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EL REINO SIN REY

En la torre de Chippenham ahora en posesión del danés, el terrible Guthrum se desplazaba en torno a su trono dando vueltas en derredor desquiciado, se mordía los labios, con aquel plateado capacete y su capa, un alto cuello de plisado satén envolvente le cubría su espalda, una tapeta frontal dorada le bajaba por un holgado blusón, su mirada era sangrienta como la de un cuervo. La princesa se movía en la cámara sur donde había ubicado su mando de operaciones, la nave y el transepto donde antiguamente existían bóvedas de piedra fue restituido por un campanario por orden directa de Alfredo, colgaba de la torre, era tan aguda como un minarete y, bajo el mismo, el trono del danés, una sola puerta de acceso con tres arcos romanos entre columnas corintias daban un signo de regia autoridad.

El trono de estilo Toscano estaba rematado con frontones en el centro, era de un pulcro acabado en caoba, estaba acolchado y tapizado con heráldicas danesas, y dragones alados esculpían la parte alta de la cabecera.

―Con el yelmo sudoroso que la noche enfría, así ha escapado el sajón, con el vigor del que en su denuedo busca siempre la quietud del venturoso destino, ¡cómo es posible!, escapó en mis mismas narices, declamando con el celo vehemente de un hurto tan ingrato como corrompido, ¿sabéis dónde para ese maldito sajón de ceño entristecido?, vos, Halfdan, Ivar y Ubbe, ¿qué tenéis que decir? ―rezongó la princesa.

―En lo que a mí concierne, alteza ―tomó la palabra Ubbe―, no hay apelativos para tan nefanda condición y agravio, el que valido de sus mil artimañas, no hallo recíproco parangón, ni símil capaz de gestarse con semejante argucia, ni reptar tan subrepticio por los arrabales de la existencia. Pues toda especulación se me antoja tan profundamente aporética, no se vale de hipótesis que en su fundamento transgresor se metamorfoseen ante el ineluctable destino, pues no hay cosa peor que sacar las cosas de tino.

Ubbe era un hombre fornido y barbudo, hijo de Ragnar Lodbrok que murió en manos del rey de los anglos Ælla, iba cubierto con una armadura dorada, y una gran espada adornaba su cintura. Sus ojos claros y sus canosas patillas lo hacían detentar una figura con un porte que amedrentaba al enemigo. Era de comportamiento sumiso, y disciplinado a la hora de desempeñar sus funciones en el campo de batalla.

―¿Cosas de tino?, ¿quién está sacando las cosas de tino?, cuidado Ubbe, la espada ha de blandirse siempre con las nervudas falanges de un Heracles, y este no sois precisamente vos, que entre petos y cimeras, corren perros por rameras, y en el ardimiento del más diestro guerrero que, en sangrienta lid y forzado trance, troca vidas por alfanjes, en su brío y al descubierto, yace el sueño de uno muerto ―le replicó la princesa.

―¿Quién, alteza? ―respondió Ubbe y se miraron todos abstraídos.

―¡Uno quien yo me sé! ―se echó encima de Ubbe, amilanándole con su porte característico y olfateándole minuciosamente―. Mas recapitulando, una vez claudicado el sajón en su fuga pendenciera, las más sobrias grandezas hoy nos saben a asperezas, y es por lo que me encomendaré en buscar el paradero de ese malnacido, y traerlo a rastras, pues desde los pantanos y sumideros de Somerset puede muy fácilmente reunir a las milicias locales de Somerset, Wiltshire y Hampshire, ya las circunstantes sombras aclaran el escurrido bulto de lo horrendo, querellándose en su visceral propósito, con gravadas ruedas de prietas coyundas, enroscando su cerviz, cual Saúl buscando a David.1  Y es que la tibieza no caldea buena fragua, debí ejecutarle sin andarme por la rama. ¡Y esto es algo que a vos también os concierne, Halfdan!

