A la mañana siguiente se dio cuenta, al despertar, de que se había quedado dormida. Esta circunstancia singular la sorprendió. ¡Hacía tanto tiempo que había perdido el sueño! Un alegre rayo de sol naciente entraba por la lucera y le daba en la cara. Al mismo tiempo que el sol, vio en la lucera una cosa que la asustó: la horrenda cara de Quasimodo. Involuntariamente, cerró los ojos, pero en vano; creía seguir viendo a través de sus párpados rosados aquella máscara de gnomo, tuerto y mellado. Seguía teniendo los ojos cerrados cuando oyó una ruda voz que le decía con gran dulzura:
—No tengáis miedo. Soy vuestro amigo. Había venido a veros dormir. No os molesta que venga a veros dormir, ¿verdad? ¿Qué más os da que esté yo aquí cuando tenéis los ojos cerrados? Ahora me voy. Ya me he escondido detrás de la pared. Podéis abrir los ojos.
Había algo más lastimero aún que aquellas palabras, y era el tono en que las pronunciaba. La egipcia, conmovida, abrió los ojos. Ya no estaba en la lucera, en efecto. Fue hasta allí y vio al pobre jorobado acurrucado en una esquina de la pared, en una actitud dolorosa y resignada. Hizo un esfuerzo para superar la repugnancia que le inspiraba y le dijo en voz baja:
—Venid.
Por el movimiento de los labios de la egipcia, Quasimodo creyó que lo echaba de allí; se levantó, pues, y se retiró cojeando, lentamente, con la cabeza gacha, sin siquiera atreverse a dirigir hacia la joven su mirada llena de desesperación.
—Venid —gritó ella.
Pero el campanero continuaba alejándose. Entonces Esmeralda salió de la celda, corrió tras él y lo asió de un brazo. Al sentirse tocado por ella, Quasimodo se puso a temblar de la cabeza a los pies. Levantó su ojo suplicante y, al ver que ella lo atraía hacia sí, toda su cara se iluminó de alegría y ternura. Ella intentó hacerlo entrar en la celda, pero él se empeñó en quedarse en el umbral.
—No, no —dijo—, el búho no entra en el nido de la alondra.
Entonces ella se sentó graciosamente en la cama, con la cabra dormida a sus pies. Los dos se quedaron unos instantes inmóviles, contemplando en silencio, él tanta gracia, y ella tanta fealdad. A cada momento, ella descubría en Quasimodo una deformidad más. Su mirada se paseaba de las rodillas demasiado juntas a la joroba, de la joroba al ojo único. No le cabía en la cabeza que un ser tan torpemente hecho pudiera existir. Sin embargo, había sobre todo aquello tanta tristeza y dulzura que empezaba a acostumbrarse.
Fue él quien rompió el silencio.
—¿Me pedís que vuelva?
Ella hizo un signo afirmativo con la cabeza al tiempo que decía:
—Sí.
Él comprendió el movimiento de la cabeza.
—¡Ay! Es que… —dijo, como si no se decidiera a terminar la frase—, soy sordo.
—¡Pobre hombre! —exclamó la gitana con una expresión de benévola compasión.
Él sonrió dolorosamente.
—Pensáis que solo me faltaba eso, ¿verdad? Sí, soy sordo. Así es como estoy hecho. Es horrible, ¿no es cierto? ¡Vos, en cambio, sois tan bella!
Había en el tono del miserable un sentimiento tan profundo de su miseria que ella no tuvo fuerzas para decir una sola palabra. Por lo demás, él no la habría oído.
—Nunca he visto mi fealdad como ahora —prosiguió Quasimodo—. Cuando me comparo con vos, me compadezco de mí, pobre monstruo desgraciado. Debo de causaros la misma impresión que un animal, ¿a que sí? ¡Vos, en cambio, sois un rayo de sol, una gota de rocío, el canto de un pájaro! ¡Yo soy una cosa horrible, ni hombre ni animal, algo más duro, más pisoteado y más deforme que una piedra!
Se echó a reír, y su risa era lo más desgarrador del mundo.
—Sí, soy sordo —continuó—. Pero podéis hablarme haciendo gestos, signos. Tengo un maestro que habla conmigo de esa manera. Además, sabré enseguida qué deseáis por el movimiento de vuestros labios y por vuestra mirada.
—Muy bien —dijo la gitana—, decidme por qué me habéis salvado.
Él la miró atentamente mientras hablaba.
—He comprendido —contestó—. Me preguntáis por qué os he salvado. Habéis olvidado a un miserable que intentó raptaros una noche, un miserable al que al día siguiente socorristeis en la infame picota. Una gota de agua y un poco de compasión es más de lo que puedo pagar con mi vida. Vos habéis olvidado a aquel miserable; él ha recordado aquello.
Ella lo escuchaba profundamente enternecida. Una lágrima asomaba en el ojo del campanero, pero no llegó a caer. Incluso pareció que él consideraba una cuestión de honor contenerla.
—Escuchad —continuó cuando estuvo seguro de que la lágrima no se le escaparía—, aquí tenemos torres muy altas. Si un hombre cayera desde una de ellas, habría muerto antes de llegar al suelo. Cuando queráis que caiga, ni siquiera tendréis que pronunciar una palabra; una mirada bastará.
Entonces se levantó. Aquel ser extraño, por desgraciada que fuese la gitana, todavía despertaba cierta compasión en ella. Le pidió por señas que se quedara.
—No, no —dijo Quasimodo—. No debo quedarme demasiado tiempo. No me encuentro cómodo cuando me miráis. Si no apartáis la vista, es por compasión. Me voy a algún sitio desde donde pueda veros sin que me veáis a mí. Será lo mejor.
Sacó del bolsillo un pequeño silbato metálico.
—Tened —dijo—, cuando me necesitéis, cuando queráis que venga, cuando ya no os horrorice tanto verme, silbad con esto. Ese ruido lo oigo.
Dejó el silbato en el suelo y se marchó.