, los mercios y los del mismo Wessex han sido llamados a la lucha, Etelredo, el Ealdorman de Gaini os ha concedido licencia para esposaros con su hija Ealhswith, a la que deberéis cortejar, acudirá a palacio para la ceremonia, mas estos esponsales cual matrimonio a furto deben hacerse a hurtadillas y con la más prolija cautela, sin que llegue a oídos del danés, pues os quiere muerto. Werferth, obispo de Worcester, oficiará la misma, mas todo el consejo y demás eruditos de la corte asistirán, se leerán salmos del Salterio amenizando con el material más devocional la velada. Despejad la deslustrosa lenidad de vuestra más fiera catadura, el romo dardo de la funesta fortuna os ha marcado, pero no matado, mas prefijad con diligencia este solemne acto, y aventajad al danés en sapiencia y destreza. La fétida Asgard acrecienta sus dominios y su sombra aletargada, triste y exánime, dictamina el orden del tiempo, las horas y los días, las dañosas brechas las que entonces eran puentes y plazas fuertes han caído bajo la irremisible anatema del danés, el que ha de ceñirse a lo figurado por la augusta calamidad de lo marginal, e interpreta su voluntad con la infalible destreza del despojo y la conflagración, desterrando la vida placentera y prosaica, cual breves y anacreónticos versos que una vez colmaron la vida de los hombres ―le narró Asser.
―Guthrum, esa retorcida princesa, encarnación del lucro que viene acampando a sus anchas por toda Wessex, lindes y dominios, es la misma que llevada por la más dementada pasión transgrede toda lógica y orden moral. Lo que de un principio parecía una ociosa y abstrusa retórica, la que sin acato ni obediencia, mancillaba con heraldos y abusivas exacciones sembrando la semilla de la díscola humillación y el miedo, ahora arremete con huestes a hierro y espada, colmada de nuestra sangre derramada, esa jerarquía de dioses paganos que, con el síntoma más diacrítico nos impedía ver la torva mirada de la bestia, ahora se despeja como una pesadilla venida de la más temible de la teratologías, la finitud corpórea de la condición humana, nos limita en su porfiado denuedo, porque con arrojo y sin miedo, en aras del sacrificio, socava nuestra tierra sobremanera, entre responsos y cuartos, y más cobriza que mil espantos, las indecisas gasas de la creación destapan nuestros más absortos fanales, ante un reino de lejanos templos, onerosos castillos y doradas cúpulas, ahora cubierto de hacinados remanentes que, cual émulos de la extinta Roma, bajo teñidos cielos de bermellón, aprisionan a la ávida esperanza con el compasado movimiento de un célico viento, y, en los pliegues de su sempiterna vaharada, arrastra las moliendas del ayer ante un ocaso de columnas y arquitrabes, de sus sueños y verdades. Así es Asgard, un mundo que una vez ostentó la magnificencia de la gloriosa Roma, ante el cual capitulan hoy sus días, y no con sobrados rehartos, sino responsos y cuartos. He aquí que Guthrum, princesa de Asgard, la última superviviente de un reino en agonía, se valió desde su encaramado e insigne retiro para copular con varones, y fue en Britania, cual fiel consorte, de un aislado islote, donde consagró sus belicosos propósitos en pos de esta bonanza, a los umbrales de este proscenio, tan retador como turbador, ahora se alza el negro legado de ese reino tan amargado ―le hizo partícipe Athelstan, bebiendo un sorbo de su vaso de vino y contrayendo su semblante con cierta acritud.
―¿Quién sabe lo que nos deparan las odas del mañana?, ¿por qué jamás nadie me habló de ello, Asser?, ni en tiempos de mi difunto hermano se me hizo partícipe, la de esta aberración en contra de la raza de los hombres, ¿cómo hemos de enfrentar tan ineludible causa que, afianzada en los cosidos remiendos de la brizadora invención, nos acucia con los subrepticios del maligno? ¡Qué achacosos y desvirtuados se revelan los signos del mañana!, como el unívoco claroscuro donde negro sobre blanco, se han de plasmar los caracteres más apremiantes de la condición humana, entre triunfos y logros, fracasos y derrotas ―declamó Alfredo.
