Gringoire, por si acaso, se había puesto a seguir a la gitana. La había visto tomar, con su cabra, la calle Coutellerie y la había tomado él también.
—¿Por qué no? —se había dicho.
Gringoire, filósofo práctico de las calles de París, había observado que nada es tan propicio a la meditación como seguir a una mujer guapa sin saber adónde va. Hay en esta abdicación voluntaria del libre albedrío, en esta fantasía que se somete a otra fantasía, la cual ni siquiera lo sospecha, una mezcla de independencia caprichosa y de obediencia ciega, algo a medio camino entre la esclavitud y la libertad que agradaba a Gringoire, espíritu esencialmente mixto, indeciso y complejo, situado en la punta de todos los extremos, incesantemente suspendido entre todas las propensiones humanas y neutralizándolas una con otra. Él mismo se comparaba gustoso con la tumba de Mahoma, atraída en sentidos opuestos por dos imanes, vacilando eternamente entre lo de arriba y lo de abajo, entre la bóveda y el suelo, entre la caída y la ascensión, entre el cenit y el nadir.
Si Gringoire viviera en nuestros días, ¡en qué hermoso término medio se mantendría entre lo clásico y lo romántico!
Pero no era suficientemente primitivo para vivir trescientos años, y es una lástima. Su ausencia constituye un vacío que hoy se deja sentir hondamente.
Por otra parte, para seguir por las calles a los transeúntes (y sobre todo a las transeúntes), cosa que Gringoire hacía de buen grado, no hay mejor disposición que no saber dónde va uno a dormir.
Caminaba, pues, pensativo tras la muchacha, que apretaba el paso y hacía trotar a su graciosa cabra al ver que los burgueses volvían a sus casas y que las tabernas, únicos establecimientos que habían abierto aquel día, estaban cerrando.
«Después de todo —pensaba—, en algún sitio tiene que vivir, y las gitanas tienen buen corazón. ¡Quién sabe si…!»
Y había en los puntos suspensivos con los que en su mente llenaba esta omisión no sé qué ideas bastante atrayentes.
De cuando en cuando, sin embargo, al pasar junto a los últimos grupos de burgueses que cerraban sus puertas, cazaba al vuelo retazos de conversación que rompían el encadenamiento de sus optimistas hipótesis.
Unas veces se trataba de dos viejos que se acercaban.
—Maese Thibaut Fernicle, ¿sabéis que hace frío?
(Gringoire lo sabía bien desde el comienzo del invierno.)
—¡Sí, bien que lo sé, maese Boniface Disome! ¿Tendremos un invierno como el de hace tres años, en el ochenta, cuando el haz de leña costaba ocho sueldos?
—¡Bah! ¡Eso no fue nada comparado con el invierno de 1407, maese Thibaut, en el que hubo heladas desde San Martín hasta la Candelaria! Y tan intensas que la pluma del escribano del Parlamento se helaba en la cámara cada tres palabras que escribía, lo que provocó la interrupción del registro de la justicia.
Unos pasos más allá eran unas vecinas asomadas a la ventana, con candelas que la niebla hacía chisporrotear.
—¿Os ha contado vuestro marido la desgracia, señora Boudraque?
—No. ¿Qué ha pasado, señora Turquant?
—El caballo del señor Gilles Godin, el notario del Châtelet, se ha asustado al ver a los flamencos y su procesión, y ha arrollado a maese Philippot Avrillot, oblato de los celestinos.
—¿De verdad?
—Como lo oye.
—¡Un caballo burgués! ¡Es el colmo! ¡Si hubiera sido un caballo de la caballería, entonces no habría nada que objetar!
Y las ventanas se cerraban. Pero aquello ya había hecho perder a Gringoire el hilo de sus pensamientos.
Afortunadamente volvía a encontrarlo enseguida y lo reanudaba sin dificultad, gracias a la gitana y gracias a Djali, que seguían caminando delante de él; dos finas, delicadas y encantadoras criaturas, cuyos piececillos, bonitas formas y graciosas maneras admiraba y casi confundía en su contemplación. Por su inteligencia y su amistad las tomaba a las dos por muchachas; por su ligereza, su agilidad y la destreza en sus andares, le parecían cabritillas las dos.
No obstante, las calles estaban cada vez más oscuras y vacías. El toque de queda había sonado hacía rato y empezaba a no verse más que muy de vez en cuando a un transeúnte en la calle o una luz en las ventanas. Gringoire se había internado, siguiendo a la egipcia, en ese dédalo inextricable de callejas, encrucijadas y callejones sin salida que rodea el antiguo sepulcro de los Santos Inocentes y que se asemeja a una madeja de hilo enmarañada por un gato.
