El valor de Invíctor es algo que nadie pone en duda. Es un tío valiente y decidido, además de justo. Y «justo» en ese momento decidió que el valor no era la mejor opción. Vamos, que salió corriendo como un rayo por el pasillo más cercano. Fue una buena idea, porque Rex, sin saludar siquiera, cerró sus potentes mandíbulas en el lugar exacto donde un segundo antes había estado el jefe de seguridad. El terrorífico dinosaurio no se desanimó por este fallo y salió corriendo detrás de su presa, arrasándolo todo a medida que avanzaba. Desde su escondite, los Compas observaron la jugada sin saber qué hacer.
—Menos mal que está en forma —observó Timba—. Quizá se salve si sigue corriendo así.
—En fin, amigos —añadió Trolli—, estamos oficialmente en apuros. Nuestro apresurado regreso del Jurásico no ha servido para nada.
—Estamos incluso peor —no pudo dejar de decir Mike, mordisqueando el cartel explicativo de la sala de pinturas medievales—. ¿Qué pasa? Sigo teniendo hambre.
—Chicos, no quiero distraeros, pero ¿a alguno se le ocurre una solución? —preguntó entonces Ela.
Los Compas se miraron sin saber qué responder. No, no era un problema fácil, la verdad.
—Se me ocurre una cosa —empezó a decir Trolli al cabo de un instante, pero no pudo terminar.
Dentro de la sala del profesor Rack seguían sonando toda clase de ruidos. Al parecer los demás «animalillos» se estaban divirtiendo lo suyo destrozando los inventos del malvado científico.
—¿Quién más vino con vosotros, chicos? —preguntó Ela, con los ojos abiertos como platos al ver asomando por el agujero de la pared la cabeza de un velocirraptor. Y luego otro. Y otro más…
—Mejor te lo contamos por el camino —gritó Timba—. ¡Vámonos de aquí a toda pastilla!
No hubo que decirlo dos veces. Guiados por Ela, que marchaba en cabeza y era la que mejor conocía el edificio, los Compas echaron a correr como nunca antes en su vida. Invíctor les había librado, de momento, del tiranosaurio. Pero los velocirraptores, aunque más pequeños, podían ser igual de peligrosos.
—Este lugar es un auténtico laberinto —comentó Mike mientras escapaban pasando de corredor en corredor y de sala en sala.
—Y eso nos está salvando —observó Trolli—. Los dinosaurios parecen muy perdidos en este sitio.
—A ver, no están en su elemento —observó Timba—. Es de lógica redonda.
—¿A dónde nos llevas, Ela? —preguntó Mike, con media lengua fuera.
—Trato de evitar que vuestros dinosaurios accedan a la sala principal. Es allí donde están reunidos los visitantes y el personal. Espero que Invíctor esté haciendo lo mismo.
Sí que lo había hecho: tras cruzar las salas de armas antiguas, barcos antiguos y videojuegos antiguos, los Compas y Ela se toparon con Invíctor en una sala dedicada a la cocina multicultural. Una mezcla de olores deliciosos llenaba cada rincón de aquel lugar al que había llegado cada grupo por un lado después de dar la vuelta al recinto. De momento habían evitado que los peligrosos animales accedieran a la zona donde se encontraba el resto de la gente.
—¡Invíctor, estás bien! —exclamó Ela, contenta de ver a su compañero de trabajo.
—Sí, aunque no gracias a Rex.
—¿No has conseguido despistarlo? —preguntó Timba.
Como respuesta, el tiranosaurio entró en la sala echando abajo media pared.
—¿Tú qué crees? ¿Y cómo os va a vosotros?
—Buenooo —le contestó Mike—. Regular, la verdad.
En ese instante los velocirraptores irrumpieron también en la sala. Y no había ninguna salida libre. ¿Así iba a terminar todo, en una especie de restaurante de comidas de otra época?
—¡Seguidme, rápido! —gritó Ela, agachándose y abriendo una trampilla—. Son los conductos de mantenimiento. Por aquí no pueden entrar. ¡No caben!
—Siempre que no rompan la pared en pedazos —observó Invíctor, que por primera vez en su vida tenía cara de susto—. El tiranosaurio es muy dado a eso.
—¡Venga, entrad! No perdáis tiempo.
Ela pasó la primera seguida de Mike, que era el más pequeño. Luego Timba y Trolli. El problema vino con Invíctor. Era tan corpulento que apenas cabía en el hueco de acceso.
—¡Maldita sea! Estoy atascado, me van a devorar.
—Si es que no se puede estar tan cachas.
Desesperados, Trolli y Timba cogieron a Invíctor cada uno de un brazo y tiraron de él hacia dentro con todas sus fuerzas. El corpulento guardia contuvo la respiración, tratando de hacerse lo más pequeño posible, pero apenas avanzaba.
—Yo creo que has echado un poco de trasero —bromeó Mike, tratando de aliviar la tensión.
Y en cierto modo tenía razón, porque tras pasar las caderas, sonó un «¡plop!» y el resto del cuerpo de Invíctor entró sin problemas. Los cinco asustados fugitivos miraron hacia el hueco de entrada esperando ver aparecer las fauces hambrientas de alguno de los dinosaurios. Pero no pasó nada.
—Qué raro. No vienen.
Mike fue el primero en atreverse a echar un vistazo al exterior. Y lo que vio le dejó patidifuso.
—Bueno… Creo que a los gastos de restaurar las piezas deterioradas por los dinosaurios habrá que añadir la cuenta de algún buen cocinero.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Trolli, acercándose.
—Mira: se lo están comiendo todo.
