Alfredo había penetrado a través de la fortaleza de Trelleborg, en la víspera de San Hipólito, la que estaba desocupada por Guthrum el cual se ubicaba con su corte tras la conquista y derrota de los sajones en Chippenham, valiéndose de un antiguo pasaje utilizado antaño por Apolón el Magnífico, el espía sajón muerto a manos de la princesa, a través del mismo, un conducto secreto que se abría camino por las hondas mazmorras, salió a la cámara real la cual halló vacía sin rastro de la cruel princesa, con los vigías de sus almenas con la vista puesta en el exterior más que en el interior; iba acompañado de varios incondicionales y lugartenientes, desde Athelstan de Lambourne a Wulfhere, pudo traspasar la «Entrante Dorada» aquel espejo enmarcado en oro emergiendo a las puertas de otro mundo, la desolación de Asgard y todo el rojo cielo se revelaron ante él, quedando por unos segundos sin pronunciar palabra, la panorámica fue de ensueño, un viejo y desgastado valle víctima de la erosión eólica apareció ante sus ojos, la piedra ambarina y rojiza se extendía por toda la desolación, y, al fondo encaramado sobre una inmensa roca, la torre de Asgard. Miró al albor, hacia el oriente, como un umbral embovedado en el otro extremo del mundo y brillaba como un topacio oriental, y su cielo como una amatista con tímidos ademanes de sonrosado, como si los dioses jugaran al azar sobre el ocre y embaldosado pavimento. Su entorno lo componía un intrincado laberinto de sierras ásperas y cerrados desfiladeros, con vías muertas diseminadas entre imponentes riscos y acantilados de alturas fantasmagóricas, conformando vados naturales por los que poder cruzar. Allá sobre las corroídas entrañas y senos de Asgard con sus dos lunas gemelas descollando de su firmamento verde y salvaje, se elevaba la negra fortaleza del planeta desierto, la torre de Asgard era impresionante y la columna montañosa de Torenhof era la espina dorsal de un dinosaurio ancestral, en el firmamento una esfera azul celeste la de un planetoide de orbita errante y se divisó en los confines del espacio oscuro y todos quedaron mudos ante aquella perspectiva, la torre los iba engullendo en sus agrestes dominios y las almagres y arcillosas planicies eran realmente algo sobrecogedor. No se veía nada, solo fino polvo pigmentado e iridiscente, entre gredas y piroclastos, piedras y pedruscos, todo era uniforme y terriblemente monótono. Las masas ígneas de magma se retorcían entre sí con chorros de espuma que lograban levantar lenguas candentes de fuego con una altura de varios metros. Era un mundo en completa agitación, convulso e impregnado de cicatrices, con fallas y grietas que resquebrajaban su superficie abarcando varias leguas, algunas tan profundas que, caer por ellas, llevaba irremisiblemente a la perdición. Emergieron las rocas de Egesvang, igual que un templo natural erigido en una edad tardía e inmemorial, eran rojas y terrosas como una piedra angular la que sostenía a la torre aguja de Asgard, la torre estaba compuesta y reforzada de hormigón y roca, era blanca y de superficie diamantina, la cual la hacía ser indestructible al paso del tiempo, unos pilares monolíticos de granito decoraban su panteón en su fachada principal, la que estaba adosada a los peñascos de Egesvang, su piedra era tan homogénea y uniforme que había servido para esculpir las esfinges de su lado sur junto a los pilares mayores, los cuatro colosos que sin contar el entablamento y el pedestal medían casi cien metros, guardaban ocultos los cuerpos de los cuatro reyes milenarios de Asgard, solo mirarlos daba escalofríos. Sus pasos eran firmes por entre el fino polvo de desierto de la árida explanada, la que discurría como una alfombra sucia y desvencijada por la erosión eólica. Las huellas de las pisadas quedaban remarcadas en la superficie. Su paso era caviloso y calculado, impregnado de respeto, ya que era una tierra extraña y, aunque semejante a cualquier lugar de la tierra, era un reino de ensueño, como un ensayo escénico en un limbo situado en tierra de nadie, el pavimento desértico era una superficie plana de fragmentos de roca que permanecía desgastada y moldeada con el paso del tiempo, el manto rocoso subyacente mantenía un tono de óxido, llamado barniz del desierto o barniz de roca, se encontraba a menudo en las superficies rocosas por regla general, por haber estado expuestas a un severo castigo. Manganeso, óxidos de hierro, hidróxidos y minerales de arcilla formaban aquel gran conglomerado de barnices que propiciaban aquel sugerente brillo, la erosión y el deterioro proveniente de su exacerbada corriente conformaban las fuerzas geomórficas dominantes sobre la faz del paisaje, el cual estaba cubierto parcialmente de una película diminuta de polvo plateado, era debido a la acumulación de anortosita, distinguieron sus reflejos de diamante bajo sus pies. Las rocas parecían haber sido cortadas, y a veces, pulidas y pulimentadas como por obra de un pulcro hacedor, la acción abrasiva del viento era en algunas márgenes inconmensurable, como una obra faraónica cincelada y erigida en medio del más olvidado reino.