―Las desconocidas digresiones, de discursos y razones, ya nos fueron legadas por cronistas sajones desde tiempos de Ethelbaldo y Ethelberto, el linaje que acaudilla la princesa de Asgard, le viene precedida de unos ancestros tan ciclópeos como circunspectos, de tan alta alcurnia como el mismo Olimpo, detentora del vicio entre sus libertos, y con la concupiscencia de la misma Mesalina.4 Todo esto no hace sino empequeñecer nuestro orgullo a unos estratos de tan inconmensurable desdeño y bajeza, mas, ¿dónde cubrir la flaqueza y el reprimido dolor?, porque no hay cumplida grandeza que no conduzca al horror ―declamó un convincente Asser.
―Más por falta de voluntad que remordimiento, ha sonado la hora de la redención, y la torre de Asgard de ojos adustos y frívola mirada, la que pábulo ofrece a los justos y burla a las almas descarriadas, ha echado el dosel que deberemos acibarar entre enconadas luchas y macilentas palabras ―expuso ahora Wulfhere.
―Si ante este severo alegato, esta vacilante encrucijada, este frontispicio de aberrante vileza, nos hemos de valer de entrambas conjeturas, apegado cual gargajo a cada golpe y cabalgadura, fijaré en el palio de las razones y en la ciega acometida, lo que las musas nos hicieron a medida. Horadando con el más recto espiote, el vientre de esa macilenta brujería, cual escoria de una fragua, la que forja al mediodía, me adentraré cual molienda de almireces, y con sangre en rebeldía ―manifestó Alfredo, puso su copa en sus labios y le dio un trago seco.
―Bien declamado, Alfredo, con denigrante y agudo estruendo, desde las orondas calderas que recorren con soeces voces las estancias del danés, nos llega el débil rumor, la de una embajada sajona sacrificada y ejecutada recientemente a manos de la princesa en la fortaleza de Londres. Atormentada por una insoportable comezón, donde el ponzoñoso aliento que inficiona todo su aire no es capaz de disipar los últimos resortes de nuestro moribundo reino, como os decía, Apolón el espía infiltrado en su corte y leal servidor vuestro, cual último testamento de una larga e insobornable fidelidad, ha dejado de informar de repente ―le comunicó apenado Athelstan de Lambourne.
―¿Y qué suponéis?, mas mudo me tenéis a vuestros pies. ¿De qué embajada se trataba? ¿No disponíamos de ciertos planos de ese impenetrable y hermético lugar? ―contestó Alfredo, estupefacto e invadido por la consternación.
―En efecto, los hay, con sus entradas y salidas, cual hueca alcancía de cerrada hendidura, legados nos vino en su día por el abad de Fleury, mas en cimiento y hechura, no encierra gruesa armadura que no pueda sortear el venturoso azar. Estas malas nuevas a todos nos coge por sorpresa, mas haced de tripas corazón, buen señor, pues si con tan docto criterio y los altos dones de su imperio, no son capaces de traspasar los claros intersticios de vuestras desguarnecidas flaquezas, no podrán nunca, pues estos son los interludios que prefijan las horas de calma, afianzaros a ellas cual yunta que ha de uncir al porvenir, ya los espesos estertores de ultratumba, que evacúan cual pútrida hojarasca a su pestilente grey bastarda, consumen en su ardor a los más réprobos y deshonestos de su ralea ―le informó Athelstan de Lambourne.
―Oh, Britania, ya la llama tuesta y hace presa en la imberbe y perchada candela, velluda y pubescente es como la luna nueva, y es a la que abruman al igual que una manceba ―declamó Alfredo, bebiendo agriamente de su jarra.
En eso que la puerta de la posada se abrió de par en par, el gélido frío inglés se coló en aquel burdel helando la sangre a los presentes, todos levantaron la mirada, y un séquito extraño penetró, se dejaron ver tres siluetas entre ellos dos hombres de aspecto rudo con forrados surcotte y borceguíes, eran los esbirros de Guthrum, Halfdan Ragnarsson e Ivar, siguiendo la estela de su ama, la princesa de Asgard.
Hasta al propio Alfredo se le encogió el alma apreciando aquel burdo temblor al cerrarse la puerta, su rostro anacarado parecía el de un muerto.