Ubbe otro lugarteniente de la princesa era de nariz achatada, pelirrojo, un quiste en su frente situado entre ceja y ceja le caracterizaba, numerosas cicatrices remarcaban su rostro fruto de pretéritos encontronazos con los sajones, feroces incursiones y a la hora de cobrar el famoso tributo del danegeld, era un vigía experto y un habilidoso estratega, era el más corpulento de sus hermanos, pues también era hijo de Ragnar Lodbrok, su vestimenta era una armadura con peto, hombreras y rodilleras.

―Pero, alteza, vos concebisteis este plan. Alfredo solo dispone de la fortaleza de Athelney, un islote ignoto y desamparado, a merced de cuervos y grajos ―replicó Halfdan.

―¿Dónde para ese escondrijo? Enviaré a Froger el sabueso para que lo corrobore con sus luceros si he de comerlos por enteros ―contestó la princesa.

―En los pantanos cerca de North Petherton ―le expuso Halfdan―. Infiltrándoos en esas infranqueables tierras de incógnito tal vez podríais sorprenderlos.

―Si es así, ya huele a carroña y a rey depuesto sin heredad. Mas valida de estos fanales, que dispensan las verdades, ante el coercitivo acto de refrenar mis disposiciones, la égida vanidosa e indecorosa que dispensa siempre esta boca profética, servirá cual semilla terrenal que corroe las raíces del entendimiento, cual muerte sacrificial sobre el viciado precipicio de las desazones ―sentenció la princesa.

―Bien declamado, alteza, el deseo fervoroso que rezuma en vos, cual trífida es la exuberancia del mismo Hades, lima la faz más robusta con el sulfuroso arte de la persuasión ―la ensalzó ahora Ivar Ragnarsson―. Nadie mejor que vos misma.

―Sí, del reguero al reguerón por la poza de las ranas ―Guthrum lo traspasó con ojos como ascuas plantándose ante él con una agria mueca y frunciendo su frente―. Bien, deshuesado, si por ello sois tan animado, no cejaré en mi empeño si con ello he de trepar al empíreo de ineludible escabrosidad. ¡Solo me rodeo de zánganos!, ¡por Woden que debería ejecutaros ahora mismo!, si en la jerarquía de las mentiras han de conjugarse los desahogos superfluos que dan lugar a la mortificación, la rica heredad de los avaros colma en su sacrílego dilema con los quehaceres de la fortuna, compensando dilación con sometimiento. Conque me dais razones para adentrarme en la soledad tardía, sin cabo ni resorte, ni la más loada melodía. ¿Quién busca hoy de amparo, cual la gluma lo es al grano, cual burra descarriada a través de los protervos senderos?, decidme. ¿Qué he de hacer, Ivar, medrar como un macho alfa para consolidar mi liderazgo? Todos vamos en el mismo barco. No lo olvidéis.

Ivar era el más sanguinario de los tres hermanos y descendiente de Ragnar Lodbrok, de nariz prominente, era ancho de espaldas y delgado, también provisto de pesada armadura, su pelo era brillante como el oro, y de facciones angulosas, era temido y el de más mala reputación por ser el verdugo del rey Edmundo de la Anglia Oriental.

―Perdonadme, alteza, no fue mi intención ―se postró ante ella Ivar, inclinando su cabeza.

―¿Intención? Embriagado por la hiel de la sinrazón, bajo esa mentalidad redomada y arcaica, fuerte es el arnés de la indómita pujanza, donde solo cabe la ignorancia. ¡Andáis sonámbulo por crepitantes y flamígeros derroteros!, ¡dejarme a mi suerte a la vera de un rebaño!, os creía más locuaz, y es en Asgard donde las almas de mis ancestros yacen sepultas y confinadas, más prietas que una mortaja y las uvas de un lagar, poneos vos en mi lugar. Y entonces, elegid, dónde vivir y morir, con el grito del impedimento, de un león hambriento. Ya las coronadas adelfas del sajón ondean a través de los tibios céfiros bajo el signo dominante del danés, sacrificado por su mezquindad, sin castillo y heredad; más desgreñado que los fríos aquilones, y, con ronco epitafio, aislado y parapetado cual mísero ratón desangelado ―repuso la princesa.

