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UTILIDAD DE LAS VENTANAS QUE DAN AL RÍO

Claude Frollo (pues presumimos que el lector, más inteligente que Phoebus, no ha visto en toda esta aventura a otro monje errante que el arcediano) se movió a tientas durante unos instantes en el cubículo tenebroso donde el capitán lo había encerrado. Era uno de esos recovecos que los arquitectos dejan a veces en el punto de unión del tejado y la pared de carga. El corte vertical de aquella perrera, como tan bien la había llamado Phoebus, habría dado un triángulo. Por lo demás, no había ni ventana ni lucera, y el plano inclinado del tejado impedía estar de pie. Claude se acurrucó, pues, entre el polvo y los escombros, que cedían bajo su peso. La cabeza le ardía. Tanteando a su alrededor encontró en el suelo un trozo de vidrio. Lo apoyó en su frente y su frescor lo alivió un poco.

¿Qué ocurría en aquel momento en el alma oscura del arcediano? Tan solo él y Dios podían saberlo.

¿En qué orden fatal disponía en su pensamiento a Esmeralda, Phoebus, Jacques Charmolue, su hermano pequeño, tan querido y sin embargo abandonado por él en el fango, su sotana de arcediano, su reputación quizá, arrastrada en casa de la Falourdel, todas esas imágenes, todas esas aventuras? No lo sé. Mas no cabe duda de que esas ideas formaban en su mente un grupo horrible.

Llevaba un cuarto de hora esperando; le parecía haber envejecido un siglo. De pronto oyó crujir los barrotes de la escala de madera. Alguien subía. La trampilla se abrió y por la abertura entró claridad. En la portezuela carcomida de su cubículo había una rendija bastante ancha a la que pegó la cara. Así podía ver todo lo que sucedía en la habitación contigua. La vieja con cara de gato fue la primera en asomar por la trampilla, con una lámpara en la mano, después salió Phoebus atusándose el bigote y por último una tercera persona, la bella y graciosa Esmeralda. El sacerdote la vio surgir del suelo como una deslumbrante aparición. Claude empezó a temblar, una nube se extendió sobre sus ojos, sus arterias latieron con fuerza, todo zumbaba y giraba a su alrededor. No vio ni oyó nada más.

Cuando volvió en sí, Phoebus y Esmeralda estaban solos, sentados sobre el arcón de madera al lado de la lámpara, cuya luz hacía destacar a los ojos del arcediano aquellas dos jóvenes figuras y un miserable camastro al fondo del cuartucho.

Junto al camastro había una ventana cuyo cristal, roto como una telaraña sobre la que ha caído la lluvia, dejaba ver a través de las aberturas un retazo de cielo y la luna recostada a lo lejos sobre un edredón de blandas nubes.

La joven estaba roja, turbada, palpitante. Sus largas pestañas bajadas sombreaban sus mejillas púrpura. El oficial, hacia el que no se atrevía a levantar los ojos, estaba radiante. Maquinalmente, y con un gesto encantadoramente torpe, trazaba líneas incoherentes con la yema de un dedo en el banco mirando ese dedo. No se le veían los pies; la cabrita estaba echada encima.

El capitán iba vestido con mucha coquetería; llevaba en el cuello y en los puños bandas de pasamanería, signo de gran elegancia en aquellos tiempos.

Don Claude tuvo que esforzarse mucho para entender lo que decían a través del zumbido de la sangre que bullía en sus sienes.

(Una charla de enamorados es, dicho sea de paso, algo bastante banal. Se reduce a un «os amo» perpetuo. Frase musical asaz desnuda e insípida para los indiferentes que escuchan, cuando no está adornada con algunas florituras. Pero Claude no escuchaba con indiferencia.)

—¡Oh! —decía la joven sin levantar los ojos—, no me despreciéis, señor Phoebus. Siento que lo que hago está muy mal.

—¡Despreciaros, bella niña! —contestaba el oficial con un aire de galantería superior y distinguida—. ¡Despreciaros, voto a Dios! ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

—Por haber venido con vos.

—En ese particular, encanto, no estamos de acuerdo. No debería despreciaros, sino odiaros.

La joven lo miró con espanto:

—¡Odiarme! Pero ¿por qué?

—Por haberos hecho tanto de rogar.

—¡Ay! —dijo ella—, es que estoy faltando a mi promesa… No encontraré a mis padres…, el amuleto perderá su poder… ¡Pero no importa! ¿Acaso necesito padre y madre ahora?

Mientras decía esto, clavaba en el capitán sus grandes ojos negros, húmedos de alegría y de ternura.

—¡Al diablo si os entiendo! —exclamó Phoebus.

