Aquella noche, Esmeralda se había dormido en su celda, llena de olvido, de esperanza y de dulces pensamientos. Dormía desde hacía un rato y soñaba, como siempre, con Phoebus, cuando le pareció oír ruido a su alrededor. Tenía un sueño ligero e inquieto, un sueño de pájaro. Cualquier cosa la despertaba. Abrió los ojos. La noche era muy oscura. Pese a ello, vio en la lucera una cara que la miraba. Una lámpara iluminaba aquella aparición. En el momento en que se percató de que había sido descubierta por Esmeralda, la persona a la que pertenecía esa cara apagó la lámpara. No obstante, la joven había tenido tiempo de entreverla y el terror le hizo cerrar los ojos.
—¡Oh! —dijo con voz apagada—. ¡El sacerdote!
Revivió toda su desgracia pasada como en un destello y, helada, se dejó caer sobre la cama.
Un momento después notó a lo largo de su cuerpo un contacto que la hizo estremecerse de tal modo que se sentó bruscamente, furiosa, en la cama.
El sacerdote acababa de tumbarse a su lado y la rodeaba con los brazos.
Ella quiso gritar, pero no pudo.
—¡Vete, monstruo! ¡Vete, asesino! —dijo con voz trémula, en un susurro, dominada por la cólera y el terror.
—¡Ten piedad! ¡Ten piedad! —murmuró el sacerdote besándole los hombros.
Ella lo cogió con las dos manos del poco pelo que le quedaba e intentó alejar sus besos como si fueran mordeduras.
—¡Ten piedad! —repetía el infortunado—. ¡Si supieras el amor que siento por ti! ¡Es fuego, plomo fundido, mil cuchillos clavados en mi corazón!
E inmovilizó los brazos de la joven con una fuerza sobrehumana. Ella, desesperada, lo amenazó:
—¡Suéltame o te escupo a la cara!
Él la soltó.
—¡Humíllame! ¡Pégame! ¡Sé malvada! ¡Haz lo que quieras! ¡Pero, por favor, ámame!
Ella lo golpeó con una furia infantil. Crispaba las manos para arañarle la cara.
—¡Vete, demonio!
—¡Ámame! ¡Ámame! ¡Ten piedad! —gritaba el pobre sacerdote revolcándose sobre ella y respondiendo a sus golpes con caricias.
De pronto Esmeralda lo sintió más fuerte que ella.
—¡Hay que llegar hasta el final! —dijo él, haciendo rechinar los dientes.
La joven estaba subyugada, palpitante, rota, entre sus brazos, a su merced. Notaba una mano lasciva perderse por su cuerpo. Sacó fuerzas de flaqueza y se puso a gritar:
—¡Socorro! ¡A mí! ¡Un vampiro! ¡Un vampiro!
Pero no acudía nadie. Solo Djali se había despertado y balaba con angustia.
—Cállate —decía el cura, jadeante.
De pronto, mientras se debatía, la mano de la egipcia encontró en el suelo una cosa fría y metálica. Era el silbato de Quasimodo. Lo cogió con una convulsión de esperanza, se lo llevó a los labios y sopló con todas las fuerzas que le quedaban. El silbato emitió un sonido claro, agudo, penetrante.
—¿Qué es eso? —dijo el sacerdote.
Casi en el mismo instante notó que un brazo vigoroso lo levantaba. La celda estaba a oscuras y no pudo distinguir quién lo agarraba, pero oyó un rechinar de dientes rabioso, y había justo la luz suficiente, esparcida en la oscuridad, para que viera brillar por encima de su cabeza la ancha hoja de un cuchillo.
El sacerdote creyó distinguir la forma de Quasimodo. Supuso que solo podía ser él y se acordó, además, de que al entrar había tropezado con un bulto que estaba atravesado delante de la puerta. Sin embargo, como el recién llegado no pronunciaba una sola palabra, no sabía qué creer. Se abalanzó sobre el brazo que sostenía el cuchillo gritando:
—¡Quasimodo!
Olvidaba, en aquel momento de angustia, que Quasimodo era sordo.
En un abrir y cerrar de ojos, el sacerdote estuvo en el suelo y sintió una rodilla de plomo sobre su pecho. Por la forma angulosa de la rodilla, reconoció a Quasimodo. Pero ¿qué podía hacer? ¿Cómo conseguir que él lo reconociera también? La noche hacía al sordo ciego.
Estaba perdido. La joven, sin piedad, como una tigresa irritada, no intervenía para salvarlo. El cuchillo se acercaba a su cabeza. El momento era crítico. De repente su adversario pareció vacilar.
—¡Sangre sobre ella no! —dijo con una voz sorda.
Era, en efecto, la voz de Quasimodo.
Entonces el sacerdote notó que la gran mano lo cogía de un pie y lo arrastraba fuera de la celda. Era allí donde debía morir. Por suerte para él, la luna acababa de salir hacía unos instantes.
Cuando hubieron cruzado la puerta de la celda, su pálido rayo cayó sobre el rostro del sacerdote. Quasimodo lo miró a la cara, se echó a temblar, lo soltó y retrocedió.
La egipcia, que se había acercado a la puerta, vio con sorpresa el brusco cambio de papeles. Ahora era el sacerdote el que amenazaba y Quasimodo el que suplicaba.
El clérigo, que abrumaba al sordo con gestos de cólera y de reproche, le indicó violentamente que se retirara.
El sordo bajó la cabeza y fue a arrodillarse ante la puerta de la egipcia.
—Monseñor, después haréis lo que os plazca, pero matadme antes.
Mientras decía esto, en un tono grave y resignado, le tendía el cuchillo al sacerdote. Este, fuera de sí, se abalanzó sobre él, pero la joven fue más rápida. Le quitó el cuchillo de las manos a Quasimodo y rompió a reír con furor.
—¡Acércate! —le dijo al cura.
Mantenía el cuchillo en alto. El sacerdote se quedó indeciso. Sin duda sería capaz de clavárselo.
—¡Ahora no te atreverás a acercarte, cobarde! —gritó. Y con una expresión despiadada, totalmente consciente de que iba a atravesar con mil hierros al rojo el corazón del sacerdote, añadió—: ¡Ah! ¡Ya sé que Phoebus no ha muerto!
El sacerdote derribó a Quasimodo de una patada y se internó, temblando de rabia, bajo la bóveda de la escalera.
Cuando se hubo marchado, Quasimodo recogió el silbato que acababa de salvar a la egipcia.
—Estaba oxidándose —dijo, devolviéndoselo.
Luego la dejó sola.
La joven, trastornada por aquella violenta escena, se dejó caer, exhausta, sobre la cama y se puso a llorar. Su horizonte volvía a ser siniestro.
Por su parte, el sacerdote había regresado a tientas a su celda.
Era evidente: don Claude estaba celoso de Quasimodo.
Con aire pensativo, repitió su frase fatal:
—¡No será de nadie!