―Con esa desvalida orfandad, sin arrestos en las corvas, y con más paja que mollera, enfría la lúcida cordura por las tintas desmañadas del prejuicio, así es el sajón, ya sin reino y sin bandera, y más canas que una vieja curandera ―dedujo ahora Ubbe.

―Con un bacín de barbero, y tinaja por sombrero, sin plata ni guarnición, ni venera, ni ambición, podréis someterlo si aislado lo tenéis a vuestra merced ―dedujo Ivar―. Si el devenir prefija en matices con la métrica que conllevan las ardides, el poder fálico de este sajón, perderá su hombría con el tesón y el arraigo del venturoso, y ante un simple canto melodioso, pues enraizado en su dilema, la irrecusable nostalgia de un ayer perdido, irá en detrimento, de los más arcaicos sufrimientos.

―Bien, pues que sea, prematura es como la vida misma, las doradas apuestas del destino ante el desafuero de lo incomprendido, desvalido con más talegas que escrituras y más estopa que una curandera, así dilata su tiempo el sajón. Y ante el rumbo incierto que abre brecha en un desierto, exuda expuesto ante el coro de la existencia, y ahora más poderoso que Santaflor,2  con esta alegoría que atempera los sufrimientos, he de buscarle. ¡Por mi vida!, que ante esta ufana cognición y consuelo de necios, cuán tan hartos son sus pecios, trasmuda la cordura por los sueños de los vivos, mas fijaré la dentada molienda, cual tahona ya sin rucios y sin rienda. La virtud activa que suaviza la corriente, suele ser inquisitiva a su fin; si ha de estar en la fortaleza de Athelney, en los hediondos cenagales, debe conectar con el asentamiento de East Lyng por una calzada, si no me equivoco, ¿no es cierto? ―calibró meticulosamente la princesa.

―Sí, pero esa calzada fue en su día destruida y cortada a la sazón, la fortaleza yace bajo puntos plea cual islote imposible de alcanzar si no es a través de bajamar ―le informó Halfdan.

―¿Y cuándo llegará ese día? ―le inquirió la princesa.

―No antes del solsticio, con las Pléyades.

―¿Tanto?, mas si no son de vadear, ¿cómo podré aventajar al sajón? ―puso su mano bajo la barbilla meditando y dando vueltas alrededor de sus hombres que miraban estupefactos―, ante el viento favonio que da lugar al equinoccio, no puedo esperar. ¡Vos, Halfdan, decidme algo!

―¿Yo, alteza? ―pegó un bote Halfdan.

―¿Quién sino?, o veremos qué nos tiene que decir mi más honorable e insobornable centinela, decidme, Froger, ¿dónde yace el sajón escondido?, ¿allá en las marismas de lo incomprendido? ―se abalanzó sobre el mirador divisando a través de sus lentes focales la fortaleza al fondo de las marismas de Somerset.

―En el islote de Athelney, mi real ama ―Froger contestó con un graznido.

―Dios mío, este se escurre más que fray Isidoro, que en paz descanse, que ni aun siendo santo ni moro, dio más vueltas que un mono. Ya veis lo bien que fija sus fanales esta negra corneja, más astuta que una comadreja, predestinada a cruzar siempre las ordalías del agua y el fuego, tan provechoso cual ungüento que cae en rocío, hasta la orla de su escudo y de su frío. He de concebir un plan ―dedujo escudriñando la panorámica la princesa a través de su visor con forma de calavera.