Esmeralda permaneció un momento en silencio, durante el cual una lágrima brotó de sus ojos, un suspiro de sus labios.

—¡Oh, señor, os amo! —dijo luego.

Envolvía a la joven tal perfume de castidad, tal encanto de virtud que Phoebus no se encontraba completamente a gusto junto a ella. Sin embargo, aquella frase lo envalentonó.

—¡Me amáis! —dijo, transportado, al tiempo que rodeaba con el brazo el talle de la egipcia.

Era la oportunidad que estaba esperando.

El sacerdote lo vio y tocó con la yema de un dedo la punta del puñal que llevaba escondido en el pecho.

—Phoebus —prosiguió la gitana, apartando suavemente de su cintura las manos tenaces del capitán—, sois bueno, sois generoso, sois apuesto. Me salvasteis, a mí que no soy más que una pobre muchacha perdida en Bohemia. Hace mucho tiempo que sueño con un oficial que me salva la vida. Era con vos con quien soñaba antes de conoceros, Phoebus. El hombre de mi sueño llevaba un bonito uniforme, como vos, y una espada. Os llamáis Phoebus, un bonito nombre. Me gusta vuestro nombre, me gusta vuestra espada. Sacad la espada, Phoebus, para que yo la vea.

—¡Criatura! —dijo el capitán, y desenvainó su estoque sonriendo.

La egipcia miró la empuñadura, la hoja, examinó con una curiosidad adorable las iniciales de la guarda y besó la espada diciendo:

—Sois la espada de un valiente. Amo a mi capitán.

Phoebus aprovechó de nuevo la oportunidad para depositar en su hermoso cuello un beso que hizo erguirse a la joven, escarlata como una cereza. Los dientes del arcediano rechinaron entre las tinieblas.

—Phoebus, dejadme hablar —dijo la egipcia—. Andad un poco para que vea lo alto que sois y oiga sonar vuestras espuelas. ¡Qué apuesto sois!

El capitán se levantó para complacerla, reprendiéndola con una sonrisa de satisfacción:

—¡Sois una niña! Por cierto, encanto, ¿me habéis visto con uniforme de gala?

—Desgraciadamente, no —respondió ella.

—¡Ese sí me sienta bien!

Phoebus volvió a sentarse a su lado, pero mucho más cerca que antes.

—Escuchad, querida mía…

La egipcia le dio unos golpecitos con su linda mano en la boca, en un gesto infantil lleno de inconsciencia, de gracia y de alegría.

—No, no, no os escucharé. ¿Me amáis? Quiero que me digáis si me amáis.

—¡Que si te amo, ángel de mi vida! —exclamó el capitán arrodillándose a medias—. Mi cuerpo, mi sangre, mi alma, todo es tuyo, todo es para ti. Te quiero, y nunca he querido a nadie antes que a ti.

El capitán había repetido tantas veces esta frase, en infinidad de ocasiones similares, que la pronunció de un tirón, sin cometer un solo error de memoria. Ante esta declaración apasionada, la egipcia alzó hacia el sucio techo que hacía las veces de cielo una mirada llena de una felicidad angélica.

—¡Oh! ¡Este es el momento en que habría que morir! —murmuró.

A Phoebus, «el momento» le pareció apropiado para robarle otro beso, que fue a torturar al miserable arcediano en su rincón.

—¡Morir! —exclamó el enamorado capitán—. ¡Pero qué decís, bello ángel! ¡O es este el momento de vivir, o Júpiter es un granuja! ¡Morir al comienzo de algo tan dulce! ¡Cuernos, qué tontería…! Nada de eso… Escuchadme, querida Similar… Esmenarda… Perdón, pero tenéis un nombre tan prodigiosamente sarraceno que me hago un lío. Es un zarzal en el que me enredo.

—¡Dios mío! —dijo la pobre muchacha—. ¡Yo que creía que mi nombre era bonito por su singularidad! Pero, puesto que os desagrada, querría llamarme Goton.

—¡Ah! ¡No lloremos por tan poca cosa, graciosa criatura! Es un nombre al que hay que acostumbrarse y ya está. Una vez que me lo sepa de memoria, saldrá solo. Escuchadme, querida Similar, os adoro con pasión. Os amo de verdad, lo que es milagroso. Sé de una jovencita que se muere de rabia…

La celosa muchacha lo interrumpió:

—¿Quién?

—¿Qué nos importa eso? —dijo Phoebus—. ¿Vos me amáis?

—¡Oh! —exclamó ella.

