En la Edad Media toda ciudad —y hasta Luis XII toda ciudad de Francia— tenía sus lugares de asilo. Esos lugares de asilo, en medio del diluvio de leyes penales y de jurisdicciones bárbaras que inundaban la ciudad, eran como islas que se elevaban por encima del nivel de la justicia humana. Cualquier criminal que arribara a ellas estaba salvado. Había en cada arrabal tantos lugares de asilo como lugares patibularios. El abuso de la impunidad convivía con el abuso de los suplicios, dos cosas malas que trataban de corregirse la una con la otra. Los palacios del rey, los hoteles de los príncipes y sobre todo las iglesias tenían derecho de asilo. A veces una ciudad entera que se necesitaba repoblar la convertían temporalmente en un lugar de refugio. En 1467, Luis XI convirtió París en asilo.
Una vez puesto el pie en el asilo, el criminal era sagrado; pero debía guardarse de salir de él. Si daba un paso fuera del santuario, volvía a caer al agua. La rueda, el patíbulo y la estrapada montaban guardia alrededor del lugar de refugio y acechaban continuamente a su presa, como los tiburones alrededor de un barco. Se ha visto a condenados encanecer en un claustro, en la escalera de un palacio, en el huerto de una abadía o bajo el porche de una iglesia. El asilo era, de esta forma, una prisión como cualquier otra.
En ocasiones una sentencia solemne del Parlamento violaba el refugio y devolvía al condenado al verdugo; pero tal cosa era infrecuente. Los parlamentos se sentían amedrentados por los obispos, y cuando estas dos vestiduras llegaban a tocarse, la toga no tenía las de ganar enfrentada a la sotana. A veces, sin embargo, como en el caso de los asesinos de Petit-Jean, verdugo de París, y en el de Émery Rousseau, asesino de Jean Valleret, la justicia pasaba por encima de la Iglesia y procedía de inmediato a la ejecución de sus sentencias; pero, si no había un fallo del Parlamento, ¡ay de quien violara a mano armada un lugar de asilo! Ya se sabe la muerte que encontró Robert de Clermont, mariscal de Francia, y Jean de Châlons, mariscal de Champagne, pese a que no se trataba más que de un tal Perrin Marc, empleado de un cambista, un miserable asesino. Pero los dos mariscales habían derribado las puertas de Saint-Méry; eso era lo intolerable.
Había un respeto tal hacia los refugios que, según la tradición, a veces beneficiaba incluso a los animales. Aymoin cuenta el caso de un ciervo perseguido por Dagoberto, que se refugió junto al sepulcro de san Dionisio y eso hizo que la jauría se detuviera de inmediato ladrando.
Las iglesias disponían por lo general de una celdita preparada para recibir a los demandantes de asilo. En 1407, Nicolas Flamel hizo construir para ellos, sobre las bóvedas de Saint-Jacques-de-la-Boucherie, una habitación que le costó cuatro libras, seis sueldos y dieciséis dineros parisienses.
En Notre-Dame había una celda en el desván de las capillas laterales, bajo los arbotantes, frente al claustro, precisamente en el lugar donde la mujer del conserje actual de las torres se ha hecho un jardín, que es, comparado con los jardines colgantes de Babilonia, lo mismo que una lechuga comparada con una palmera, lo mismo que una portera comparada con Semíramis.
Allí es donde, tras su carrera triunfal y desenfrenada por torres y galerías, Quasimodo había depositado a Esmeralda. Mientras aquella carrera había durado, la muchacha no había recobrado el sentido, estaba medio adormilada y medio despierta, lo único que sentía era que subía, que flotaba en el aire, que volaba, que algo la elevaba por encima de la tierra. De vez en cuando oía la risa sonora y la voz potente de Quasimodo en su oído; entreabría entonces los ojos y veía confusamente debajo de ella un París salpicado de cientos de tejados de pizarra y de tejas, como un mosaico rojo y azul, y sobre su cabeza la cara horrible y alegre de Quasimodo. Sus párpados se cerraban de nuevo tras esta visión; creía que todo había terminado, que la habían ejecutado durante su desvanecimiento y que el deforme espíritu que había presidido su destino se había apoderado de ella y se la llevaba. No se atrevía a mirarlo y se dejaba hacer.
