No mucho después, como he dicho, pasado el viaje de novios y también el verano, hube de empezar a ausentarme por mi trabajo de traductor e intérprete (ahora más bien intérprete) en los organismos internacionales. El acuerdo con Luisa era que ella trabajara menos durante un tiempo y se dedicara a montar nuestra casa común y nueva (artificiosamente), hasta que pudiéramos hacer coincidir al máximo nuestras presencias y ausencias o bien, incluso, cambiáramos de empleo. En otoño, a mediados de septiembre, da comienzo en Nueva York el periodo de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que se prolonga durante tres meses, y allí hube de irme, como otros años en los que aún no conocía a Luisa, en mi calidad de temporero (se necesitan unos cuantos durante la Asamblea), ocho semanas interpretando para luego volver a Madrid y no moverme ni interpretar al menos durante otras ocho.

Uno no se divierte en esas ciudades, ni siquiera en Nueva York, porque uno está allí trabajando de mala manera durante cinco días a la semana, y los dos restantes resultan tan falsos (como un inciso) y uno está tan exhausto que sólo puede dedicarse a recobrar fuerzas para la siguiente semana, pasear un poco, mirar de lejos a los toxicómanos y a los delincuentes futuros, ir de tiendas (por suerte está abierto casi todo en domingo), leer el New York Times gigantesco durante todo el día, beber zumos energéticos o de tuttifrutti y ver la televisión de noventa canales (es fácil que en alguno de ellos aparezca Jerry Lewis). Uno quiere descansar el oído y la lengua, pero es imposible, acaba siempre escuchando y hablando, aunque esté solo. No es mi caso. La mayoría de los llamados temporeros alquila un escuálido apartamento durante su estancia, siempre más barato que un hotel, un apartamento amueblado de cocina empotrada, y todos dudan si cocinar allí y soportar el olor de lo que van a comer o han comido o bien almorzar y cenar siempre fuera, lo cual resulta fatigoso y muy caro en una ciudad en la que nada cuesta lo que se dice que cuesta, sino un quince por ciento más en concepto de obligada propina en los restaurantes y luego un ocho por ciento suplementario para todas las cosas en concepto de impuesto local neoyorquino (un abuso, en Boston es sólo el cinco). Yo tengo la suerte de tener en esa ciudad una amiga española que con gran amabilidad me aloja durante mis ocho semanas asamblearias. Vive allí permanentemente, es una colega que trabaja como intérprete fija para las Naciones Unidas, lleva en Nueva York doce años, tiene una casa agradable y no escuálida, en la que puede cocinarse de vez en cuando sin que el olor a comida invada el salón y los dormitorios (en los apartamentos raquíticos, como es sabido, todo es uno). La conozco desde hace aún más años de los que lleva fuera de España, la conozco de la Universidad, ambos éramos estudiantes aunque ella cuatro años mayor que yo, lo cual significa que ahora tiene treinta y nueve y que tenía uno menos cuando yo estuve allí después de mi matrimonio, en esa ocasión de la que estoy hablando o de la que me dispongo a hablar. Entonces, cuando éramos estudiantes, esto es, en Madrid y hace ya quince años, nos acostamos dos veces aisladas, o quizá fueron tres o puede que cuatro (no más), seguramente ninguno de los dos nos acordamos bien de esas veces, pero sin embargo sabemos de ellas, y el conocimiento de ese dato, mucho más el conocimiento que el hecho mismo, nos hace tratarnos con delicadeza en nuestro caso y a la vez con gran confianza, quiero decir que nos lo contamos todo y nos decimos palabras de consuelo o distracción o ánimo cuando advertimos que esas palabras nos son necesarias al uno o al otro. También nos echamos de menos (vagamente de menos) cuando no estamos juntos, una de esas personas (en la vida de cada cual hay cuatro o cinco, y de ellas se sufre en verdad la pérdida) a las que uno está acostumbrado a informar de lo que le ocurre, es decir, en las que uno piensa cuando le sucede algo, divertido o dramático, y para las que uno acumula hechos y anécdotas. De buena gana se aceptan reveses porque van a relatarse a esas cinco personas. ‘Esto tengo que contárselo a Berta’, piensa uno (pienso yo muchas veces).

