Después de subir y bajar varios escalones en unos pasillos tan oscuros que debían iluminarlos con lámparas en pleno día, Esmeralda, rodeada aún por su lúgubre cortejo, fue empujada por los alguaciles del palacio hacia el interior de una sala siniestra. Esta sala, de forma redonda, ocupaba la planta baja de una de esas grandes torres que todavía hoy, en nuestro siglo, traspasan la capa de edificios modernos con que el nuevo París ha cubierto al antiguo. No había ventanas en aquel sótano, ni más aberturas que la entrada, baja y con una gruesa puerta de hierro. Claridad, sin embargo, no faltaba. Había, empotrado en la pared, un horno en cuyo interior ardía un gran fuego que llenaba el sótano de reflejos rojizos y despojaba de todo resplandor una miserable vela encendida en un rincón. Del rastrillo de hierro que servía para cerrar el horno, levantado en aquel momento, solo se veía, en la abertura que resplandecía en la pared tenebrosa, el extremo inferior de sus barrotes, como una hilera de dientes negros, agudos y espaciados, lo que hacía pensar en un dragón de leyenda que lanza llamaradas por la boca. A la luz que despedía el horno, la prisionera vio alrededor de la sala unos instrumentos horribles cuyo uso no comprendía. En el centro, casi tocando el suelo, había un colchón de cuero sobre el que pendía una correa con hebilla, sujeta a una argolla de cobre mordida por un monstruo desnarigado esculpido en la clave de la bóveda. Tenazas, pinzas y anchas rejas de arado se amontonaban en el interior del horno y se ponían al rojo sobre las brasas. El sangriento resplandor del horno no iluminaba en toda la sala más que cosas horribles.
Aquel infierno se llamaba simplemente «la cámara de torturas».
En la cama estaba despreocupadamente sentado Pierrat Torterue, el torturador jurado. Sus ayudantes, dos enanos de cara cuadrada, con delantal de cuero sujeto con cintas de lona, removían los hierros sobre los tizones.
Aunque la pobre muchacha había recobrado el valor, al entrar en aquella sala se quedó horrorizada.
Los alguaciles del baile del palacio se colocaron a un lado, los clérigos del provisorato al otro. Un escribano, una escribanía y una mesa estaban en un rincón.
Maese Jacques Charmolue se acercó a la egipcia sonriendo con exagerada afabilidad.
—Mi querida niña —dijo—, ¿persistís en negar?
—Sí —respondió ella con voz apagada.
—En tal caso —prosiguió Charmolue—, será muy doloroso para nosotros interrogaros con más insistencia de la que quisiéramos. Tened la bondad de sentaros en esta cama. Maese Pierrat, dejad sitio a la señorita y cerrad la puerta.
Pierrat se levantó soltando un gruñido.
—Si cierro la puerta, el fuego se apagará.
—Siendo así, amigo —repuso Charmolue—, dejadla abierta.
Esmeralda, sin embargo, permanecía de pie. Aquella cama de cuero en la que se habían retorcido tantos miserables la espantaba. El terror le helaba la médula de los huesos. Así que estaba allí, aterrada y aturdida. Obedeciendo a una señal de Charmolue, los dos ayudantes la cogieron y la sentaron en la cama. No le hicieron ningún daño, pero cuando esos hombres la tocaron, cuando ese cuero la tocó, sintió que toda su sangre refluía hacia el corazón. Dirigió una mirada extraviada alrededor de la sala. Le pareció ver que se movían y caminaban desde todas partes hacia ella, para subir por su cuerpo y morderla y pincharla, todos aquellos deformes útiles de tortura, que eran, entre los instrumentos de toda clase que ella había visto hasta entonces, lo que son los murciélagos, los ciempiés y las arañas entre los insectos y los pájaros.
—¿Dónde está el médico? —preguntó Charmolue.
—Aquí —respondió un ropón negro que ella aún no había visto.
Esmeralda se estremeció.
—Señorita —prosiguió la voz acariciadora del procurador en la jurisdicción eclesiástica—, por tercera vez, ¿persistís en negar los hechos de los que se os acusa?
Esta vez no pudo hacer más que una señal con la cabeza. No le salió la voz.
—¿Persistís? —dijo Jacques Charmolue—. Entonces, lo siento mucho, pero debo cumplir con el deber que mi cargo exige.
—Señor procurador del rey —dijo bruscamente Pierrat—, ¿por dónde empezamos?
Charmolue dudó un instante con la expresión ambigua de un poeta que busca una rima.
—Por el borceguí —respondió por fin.
La desventurada se sintió tan profundamente abandonada por Dios y por los hombres que su cabeza cayó sobre el pecho como algo inerte sin ninguna fuerza propia.
El torturador y el médico se acercaron a ella a la vez. Al mismo tiempo, los dos ayudantes se pusieron a rebuscar en su repugnante arsenal.
Al oír el ruido de aquellos horribles hierros, la desdichada criatura tembló como una rana muerta a la que galvanizan.
—¡Oh! —suspiró, tan bajo que no se oyó—. ¡Oh, Phoebus!
