Los comentarios de la gente habían puesto al corriente al arcediano del modo milagroso en que la egipcia había sido salvada. Cuando se enteró, no supo lo que sentía. Había aceptado la muerte de Esmeralda. De esa forma estaba tranquilo, había tocado el fondo del dolor posible. El corazón humano (don Claude había meditado sobre estas cuestiones) solo puede contener cierta cantidad de desesperación. Cuando la esponja está empapada, el mar puede pasarle por encima sin conseguir que penetre una sola lágrima más.
Por lo tanto, muerta Esmeralda, la esponja estaba empapada y todo estaba dicho para don Claude en esta tierra. Pero sentirla viva, y a Phoebus también, era una vuelta de las torturas, de las sacudidas, de las alternativas, de la vida. Y Claude estaba cansado de todo eso.
Cuando se enteró de la noticia, se encerró en su celda del claustro. No compareció ni en las conferencias capitulares ni en los oficios. Cerró la puerta a todos, incluso al obispo. Permaneció emparedado de esta forma varias semanas. Creyeron que estaba enfermo. Y lo estaba, en efecto.
¿Qué hacía mientras permanecía encerrado? ¿Entre qué pensamientos se debatía el infortunado? ¿Libraba una última batalla contra su temible pasión? ¿Tramaba un último plan de muerte para ella y de perdición para él?
Jehan, su querido hermano, su niño mimado, fue una vez a llamar a su puerta, juró, suplicó y se identificó diez veces. Claude no abrió.
Pasaba días enteros con la cara pegada a los cristales de la ventana. Desde aquella ventana, situada en el claustro, veía la celda de Esmeralda, la veía a menudo a ella misma con su cabra, algunas veces con Quasimodo. Observaba las pequeñas atenciones del horrendo sordo, su obediencia, sus maneras delicadas y sumisas con la egipcia. Recordaba —porque tenía buena memoria, y la memoria es la torturadora de los celosos— el modo singular con que el campanero había mirado a la bailarina cierta noche. Se preguntaba qué habría podido empujar a Quasimodo a salvarla. Fue testigo de mil escenas entre la gitana y el sordo, cuya mímica, vista desde lejos y comentada por su pasión, le pareció muy tierna. Desconfiaba de la singularidad de las mujeres. Entonces sintió confusamente despertar en él unos celos de todo punto insospechados, unos celos que le hacían enrojecer de vergüenza y de indignación. «Por el capitán, todavía tiene un pase, ¡pero por este!» Tal pensamiento lo trastornaba.
Pasaba unas noches terribles. Desde que sabía que la egipcia estaba viva, las frías ideas de espectro y tumba que lo habían obsesionado durante todo un día se habían desvanecido, y la carne volvía a aguijonearlo. Se retorcía en la cama al sentir a la joven morena tan cerca de él.
Todas las noches su imaginación delirante le representaba a Esmeralda en todas las actitudes que le habían hecho hervir más la sangre. La veía tendida sobre el capitán apuñalado, con los ojos cerrados, sus hermosos pechos desnudos cubiertos de sangre de Phoebus, en aquel delicioso momento en que el arcediano había depositado sobre sus labios pálidos el beso que la desdichada, pese a estar medio muerta, había notado que la quemaba. La recordaba mientras las manos salvajes de los verdugos la desvestían y él dejaba descalzar y meter en el borceguí de tornillos de hierro su pequeño pie, su pierna fina y torneada, su rodilla blanca y ligera. Seguía viendo aquella rodilla de marfil que había quedado fuera del horrible aparato de Torterue. Se representaba, finalmente, a la joven en camisa, con la soga al cuello, los hombros al descubierto, descalza, casi desnuda, como la había visto el último día. Esas imágenes voluptuosas hacían que cerrara los puños con fuerza y que un estremecimiento le recorriera la columna vertebral.
Una noche calentaron tan cruelmente la sangre de virgen y de sacerdote que corría por sus venas, que mordió la almohada, saltó de la cama, se echó una sobrepelliz sobre la camisa y salió de la celda con la lámpara en la mano, medio desnudo, ofuscado, con la mirada encendida.
Sabía dónde estaba la llave de la Puerta Roja, que comunicaba el claustro con la iglesia, y siempre llevaba encima, como sabemos, una llave de la escalera de las torres.