El ulular de búhos campestres era tan afinado como las notas de un tenor perfeccionista. La corriente y el flujo de la noche dejaba las riendas de su férreo testamento a sirenitas color bermellón de ojos encandiladores, las que navegaran entre la etérea y pálida tenebrosidad tocando arpas de oro cual sonidos del mismo Safo, evocando a musiquilla de lejanas caracolas, cabalgando a lomos de marsopas, entre riendas de oro fino como las trenzas doradas de su largo y lacio cabello. El éter se había enturbiado de repente y no es que fuera el sitio más apacible del mundo, pero la princesa, algunas veces, tenía la extraña sensación de no estar presente en el mundo de los vivos. La soledad y el desasosiego la invadían. Siempre la noche allí donde poder encontrarla, gris y turbia, al alcance de la vista, como una imperiosa necesidad que decidiera entre el bien y el mal, como un juez que dictaminara las vidas frenéticas de las personas, era una dama siempre dispuesta con el mismo atuendo, de aquel que necesitan los de melancólica desdicha, sin parangón, pero de mente despierta, como un hada misteriosa rezumando por el aurífero sendero de las alturas más indómitas, donde no llegaban las bóvedas de suntuosos palacios. A través del sistema óptico de su telescopio refractor dilucidó a través de su lente, parte de la ciudad y las calles de Chippenham, con algunos transeúntes vagando de un lado a otro, las cristaleras de las casas rutilaban con efusividad, eran un lienzo ungido por la sinrazón del ayer, el que prende las fogatas del regocijo allá cuando el día expira sucumbiendo en el ocaso. Luego pudo adentrarse por la zona pantanosa cerca de North Petherton.

―Nuestras huestes no pueden cruzar semejante lodazal, milady, ni pertrecharse a tal fin, ante esas fornidas dependencias, cual espeso follaje que a yelmo cerrado, entibia la sangre de sus contrahechas y palpitantes entrañas ―dedujo Halfdan Ragnarsson

―Poned temple a vuestros aceros, estimado Halfdan, las más augustas e ínclitas mentes han caído a lo largo de la historia, de Tiro a Cartago, y desde los altos riscos de Masada al oppidum galo de Alexia, el lauro orgullo que, fiel a nuestra causa, hoy nos espolea marcial, en la ardua lid del desencuentro, es donde habrá de configurar sus dobleces más vivificantes, con la sangre del contrincante ―le recordó, recapitulando, la princesa―. Pero ¿qué es eso que se aproxima que como un lascivo Tereo3 avanza a hurtadillas hacia la casta Filomena? Rápido, escondeos y buscad sitio al amparo de las sombras.

Sobre el sobrio mármol la princesa corrió hacia un espejo oblongo de oro con rosas esculpidas en su marco exterior que surgía sobre un pedestal de estilo clásico cincelado con hojas de acanto y en piedra caliza. Lo llamaban la «Entrante Dorada», atravesó su pulimentada superficie refractaria como si fuera un líquido gelatinoso, perdiéndose mágicamente tras el mismo, como si guardara dos dimensiones, como una puerta astral a otro mundo, sus lugartenientes quedaron perplejos y corrieron a resguardarse entre las columnas de palacio, mientras aguardaban la entrada del intempestivo intruso.

Un joven sajón encapuchado y bajo una túnica de lino se presentó a hurtadillas observando aquel campanario sobre la cúpula trepanado por arcos de herradura, la altura era inmensa y los cirios se encontraban semi-apagados, pues la cámara de presencia surgía casi en penumbra. Se deslizaba con pulcritud enarbolando una daga corta. La sala poseía unas robustas columnas que llegaban hasta el techo y se interponían como monstruos que se alzaran sobre sus dominios. Aprovechó aquellos torsos que surgían para guarnecerse entre ellos. Avanzaba casi con el silencioso e inaudible vagar de un zorro hacia su presa. Alcanzó atravesando los grandes portones el espejo oval y, en escasos segundos, tanteó con su mano la refractaria superficie de cristal, primero introdujo su mano a través de la capa viscosa y líquida, tratando de cerciorarse que nadie más vigilaba, y luego su cuerpo entero.

Se produjo un grito espeluznante, unas garras lo asieron del cuello y allí salió de nuevo al exterior con la figura amedrentadora de Guthrum ahogándolo entre sollozos y gemidos entre sus guantes, la escena fue sangrienta y hasta sus lugartenientes no pudieron reprimir su repulsa.


1 David: rey David perseguido por Saúl.

2 Santaflor: condes de Santaflor familia poderosa de la marisma en Siena (Purgatorio canto XI)

3 Tereo: rey tracio que dio muerte a Filomena (Ovid. Met. VI, 412-674)