El montaraz que sostenía el candil iba tapado con un turbante, al lado izquierdo le seguía un guía cubierto por un caftán, el que se destapó de su velo y capucha, el otro miembro era un típico aguador de Wessex, un muchacho que se había unido a la expedición, sentían que estaban arribando a las puertas del mismo Averno, todo era melancólica devastación. Alfredo se dejaba guiar por la ruta laberíntica plasmada en el pergamino, aquella columna humana avanzaba lentamente introduciéndose a través de monstruosos desfiladeros y peñascos escarpados. Sus pasos eran inseguros sobre la tierra desnuda y sin pavimentar, sus pisadas levantaban el fino y rojizo polvo desértico que inundaba toda la desolación, unas viejas ruinas de piedra y hormigón emergieron como una pequeña ciudad muerta, era el laberinto de Asgard, el cual evitaron pues se perdía en la distancia adentrándose en los lindes de un mar salino y disecado sin sombra, tal vez no llevaba a ningún paradero tan solo a la muerte incierta. Con la incertidumbre dibujada en su semblante, prosiguieron la ruta donde las sombras caían desde altas rocas fluctuando como amorfas figuras que, a través del calor y el bochorno de su atmósfera, conseguían convertirse en extraños guiñoles con espantadizas siluetas, que daban verdaderos escalofríos en la insalvable distancia.
Atravesaron todo la desolación donde emanaban fumarolas y penachos que escapaban de grutas, covachas y abrigos rocosos con sulfurosos gases cual inciensos de la fatalidad, dirigiéndose hacia las gigantescas rocas por unas petrificadas vías, estas extintas veredas se ramificaban cual meandro de un mar extinto y caudaloso, que una vez sació la sed de un reino, y que bordeaban el precipicio.
Sobre aquella tropa sajona se erigían las cuatro reyes de Asgard, la avanzadilla lo observó abstraída y contuvo el aliento, eran electrizantes, demasiado grande de digerir para un endeble mortal. Uno de los colosos que se adosaban a la pared permanecía derruido parcialmente de cintura hacia abajo. El fango hervía cubierto de agitación, pararon por unos segundos su caminar gotoso por las hirvientes cercanías de Asgard, el líquido residual se retorcía inexplicablemente con delicadas vueltas y contorsiones. Algo burbujeó emergiendo con una sombra bajo el cercano puente levadizo, al rey sajón le corrió la adrenalina por toda su sangre como ríos sanguinolentos surcando campos de asfódelos rojos.
Los rostros de los cuatro colosos eran realmente horribles y tenían un aspecto desfigurado, poseían el aspecto de momias de carne putrefacta.
Unos bajorrelieves y petroglifos destacaban en los muros bajos pertenecientes a los antiguos habitantes de Asgard, representando escenas de caza y de conquista, algunas otras la hierogamia o coito ritual. Alfredo pudo atestiguar que al animal al que se enfrentaban aquellos antiguos habitantes era una fiera de la pesadilla, un voraz cefalópodo que debió habitar el laberinto perdido de las lunas gemelas de Asgard, atestiguó unas anémonas representadas también en los grabados que giraban y se retorcían cual tentáculos en una especie de hélice alocada en distintas direcciones, las que servían a aquel invertebrado para aspirar a sus víctimas hacia sus fauces.
La bestia milenaria enseñaba unas tragaderas formadas por cientos de filas de afilados dientes terminados en unos labios carnosos, como una cavernosa garganta que tratara de engullir a un pueblo entero, por lo que pudo constatar debió provocar una inmensa corriente de aire que succionaba a sus víctimas debido al aleteo constante de esas anémonas díscolas, que bailoteaban como una especie de hebras finas. Dos largos tentáculos se enredaban en los brazos de varios guerreros de Asgard, que con el filo de sus aceros cortaban en lucha encarnizada sus laxos miembros.
Retomaron la marcha, si el diablo hubiera elegido un lugar en la tierra para el infierno hubiera escogido sin duda alguna aquel reino, al sur en los limes de Asgard, aparecía el impresionante piélago de Hvelgelmir, el extensísimo valle seco de la región. Los matorrales crecían en aquel mar disecado, donde la muerte se apoderaba de los carnales despojos del tiempo y el espacio, un conglomerado de colosos de metal surgían completamente abandonados a su suerte, atravesados, con boquetes hechos en sus planchas de blindaje por una fuerza exterior desconocida, eran parapetos fronterizos de contención de grueso acero que se estiraban abarcando varias leguas desde los grisáceos campos fosilizados de la llanura salina de Sebka, como un vestiglo disuasorio, pero sin atinar la finalidad o el propósito, sus brillos metálicos habían sido cubiertos por la azotadora arena del ghibli, y, aunque espejeaban con sus torsos acorazados, estos estaban parcialmente enterrados y ocultos por una capa de fina arena ambarina, era un cementerio solitario y viviente, en las mismas puertas del infierno, con aquellas torretas de acero laminado cual puntos de vigía en tiempos pretéritos, alguna amenaza repentina debió cernirse ante la agonizante Asgard.
Allí estaba aquel lugar del que tanto habían hablado y reseñado las crónicas, era un atardecer abrasador en Asgard bajo su cielo ardoroso, donde las estrellas irradiaban con toda su luz y claridad, se apreciaba el desierto bañado por sus desolados y muertos parajes desprovistos de ostento y detalle, ni oasis ni parameras. Atajaron por la extensa desolación bajo los dominios del infierno. Recorrieron las anchas y amplias llanuras, y una piedra con aristas surgió como un menhir frente a ellos, por fin consiguieron apreciar una lejana roca esculpida con forma de prisma, era la torre de Asgard, entre los millares de rocas dispersas del accidentado terreno, en pocos minutos la misma se levantaba justo en el centro de un pequeño cráter, al igual que indicaba el pergamino. La pared rocosa de la torre empezó a desvelar sus fracturas y entrantes, hasta sus más secretas fallas, como una inmensa caverna de rocas escarpadas.