Inmediatamente volvió a encerrarse en su inmovilidad y en su pétreo silencio.
Aquel espectáculo habría desgarrado el corazón de cualquiera salvo el de los jueces. Parecía una pobre alma pecadora interrogada por Satán ante la puerta escarlata del infierno. El miserable cuerpo al que iba a aferrarse aquel espantoso hormiguero de sierras, ruedas y caballetes, el ser que iban a manipular las rasposas manos de verdugos y tenazas, era aquella dulce, blanca y frágil criatura. ¡Pobre grano de mijo que la justicia humana daba a las espantosas muelas de la tortura para que lo trituraran!
Mientras, las manos callosas de los ayudantes de Pierrat Torterue habían descubierto brutalmente aquella pierna encantadora y aquel pequeño pie que tantas veces habían maravillado a los transeúntes con su gracia y su belleza en las calles de París.
—¡Qué lástima! —masculló el torturador contemplando aquellas formas tan graciosas y delicadas.
Si el arcediano hubiera estado presente, sin duda habría recordado en ese momento su símbolo de la araña y la mosca.
La desdichada no tardó en ver acercarse, a través de una nube que se extendía sobre sus ojos, el «borceguí», no tardó en ver desaparecer su pie, aprisionado entre los hierros, dentro de aquel pavoroso aparato. Entonces el terror le devolvió la fuerza.
—¡Quitadme eso! —gritó, enfurecida. E incorporándose totalmente desmelenada, exclamó—: ¡Piedad!
Se levantó de la cama para arrojarse a los pies del procurador del rey, pero su pierna estaba atrapada en el pesado bloque de roble y hierros y se desplomó sobre el borceguí, más destrozada que una abeja con plomo en las alas.
A una señal de Charmolue, la colocaron de nuevo en la cama y dos grandes manos abrocharon a su fina cintura la correa que colgaba de la bóveda.
—Por última vez, ¿confesáis los hechos de la causa? —preguntó Charmolue con su imperturbable benignidad.
—Soy inocente.
—Entonces, ¿cómo explicáis las circunstancias que os inculpan?
—Desgraciadamente, señoría, no lo sé.
—¿Lo negáis, pues?
—¡Todo!
—Adelante —dijo Charmolue a Pierrat.
Pierrat hizo girar la llave del mecanismo, el borceguí se cerró y la desdichada profirió uno de esos horribles gritos que no tienen ortografía en ninguna lengua humana.
—Deteneos —dijo Charmolue a Pierrat—. ¿Confesáis? —le preguntó a la egipcia.
—¡Todo! —gritó la miserable muchacha—. ¡Confieso! ¡Confieso! ¡Piedad!
No había calculado sus fuerzas al enfrentarse a la tortura. ¡Pobre niña, cuya vida había sido hasta entonces tan alegre, tan suave, tan dulce! ¡El primer dolor la había vencido!
—La humanidad me obliga a deciros —observó el procurador del rey— que, al confesar, lo que os espera es la muerte.
—¡En ello confío! —dijo la egipcia, y cayó sobre la cama de cuero, moribunda, doblada en dos, dejándose colgar de la correa abrochada en su pecho.
—Arriba, encanto, sosteneos un poco —dijo maese Pierrat, levantándola—. Parecéis el cordero de oro que lleva colgado del cuello el señor de Borgoña.
Jacques Charmolue levantó la voz:
—Escribano, anotad. Joven gitana, ¿confesáis vuestra participación en los ágapes, aquelarres y maleficios del infierno, con las larvas, las máscaras y las estriges? Responded.
—Sí —dijo ella, tan bajo que la palabra se perdía en su aliento.
—¿Confesáis haber visto al macho cabrío que Belcebú hace aparecer en las nubes para convocar el aquelarre y que solo ven los brujos?
—Sí.
—¿Confesáis haber adorado las cabezas de Baphomet, esos abominables ídolos de los templarios?
—Sí.
—¿Y haber tenido comercio habitual con el diablo en forma de una cabra familiar, incluida en el proceso?
—Sí.
—Por último, ¿confesáis haber herido y asesinado, con la ayuda del demonio y del fantasma vulgarmente llamado el monje errante, en la noche del veintinueve de marzo pasado, a un capitán llamado Phoebus de Châteaupers?
Esmeralda levantó sus grandes ojos hacia el magistrado y, con la mirada perdida, respondió como maquinalmente, sin convulsiones ni estremecimientos:
—Sí.
Era evidente que estaba destrozada.
—Anotad, escribano —dijo Charmolue. Y dirigiéndose a los torturadores, añadió—: Que desaten a la prisionera y la lleven a la audiencia.
Cuando «descalzaron» a la prisionera, el procurador en la jurisdicción eclesiástica examinó su pie todavía inflamado.
—¡Vamos, no está muy dañado! —dijo—. Habéis gritado a tiempo. Todavía podríais bailar, jovencita.
Después se volvió hacia sus acólitos del provisorato:
—¡Por fin la justicia iluminada! Es un alivio, señores. La señorita atestiguará que hemos actuado con toda la delicadeza posible.