En efecto, el banquete que la exposición había preparado para los visitantes, una muestra de comida de todas las culturas y todas las épocas, estaba siendo despachado por los cuatro dinosaurios. En un santiamén no quedaban ni los platos, que eran de cartón y, por lo que se ve, también los habían encontrado apetitosos. Terminada la zampa, cada uno de los cuatro animales buscó un rincón para echarse la siesta y por primera vez desde que empezó la aventura reinó el silencio.
Aunque aquello solo era una tregua.
—Hay que aprovechar la ocasión para evacuar el recinto —dijo Ela—. Seguidme por aquí.
Poco a poco, agachados, los cinco fueron avanzando en dirección a la sala principal. Por suerte era el día previo a la inauguración y no había demasiada gente: solo algunos periodistas y autoridades, además de los trabajadores de la exposición. Nada más ver a Ela saliendo de los conductos, un hombre gordo y trajeado se acercó a ella con cara preocupada.
—Ela, ¿de dónde vienes así? ¿Y qué es todo ese jaleo que se ha oído?
—Verá, señor alcalde, se trata de…
—Señor, hay cuatro dinosaurios deambulando libremente por la exposición, señor —vociferó Invíctor, cuadrándose.
—¿Dinosaurios? Esta sí que es buena. Vamos, déjense de bromas.
—Su señoría —intervino entonces Mike—, no es broma.
—Venga ya, chicos. Un poco de juerga está bien, pero insistir es de mala educación.
—Pues si no se lo cree, excelencia —dijo Timba, con los ojos clavados en el techo de cristal—, no tiene más que echar un vistazo hacia arriba.
Todos volvieron sus cabezas hacia lo alto para contemplar el espectáculo más alucinante de toda su vida. Allí, describiendo círculos en el cielo, la bandada de pterodáctilos buscaba nuevas presas. Y al parecer ya las había encontrado.
—¿Qué diablos es eso?
—Dinosaurios voladores —indicó Trolli.
—¿Había más dinosaurios? —preguntó Ela.
—Sí, este grupito —explicó Trolli—. Han debido de romper el techo de cristal de la sala del profesor.
—¿Va a venir alguno más?
—También hay dinosaurios hervíboros —comentó Timba—. Pero esos no salieron en la foto.
—¿Qué foto? —preguntó el alcalde, alucinado—. ¿De dónde han salido?
—Lo de la foto es largo de explicar, pero salir, salen del Jurásico —respondió Mike—. Fue hace ciento cincuenta millones de años. No está mal, ¿eh? Para que luego digan que no se aprende en los museos.
El alcalde, sus acompañantes, los periodistas y el personal de la exposición contemplaron con asombro el vuelo de aquellos seres nunca antes vistos por la humanidad. Un espectáculo maravilloso, alucinante… De no ser porque venían hacia ellos con la intención de comérselos.
—¡Ya estamos! —gritó Trolli—. ¡Vamos, todo el mundo fuera de aquí, de inmediato!
No hizo falta repetirlo. Todos los presentes, algunos olvidando la dignidad de sus cargos, salieron corriendo sin mirar atrás en dirección a las salidas más cercanas. Una vez en la calle, siguieron en su loca carrera, como si les persiguiera un diablo. Y hasta cierto punto… así era.
Cuando los tres Compas, además de Invíctor y Ela, atravesaban el pasillo de la salida principal, los pterodáctilos impactaron contra el transparente techo del edificio haciéndolo añicos. Sorprendidos por la repentina desaparición de sus presas, se pusieron a volar sin rumbo por el interior de la sala.
—¡Tranquilos! —advirtió Trolli—. Mientras estemos dentro de este pasillo no podrán alcanzarnos: es demasiado estrecho para ellos.
—Es cierto —observó Invíctor—. Quizá sea el momento de pararnos a pensar qué podemos hacer. Somos los únicos que sabemos lo que ha ocurrido.
—No, no somos los únicos: mirad ahí arriba —advirtió Trolli, señalando con la mano hacia la destrozada techumbre.
El edificio de la exposición incluía una altísima torre de acero y vidrio. Se trataba de un observatorio astronómico y para llegar arriba una larga escalera de caracol recorría toda la fachada dando vueltas por el exterior. Y allí, quién sabe por qué, estaba…
—¡El profesor Rack! —exclamaron a la vez los tres Compas.
—Ya sabemos dónde se ha metido. Hay que ir a por él antes de que cumpla su venganza.
—Sí, Mike. Pero también debemos ocuparnos de los dinosaurios. Antes o después saldrán del edificio y sembrarán el pánico en la ciudad. Debemos impedirlo a toda costa.
—Para eso puedo usar mi lógica redonda, Trolli. Solo tenemos que hacerles unas fotos con la cámara de Rack y enviarlos de vuelta a su época.
—Buena idea. ¿Y dónde está la cámara?
—Me temo que se ha quedado en la sala del profe.
—Bien, pues ya tenemos plan —habló Trolli, decidido—. Nos dividiremos en dos grupos. Uno debe recuperar la cámara y hacerles fotos a nuestros amigos. El otro equipo irá a por Rack y evitará que haga maldades. Debemos aprovechar mientras los dinosaurios y Rack aún estén aquí dentro. Si salen, todo será más complicado.
Como respuesta a esas palabras, un fuerte aleteo indicó que la peor situación posible estaba a punto de ocurrir: los pterodáctilos, hartos de perder presas, regresaron al exterior para buscar «comida» por la ciudad. No les iba a faltar.
—Ahora sí que no podemos perder tiempo —observó, sombrío, Timba—. Lógica redonda…