Lejos de allí desde un inmenso telescopio eran escrutados por el ojo perverso de su princesa, que en la cámara de regencia no paraba de avizorar perpleja su alevosa incursión al reino de Asgard. Apretó con fuerza el foco tubular del artilugio, su mirada tribulada se perdía en la distancia sin hallar un horizonte posible o una respuesta. Los rayos amarillentos del sol de Asgard penetraban por los respiraderos ovales del recinto, trastocando y dando nitidez a la alta bóveda de crucería, entre las planchas de acero sólido también destacaban las troneras blindadas y los arcos lobulados, la nave lateral estaba rematada con arbotantes y contrafuertes, Guthrum pulsó un botón del telescopio ampliando el sombrío campo visual de la claustrofóbica cámara. Ella no pudo disimular una maléfica sonrisa entre su gesto sobrio, con aquellos ojos vidriosos y labios enjutos. Portaba vestimentas negras y un almete plateado en la cabeza, sus escuderos la miraban aterrorizados. Una cabina de control situada en el interior de la cámara disponía de un panel cibernético lleno de circuitos e interruptores luminosos, con pantallas de cristal policromado pertenecientes a computadoras de mando.
―De qué doctos intérpretes se vale la providencia con la más astuta vehemencia. ¡Ojo avizor que todo lo ves!, ¿qué hace este sajón a mis pies?, que me aspen si no viene en pos de darme la cena, que entre cruces y adargas morunas, me crecen frailes hasta en ayunas. Tan retorcido como corto de mente, y con solo una guarnición bajo su mando, hay que tener bemoles para arrastrarse hasta tierras de lo incógnito, a la misma guarida del lobo, que sin cita ni reclamo, y con más diestra que un gamo, se me planta ante esta morgue incestuosa, este inicuo y falso frontispicio de la fatalidad. Acético y correoso sajón, ¡qué retorcida espiral dispensa la frígida noche imperante! ―rezongó la princesa.
―¿Qué hacemos, alteza?, ¿dais orden de ejecutarlo? ―repuso su general Eric.
―No, tengo pensado algo más sutil. ¡Salidle al encuentro y dadle escolta hacia la torre!, lo obligaré a firmar un acuerdo, de lo contrario morirá.
―Sí, alteza ―partió Eric con un regimiento de hombres.
―Y esto es por culpa vuestra, Halfdan, pues logró sortear vuestra guardia en la fortaleza de Trelleborg, y acceder al dilatado espejo de la conciencia, fiel reflejo de esta casta morada, tan divina como encantada. Con la faz sañosa que busca siempre el impávido guerrero, así de revoltoso se me planta este engreído sajón, que entre filos cortantes y punzantes saetas, arremete en su visceral denuedo cual prófugo heraldo de la hostilidad y la destemplanza, para que no haya turbia añagaza que suplante a la razón. Bien, pues que sea. Si el enojo ha de ser ciego, cual postiza y dislocada su digresión, no preserva a su pueblo de encantos ni encantadores, sino que se revela socavando una paz duradera, con eventos consuetudinarios cual auspicio de curanderas. Si con desorbitadas perífrasis se ha de dar un rodeo, este loco ingenioso viene directo hacia el ojo del huracán, ¡qué precipitadas son las horas tardías del entendimiento humano! Ubbe, preparad un buen banquete y entremés para que con la más pantagruélica de las cenas, y a las horas mercuriales que dispongan los poetas, peque con la mayor indigestión, le obligaré a entrar en razones, claudicará sellando su sentencia. Ubbe, no os quedéis ahí parado, ¡corred raudo, imbécil!
―Antes decidme, alteza, qué he de preparar antes de aliviar el estómago del indigente.
―Cierto, cierto, buen Ubbe, a la gula de las lamentaciones siempre con el arte culinario se ha de escanciar, al igual que a las musas, de entre gallinas sultanas, escoged las más adecuadas.
―Buen gallinero habrá de ser ―se dijo Halfdan.
―Y de entre jabalíes y marranas de la Toscana, escoged las más mundanas. Sazonad con especias y garum, disponed de vinos del Rin y licores, de alforjas con olivas y bronce de Corinto. Entre tanto, yo les saldré al encuentro en la antesala. Haced buen acopio que parezcan las Saturnales de Macrobio ―Ubbe partió veloz por el marmolado suelo de palacio―. Vos, Halfdan, venid conmigo, no alargad desdeñoso vuestra diestra, mas merecida como inmerecida, pues el tedio degrada, sed ficticio sin aparentar la verdadera semblanza, la depravación de ningún modo, sin pecar de vulgar, maquillad cual cáscara de afrecho vuestro envilecido rostro, siendo dócil cual res con cencerro y capaz de domeñarlos por entero.
―No soy un rumiante con badajo de cuerno, alteza ―protestó Halfdan.
―¡Nadie dijo que lo fueseis, imbécil!, disponed buenamente de esta farsa ―replicó la princesa―. ¡Santa paciencia!, ¡la del Santo Job!, soliviantadme sobre este mi lecho frondoso, solo eso espero si es generoso, vivificad mi corazón ya contrahecho, mi buen adalid.
―Consagraré con agua, azufre y sal1 vuestra más apremiantes pretensiones ―respondió Halfdan.
―Bien dicho, bien dicho ―palmeó su espalda la princesa―, conciliaré para vos un plan mejor urdido que una hilandera. Ahora no oledme el culo como una ramera y salid al encuentro del sajón, yo esperaré con la guardia en alza desde la cámara del trono. ¿Ivar, dónde estáis?