Berta tuvo un accidente de carretera hace seis años. Una pierna le quedó destrozada, con múltiples fracturas abiertas, padeció una osteomielitis, se pensó en amputarla, se la salvó por fin pero perdió parte del fémur, que hubo que acortarle, por lo que desde entonces cojea un poco. No tanto como para no llevar zapatos de tacón (y los lleva con garbo), pero el tacón de uno ha de ser siempre un poco más largo y grueso que el del otro zapato, se los hacen especiales. En esos desiguales tacones no se fija uno si no está advertido, pero sí se fija en que cojea un poco, sobre todo cuando está agotada o en casa, donde no hace esfuerzos para ennoblecer los andares: se abandona al cerrar tras de sí la puerta y guardar en el bolso la llave, ya no disimula, se le duplica la cojera. También le quedó una cicatriz en la cara, es algo leve, tan leve que no ha querido corregírsela mediante cirugía, es como una media luna en la mejilla derecha que a veces, cuando ha dormido mal o ha tenido un disgusto o está muy cansada, se le oscurece y se le hace más visible. Entonces, durante unos instantes, creo que tiene una mancha, que se ha tiznado, y se lo digo. ‘Es la cicatriz’, me recuerda, que se ha puesto azul o morada.

Estuvo casada cuando era más joven, en parte fue por eso por lo que se marchó a América y buscó allí empleo. Se divorció a los tres años, se volvió a casar dos después y uno más tarde se divorció de nuevo. Desde entonces nada le ha durado mucho. Desde hace seis, tras el accidente, se ha sentido vieja injustificadamente y descree de sus posibilidades para conquistar a nadie (duraderamente, se entiende). Es una mujer guapa, con unos rasgos que no fueron nunca muy juveniles y que por tanto no la han hecho cambiar apenas desde los tiempos de la Universidad. Tendrá en la vejez un aspecto agradable, sin esas transformaciones que hacen irreconocibles a algunos rostros de nuestro pasado, o a nuestro rostro, que nunca miramos adecuadamente. Pero por injustificado que a mi parecer sea su sentimiento, lo cierto es que lo tiene, y aunque aún no ha claudicado ni se ha dado de baja, su relación con los hombres ha estado viciada en los últimos tiempos por ese sentimiento obsesionante e involuntario, una relación angustiada, todavía no indiferente, como probablemente lo será dentro de ya no mucho. En estos años, cada vez que he pasado mi temporada de temporero en la ciudad en que vive, han entrado y salido del piso numerosos individuos (la mayoría norteamericanos, algunos españoles, hasta algún argentino; la mayoría llegaban acompañándola, otros llamaban y la citaban fuera, pocos venían a recogerla, alguno hasta tenía llave) que no han mostrado el menor interés en conocerme y que por tanto no debían de tener el menor interés en ella (interés a largo plazo, quiero decir, uno desea conocer e incluso ser grato a los amigos de quien puede estar con nosotros durante algún tiempo). Cada uno de esos individuos la ha decepcionado o la ha abandonado, en muchas ocasiones tras una sola noche compartida. En cada uno de esos individuos ella ha puesto ilusión, en nadie ha dejado de ver un proyecto, incluso la primera noche que tantas veces prometía ser la última, y lo cumplía. Cada vez le es más difícil retener a nadie y cada vez lo intenta con mayor ahínco (aún no le ha llegado, digo, la hora de la indiferencia, tampoco la del cinismo).