—¡Estas calles tienen muy poca lógica! —decía Gringoire, perdido en esos mil circuitos que siempre llevaban al punto de partida, pero donde la joven seguía sin dudar y a un paso cada vez más rápido un camino que parecía conocer muy bien.
En cuanto a él, no habría sabido ni por asomo dónde se encontraba, si no hubiera visto al girar una esquina la masa octogonal de la picota del mercado de Les Halles, cuya cima calada recortaba vivamente su oscura silueta sobre una ventana todavía iluminada de la calle Verdelet.
Hacía un rato que la joven había advertido su presencia. Había vuelto varias veces la cabeza hacia él con inquietud, incluso se había parado una vez en seco y había aprovechado un rayo de luz que escapaba por la puerta entreabierta de una panadería para mirarlo fijamente de arriba abajo. Después de esta mirada, Gringoire la había visto hacer aquel mohín que ya le había llamado la atención, tras lo cual la joven había dado media vuelta para proseguir su camino.
Ese mohín dio que pensar a Gringoire. Había ciertamente desdén y burla en aquel gracioso gesto. Empezaba por ello a agachar la cabeza, a contar los adoquines y a seguir a la joven a una distancia un poco mayor, cuando, tras doblar esta una esquina que acababa de hacérsela perder de vista, la oyó proferir un grito penetrante.
Apretó el paso.
La calle estaba totalmente en tinieblas. Sin embargo, un puñado de estopa empapada en aceite que ardía en una caja de hierro a los pies de la Virgen de la esquina, permitió a Gringoire distinguir a la gitana debatiéndose entre los brazos de dos hombres que se esforzaban en ahogar sus gritos. La pobre cabrita, asustadísima, bajaba los cuernos y balaba.
—¡Socorro! ¡Aquí, la guardia! —gritó Gringoire, y se acercó con valentía.
Uno de los hombres que sujetaban a la joven se volvió hacia él. Era la impresionante cara de Quasimodo.
Gringoire no emprendió la huida, pero tampoco dio un paso más.
Quasimodo fue hasta él, lo estampó de un revés contra el suelo a cuatro pasos de distancia y se adentró rápidamente en la oscuridad llevándose a la joven doblada por la cintura sobre un brazo, como si de una bufanda de seda se tratara. Su compañero lo seguía, y la pobre cabra corría tras ellos emitiendo su quejumbroso balido.
—¡Socorro! ¡Auxilio! —gritaba la desdichada gitana.
—¡Alto ahí, miserables, y soltad a esa ribalda! —dijo de pronto con voz atronadora un jinete que surgió de sopetón de la bocacalle más cercana.
Era un capitán de los arqueros de la ordenanza del rey, armado de pies a cabeza y espadón en mano.
El jinete arrancó a la gitana de los brazos de Quasimodo, que se quedó atónito, la colocó atravesada sobre su silla y, en el momento en que el temible jorobado, repuesto de su estupor, se abalanzaba sobre él para recuperar a su presa, quince o dieciséis arqueros que seguían de cerca al capitán aparecieron empuñando sus mandobles. Se trataba de un escuadrón de la ordenanza real que hacía la contrarronda por orden de micer Robert d’Estouteville, titular del prebostazgo de París.
Rodearon, prendieron y ataron a Quasimodo. Este rugía, echaba espumarajos por la boca, mordía y, si hubiera sido de día, no cabe ninguna duda de que simplemente su cara, más repulsiva aún a causa de la cólera que lo dominaba, habría hecho huir a todo el escuadrón. Pero de noche se hallaba desarmado de su arma más temible, su fealdad.
Su compañero había desaparecido durante la refriega.
La gitana se irguió graciosamente en la silla del oficial, apoyó las dos manos en los hombros del joven y lo miró fijamente unos segundos, como embelesada por su atractivo rostro y por la ayuda que acababa de prestarle. Después se decidió a romper el silencio para preguntarle, dulcificando todavía más su dulce voz:
—¿Cómo os llamáis, señor gendarme?
—Soy el capitán Phoebus de Châteaupers, para serviros, preciosa —respondió el oficial, irguiéndose.
—Gracias —dijo ella.
Y mientras el capitán Phoebus se atusaba el bigote, recortado al estilo borgoñón, bajó deslizándose hasta los pies del caballo, como una flecha que cae al suelo, y escapó.
Un relámpago no se habría desvanecido tan deprisa.
—¡Por el ombligo del papa! —dijo el capitán mientras mandaba que le apretaran las correas a Quasimodo—. Habría preferido quedarme con la ribalda.
—¡Qué queréis, capitán! —dijo un gendarme—. La alondra ha volado y el murciélago se ha quedado.