―Aquí, alteza ―contestó Ivar, llegando por detrás.
―¡Que repiquen campanas con el Sanctus Sacris, y cuerno cual badajo!, ¿lo habéis escuchado?
―¡Pardo como el viento! ―partió Ivar a dar la orden.
―¡Aguardad, condenado!, que arrastráis las candelas y las teas, así como mis más nocivas soflamas con la brea ―Ivar volvió de nuevo corriendo presentándose con genuflexión ante la princesa, hincando su rodilla―. Os decía que, llegado el momento, cuando el sajón retoce en clímax distendido como fértil, inflamad el ambiente con el ponzoñoso acento desmedido, del que todo ha de ser fingido, ya que si los molosos de Polieno descendientes de los asirios han de ser los más fieros, vindicad el honor mancillado de vuestra progenie en este acto de terror. Rectos hemos de mostrarnos y más espigados que los frisones en las raudas horas del tiempo. Cultivad la ingénita elegancia que sabe recompensar los afanados quehaceres, profesad el ferviente arrebato del que ante una ocasión propicia, con el tino del que no cabe vacilación ni flaqueza, lidia en la reyerta ante el enojo del hostil instigador, y retrocede ante el vil desempeño con hastiada mirada, pues con ágil perfidia se vale el perverso, anteponiéndose desde el umbral más solapado, al que medra a expensas de esta tierra adusta y desangelada.
―Pardo como el viento parto a tal fin, alteza ―repuso Ivar.
En las afueras de palacio la avanzadilla sajona de Alfredo era asaltada por una guarnición de Asgard que le había salido al encuentro, iban pertrechados con armaduras doradas y encabezados por un primer oficial de grupo con una remarcable yelmo de ojos adustos y mirada frívola, alzaba su cuello manteniendo un impecable porte marcial, era enjuto y estirado, dando órdenes por doquier. Aquella mandíbula con prognatismo del oficial dibujó una mueca reflexiva vislumbrando algo y luego pegó un grito a varios de sus hombres para que apresaran a Alfredo, el grupo sajón fue reducido y escoltado a la fuerza a palacio.
En la torre apareció Alfredo escoltado por unos veinte escuderos de dorada coraza y repercutió el sonido de atabales junto a las trompetas de los pajes reales.
―Vaya, ahí vienen, que entre percalinas y luminarias debo aparentar semblante justiciero y no la empalagosa petulancia de los más fachosos modales, pues el diablo no remienda en amores precisamente, con esa buena inyección de comprensión y moral ficticia, para que este loco sajón, pueda entrar en razón, mas sin tono de asaz burlón, disponer de buen escribano, para que ratifique hoy con su mano, esta tregua, ¿dije tregua?, claudicación y sometimiento, al igual que atestiguan con afán ecuménico pretéritos testamentos y legados, hacerme con las riendas, más no entraré en servilismos ni desahogos prematuros, a fuerza de convicción desde este férreo muro y de orco tan oscuro, porque a este entrometido le atizaré con la mano retorcida de la discrepancia, la que ha de entrar en consonancia con el áureo metal, y que ha de ungir cual hierro candente la corona del sajón, mas debo morder mi lengua, pues ahí se presenta ―en la torre apareció Alfredo escoltado y sonaron de nuevo las trompetas―. ¡Pero qué tenemos aquí!, al bienaventurado Alfredo, hijo de Ethelwulfo, sucesor de Etelredo, ese exiliado advenedizo sin más que un fardo de buhonero a la espalda, primero en la línea sucesoria de la casa real de Wessex, hollando jactancioso y bravucón una tierra tan hostil como ignota, entre astros constreñida y tan remota, ¡santos bemoles los vuestros!, para presentarse a conferenciar sin premisa ni llamamiento, a las puertas de la misma Asgard, cual tálamo nupcial violado, y de sangre envalentonado.
Entre unas columnas de arcos perpiaños llegaba escoltado Alfredo que no pudo sino mantener cierta distancia prudencial con el porte sepulcral que detentaba la princesa de Asgard, una glacial mirada se interpuso entre ambos mientras se ajustaba los guantes de cuero. Su rostro se manchó del rosa del atardecer que entró por un tragaluz situado en un lateral, y su faz se iluminó como una madreselva. Aquellos haces la ensalzaron como una heroína. Sus brunas vestimentas con aquel cuello plisado y hombreras almidonadas la hacían sustentar un aire místico y de potestad. Una espada le colgaba de una pretina ceñida a sus greguescos, y unas altas botas le dieron una apariencia más varonil que fémina. Sus ojos eran como el plomo y su mirada disuasoria como una muerte prematura. Alfredo comenzó a percibir cómo parte de la guardia del destacamento que les había escoltado plegaban sus armas y se alejaban en la distancia, entre las vastas estancias de la fortaleza, exhaló un suspiro de alivio y relajó sus músculos, su mandíbula se desencajó de su forzosa posición de abstinencia verbal.
