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LA MADRE

No creo que haya nada en el mundo más alegre que las ideas que despierta en el corazón de una madre la visión de un zapatito de su hijo. Sobre todo si es un zapato de fiesta, de domingo, del día del bautizo, un zapato bordado hasta bajo la suela, un zapato con el que el niño aún no ha dado un paso. Ese zapato tiene tanta gracia en su pequeñez, le es tan imposible andar que es para la madre como si viera a su hijo. Le sonríe, lo besa, le habla. Se pregunta si efectivamente es posible que un pie sea tan pequeño; y, aunque el niño se halle ausente, basta el bonito zapato para que aparezca ante sus ojos la dulce y frágil criatura. Cree verlo, lo ve, completo, vivo, alegre, con sus delicadas manos, su cabeza redonda, sus labios puros, sus ojos serenos cuyo blanco es azul. Si es invierno, está ahí, gatea sobre la alfombra, se encarama trabajosamente a un taburete, y la madre teme que se acerque al fuego. Si es verano, va de un lado a otro por el patio o el jardín, arranca la hierba de entre las piedras, mira ingenuamente a los perrazos, a los grandes caballos, sin miedo, juega con las conchas, con las flores, y hace refunfuñar al jardinero, que encuentra arena en los macizos y tierra en los paseos. Todo ríe, todo brilla, todo juega a su alrededor como él, hasta el soplo de aire y el rayo de sol que retozan a cuál más y mejor entre los bucles alborotados de su pelo. El zapato le muestra todo eso a la madre y le derrite el corazón como el fuego derrite la cera.

Pero, cuando se pierde al hijo, esos cientos de imágenes de alegría, de encanto y de ternura que se agolpan en torno al zapatito se convierten en otras tantas cosas horribles. El bonito zapato bordado ya no es sino un instrumento de tortura que lacera eternamente el corazón de la madre. La fibra que vibra sigue siendo la misma, la fibra más profunda y sensible, pero en lugar de acariciarla un ángel, la pellizca un demonio.

Una mañana, mientras el sol de mayo se elevaba en uno de esos cielos azul oscuro en los que a Garofalo le gusta colocar sus Descendimientos, la reclusa de la Tour-Roland oyó ruido de ruedas, de caballos y de herrajes en la plaza de Grève. Aunque no se despertó del todo, se enrolló los cabellos sobre las orejas para no oír y se puso a contemplar de rodillas el objeto inanimado que adoraba desde hacía quince años. Aquel zapatito, ya lo hemos dicho, era para ella el universo. Su pensamiento estaba encerrado en él y no saldría de él hasta la muerte. Tan solo el oscuro sótano de la Tour-Roland ha sabido cuántas amargas imprecaciones, cuántos lamentos conmovedores, cuántas plegarias y cuántos sollozos había dirigido al cielo en relación con aquel encantador objeto de satén rosa. Jamás se ha derramado tanta desesperación sobre algo tan lindo y gracioso.

Aquella mañana parecía que su dolor escapaba todavía con más violencia que de costumbre, y desde fuera se la oía lamentarse con una voz alta y monótona que partía el corazón.

—¡Hija mía! —decía—. ¡Hija mía! ¡Mi pobre y querida niña! ¿Será posible que no vuelva a verte? ¿Será posible que esto sea definitivo? ¡Sigue pareciéndome que ocurrió ayer! ¡Dios mío, Dios mío, para quitármela tan pronto, más habría valido no habérmela dado! ¿No sabéis acaso que nuestros hijos permanecen unidos a nuestro vientre y que una madre que ha perdido a su hijo ya no cree en Dios…? ¡Ah, qué miserable soy por haber salido aquel día…! ¡Señor! ¡Señor! Si me la quitasteis así, es que nunca me habíais mirado con ella, cuando la calentaba gozosa junto a la lumbre, cuando me sonreía mientras mamaba, cuando hacía subir sus piececitos por mi pecho hasta mis labios. ¡Si hubierais visto eso, Dios mío, os habríais compadecido de mi alegría, no me habríais quitado el único amor que me quedaba en el corazón! ¿Acaso era una criatura tan miserable, Señor, para que no me mirarais siquiera antes de condenarme…? ¡Ay, ay! Aquí está el zapato, ¿dónde está el pie? ¿Dónde está el resto? ¿Dónde está la niña? ¡Hija mía, hija mía!, ¿qué han hecho contigo? Señor, devolvédmela. Me he desollado las rodillas rogándoos durante quince años, Dios mío, ¿no es suficiente? ¡Devolvédmela, un día, una hora, un minuto, un minuto, Señor, y arrojadme después al infierno por la eternidad! ¡Oh, si supiera por dónde se arrastra una orilla de vuestra túnica, me agarraría a ella con las manos y no tendríais más remedio que devolverme a mi hija! Su precioso zapatito, ¿es que no os compadecéis de mí, Señor? ¿Podéis condenar a una pobre madre a este suplicio durante quince años? ¡Virgen santa! ¡Virgen santa del cielo! ¡Me han quitado a mi niño Jesús, me lo han robado, se lo han comido en un brezal, se han bebido su sangre, han masticado sus huesos, Virgen santa, ten piedad de mí! ¡Mi hija! ¡Necesito a mi hija! ¡Qué me importa que esté en el paraíso! ¡Yo no quiero a vuestro ángel, quiero a mi hija! Soy una leona, quiero a mi cachorro… ¡Oh! ¡Me retorceré por el suelo, y romperé la piedra con mi frente, y me condenaré, y os maldeciré, Señor, si os quedáis a mi hija! ¡Ya veis que tengo los brazos destrozados, Señor! ¿Es que Dios no tiene compasión…? ¡Oh, no me deis más que sal y pan negro, si tengo a mi hija y me calienta como un sol! ¡Ay, Señor Dios mío, no soy más que una vil pecadora, pero mi hija me hacía piadosa! Gracias a su amor me había hecho religiosa, y os veía a través de su sonrisa como por una abertura del cielo… ¡Oh, haced que pueda solamente una vez, una vez más, una sola vez, calzar este zapato en su lindo piececito rosado y moriré, Virgen santa, bendiciéndoos…! ¡Ah, quince años! ¡Ahora sería mayor…! ¡Desdichada niña! ¡Entonces es verdad, no volveré a verla, ni siquiera en el cielo, porque yo no iré allí! ¡Oh, qué miseria! ¡Pensar que aquí está su zapato y que no hay nada más!