Cuando yo estuve allí tras mi boda, de mediados de septiembre a mediados de noviembre, hacía ya dos años que había empezado a probar con las citas convenidas a través de agencia y también, desde hacía uno, a escribir a las secciones de contactos personales (personals, se llaman) de periódicos y revistas. Se había hecho un vídeo para la agencia, que desde allí —previo pago— se enviaba a los interesados en alguien como ella. La expresión es absurda, pero es la que se utiliza y Berta misma utiliza, ‘gente interesada en alguien como yo’, es decir, Berta acercándose a un modelo anterior pero inexistente en vez de crear el propio. En ese vídeo ella hablaba sentada en su sofá (me lo mostró, conservaba el original, los de la agencia hacían y mandaban copias), estaba guapa, muy arreglada, parecía serena, parecía más joven, hablaba en inglés frente a la cámara, al final dejaba caer algunas frases convencionales en español para atraer a otros españoles solitarios posibles, residentes o de paso, o a quienes gustan de un toque exótico o a los que en América llaman hispanos. Hablaba de sus gustos, de sus aficiones, de sus ideas (no muchas ideas), no de su trabajo, mencionaba su accidente, mencionaba su leve cojera con una sonrisa exculpatoria, era obligado confesar los defectos físicos para que nadie se llamara a engaño; luego se la veía por casa, regando las plantas, hojeando un libro (era de Kundera, un fallo), con música de fondo (se oía un violoncello de Bach al fondo, un tópico), con delantal en la cocina, escribiendo cartas ante una mesa con luz eléctrica. Eran muy breves los vídeos, unos tres o cinco minutos, todos plácidos. Ella (empleo el plural por eso) también los recibía previo modesto pago, los vídeos de hombres que habían o no visto el suyo y querían conocerla o darse a conocer a desconocidas. Recibía un par de ellos cada semana, durante mi estancia los veíamos juntos, nos reíamos, yo la aconsejaba, aunque me sentía incapaz de aconsejarla en serio, me parecía tan sólo un juego, me resultaba difícil creer que ella pudiera hacerse ilusiones con ninguno de aquellos individuos. Tenían que ser individuos anómalos, raros y no muy de fiar, pensaba yo, para prestarse a aquello. Cuando pensaba esto olvidaba que Berta también se prestaba, y era mi amiga, y digna de confianza. La agencia era bastante seria, o al menos así se presentaba, todo estaba controlado hasta el primer encuentro, no había nada de muy mal gusto, censuraban los vídeos si hacía falta, todo era plácido. En los contactos personales por correspondencia la cosa variaba, allí no había control de ninguna clase, ningún intermediario, y en seguida se entraba en materias carnales, los corresponsales pedían al instante vídeos insinuantes y luego lascivos, decían palabras audaces, gastaban bromas repugnantes que a Berta ya no se lo parecían tanto, nada repugna de lo que se forma parte, nada de lo que se convierte en costumbre. Al poco tiempo no se interesó ya apenas por lo que le llegaba a través de la agencia, aunque seguía solicitando cintas para creer que aún contaba con el mundo plácido, sino que se carteaba y se cruzaba vídeos con hombres extraños o más anómalos, gente con cara y cuerpo pero todavía sin nombre, gente con iniciales o con apodos, recuerdo algunos de los que me hablaba, ‘Taurus’, ‘VMF’, ‘De Kova’, ‘The Graduate’, ‘Weapons’, ‘MC’, ‘Humbert’, ‘Sperm Whale’ o ‘Gaucho’, esos eran sus sobrenombres. Todos sonreían ante la cámara con desenfado, vídeos caseros, sin duda se habían filmado a solas, ellos solos en casa, hablando a nadie, a alguien desconocido o por conocer, o tal vez al mundo que los ignoraba. Algunos le hablaban desde la almohada, recostados en la cama y en calzoncillos o trajes de baño minúsculos, metiendo estómago, con el tórax untado de aceite como si fueran atletas. Pero no lo eran. Los más atrevidos (cuanta más edad más osados) aparecían desnudos, erectos pero hablando como si nada, sin mencionar lo que no resultaba conspicuo demasiadas veces. Berta se reía al verlos y yo también me reía, pero con desazón, porque sabía que Berta, después de reírse, le contestaría a alguno, y le mandaría su vídeo, y quedaría con él y acaso vendría con él al apartamento. Y en esas ocasiones, tras cerrar la puerta y guardar en el bolso la llave, seguiría enderezando el paso, y aunque estuviera ya en casa no cejaría en su esfuerzo por disimular la cojera, al menos no hasta llegar a la alcoba, sobre una cama no se anda.

A las dos semanas de llegar yo a Nueva York en el año de mi matrimonio, Berta (era un fin de semana, también el segundo y ya con el inicio de la acumulación del cansancio) me enseñó una carta que le había llegado al apartado de correos que tenía alquilado para recibir sus personals. Solía dármelas a leer cuando yo estaba allí por compartir la diversión (la pena, luego, la compartía menos), pero en este caso también quería comprobar si yo veía en la carta lo mismo que ella.

—A ver qué te parece —me dijo al alcanzármela.

La carta estaba escrita en inglés y a máquina y no decía gran cosa, el tono era desenvuelto pero educado, hasta un poco sobrio para esa clase de correspondencia. El individuo había visto el anuncio de Berta en la sección de personals de una revista mensual y se mostraba interesado en establecer contacto. Mencionaba que iba a estar en la ciudad un par de meses (lo cual, se daba cuenta, podía ser un atractivo pero también disuasorio), y añadía que sin embargo venía a Manhattan con bastante frecuencia, varias veces al año (lo cual era prometedor y cómodo, decía, garantizaba que no iba a ser un agobio). Como si no tuviera costumbre de escribir este tipo de cartas e ignorara que lo normal es empezar utilizando un pseudónimo o un apodo o las iniciales, se disculpaba por firmar sólo ‘Nick’ (la firma a mano), y lo justificaba aduciendo que, al trabajar ‘en una arena o campo muy visible o expuesto’ (‘as I work in a very visible arena’, eran sus palabras exactas), debía ser muy discreto de momento, si no reservado, si no secreto. Así decía, ‘si no reservado, si no secreto’.