―¡Qué zafios os cuelgan esas ínfulas de diosa, princesa!, y la de esos aduladores cortesanos que, cual convidados de piedra, degradan vuestro ostento hasta cimas inimaginables, vos que abocáis a mi pueblo a la inanición bajo el sangrante y vergonzante tributo, mas siendo el Danegeld2 el origen de tan ingente disgusto, juro os lo revertiré a hierro y espada, y con la dicha escarmentada, pues siendo como sois la abominación personificada, la que se ha ido adueñando en su burdo magisterio, ante hechos tan flagrantes como censurables, entre este erial de maldiciones y confusos limbos, los tiempos corren contrarios a vuestra estrella, pues entre rayos y centellas, las envolventes vaharadas del más gélido Bóreas ya arrastran en su somnoliento ajuar el suplicio de tumbas ya olvidadas, las que yacen insepultas con la lira de los turbios alisios, cual palio de los sueños ya proscritos, retumbando con la voz premonitoria y disonante donde bogan coronados los foscos rasgos de mil albores consumidos ―le censuró Alfredo.
El rey sajón iba ataviado con una larga saya escarlata de ricos bordados u ofreses en bordes y mangas, una especie gorro o hood medieval de lana le ceñía su cabeza. Alfredo percibió una extraña luz en sus ojos y un aroma ancestral, con una lúgubre y oblicua mirada se observaron, como si una sombra se hubiera posado de repente sobre ellos, ensombreciendo el perfil marfileño de sus caras. El ardor de su mano y la quemazón de su piel, impregnada del fuerte olor a azufre el que despedía aquella atmósfera de Asgard, daban un toque muy peculiar a aquel reino de lo prohibido, Alfredo observó el negro horizonte en la distancia, como un solitario Hipólito3 que a la luna distinguiera escudándose y dándole esquiva entre dulces y sedosos tejidos con más seducción de Fedra.4
―Bien declamado, buen Alfredo, aunque un tanto artero, pero enraizado con tanto esmero, la verdadera condición de lo maligno se oculta en su lobreguez tras el frío telón del pensamiento, los más negros coleópteros sobrevuelan el condensado y asfíctico aire de un mundo que perpetúa su agonía; si he de confiar entre susurros al oído de un leal subalterno alguna confidencialidad debe soportar con aserción el enojoso sermón de su amo, y ha de ser fiel y leal cual justo reclamo, las más sabias directrices no han de tergiversar nunca su origen, no soy un voluptuoso histrión que en su servilismo conjugue un ayer consumado, al abrigo de la intemperancia, si se presta a la arrogancia, en la legitimidad de un delito se aglutina la jerarquía del homicida y el condenado, mas siendo cosa de amansados, no me prestaré a tales objeciones, así pues, una cena he preparado a tal fin, en demanda de mis obligaciones ―le habló la princesa.
―¿Qué cena? ―preguntó confuso Alfredo.
―¡La de mi polla rellena! ―exclamó la princesa―. Vuestra irresistible afición al merodeo, os ha adentrado en un matadero. Ivar, Halfdan, escoltad a este cretino a la cámara de presencia, o por mi vida que lo despellejo, lo que al vino del hollejo.
―Considerad, señora, mis honestas razones, las de porfiado glotón no es santo de mis devociones ―replicó Alfredo, tratando de sofocar los ánimos de su anfitrión.
Alfredo fue escoltado hacia la cámara de presencia traspasando unas puertas de hierro, aquella fría morada de melancólicos suspiros y de vaporosos fríos, sobrecogía el alma con sus planchas de acero y remaches circulares, la delegación sajona quedó estupefacta, jamás habían sido testigos de semejante estructura y mecanismos, observaron vestiduras de épocas inmemoriales la de aquellos guardas y alabarderos envueltos entre calzones de lienzo, camisas de color, camuza encerada, jubones con peplos, alechugadas gorgueras, calzas hasta las rodillas tan abiertas de rotos que todo parecían hilachas, y para remate, zapatos de alto tacón.5
―Tomad asiento ante este banquete, ya con el segundo hijo del conde Ridoredh de Vannes que se avino en alianza con Judicael de Poher y perdida toda Bretaña tras Saint-Lô, vos Alfredo, entraréis en razón firmando este tratado u os sumiré en un letargo del que no lograréis despertar jamás, mas al regazo de los más disolutos y licenciosos menesteres me encomiendo a tal fin. Acatad por alusión sin entrar en discusión, tomad pluma y tintero como buen escribano y sellad lo rubricado ―le demandó la princesa.
La princesa lo llevó hacia una mesa labrada en caoba con las heráldicas escupidas en sus patas, guirnaldas y balaustradas talladas a mano, los cuervos coronaban los frontones de la gran mesa real, y la princesa enarboló un pluma en su mano.
―¿A cambio de qué? ―le preguntó Alfredo―. Esa refinada molicie del débil deseo, la que remienda sus cuitas ante el yugo de lo ajeno, no le mueve la compasión precisamente, ni la rompiente comicidad gestual de un mar proceloso serviría para limar semejante dislate, pues legitimar tan afrentoso patíbulo en contra de la raza de los hombres, es sufrir la infame coyunda, cual soga en que van uncidos los siete reinos por animales.
Alfredo mantuvo aquella desafiante sentencia mirando hacia los confines de ese mundo impenetrable al que había caído situado entre la vigilia y los sueños, entre la luz y las tinieblas.
―¿A cambio de qué?, ¡obediencia y sumisión!, las execrables torpezas que en su desahogo ofrecen el intraducible estímulo del que en su agonía por falta de osadía, ha de resignarse cual perro por cobardía, no está en disposición de exigir nada ―exclamó airada la princesa.
―Oh, buen Alfredo, desechad ese alma entristecida que aherrojada en su incomprensión os cohíbe cual bruma mugrienta de espeso rezago, no tenéis elección ―le alentó Asser.