La desdichada mujer se había arrojado sobre el zapatito, su consuelo y su desesperación desde hacía tantos años, y sus entrañas se desgarraban en sollozos como el primer día. Porque, para una madre que ha perdido a su hijo, siempre es el primer día. Ese dolor no envejece. Por más que la ropa de luto se gaste y pierda el color, el corazón sigue estando negro.

En ese momento, unas frescas y alegres voces infantiles pasaron ante la celda. Siempre que unos niños llamaban la atención de su vista o su oído, la pobre madre se precipitaba al rincón más oscuro de su sepulcro, y se habría dicho que intentaba hundir la cabeza en la piedra para no oírlos. Esta vez, por el contrario, se irguió como sobresaltada y escuchó con avidez. Uno de los chiquillos acababa de decir:

—Es que hoy van a colgar a una egipcia.

Con el brusco movimiento de aquella araña que vimos abalanzarse sobre una mosca al notar que temblaba su tela, ella corrió hasta la lucera, que daba, como sabemos, a la plaza de Grève. En efecto, habían colocado una escalera junto al patíbulo permanente y el verdugo estaba poniendo a punto las cadenas oxidadas por la lluvia. Había algunos curiosos alrededor.

El risueño grupo de chiquillos estaba ya lejos. La Sachette buscó con la mirada a algún transeúnte al que pudiera preguntar. Justo al lado de su celda vio a un sacerdote que fingía leer en el breviario público, pero que estaba mucho menos interesado en él que en el patíbulo, hacia el que lanzaba de vez en cuando una sombría y esquiva ojeada.

—Padre, ¿a quién van a colgar? —preguntó.

El sacerdote la miró y no respondió. Ella repitió la pregunta.

—No lo sé —dijo él entonces.

—Había por aquí unos niños que decían que a una egipcia —insistió la reclusa.

—Creo que sí —dijo el sacerdote.

Entonces Paquette la Chantefleurie rompió a reír como una hiena.

—Hermana —dijo el arcediano—, ¿tanto odiáis a las egipcias?

—¿Que si las odio? —exclamó la reclusa—. ¡Son estriges! ¡Ladronas de niños! ¡Devoraron a mi pequeña! ¡A mi hija, mi única hija! ¡Ya no tengo corazón! ¡Ellas se lo comieron!

Daba miedo verla. El sacerdote la miraba fríamente.

—Hay una a la que odio de manera especial y a la que he maldecido —continuó—. Es una joven, una que tiene la edad que tendría mi hija si su madre no se la hubiera comido. ¡Cada vez que esa joven víbora pasa ante mi celda, me enciende la sangre!

—Pues bien, hermana, alegraos —dijo el sacerdote, glacial como la estatua de un sepulcro—, porque es a esa a la que vais a ver morir.

Agachó la cabeza hacia el pecho y se alejó lentamente.

La reclusa se retorció los brazos de contento.

—¡Se lo había predicho! ¡Le había predicho que subiría al patíbulo! ¡Gracias, padre! —gritó.

Y se puso a caminar ante los barrotes de la lucera dando grandes zancadas, desmelenada, con los ojos encendidos, golpeando la pared con el aspecto feroz de una loba enjaulada que tiene hambre desde hace rato y siente que se acerca la hora de comer.