—¡Somos víctimas de una maldición! ¡¡¡Aaaaaaayyyy, Robertaaaa!!!
—¿Pero qué dices? —preguntó Mike a Trolli, asombrado.
—¿No te das cuenta? Apenas hemos salido de un lío y ya estamos metidos en otro. Por un lado, dinosaurios hambrientos. Por el otro… ¡una avalancha de piedras con Timba en medio!
—¡Cuidado, apartémonos!
Es posible que Trolli estuviera exagerando un poco… ¿O no? La verdad es que en los últimos tiempos los tres Compas habían vivido muchas aventuras y habían visto su vida puesta en peligro varias veces. Pero esto, la verdad, ya era demasiado.
De entrada, tras el empujón del traicionero profesor Rack al pobre Timba le había pasado de todo. Primero resbaló, luego se cayó y a continuación rodó un poco. Después rodó un poco más. Y más. Y más. Todo lo que se podía rodar. Y en su descenso iba arrastrando gran cantidad de material. Al principio piedrecitas, luego cascotes más gordos y al final era lo más parecido del mundo a un alud de nieve, pero sin nieve.
Y mientras tanto Mike y Trolli no pudieron hacer otra cosa que observar impotentes cómo aquel montón de escombros se les venía encima. Esta vez no había dónde esconderse y, además, todo ocurrió demasiado rápido. La primera oleada de cascotes pasó a un lado y otro de los dos asombrados Compas que esquivaban las piedras como podían. Mike, aterrorizado, optó por subirse encima de la cabeza de Trolli, sujetándose con las patas delanteras tapándole los ojos.
—¡No, espera, eso no, Mike, que no veo nadaaaaa!
Un segundo más tarde impactaba contra ellos el desdichado Timba, el cual formaba el «cuerpo» central de la avalancha… por llamarlo así.
—¡¡¡Aaaaagggghhh!!! ¡Madre mía, Trolli, qué duro es chocar contigo!
—¿Quién habla, qué pasa? —respondió el aludido, que seguía sin ver un pimiento.
En ese momento un pedrusco pegó en las patitas de Mike, que no tuvo más remedio que soltarse y caer de espaldas, como un saco de patatas, sobre la ladera de la colina.
—Gracias, Mike. Si no es por ti, esa piedra me pega en toda la frent… ¡¡Ooouuuchh!!
Si es que no hay que hablar demasiado rápido: una segunda piedra impactó en plena cabeza de Trolli. Por suerte no era muy grande, pero aun así nuestro amigo cayó redondo, como si se hubiera desmayado.
—¡Trolli! ¡Despierta! —exclamó Timba, asustado—. Mike, levanta de ahí y ayúdame a ponerlo de pie.
—No hace falta, chicos, no pasa nada, estoy bien —dijo Trolli, incorporándose para, inmediatamente, volver a caer al suelo, mareado—. Ah, pues no, no estoy bien. Todo me da vueltas…
Mike y Timba se acercaron a su amigo y se apresuraron a ayudarle. Una situación que resultó providencial, pues al estar todos en el suelo y muy cerca de un saliente rocoso la avalancha les pasó por encima sin otro resultado que mancharles un poco de polvo y arena. Eso sin contar el chichón que le estaba saliendo a Trolli en la cabeza, por supuesto.
—¡Guaaauuuu! —exclamó Mike—. Esta vez ha ido por un pelo. Fijaos qué cantidad de piedras… ¡Y siguen cayendo! ¡Hasta el río!
—No solo eso —observó Timba, levantándose del suelo y sacudiéndose el polvo—. ¡Los dinosaurios huyen asustados! Os he salvado la vida, chicos.
—Y nosotros a ti —respondió Trolli, tocándose la frente abultada—. Si no llegas a chocar con nosotros habrías ido a parar directamente al «Restaurante los Dinosaurios».
—Ahora que lo dices, eso me recuerda un chiste que escuché hace poco…
—¡No, espera!
—«Camarero, ¿tiene usted ancas de rana? Sí, señor. Pues venga, vaya dando saltos hasta la cocina y tráigame la cena».
—¿…? —dijo Trolli. O bueno, más bien no dijo.
—¡Ja, ja, ja! —rio Mike.
—Es demasiado. Adiós, amigos.
—Pero ¿a dónde vas, Trolli? —preguntó Timba, chocando los cinco con Mike.
—Voy a que me devoren los dinosaurios. Creo que prefiero eso a escuchar chistes tan terribles.
—Si se han ido.
—Qué va, solo se han apartado para que no les pille la avalancha. Mirad. Pero en cinco minutos estarán de vuelta, nos comerán. Al menos toda esta pesadilla llegará a su fin —indicó Trolli, medio en broma, medio en serio.
—Jo, cómo eres, vinagrito. Y lo peor es que tienes razón.
—Chicos, no es por fastidiar —intervino entonces Mike—, pero fijaos ahí arriba.