―Haced lo que os dice, milord, o moriremos todos ―le suplicó Athelstan de Lambourne.
―Esas vanas tentativas a despecho de vuestro cuitado corazón, con la oposición del que no arroja lucidez sino la estupidez más talluda y exponencial de su conciencia, no os llevará a buen puerto, sino al exilio perpetuo bajo los encarnados cielos de Asgard, ese orgullo embetunado de recebo y cascajo, os carcome cual gusano con soberbio encono, y os atará a las tinieblas ―lo amenazó la princesa―. No hay quebranto ni menoscabo más propiciatorio para quien busca la prontitud y la diligencia, ante esta insubordinada dilación, he de tomarlo con cautela.
―¿Y esos caninos que os sobresalen, señora mía?, con esa dentadura de tan sabia mordedura. ¡Oh, culebra riente!, del más renegrido diente ―le desaprobó Asser.
―Con qué obsceno desagravio, desgarro y roedura de virtud os catapultan a la más ingrata afrenta los errados desmanes de la sinrazón, como al motejado perro de Sinope,6 ¡con la mofa en las narices!, bien haríais en reprobar vuestra verdad si llegado el caso, os arranco esos dientes desviados de indeleble quijada, cual tullida prosa liberada de abalorios ―rezongó la princesa.
―Oh, maldita bruja, torreón maligno de vetusta roca, entre escorias de hulla, grava y hormigón, así se alzan las entrañas de la traición. Oh, oscura nodriza de los más exiliados y desamparados crímenes, preñada de una progenie devastada por su propia inercia e indigestión. Ni la más fina y pulimentada ebanistería sería capaz de sacar la más mínima brizna de decoro a estas sobrias estancias ―rezongó Alfredo tomando la pluma que le pasó Halfdan Ragnarsson.
―Haced lo que os dice, milord de Wessex, no tenéis elección, ruda es la diestra que os sopesa, caracteres férreos e irreflexivos trazan su alegato, Asgard no pregona de indulgencias precisamente, rehuid la riña, mas haced caso a este sabio distinguido, y con dicho alegato habrá concluido ―le suplicó Asser.
―¡Firmad, cretino!, vuestra sangre os bulle de desdén, como el sublimado y corrosivo mercurio que corroe y se desdobla en su fementido camino, cual sustancia escariosa que, a fuego de fragua y crisol, capaz es de aislar en su apogeo, así sois vos, con la dicha del merodeo ―exclamó la princesa―. Y a todo esto, ¿vos a qué os dedicáis? ―preguntó a Asser.
―Además de Obispo de Sherborne y consejero del rey, también soy adivino, puedo predecir el futuro, señora ―contestó Asser.
―Vaya, conque adivino ―en eso que la princesa lanzó una bofetada inesperada en el rostro del galés haciéndole caer de bruces―. ¡Predecid esto, farsante!, ¡solo inhaláis el dolor de este mundo acerbo, anciano!, si tan docto sois pregonando bulos por esa nauseabunda lengua, bien que os pillo a la contra, pues ni la silla era de Babieca ni la espiga de Roldán.7 Se dice que la alquimia es el precursor de la química medieval, basada en la supuesta transformación de la materia, esa idea de trasmutar el alma de los vivos se me antoja tan superflua como retadora. ¡De angosta criba son los temores del alma!, y es que el psiquismo del hombre representa hasta la actualidad el limen máximo de la pertenencia, y no existiría si no poseyera, al menos, metapsíquicamente una conciencia, pues he aquí que el hombre al igual que Virgilio8 está predestinado a cruzar siempre las ordalías del agua y el fuego ―la princesa le arrastró por el recinto hacia la imagen petrificada en piedra de un espía de Wessex, el cual descansaba cual trofeo en la cámara real―. ¿Sabéis quién es este?, ¿apreciáis mi gusto por el ostento y el decoro? ¡Bien que le comí los ojos!
Asser lo examinó con sus ojos, la imagen estaba aposentada sobre un entablamento y mantenía una expresión entre horror y sufrimiento, era el espía sajón ejecutado en su día por la princesa cuando intentó traspasar el espejo dorado en la fortaleza de Trelleborg, ahora reposaba como una estatua del deleite y la contemplación en el agujero del danés.
―¡Santo cielo!, si es Apolón el Magnífico vuestro más fiel confidente, desde el ocaso a Poniente ―Asser miró a Alfredo.
―¿Y sabéis quién es este otro? ―le inquirió la princesa al contemplar su congoja y expresión de repulsa.
Lo arrastró a la fuerza al otro lado de la cámara mostrándole la imagen de una estatua de piedra con capucha y porte religioso, llevaba una toga cual ropaje y una corona de laurel descansaba sobre su coronilla, mantenía una expresión de recato religioso y penitencia, pues su brazo izquierdo se alzaba al cielo como una ofrenda y sus ojos hacia el infinito, un lugar imaginario del que nadie podía cerciorarse de su identidad, era un rostro de sufrimiento perturbador.
―Cielo santo, si es San Edmundo el Mártir ―se persignó Asser de nuevo.
―Breve compendio y recuerdo de los más aciagos días, que en el mordaz afelio que desuela a mi reino, en su anormal elipsis prefijada, muere a cada instante, ante el mudo y fermentado ajuar, cual rémora sin sustrato ni fundamento, la que engulle sus agrestes dominios con más avaricia que remordimiento. Vaya, siendo como sois un fervoroso cristiano, ¿no disponéis de cierto Sermón de la Montaña9 cual censurable ronzal que provoca la sed de venganza? ―la princesa miró a Alfredo que asintió mudo con la cabeza, suponiendo a lo que se refería el danés―, ¿y no os obliga a valeros de las dos mejillas en su caso y en su causa?
