—¡Noooo! —siguió gritando Mike, pensando que iba a caer al vacío o directamente en la bocaza del pterodáctilo.
Pero no: Timba había calculado bien el lanzamiento y el valiente cánido fue a «aterrizar» sobre el lomo del animal prehistórico. Más sorprendido que asustado, se agarró como pudo con sus cuatro patas sin dejar de protestar:
—¡Esto no está bien! ¡Y ya me lo habíais hecho antes!
Mike se refería al enfrentamiento mítico que los Compas habían mantenido con el Titán Oscuro, cuando Trolli convirtió a su mascota en un arma arrojadiza. No era exactamente lo mismo, pero se parecía.
—¡Mike, agarra la cresta del pterodáctilo! ¡Así podrás guiarlo!
—¿Cómo lo hago? —preguntó Mike, que bastante tenía con sujetarse con todas sus patas sobre el lomo de la bestia.
—Pues… Vaya, eso no lo había pensado —reconoció Timba—. Este vuelo va a ser como aquel chiste…
—¿Qué chiste? —preguntó Trolli.
—Ese que va uno y dice: «¿Sabes que las cajas negras de los aviones son naranjas?» Y el otro responde: «No fastidies… ¿No son cajas?».
—¡Ja, ja, ja, muy bueno! —rio Mike, pese a lo desesperado de su situación—. Y ahora que caigo, digo que no caigo, se me acaba de ocurrir la manera de guiar a este volátil sin tener que soltarme.
El truco era muy sencillo: apresar la cresta con los dientes. Y funcionó mucho mejor de lo esperado: al primer movimiento, el pterodáctilo cambió su rumbo. El profesor Rack podía tener la máquina de control mental, pero no podía competir con el control directo vía joystick. Bueno, vía cresta.
—¡Do dtengo, zhicos! —farfulló Mike, que no podía abrir la boca.
—¡Bravo, Mike, nunca dudé de ti! —mintió Timba—. ¡Intenta alejar de aquí al otro pterodáctilo!
—¡Decibido!
Mike guió «su» pterodáctilo lo mejor que pudo. El objetivo era estorbar los ataques del otro animal, cosa que consiguió no sin algo de esfuerzo. El pterodáctilo controlado por Rack se resistía a alejarse, pero al mismo tiempo sentía miedo del afilado pico de su compañero. Tras alguna ida y venida, optó por alejarse de allí sin hacer caso de las órdenes frenéticas de Rack:
—¡Pero ataca, maldito animal, ataca! —gritaba, impotente, el profesor, zarandeando la máquina. El control mental, ahora quedaba claro, tenía sus límites.
—En realidad habría sido mejor que Mike se lanzara en plan kamikaze y empujara al profesor para que se le cayera la máquina, ¿no? —preguntó Trolli.
—Esto… Vinagrito, a veces tu lógica redonda supera a la mía. Espera, que se lo digo.
—Ya no… Mike se ha alejado mucho. Hay que pensar otra cosa.
—¡Lo tengo! —exclamó Timba, con cara de haber hecho un gran descubrimiento—. ¡Diablos, lo teníamos que haber pensado desde el principio!
—¿El qué?
—Voy a hacerle una foto «temporal» a este profesorcillo de las narices y lo mando al pasado a toda pastilla.
Tras decir esto Timba apuntó la cámara fotográfica hacia el profesor, dispuesto a sacarlo del presente cuanto antes. Sin embargo, Trolli le detuvo quitándole el invento de las manos.
—¡No, Timba, no lo hagas! Piénsalo con atención: si enviamos al Jurásico a este chiflado, y encima con una máquina de control mental… ¡Imagina todo el daño que podría hacer!
—Es verdad —reconoció Timba, un poco asustado, al darse cuenta de lo que podía haber pasado—. ¡Podría cambiar toda la Historia!
—Así es. Por eso vamos a seguir el plan inicial. Detendremos a Rack y utilizaremos la última foto para devolver a los dinosaurios a su época. ¡Todos juntos! Y creo que sé cómo lograrlo.
—Oye, Trolli —preguntó de pronto Timba—. ¿No crees que deberíamos hablar más bajo? Tenemos a Rack a solo tres metros por encima de nosotros y tampoco es cosa de desvelarle todos nuestros planes, ¿verdad?
—Ya lo creo que os oigo, zoquetes. Pero si ese es todo el plan que tenéis, daría igual que estuviera sordo. ¡Ahora sí que os vais a enterar!
