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LAS CAMPANAS

Desde la mañana de la picota, los vecinos de Notre-Dame habían creído observar que el entusiasmo campaneador de Quasimodo se había enfriado sobremanera. Antes se oían campanadas a cada momento, largos toques que duraban desde primas hasta completas, volteos para llamar a misa mayor, ricas gamas recorriendo las campanillas para una boda o un bautizo, y entremezclándose en el aire como un bordado de toda clase de sonidos encantadores. La vieja iglesia, vibrante y sonora, se hallaba en una perpetua alegría de campanas. Se percibía continuamente la presencia de un espíritu ruidoso y caprichoso que cantaba por todas aquellas bocas de cobre. Ahora ese espíritu parecía haber desaparecido. La catedral estaba taciturna y prefería guardar silencio. Las fiestas y los entierros tenían su toque escueto, seco y desnudo, lo que el ritual exigía, ni más ni menos. De la doble música de una iglesia, la del órgano dentro y la de la campana fuera, solo quedaba la del órgano. Se habría dicho que ya no había músico en el campanario. Sin embargo, Quasimodo seguía allí. ¿Qué le había sucedido? ¿Acaso la vergüenza y la desesperación de la picota permanecían aún en el fondo de su corazón? ¿Acaso los latigazos del torturador rebotaban interminablemente en su alma y la tristeza de semejante trato lo había extinguido todo en él, incluso su pasión por las campanas? ¿O bien es que Marie tenía una rival en el corazón del campanero de Notre-Dame, y que la campana mayor y sus catorce hermanas eran descuidadas por algo más amable y más bello?

Sucedió que en aquel gracioso año 1482 cayó la Anunciación en un martes 25 de marzo. Ese día el aire era tan puro y ligero que Quasimodo sintió renacer cierto amor por sus campanas. Subió, pues, a la torre septentrional mientras abajo el sacristán abría de par en par las puertas de la iglesia, que eran a la sazón unos enormes paneles de madera maciza forrados de cuero, ribeteados de clavos de hierro dorado y rodeados de esculturas «muy artificialmente elaboradas».

Una vez en el alto hueco del campanario, Quasimodo miró un rato, moviendo tristemente la cabeza, las seis campanas, como si gimiera por algo extraño que se había interpuesto en su corazón entre ellas y él. Pero cuando las hubo puesto en movimiento, cuando sintió moverse aquel racimo de campanas bajo su mano, cuando vio subir y bajar la octava palpitante, pues no la oía, por aquella escala sonora como un pájaro que salta de rama en rama, cuando el diablo de la música, ese demonio que sacude un manojo chispeante de strette, de trinos y de arpegios, se hubo apoderado del pobre sordo, entonces se sintió nuevamente feliz, lo olvidó todo y su corazón, que se ensanchaba, hizo resplandecer su rostro.

Iba y venía, daba palmadas, corría de una cuerda a otra, animaba a los seis cantores con la voz y con el gesto, como un director de orquesta que espolea a unos virtuosos inteligentes.

—¡Vamos! —decía—. ¡Vamos, Gabrielle! Derrama todo tu ruido sobre la plaza. Hoy es fiesta… Thibauld, no seas perezoso. Vas muy despacio. ¡Vamos, vamos! ¿Es que te has oxidado, holgazán…? ¡Muy bien! ¡Rápido, rápido! ¡Que no se vea el badajo! Déjalos a todos sordos como a mí. ¡Eso es, Thibauld, con brío…! ¡Guillaume! ¡Guillaume! Tú eres el más grande y Pasquier el más pequeño, ¡y Pasquier lo hace mejor! ¿Qué nos apostamos a que los que oyen lo oyen mejor que a ti…? ¡Bien, muy bien, Gabrielle! ¡Fuerte, más fuerte…! ¡Eh!, ¿qué hacéis ahí arriba vosotros dos, Gorriones? No os veo hacer el menor ruido… ¿Qué pasa con esos picos de cobre, que parecen bostezar cuando hay que cantar? ¡Hala, a trabajar! Es la Anunciación. Hace un sol espléndido. El sonido tiene que ser espléndido… ¡Pobre Guillaume, estás quedándote sin aliento, amigo!

Estaba volcado en aguijonear a sus campanas, que saltaban las seis a cuál más y mejor y sacudían sus grupas relucientes como un ruidoso tiro de mulas españolas incitado de continuo por las exclamaciones del zagal.

De repente, dejando caer la mirada entre las anchas escamas pizarrosas que recubren a cierta altura la pared vertical del campanario, vio en la plaza a una muchacha extrañamente ataviada, que se detenía y extendía en el suelo una alfombra sobre la que se colocaba una cabrita, y a un grupo de espectadores que formaba un corro alrededor. Esa visión cambió súbitamente el curso de sus ideas y petrificó su entusiasmo musical como un soplo de aire petrifica una resina en fusión. Se detuvo, volvió la espalda al carillón y se agachó detrás del colgadizo de pizarra, clavando en la bailarina esa mirada soñadora, tierna y dulce que ya había sorprendido en una ocasión el arcediano. Mientras tanto, las campanas, olvidadas, callaron bruscamente todas a la vez, para gran decepción de los amantes de su música, que la escuchaban de buena fe desde el Pont-au-Change y se fueron chasqueados como un perro al que le han enseñado un hueso y le dan una piedra.