Pero cuando el campanero, jadeante y con el pelo revuelto, la hubo dejado en la celda del refugio, cuando notó que sus grandes manos desataban con cuidado la cuerda que le magullaba los brazos, sintió esa especie de sacudida que despierta sobresaltados a los pasajeros de una nave que ha encallado en medio de una noche oscura. Sus pensamientos despertaron también y los recuperó uno a uno. Vio que estaba en Notre-Dame, recordó que había sido arrebatada de las manos del verdugo, que Phoebus estaba vivo, que Phoebus ya no la amaba; y estas dos ideas, una de las cuales invadía de tanta amargura la otra, se presentaban juntas ante la pobre condenada. Esta se volvió hacia Quasimodo, que permanecía de pie ante ella y cuyo aspecto le daba miedo.
—¿Por qué me habéis salvado?
Él la miró con ansiedad, como intentando adivinar lo que le decía. Ella repitió la pregunta. Quasimodo le dirigió entonces una mirada profundamente triste y huyó.
Esmeralda se quedó atónita.
Al cabo de un momento, volvió con un paquete y lo dejó a sus pies. Era ropa que unas mujeres caritativas habían dejado para ella en el umbral de la iglesia. Esmeralda se miró y, al verse casi desnuda, se sonrojó. Estaba volviendo a la vida.
Quasimodo pareció sentir algo de ese pudor. Se tapó la vista con una de sus anchas manos y se alejó de nuevo, pero despacio.
Ella se apresuró a vestirse. Era un vestido blanco y un velo blanco también. Un hábito de novicia del Hôtel-Dieu.
Casi no había terminado cuando vio regresar a Quasimodo. Llevaba una cesta bajo un brazo y un colchón bajo el otro. En la cesta había una botella, pan y algunas provisiones. Dejó la cesta en el suelo y dijo:
—Comed.
Acto seguido extendió el colchón sobre el suelo y dijo:
—Dormid.
Era su propia comida, era su propio colchón lo que el campanero había ido a buscar.
La egipcia alzó los ojos hacia él para darle las gracias, pero no pudo articular una sola palabra. El pobre diablo era realmente horrible. Ella bajó la cabeza con un estremecimiento de miedo.
Entonces él le dijo:
—Os doy miedo. Soy muy feo, ¿verdad? No me miréis. Solo escuchadme. Durante el día, os quedaréis aquí; por la noche, podéis pasear por toda la iglesia. Pero no salgáis de la iglesia ni de día ni de noche. Sería vuestra perdición. Os matarían y yo moriría.
Emocionada, levantó la cabeza para responderle, pero ya había desaparecido. Se encontró sola, pensando en las palabras singulares de aquel ser casi monstruoso e impresionada por el sonido de su voz, muy ronca y a la vez muy dulce.
Después examinó la celda. Era un cuarto de unos seis pies cuadrados, con una pequeña lucera y una puerta en el plano ligeramente inclinado del tejado de piedras lisas. Varios caños rematados con figuras de animales parecían inclinarse a su alrededor y estirar el cuello para verla por la lucera. En el borde del tejado, veía la parte alta de cientos de chimeneas que hacían subir ante sus ojos el humo de todos los fogones de París. Triste espectáculo para la pobre egipcia, niña abandonada, condenada a muerte, desdichada criatura, sin patria, sin familia, sin hogar.
Justo cuando el pensamiento de su soledad se le presentaba así, más angustioso que nunca, notó que una cabeza peluda y barbuda se deslizaba entre sus manos, sobre sus rodillas. Temblando —todo la asustaba ahora—, se decidió a mirar. Era la pobre cabra, la ágil Djali, que había escapado en el momento en que Quasimodo había dispersado a la brigada de Charmolue y que se deshacía en caricias a sus pies desde hacía más de una hora, sin conseguir ni una mirada. La egipcia la cubrió de besos.
—¡Oh, Djali! —decía—. ¡Cómo te he olvidado! ¿Todavía piensas en mí? ¡Tú no eres ingrata!
Al mismo tiempo, como si una mano invisible hubiera levantado el peso que comprimía las lágrimas dentro de su corazón desde hacía tanto tiempo, se echó a llorar; y a medida que las lágrimas corrían, sentía irse con ellas el aspecto más acre y amargo de su dolor.
Llegada la noche, le pareció tan hermosa, y la luna tan suave, que recorrió la galería superior que rodea la iglesia. Le produjo cierto alivio la sensación de tranquilidad que transmitía la tierra vista desde aquella altura.