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ESPADÍN CALLEJERO

Al salir de la Bastilla, Gringoire bajó por la calle Saint-Antoine a la velocidad de un caballo desbocado. Cuando llegó a la puerta Baudoyer, caminó en línea recta hacia la cruz de piedra que se alzaba en el centro de aquella plaza, como si hubiera podido distinguir en la oscuridad la figura de un hombre vestido de negro y encapuchado que estaba sentado en los escalones de la cruz.

—¿Sois vos, maestro? —dijo Gringoire.

El personaje de negro se levantó.

—¡Muerte y pasión!, me encendéis la sangre, Gringoire. El hombre que está en la torre de Saint-Gervais acaba de anunciar la una y media de la mañana.

—¡Oh! —replicó Gringoire—. La culpa no ha sido mía, sino de la guardia y del rey. Acabo de librarme de una buena. Siempre estoy a punto de que me ahorquen. Es una predestinación.

—Siempre estás a punto de algo —dijo el arcediano—. Pero démonos prisa. ¿Tienes el santo y seña?

—Maestro, he visto al rey, ¿os dais cuenta de lo que es eso? Vengo de allí. Lleva calzas de fustán. Ha sido toda una aventura.

—¡Oh, qué torrente de palabras! ¿Qué me importa a mí tu aventura? ¿Tienes el santo y seña de los truhanes?

—Lo tengo, no os preocupéis. Es «espadín callejero».

—Bien. Si no, no podríamos llegar hasta la iglesia. Los truhanes han cortado las calles. Afortunadamente, parece ser que han encontrado resistencia. Quizá todavía lleguemos a tiempo.

—Sí, maestro. Pero ¿cómo entraremos en Notre-Dame?

—Tengo la llave de las torres.

—¿Y cómo saldremos?

—Detrás del claustro hay una pequeña puerta que da al Terrain, y desde ahí, al río. He cogido la llave, y esta mañana he dejado amarrada una barca.

—¡He estado en un tris de ser colgado! —repitió Gringoire.

—¡Rápido! ¡Vamos! —dijo el sacerdote.

Y los dos bajaron deprisa hacia la Cité.