—¡Pues ya está! Ya veréis como yo también os amo. Que el gran diablo Neptuno me ensarte con su tridente si no os hago la criatura más feliz del mundo. Tendremos un precioso cuartito en algún lado. Haré desfilar a mis arqueros bajo vuestras ventanas. Van todos a caballo, y les dan sopas con honda a los del capitán Mignon. Hay lanceros, ballesteros y culebrineros de mano. Os llevaré a las grandes paradas de los parisienses en Rully. Es magnífico. Ochenta mil hombres armados, treinta mil arneses blancos, cotas de cuero o de mallas; las sesenta y siete banderas de los oficios; los estandartes del Parlamento, del Tribunal de Cuentas, del Tesoro de los Generales, ¡en fin, una comitiva de mil demonios! Os llevaré a ver los leones del Palacio Real, que son fieras salvajes. A todas las mujeres les gusta.

Desde hacía unos instantes, la joven, absorta en sus embelesadores pensamientos, soñaba acunada por el sonido de la voz del capitán sin prestar atención al significado de sus palabras.

—¡Oh, seréis muy feliz! —continuó el capitán, al tiempo que desabrochaba con mucho cuidado el cinturón de la egipcia.

—Pero ¿qué hacéis? —dijo ella súbitamente.

Aquella «vía de hecho» la había arrancado de su ensoñación.

—Nada —respondió Phoebus—. Solo decía que habría que prescindir de toda esta vestimenta extravagante y callejera cuando estéis conmigo.

—¡Cuando esté contigo, Phoebus! —dijo la muchacha con ternura.

Acto seguido volvió a quedarse pensativa y silenciosa.

El capitán, alentado por su dulzura, la cogió por el talle sin que ella se resistiera; luego empezó a desabrochar con cuidado el corpiño de la pobre muchacha, y le descolocó de tal manera la gola que el sacerdote, jadeante, vio aparecer entre el tul el hermoso hombro desnudo de la gitana, redondo y moreno, como la luna que asoma entre la bruma en el horizonte.

La joven dejaba hacer a Phoebus. No parecía darse cuenta. Los ojos del osado capitán relucían.

De pronto, Esmeralda se volvió hacia él.

—Phoebus —dijo con una expresión de amor infinito—, instrúyeme en tu religión.

—¿En mi religión? —repuso Phoebus rompiendo a reír a carcajadas—. ¡Instruiros yo en mi religión! ¡Rayos y truenos! ¿Qué queréis hacer con mi religión?

—Es para casarnos —respondió ella.

El rostro del capitán adoptó una expresión en la que se mezclaban sorpresa, desdén, despreocupación y pasión libertina.

—¡Bah! —dijo—. ¿Quién ha hablado de casarse?

La gitana se quedó pálida y dejó caer tristemente la cabeza sobre el pecho.

—Bella enamorada —prosiguió tiernamente Phoebus—, ¿qué locuras son esas? ¡Valiente cosa el matrimonio! ¿Acaso es uno peor amante por no haber soltado unos latinajos delante de un cura?

Al tiempo que decía estas cosas con su voz más melosa, se acercaba cuanto podía a la egipcia. Sus manos acariciadoras habían vuelto a su posición alrededor de aquel talle tan fino y flexible, sus ojos se encendían cada vez más, y todo anunciaba que el señor Phoebus evidentemente estaba llegando a uno de esos momentos en los que el propio Júpiter hace tantas tonterías que el buen Homero se ve obligado a llamar a una nube en su ayuda.

Don Claude, entre tanto, lo veía todo. La puerta estaba hecha con duelas de tonel completamente podridas que dejaban amplio paso entre ellas a su mirada de ave de presa. Aquel sacerdote de piel morena y anchos hombros, condenado hasta entonces a la austera virginidad del claustro, se estremecía y bullía ante aquella escena de amor, de noche y de voluptuosidad. La joven y bella muchacha entregada, con las ropas en desorden, a ese hombre ardiente y también joven hacía que por sus venas corriera plomo fundido. Se producían en él reacciones extraordinarias. Su mirada penetraba con unos celos lascivos bajo todos aquellos cierres abiertos. Quien hubiera podido ver en aquel momento la cara del desdichado pegada a las tablas carcomidas, habría creído ver a un tigre mirando desde el fondo de una jaula a un chacal que devora a una gacela. Sus pupilas brillaban como velas a través de las rendijas de la puerta.

De pronto, Phoebus hizo un rápido ademán y le quitó la gola a la egipcia. La pobre criatura, que se había quedado pálida y pensativa, se sobresaltó. Se alejó bruscamente del atrevido capitán y, dirigiendo una mirada a su pecho y sus hombros desnudos, colorada, confusa y muda de vergüenza, cruzó sus bellos brazos sobre sus senos para taparlos. De no ser por la llama que encendía sus mejillas, viéndola así, silenciosa e inmóvil, se habría dicho que era la imagen del pudor. Sus ojos permanecían bajados.