El profesor Rack no había tenido en cuenta, hasta ahora, que los Compas eran un hueso duro de roer. Pero como él mismo decía, a grandes males, grandes remedios. Harto del acoso de los tres amigos, decidió acabar con ellos de una sola vez, para que le dejaran cumplir su venganza en paz. Con gesto malvado, apuntó con su máquina de control al grupo de dinosaurios y les transmitió una orden general:
—¡Dinosaurios, volved aquí y acabad con los Compas de una maldita vez!
Un piso por debajo, entre dos tramos de escaleras hechas añicos, Trolli sonrió de oreja a oreja y guiñó un ojo a Timba, dándole a entender que el profesor, por muy listo que fuera, había mordido el anzuelo. Timba le devolvió la sonrisa aunque, a decir verdad, no tenía muy claro qué tramaba su amigo. Por el contrario, se sentía bastante preocupado al ver que todos los dinosaurios se dirigían a la torre tan rápido como eran capaces. Los velocirraptores, que estaban más cerca, llegaron en un pis pas y empezaron a trepar por la fachada como si tuvieran ventosas en las patas. No era buena cosa, no. Rex, algo más lento, tampoco tardaría en llegar. De momento avanzaba por las calles tumbando farolas y aplastando coches aparcados. Solo se encontraban lejos los pterodáctilos restantes, pero ya se acercaban, en perfecta formación.
¿Y el ejército? Bueno, de momento seguía a la espera. La maniobra de Invíctor había dado resultado, por lo que el general Parguelilla continuaba dándole vueltas a los manuales de ordenanzas.
—¡A ver…! ¡Porras, rayos! —se quejaba el jefazo militar—. ¡Este no es! ¡Sargento, traiga el Manual de Operaciones Alucinantes!
—¡A sus órdenes! —gritó el sargento, sacando de un camión un pesado tomo de quinientas páginas.
—¿Qué son «operaciones alucinantes»? —preguntó Ela, asombrada con lo que estaba viendo.
—Si no recuerdo mal, es el equipo encargado de redactar todos estos manuales —sonrió Invíctor—. Porque tienen que estar realmente alucinados para escribir tantas páginas. No creo que encuentre ahí lo que busca.
—¡Lo tengo, sargento! —gritó el general, señalando una página con gesto de victoria—. «Ordenanza alucinante número 308 bis»: «En caso de ataque de dinosaurios venidos del Jurásico a través de dispositivo temporal maléfico (véase “Máquina del tiempo” en el Manual de Artefactos Diversos y Notorios) la estrategia a seguir consistirá en la eliminación rápida de los intrusos mediante un decidido ataque aéreo». ¡Genial! ¡A todos los helicópteros! —bramó el general—. ¡Orden de ataque inmediato! ¡Borrad del mapa a esas lagartijas!
—Vaya… ¿Quién se iba a imaginar que una situación así estaba prevista? —se lamentó Invíctor.
—¡En el ejército lo tenemos todo previsto, muchacho! —exclamó el general, satisfecho.
—Espero que los Compas tengan tiempo de reducir al profesor antes de que se inicie el ataque —indicó Ela, sin hacer caso.
—No sé yo, mira qué rápido vuelan…
Sí, un montón de helicópteros de combate se dirigía a toda velocidad hacia la torre. Fuera cual fuera el plan, los Compas debían actuar, pero ya. Y en eso estaban:
Trolli, que obviamente desconocía la orden que acababa de dar el general Parguelilla, hizo un gesto a Timba para que mantuviera la calma y le habló en voz muy baja, casi pegado a su oído:
—Confía en mí, Timba. En cuanto yo haga lo que tengo que hacer, tú trepas por los restos de la escalera, reduces al profesor y le quitas su máquina de control mental. ¡Pero no la apagues!
—Vale… Digo… No, no vale. ¿De qué va esto? —preguntó Timba, también en voz baja.
—No hay tiempo para explicaciones. Pero si haces lo que te digo, todo saldrá bien. Creo.
—Bueno… ¿Subir por los restos de la escalera? Eso es más fácil decirlo que… ¡Trolli! ¿Qué haces, a dónde vas? —gritó de pronto Timba, asombrado por lo que veían sus ojos.
No era para menos: Trolli, con la cámara fotográfica colgando del cuello, saltó por encima de la barandilla de la escalera y se arrojó al vacío.
—¡Melocotóóóóóóón!