La princesa dejaba caer su larga capa de terciopelo con un broché al cuello, con vestido de holgadas mangas de campana y salpicado de perlas y lentejuelas, altas hombreras, una extraña cofia acabada en punta a forma de espiral remataba sobre su cabeza, y un alto cuello plisado; se adentró cruzando aquel antro ante la mirada estupefacta de los presentes, sus manos iban enfundadas en largos guantes que le cubrían hasta los codos, espada a la cintura y botas. Una gema verde colgaba de su cuello redondeado con las aberturas frontales talladas. Alfredo quedó sugestionado y embelesado ante aquella mortífera presencia, en sus manos la muerte llevaba impresa. El séquito desapareció tras la trastienda del Tabardo a la que Arnaud el posadero se precipitó corriendo sus cortinajes.
La tensión fue en aumento, su mente despertó y su fantasía dislocada hizo surgir entre las tinieblas sus formas más espantosas, sus propios miedos y viejos arraigos, entre jadeantes y pesadas inhalaciones, sus pavores supersticiosos, irracionales, y aquellos que nunca antes se habían manifestado, estaba a punto de gritar, quería clamar como alma en pena, con un desgarrador frenesí, contra una terrible voluntad, contra una terrible historia, y al mismo tiempo, estaba tan abrumado como un mar sumido en una escandalosa calma, ese que se arruga ante el bálsamo del olvido.
Eran ojos que le espiaran desde un mundo subterráneo impregnado de grises y pútridos fosos, ramas que se descolgaran con su mudo quebranto. Entre aquel éxtasis alcanzó a atisbar vagas visiones, las que emponzoñan el frenético anhelo del alma.
―¿Qué fue eso?, pues como una imperecedera letanía irrumpió con la más insolente osadía, estrechez ingrata que turbas la razón, si no fue una adusta e indómita alucinación, doblaré mis preces y mi llanto si con el semblante del plúmeo decoro, no fue una ninfa más hermosa que un tesoro ―atestiguó Alfredo, a aquella concubina del diablo.
Las ventanas de arcos peraltados del Tabardo surgían empañadas por la humedad exterior, extraños cuervos graznaron en el exterior, aquello sobrecogió a todos los presentes. Su rostro estaba transfigurado y había empalidecido por momentos después del sobresalto, oía cómo la noche en el exterior se contraía y convulsionaba igual que un animal famélico con tragaderas y ansias locas por devorarles; oía voces que resonaban claras, eran las de un monstruo que les pretendiera, a todos se les removieron las entrañas, los tramos fronterizos del Avon con sus viejos tejos y olmos temblaban y se resquebrajaban desde su famélico interior cual vieja madera podrida ante el despertar de una furia, con una fuerza que crecía y crecía hasta los tuétanos como la erupción de un volcán, parecía que sus mil luminarias les avizoraran a través de ojos ávidos de carne. Notaban una presencia que tiraba de ellos, con una extraña atracción o gravedad que pujara por los cuerpos allí reunidos bajo los combados techos del Tabardo, los cuervos arrastraban un murmullo que orquestaran miles de bocas desde los lindes de los bosques.
―¿El qué, mi fiel señor? ―contestó Asser, intrigado.
―¿Vos lo visteis, Athelstan?, ¿y vos, Asser?, ¿tal vez vos, Wulfhere?, si no tenía más orejas que un cánido orejudo, el que siempre ha de entregarse al sueño como ninguno, debió ser cosa de brujas ―les reseñó Alfredo.
―Nadie lo vio, describidlo, mi señor, mas por el cielo que si no fuese el caso, de tan ilustre encanto, cual espectro de dudosa procedencia, estos desvaríos sepulcrales que extiende la noche en su más casto desvelo y puro albedrío, son cosa del diablo y no de escalofrío ―le respondió Wulfhere, confuso.
―De ojos felinos que por orejas delata, era espigada y con andares de gata. ¡Con qué elegiaco lamento se alza la noche espesa! ―detalló Alfredo.
―Santo cielo, si esto no ha de ser clarividencia, que me culpen de inocencia, ¿disponía de un orificio auditivo guarnecido por un membranoso opérculo? ―le inquirió Athelstan, con ojos vivaces y llenos de incertidumbre.
―Oh, Athelstan, ponga mi mano sobre el fuego si no fue así. Como una pira de empenachadas llamas se alzan nuestros ancestros, desde tiempos de la heptarquía y los siete reinos de la alegría, cual nimbo de elevados versos que, en excelsas razones, heredé de un tal Egberto. Así es como me veo, pobre de mí, desheredado y humillado, pues tesaurizado con los oros del tormento, hizo acopio el danés cual dinero de un sarmiento ―le aseguró el rey Alfredo.
