Había, sin embargo, una criatura humana a la que Quasimodo excluía de su malicia y de su odio hacia los demás y a la que quería tanto como a su catedral, o acaso más: Claude Frollo.
La explicación era sencilla. Claude Frollo lo había recogido, lo había adoptado, lo había alimentado, lo había criado. De pequeño acostumbraba a refugiarse entre las piernas de Claude Frollo cuando los perros y los niños lo perseguían ladrando. Claude Frollo le había enseñado a hablar, a leer y a escribir. Claude Frollo, para acabar, lo había hecho campanero. Y dar la campana mayor en matrimonio a Quasimodo era darle Julieta a Romeo.
Así pues, la gratitud de Quasimodo era profunda, apasionada, sin límites; y aunque su padre adoptivo mostrara con frecuencia un semblante melancólico y severo, aunque habitualmente fuese parco en palabras, duro e imperioso en su expresión, aquella gratitud jamás se había visto desmentida un solo instante. El arcediano tenía en Quasimodo al esclavo más sumiso, al criado más dócil, al dogo más vigilante. Cuando el pobre campanero se había quedado sordo, se había establecido entre él y Claude Frollo una lengua de signos, misteriosa y que solo ellos comprendían. De modo que el arcediano era el único ser humano con el que Quasimodo había mantenido la comunicación. Solo se relacionaba con dos cosas en este mundo, Notre-Dame y Claude Frollo.
Nada había comparable al ascendiente del arcediano sobre el campanero y al apego del campanero hacia el arcediano. Habría sido suficiente una señal de Claude y la idea de complacerlo, para que Quasimodo se precipitara desde lo alto de las torres de Notre-Dame. Toda esa fuerza física, que había alcanzado en Quasimodo un desarrollo tan extraordinario y que él ponía ciegamente a disposición de otro, era algo asombroso. Sin duda había en ello abnegación filial, apego servil, como también había fascinación de una mente por otra mente. Era una pobre, torpe y desmañada organización, que permanecía con la cabeza gacha y la mirada suplicante ante una inteligencia elevada y profunda, poderosa y superior. Finalmente y por encima de todo, era gratitud. Gratitud llevada hasta un límite tan extremo que no sabríamos con qué compararla. Esa virtud no es de las que cuenta con sus más hermosos ejemplos entre los hombres. Diremos, pues, que Quasimodo quería al arcediano como ningún perro, ningún caballo, ningún elefante ha querido jamás a su amo.