Mike señaló con una de sus patas hacia la cima, donde se levantaba el gran árbol misterioso. Tras disiparse la nube de polvo de la avalancha pudieron ver claramente al profesor Rack yéndose por las ramas… literalmente. Iba despacio, porque el ascenso era complicado, pero aun así no tardaría en llegar a la cámara fotográfica. O más bien habría que llamarla «la cámara del tiempo».
—¡Es cierto, vamos! —exclamó Trolli, iniciando la marcha. La corona le quedaba inclinada debido al chichón, pero la situación era tan urgente que no notaba el dolor—. Apenas disponemos de unos minutos para hacernos la foto de regreso junto al profesor.
—Ah, sí, se me olvidaba —dijo entonces Timba, echando a correr, junto a Mike y Trolli—. Lo que os voy a contar sí que no va a parecer gracioso.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Trolli—. Ahorra el aliento, la subida es dura.
—Es que no me he caído solo: Rack me empujó.
Al escuchar esto, Trolli se quedó de piedra por la sorpresa. Aunque no dejó de avanzar.
—¿Cómo que te empujó? —preguntó Mike.
—Pues eso: habíamos llegado al pie del árbol, me dijo no sé qué de una venganza y entonces, sin previo aviso, me dio un fuerte empujón. Por eso me caí. Está claro que se quiere ir solo y dejarnos aquí tirados.
—¡Esto cambia las cosas! —respondió Trolli—. Hay que detener como sea a ese lunático.
No había mucho más que hablar: esta vez se la estaban jugando en serio y la apuesta era gorda: regresar al presente y continuar con su vida habitual o quedar atrapados, probablemente para siempre, en la era jurásica.
—Vamos, amigos, ya queda poco —animó Trolli a sus compañeros—. Si Rack se nos escapa, nadie volverá a por nosotros. Jamás.
—Es verdad. No hay exposiciones de cachivaches viejos con demasiada frecuencia —observó Timba.
—Yo creo que me adaptaría bien a comer huesos gigantes.
—¡No es eso, chicos! Es que permanecer aquí el resto de nuestras vidas podría tener consecuencias muy graves para todos. Podríamos cambiar el pasado y eso alteraría el presente. Quizá el simple hecho de cortar una planta cambie los hechos futuros de forma imprevisible. A saber los cambios que puede haber hecho ya el profesor Rack, por sí solo, en los treinta años que lleva aquí. Pero siendo tres… El peligro se multiplica.
—No lo había pensado. Además… seguro que al final es aburrido comer solo huesos.
—Y, por mi parte, en este sitio hay demasiado ruido para echarse buenas siestas.
Estaba claro: había que impedir a toda costa que Rack cumpliera su propósito. Fuera el que fuera, pues las razones de su traición eran desconocidas para los Compas, que no le habían hecho nada malo. ¡Qué diablos! Si ni siquiera habían nacido cuando el profesor Rack desapareció.
Ayudándose unos a otros lograron avanzar mucho más rápido. El árbol se encontraba cada vez más cerca, los dinosaurios seguían desconcertados por la avalancha y esto daba a nuestros amigos una oportunidad de detener al traicionero profesor. Por una vez, desde que comenzó la aventura, las cosas parecían estar mejorando. ¡Había una esperanza!
—Vamos, ya casi estamos en el árbol. Cuando lleguemos, yo ayudaré a subir a Mike mientras tú, Timba, te pones en cabeza y tratas de detener a ese infame profesorzucho.
—De acuerdo —exclamó Timba.
—Porque el profe ya debe de estar cerca y… —observó Trolli, volviendo su mirada hacia lo alto—. ¡Ay, no! ¡Madre mía! ¡Cuerpo a tierra, chicos!
Se habían olvidado de ellos. El disfraz de arbusto había despistado a los carnívoros, es cierto. A todos. Y la avalancha había alejado a los predadores terrestres. Pero aún quedaban unos amiguitos a los que nadie había vuelto a tener en cuenta:
—¡Ataque aéreo! —gritó Mike—. ¡Pterodáctilos!
La bandada de dinosaurios voladores también se había despistado al principio por el camuflaje de Trolli y Mike. Pero ahora, cuando prácticamente todas las hojas se les habían desprendido como si fuera otoño… Pues que veían a sus presas con toda claridad. Sin olvidar que Timba no llevaba ningún camuflaje. Se habían convertido en el objetivo ideal para aquellas lagartijas con alas.
Consiguieron esquivar la primera pasada tirándose al suelo, pero los animales no tardaron en estar dispuestos para un nuevo ataque. Era increíble ver la agilidad de aquellos seres antediluvianos. ¿Cómo podían maniobrar en el aire de forma tan extraordinaria? En cuestión de segundos se lanzaban de nuevo en picado, con sus afiladas garras por delante. Y esta vez sí que no había dónde esconderse.