―Exhaustas y núbiles se descorren vuestras fronteras, mi fiel soberano, solo un danés se mueve en tan ímprobos manejos, mas con la virtuosa prosapia a las que se ciñe vuestra ley, sed persuasivo sin que os tomen ya por rey ―le envalentonó Asser―. Aquí deberéis aparentar un porte humilde y despreocupado, detentando servidumbre.
―Debo descubrir qué se esconde tras los negros doseles que encubre la posada ―trató de levantarse Alfredo.
―¡No vayáis! ―le persuadieron sus hombres.
―Esperad y aguardad, los hechos ahogan palabras, encogen el genio más agudo, confraternizad con vuestros temores más atávicos, pues, a la postre, perdurable es el vínculo que mantiene con los desavenidos mortales, esta irrecusable disparidad de pareceres puede ser el preámbulo a la locura, os ruego no vayáis, mi señor ―le suplicó Athelstan.
―Debo ir, Athelstan, y así saciar mi curiosidad, agraviado estoy y es en contra de mi reino donde mutilación y muerte se adueñan de estas heredades marginales. El agresor demanda diligencia y debo averiguar porqué ―le contestó Alfredo, reincorporándose.
En el exterior ningún lugareño se mostraba demasiado ansioso por guiarte y abrirte camino a aquellas intempestivas horas de la noche, por aquellos senderos por los que hasta el aldeano más diestro podía perderse. La naturaleza que rodeaba al Tabardo nunca permanecía impasible y fija sobre su enraizado suelo, el callejero urbano variaba su recorrido y distribución a cada zancada, pero los intrincados laberintos de la madre natura eran inaccesibles y una maraña de la cual era imposible salir en una noche tormentosa. En eso que notó que las paredes comenzaron a temblar y de improviso fueron volteadas y llevadas por la vorágine de una corriente de aire frenética que penetró y heló la sangre del más valiente, el techo repiqueteó con graznidos de cuervo.
Caminó hacia la antesala donde había visto a la intempestiva visita desparecer a través de sus cortinajes de seda. Anduvo por algunas puertas y portones de peculiares apariencias y contexturas, donde surgía algún que otro campesino apoyado sobre las jambas de las mismas, se consumían bebidas laxantes letales y elixires prohibitivos. Los vapores se arremolinaban y enrarecían el ambiente que se espesaba y se hacía más difícil de respirar. Alfredo se colocó junto al rescoldo donde se horneaban tortas con harina de trigo, manteca y sal, los cortinajes se movían frente a él, se parapetó desde su posición tratando de discernir la identidad de los individuos que entraron hacía algunos minutos a la posada. Desde los hediondos doseles de la trastienda ciertos individuos se lanzaban misivas e improperios, discutiendo acaloradamente, llevando la conversación una dama de aspecto cetrino y capa, bajo el manto de sus ropajes el filo de sus espadas daba una mortífera apariencia difícil de ocultar, pues hacían bulto entre sayos y capas. La dama con ceño contraído descubría un enojo palpable de aquella que iba a entablar una riña bastante tensa.
Allí pudo destacar unos ojos plomizos ante una mesa donde se despejaba lo que parecía alguna especie de plano, con agria expresión, y con sus esbirros a la cual guardaban las espaldas, de repente torció su gesto hacia Alfredo.
Sus labios de color carmesí, olor a raro perfume y jactancia de sus aires de idolatría en este caso, tejían una heroína propia de las amazonas del virginal paraíso de Asgard. No pudo evitar poder contemplarla, aquello le anestesió sus sentidos y aplacó sus nervios, era algo tan lleno de hermosura que cualquier forastero que viniera de lejos no podía, sino pararse y quedar obnubilado apreciando aquellas siluetas y el terso rostro de un anochecer.