―En efecto, así lo creo ―contestó tembloroso Alfredo, mientras leía con atención portando la pluma el pergamino en el que le obligaban a claudicar, atendiendo a las pretensiones del danés y su hegemonía.
―¡Pues poned la otra mejilla, condenado!, y firmad de un vez ―la princesa asestó un puñetazo en la mesa―. No pleitead conmigo, sajón, mis ojos resecos no cuajan en arpegios ni en salmodias, ni cauterizan de cinismo al mediodía, pues frente al réprobo, son más pórfidos todavía.
Alfredo tembló de pies a cabeza con un estremecimiento, al igual que una mano gélida y desangelada le hubiera palpado recorriendo sus carnes de una apunta a otra, no tuvo más remedio que rubricar con su sello y plasmar su firma ante el dorso del pergamino.
Ella se abalanzó hacia sus manos y se lo arrancó leyéndolo y tratando de entender sus más esquivos rasgos a la luz de la cámara, llamando al Chambelán y los más doctos escribanos y peritos a cotejar la misma. Eran hombres ancianos con paludamentum color escarlata y crestas de oro irlandés labradas a sus ropajes, eran de pávidos rostros y agrietadas facciones y sus manos temblorosas y timoratas se posaron en el pergamino. Hablaron en un perfecto latín entre susurros que ni el propio Alfredo pudo interpretar. Después de minutos de extensa deliberación y espera dictaron su veredicto.
―Es auténtica, mi fiel soberana ―asintieron unos monjes encapuchados.
―Bien, tomad asiento ―les invitó la princesa sentándose y tomando una copa de vino en bronce la que sorbió―. Degustad los exquisitos manjares que os hemos dispuesto ―los sajones fueron obligados a sentarse por una guarnición―, pues desde que mis sacras puertas se cerraron, sois mi convidado, ni que decir tiene que desde ahora mismo no solamente Wessex, sino todas las tierras colindantes al oeste del Danelaw pasarán a ser mías, incluidas Winchester y Canterbury, y los tres grandes Ealdormen de Mercia, Wiltshire y Somerset, a los que dais cobijo y amparo pasarán a la servidumbre.
Unos sirvientes sirvieron vino en la copa de Alfredo el cual bebió agriamente sin saber cómo reaccionar.
―Pedís lo imposible, señora, vuestras pretensiones son una auténtica quimera de despropósitos, jamás nos someteréis ―protestó Athelstan.
―Estos sarmientos menores que derivan de la aquiescencia de una princesa tan envuelta en amores no debería conservar un reino del tal magnitud, profundos fosos os circundan y desconsuelan, con este cielo tan teñido de purpúreo carmesí, con orejas de asno que trasmudan en mudo soliloquio su funesto frenesí ―añadió Asser.
―Qué aguda destemplanza, pues con más orejas que ingenio así es la divina adivinanza ―replicó la princesa, dándose por aludida―. Conque orejuda, ¿habéis degustado lengua de besugo alguna vez, anciano?
El terror en los presentes se palpó y todos se miraron sabiendo lo que aquellas palabras entrañaban.
―No, señora mía ―contestó Asser.
La princesa dio un puñetazo a la mesa y se abalanzó sobre él como una pantera, metió su mano dentro de su boca con la intención de tirar de su lengua.
―¡Desechad esas palabras de esa boca infame!, o juro por mi vida que os la dejo más tiesa que una chordata ―clamó la princesa, tirando de su lengua.
Su respiración se volvió estertórea, Asser solo gemía con palabras ininteligibles.
―¡Ya basta! ―gritó Alfredo.
La princesa desistió volviendo a su asiento, estaba elaborado con maderas finas, cubierta de terciopelo y en cuyo copete surgía el busto de un cuervo en señal del escudo danés.
―Perniciosos ardides y fatuos desasosiegos os han catapultado al mismo ojo del huracán, maldito sajón, con el ígneo acicate del que persevera desde el rancio abolengo de su linaje, contra esta perentoria causa que tanto tildáis de insidiosa y soez ―lo acusó la princesa.
―Detén tu ímpetu, princesa de Asgard, no fatigues las ijadas de tu mal regida bestia ―repuso Asser―. Pues no soy valedor de tu poltronería, ronco bordoneo que arrecia entre veladas transgresiones al santo panteón de mi reino.
―Oh, díscolo sajón, con los subrepticios más soterrados que rasgan los palpitantes flancos del empeño y la razón, implorad ahora con las teas del suplicio y la eterna espera, semilla turbadora de espaciosos gozos ―un careto demoniaco de incisivos caninos se desmarcó. A través de sus ojos felinos le sonrió, portando una laxante y ponzoñosa bebida entre sus manos en un vaso de vidrio cúbico color ámbar―. Vuestra historia ha de estar escrita no en bronces ni pergaminos, sino más bien en incongruentes desatinos. Aún no conocéis, buen Alfredo, la triste realidad que ensombrece a mi reino, Asgard agoniza, los pilares de la sabiduría derrumban el último bastión de los dioses, ahora relegada a simples cenizas y a los redimidos monumentos de un ayer dorado. Ahora que los mitos de mi reino empiezan a aletargarse entre atisbos contritos y arcaicos, el innominado mundo de Asgard, antaño vergel de los más distinguidos reyes y reinos, detentor de las más áureas leyes y preceptos, lava las heces de su vergüenza, bajo el cáliz de la ira divina, libelo del repudio y exilio de muertos. Ya sus lustrosos días sucumbieron a la edad, como sorbos de hidromiel colmaron su sed. Con cuánta desazón el pobre desventurado ha dispuesto con sumo esmero y buen cuidado, reseñarnos en las más acreditadas crónicas tan parejos, cual fiel retrato de la ineluctable realidad, como un pueblo embrutecido, bárbaro y taimado, sin ánimo de acometer vuestra más honesta osadía, más nos valdría habitar una zahúrda que reales palacios. ¿Ahora lo comprendéis?, la atávica ley del presente nos ata en forzosa trabazón a los gozos del ayer, cual émulo antepasado confinado, y al amparo de la sórdida sombra desalmado.