Pero el gesto del capitán había puesto al descubierto el misterioso amuleto que llevaba en el cuello.

—¿Qué es esto? —dijo Phoebus, aprovechando este pretexto para acercarse de nuevo a la bella criatura a la que acababa de asustar.

—¡No lo toquéis! —respondió ella con viveza—, es mi guardián. Él me permitirá encontrar a mi familia, si sigo siendo digna de ello. ¡Oh! ¡Dejadme, capitán! ¡Madre! ¡Pobre madre mía! ¡Madre!, ¿dónde estás? ¡Ayúdame! ¡Por favor, señor Phoebus, devolvedme la gola!

Phoebus retrocedió y dijo en un tono frío:

—¡Ah, señorita! ¡Cómo se nota que no me queréis!

—¡Que no te quiero! —exclamó la pobre y desventurada criatura, al tiempo que se abrazaba al capitán y le hacía sentarse a su lado—. ¡Que no te quiero, Phoebus! ¿Dices eso, malvado, para desgarrarme el corazón? ¡Vamos! ¡Tómame! ¡Toma todo! Haz lo que quieras de mí. Soy tuya. ¡Qué me importa el amuleto! ¡Qué me importa mi madre! ¡Eres tú mi madre, puesto que te quiero! Phoebus, mi bienamado Phoebus, ¿me ves? Soy yo, mírame. Soy esa muchacha a la que no quieres rechazar, que viene ella misma a buscarte. Mi alma, mi vida, mi cuerpo, mi persona, todo eso es una sola cosa que es vuestra, capitán. No nos casemos, no, si eso te molesta. Además, ¿quién soy yo? Una miserable muchacha del arroyo, mientras que tú, Phoebus, tú eres un hidalgo. ¡Valiente ocurrencia! ¡Una bailarina casarse con un oficial! ¡Estaba loca! No, Phoebus, no, seré tu amante, tu diversión, tu placer, cuando quieras, una muchacha que será tuya, estoy hecha para eso. Mancillada, despreciada, deshonrada, ¡qué importa eso!, pero amada. Seré la más orgullosa y alegre de las mujeres. Y cuando sea vieja y fea, Phoebus, cuando ya no sirva para amaros, señor, seguiréis teniéndome para serviros. Otras os bordarán pañuelos. Yo, la criada, me ocuparé de su cuidado. Me dejaréis bruñir vuestras espuelas, cepillar vuestra casaca, limpiar vuestras botas de montar. ¿Verdad, Phoebus, que os compadeceréis de mí? Mientras tanto, ¡tómame! ¡Ten, Phoebus, todo esto te pertenece! ¡Simplemente, ámame! Nosotras, las egipcias, solo necesitamos eso: aire y amor.

Mientras hablaba en estos términos, se agarraba con sus hermosos brazos del cuello del oficial, lo miraba de abajo arriba suplicante y con una hermosa sonrisa en medio de las lágrimas, frotaba su delicado pecho contra el jubón de paño y los ásperos bordados. Doblaba sobre sus rodillas su bello cuerpo medio desnudo. El capitán, embriagado, pegó sus labios ardientes a aquellos hermosos hombros africanos. La muchacha, con la mirada perdida en el techo, echada hacia atrás, se estremecía palpitante bajo aquel beso.

De pronto, por encima de la cabeza de Phoebus, vio otra cabeza, un rostro lívido, verdoso, convulso, con una mirada de condenado. Junto a ese rostro había una mano que sostenía un puñal. Eran el rostro y la mano del sacerdote. Había roto la puerta y estaba allí. Phoebus no podía verlo. La muchacha permaneció inmóvil, helada, muda ante la horrenda aparición, como una paloma que levantara la cabeza en el momento en que un gavilán mira su nido con sus ojos redondos.

Ni siquiera pudo proferir un grito. Vio que el puñal descendía sobre Phoebus y se elevaba humeante.

—¡Maldición! —dijo el capitán, y se desplomó.

Ella perdió el sentido.

En el momento en que sus ojos se cerraban, en que todo sentimiento se dispersaba en ella, creyó notar en sus labios un contacto de fuego, un beso más abrasador que el hierro candente del verdugo.

Cuando volvió en sí, estaba rodeada de soldados de la guardia, se llevaban al capitán bañado en sangre, el sacerdote había desaparecido, la ventana del fondo de la habitación, que daba al río, estaba abierta de par en par, recogían una capa que suponían que pertenecía al oficial, y oía decir a su alrededor:

—Una bruja ha apuñalado a un capitán.