Alfredo distinguió sus orejas puntiagudas y no vaciló a la hora de dictaminar quién era realmente. La miró fijamente a los ojos. Ella permanecía hierática como una pantera justo frente a la mesa en la que también destacaban Arnaud el posadero y sus esbirros daneses, él quedó petrificado desde su posición, era realmente bella, esplendorosa, y la luz de los candiles incidían de forma creativa dándole toques mágicos a su cutis, moldeándolo como una ninfa en un retablo, la princesa sintió que la observaba detenidamente, y, aunque obviamente la situación era comprometida y embarazosa, trató de no darse por aludida y no le devolvió la mirada, sus ojos lo esquivaron tratando de mantenerse fijos en aquel plano de la mesa. No darse por aludida la hacía aparentar una cierta y enigmática personalidad, un tanto hermética, pero a la vez armoniosa. Esa amazona era un ejemplar que haría soñar a cualquier varón, sus voluptuosos labios eran de un gris atenuado, el cual había sido retocado por algún exótico pigmento, los mismos se convulsionaron por sí solos, Alfredo percibió un siseo mortecino y casi inapreciable no muy lejos, proveniente desde las indómitas entrañas de la maleza y la vegetación, vista de perfil parecía un busto diabólico con esas cejas remarcadas y cejijuntas que poseían todas las de su especie. Trataba de mantenerse erecta, evitando contornearse en aquella posición.
―¡Oh, oh! ¡Dios mío! ―exclamó Alfredo, chamuscado y tratando de sofocar el fuego prendido a su trasero en un contacto infortunado con las tortas que se horneaban detrás de él, trató de sofocarlo con sus manos, ya que sin querer sus faldones habían prendido con las brasas del rescaldo.
La princesa pegó un puñetazo en la mesa y salió echa una furia del interior de la trastienda, presentándose ante él como una sombra mortuoria. Comenzó a darle azotes en el trasero a fin sofocar las llamas, una negra humareda comenzó a invadir todo el antro, sus guantes sacudían como una estera las posaderas del rey sajón.
Un círculo de imberbes personajillos acordonó la zona como curiosos espectadores de aquella interesante riña, se aproximaron a husmear y saborear sus airadas desavenencias, pronto la zona de la chimenea y el rescoldo se cercó en una aglomeración de curiosos, acudiendo como abejas a un panal. El gigantón danés lanzaba manotazos ciegos al aire con sus palmas abiertas como helechos, las nalgas de Alfredo estaban hechas jirones. Pronto recibió un certero golpe con sabor a mazo de hierro que lo alzó varias pulgadas del suelo.
Desde los umbrales y fondos pétreos de aquel prostíbulo de techos cóncavos, macilentas miradas digerían estupefactas todo aquel panorama melodramático, un lugareño llamaba a otro con un grito, el compañero se volvía observándole abyecto tratando de cerciorarse bien de los rasgos de la dama.
Alfredo se reincorporó maltrecho extendió sus manos tratando de apaciguar a aquella dama endemoniada, el fuego contraído sobre sus prendas se disipó al cabo de un tiempo, la cara de Alfredo era todo un poema, había quedado irreconocible toda impregnada de hollín, solo el blanco iris de sus ojos y sus parpados al abrir y cerrarse los mismos era lo único visible en su semblante.
―¿Quién sois? ―se le abalanzó la princesa sobre su figura―. Estáis quemando las tortas del rescoldo, ¡gilipollas! ―le dio varios azotes más en el trasero apagando del todo el fuego aún prendido―, de este asilo de lugareños si no sois del todo diestro, ¿quién detenta el venablo más siniestro? A ver, decidme, vos mismo.
―Alabada seáis, mi fiel señora, pero lo ignoro, solo un silencio sepulcral pende de tan retirado lugar, son los hados de agreste favonio que cautivan los instintos más agudos y peliagudos de todo el redil, que si el orbe hubiera de figurarse entre barbudos y orejudos, ninguno quedaría libre de sospecha ―contestó Alfredo.
―¿Orejudos?, si os arreo un mandoble hacéis palmas cananeas como un moscardón ―la princesa hizo ademán de abofetearle―. Mirad lo que os digo, sabio respondón, dad media vuelta a las tortas y recubrid de canela y del más fino hojaldre, mas servidlas a la mayor celeridad, las manecillas del tiempo transcurren raudas y veloces tanto o más que el pensamiento, entre este enjambre de torvas miradas que surgen al azar, hialinas suelen ser los pálidos silencios que la noche encierra, y las crines que encrespan las tronadas cerrazones, pues los bosques perpetúan con el arpa de la más honda modorra, entre arpegios de confusa ambigüedad a muchos corazones. Y a todo esto, ¿cómo os llamáis?
―Alfredo, para serviros.