―¿Así es como paga con creces el mundo de los hombres las cuitas del mañana, trocando nuestra dicha en frustración? ―le contestó Alfredo―. Esa voz os delata con el sobrecogimiento y la excitación consumada, sabiendo pergeñar los hábitos de la desesperanza, congeniar con vuestra causa es como pactar con una arpía, pues sois negra como el fruto del aromo, las blondas de seda no nacen al uso de la noche a la mañana sino de un telar bien curtido y urdido tiempo ha, ni siquiera la más longeva sierpe es capaz de aguardar a la vejez para mudar su piel. No es punible acrecentar más ardor del que padece y purga ya mi pueblo. No doblegaré mi cerviz ante vos. ¡Antes muerto! ―le espetó Alfredo, sorbiendo de su copa.
―¡Qué almibaradas palabras tan llenas de solidez e ingenio! No hay fingido pretexto para un rey que se aferra a su corona, tan bizarro y tan depuesto ―la princesa paró de hablar ante un temblor―. ¿Qué es eso? Ivar, pulsad el estabilizador junto al eyector del mamparo, poned la cámara real mirando a Trebisonda.
―A la orden, alteza ―contestó Ivar, corriendo hacia la cabina de mandos, sentándose y comenzando a pulsar sus botones. Las pantallas del ordenador daban aviso de emergencia con destellos luminosos, a través de un diagrama de circuitos.
En eso que todos pudieron constatarlo, se trataba de un enorme abismo a forma de encrespado y furibundo torbellino, un agujero negro que surgió de entre los cielos de Asgard, como un ineludible destino ante el cual tuviera prefijada sus horas, todos fueron lanzados al aire y tuvieron que asirse al mobiliario para no ser absorbidos, las paredes fueron selladas magnéticamente, para poder amortiguar la embestida de aquella fuerza de la naturaleza.
―¡Os dije el estabilizador, no el eyector, imbécil! ¡Nos vais hacer salir por los aires! ¡Sellad la compuerta! ―gritó la princesa.
―¡Santo cielo!, vamos a morir todos ―gritó Asser, persignándose.
Alfredo esbozó un quejido de dolor en su rostro, entre aquel ambiente de macabra paradoja. El peso de su cuerpo comenzaba a ceder con su mano aferrada a un asidero de las planchas de acero de la pared.
―Santo cielo, ¿qué fue eso?, eso es lo que destruye a vuestro mundo ―Alfredo intuyó el mal que asolaba a Asgard, observando a la princesa, que le traspasó con una mirada infernal.
Tanto él como ella se mantenían colgados de los asideros de las paredes mientras uno de los ojos de buey consignados como respiraderos los iba succionando poco a poco, algunos escuderos reales fueron tragados por la inercia desapareciendo por el mismo con gritos aterradores.
Al poco tiempo la cámara fue protegida e Ivar pulsó el estabilizador con lo que pudieron volver a sus antiguas posiciones, cayendo al suelo, y todo se calmó rápidamente, el susto había sido de infarto, y Alfredo como Asser estaban pajizos, la princesa se enrabietó al constatar que Alfredo había descubierto un secreto por el que muchos mortales habrían matado, y era una cruel realidad, como un monstruo al que trataban de contener y mantener en cuarentena desde tiempos inmemoriales. Ni siquiera la poderosa Asgard podía liberarse de la fuerza demoledora de aquel abismo, de aquella anatema de la perdición, había sido espectador en primera persona de esa brutal pesadilla, la de un mundo aterrorizado y devastado por su propia y egocéntrica inercia. En cualquier caso desapareció de prisa de su mente, como un telón que apartara o corriera a un lado la mano de un hado misterioso.
―Largo, largo de aquí, ¡fuera de mi presencia!, ¡Halfdan, Eric, escoltadlos, que desaparezcan!
La guarda real de palacio rodeó al rey sajón y su séquito escoltándolos fuera del recinto en el que se encontraban. Alfredo hizo una genuflexión desquitándose de su gorro y se despidió de su anfitriona.
1 Bautismo al servicio del diablo.
2 Danegeld: "Impuesto danés".
3 Hipólito: hijo de Teseo caerá enamorado de Fedra en la obra Hipólito de Eurípides.
4 Fedra: en la obra Hipólito de Eurípides, Fedra, esposa de Teseo, intenta seducir a su hijastro Hipólito en ausencia del marido.
5 Vestimenta no propia de la época.
6 Diógenes de Sinope.
7 Roldán: dos piezas de la Armería Real mal atribuidas en su origen, en referencia a la espada Durandal que acompañó a Roldán y Babieca el legendario caballo del Cid.
8 Virgilio: alusión a La Divina Comedia.
9 (Mateo 5:39-41)