―¿Alfredo?, a qué horas tardías y perniciosas transcurre la ocurrente casualidad, mas si esto no son cosas de la edad ―en eso que volvió su vista hacia la mesa de sus siervos y tanto Asser, como Athelstan y Wulfhere se ladearon para no ser identificados―. ¿No seréis quien yo me imagino?
Alfredo se tiró a sus pies agarrándola y lloriqueando.
―Milady, no tomadme por huidizo Alfredo, cual tortas al rescoldo fustigue un porquero.
―¡Quitaos de mi presencia, mujerzuela!, maldito sajón, y servidlas a la mayor brevedad. Esta pocilga apesta a mugre ―exclamó atrozmente la princesa, e hizo temblar hasta los rincones más distantes del local.
Ella se dio media vuelta echando su larga capa tras su espalda y en tres zancadas ligeras se perdió tras los doseles de la trastienda, toda la posada se mantuvo en un silencio sepulcral.
Lejos de allí en las profundas oquedades de aquel reducto, la funesta princesa desmenuzaba cada parte y estratagema de su plan ante una vieja carta en rugoso pergamino, una escala fidedigna de la fortaleza sajona de Chippenham, se maldijo iracunda, volviéndose a sus dos esbirros que permanecían de pie custodiándole la espalda a la espera de cualquier improvisada orden. Ella a su vez afinaba sus agudos oídos capaces de interceptar a decenas de metros las conversaciones de aquel podrido tugurio, sobre todo los situados en las mesas contiguas, su percepción auditiva era tremendamente sensible, capaz de captar todas las frecuencias de diálogo e incluso las más difíciles de descifrar las que entablaban en códigos secretos algunos sajones. Sorbía su copa de vino con su mente centrada en aquel pergamino.
La mesa poseía un entablado en fina caoba de estilo medieval con patas, donde adosadas, aparecían cabezas de león talladas prosudamente, con los colmillos al descubierto, las crestas y heráldicas sajonas surgían esculpidas a cada lado, era de un elaborado realizado por artesanos toscanos de un acabado y un bruñido bien pulimentado.
Alfredo penetró sosteniendo la bandeja de tortas recién horneadas con paso romo en el privado recinto descorriendo los doseles, tratando de buscar algún vestigio factible, su mente secuenciaba en su particular greguería aquel encuentro fortuito y fuera de lo común con la princesa, trataba de unir cabos sueltos y necesitaba saciar su curiosidad, aquello que hace al ser humano diferente de los demás, esa curiosidad que lo hace evolucionar y destacar de las demás especies. Caminó medroso bordeando varios canastos de coles frescas, mostrando una artificiosa tranquilidad, casi sin poder articular palabra, el suelo era granítico y uniforme bajo el interior de una bóveda iluminada tenuemente con candelillas con palmatoria, se dio cuenta de lo que el danés tramaba, cuando discernió sobre la mesa aquella carta con esbozos en tinta negra de lo que parecía un plano, en una esquina de la misma posó la bandeja. Los sicarios de la princesa echaron mano al pomo de su espada al notar vacilar a Alfredo.
El posadero allí presente se percató del peligro, al comprobar que la princesa lo había tomado por un súbdito suyo, le empezó a caer un sudor frío por su frente, luego hizo un gesto de apaciguamiento levantando la mano para que no emplearan la fuerza. Alfredo cerró los ojos huyendo de la realidad, como aquel que alcanza el final de un sueño que nunca fue.
―¡Dios mío! ―quedó paralizado Alfredo ante el mapa y el inconfundible plano poligonal y circular de la fortaleza de Chippenham.
―Pero ¿de dónde ha salido…? ―quedó el posadero allí presente perplejo. Alfredo depositó la fuente de tortas.
La princesa lo analizó de arriba abajo sondeándole exhaustivamente y percatándose de su inexplicable ansiedad.
―¿Vos?, largo, ¡largo de mi vista!, ¡y no volváis! ―le gritó ella dando un puñetazo a la superficie de la mesa.
Alfredo se dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, cabizbajo y sin musitar palabra, ya que había sido testigo circunstancial de una triste realidad aquella noche, la de un plan urdido a espaldas de su reino con el único fin de derrocarle, traspasó los doseles y casi se desmoronó frente a sus súbditos cuando alcanzó su mesa.
1 Boothman: uno que vende cereales.
2 Chapman: comerciante viajero.
3 Radamanto: fue uno de los jueces de los muertos de Hades.
4 Mesalina: esposa de Claudio.