Tras leer la carta le dije a Berta lo que Berta esperaba:

—Esta carta la ha escrito un español.

El inglés era bastante correcto, pero con algunas indecisiones, una falta inconfundible y varias expresiones no ya poco inglesas, sino que parecían una traducción demasiado literal del castellano: tanto Berta como yo como Luisa estamos muy acostumbrados a detectar estas transparencias de nuestros compatriotas cuando hablan o escriben lenguas. Si el hombre era español, sin embargo, resultaba caprichoso o absurdo que se dirigiera a Berta en inglés, ya que el anuncio que ella iba poniendo y pagando cada mes en esa revista proclamaba antes que nada su origen: ‘Young woman from Spain...’, así empezaba, aunque se avergonzaba un poco, a la hora de las citas, de haberse presentado como ‘young’ todavía: al salir se encontraba asquerosa y se veía todas las arrugas, hasta después del colágeno, hasta las que no existían. De la carta de ‘Nick’ la intrigaba sobre todo la ‘arena muy visible’. La verdad es que desde el comienzo de su trato o pretratos con desconocidos nunca la había visto tan excitada tras un primer contacto. ‘¡Una arena muy visible!’, exclamaba y repetía riendo un poco, a medias por lo pretencioso y cómico de la frase, a medias por el entusiasmo de la esperanza. ‘¿En qué trabajará? Una arena muy visible, eso suena a cine o televisión. ¿Será un locutor? Hay varios que me gustan, pero claro, si es español entonces ya no sé, no los conozco, pero a lo mejor tú sí.’ Se quedaba pensando, y al cabo de un rato añadía: ‘A lo mejor es un deportista, o un político, aunque no creo que un político se arriesgue a estas cosas. Aunque en España la gente es muy descarada. Decir que trabaja en una arena muy visible es como decir que es famoso. Por eso querrá hacerse pasar de entrada por americano. ¿Quién podrá ser?’

—Puede que lo de la arena sea falso, una artimaña para darse aires y despertar interés. Contigo lo está consiguiendo.

—Puede ser, pero en todo caso la expresión tiene su gracia. Arena. Aunque es muy americana, y si es español, ¿de dónde la habrá sacado?

—De la televisión, donde se aprende todo. También puede que no sea nada famoso pero él crea que sí lo es. A lo mejor es un agente de bolsa, o un médico, o un empresario, y se cree importante y por ello expuesto, cuando nadie conoce a esa gente, sobre todo aquí en América.

Yo le jaleaba los hallazgos y las ilusiones, era lo menos que podía hacer. Esto es, lo menos que podía hacer era escucharla, prestar atención a su mundo, alentarla, dar importancia a las cosas a las que se la daba ella y mostrarme optimista, esa es la función primera de la amistad, a mi parecer.

—A lo mejor es un cantante —decía ella.

—A lo mejor es un escritor —contestaba yo.

Berta contestó al apartado de correos que ‘Nick’ le indicaba, ‘P.O. Box’, así se llama un apartado en inglés, todo el mundo los utiliza, hay millones de ellos repartidos por todo el país. Pero si durante mis estancias Berta no dejaba de enseñarme ninguna carta ni vídeo de corresponsal ninguno, no hacía lo mismo con sus respuestas escritas, que enviaba sin guardar copia y sin dejarme ver, y yo lo entendía, pues uno puede tolerar el juicio sesgado de los propios actos nunca visibles íntegramente y que cesan, pero no de las propias palabras íntegramente legibles y que permanecen (aunque el juicio frontal sea involuntario y benévolo por parte de quien lo forma, y no lo exprese).

Unos días más tarde le llegó la respuesta a su respuesta, otra carta que no dejó de mostrarme. Seguía estando en decoroso y dubitativo inglés, lengua en la que también Berta le había escrito, según me dijo, para no herirlo en sus conocimientos lingüísticos ni decepcionarlo, y era más breve y más salaz, como si mi amiga lo hubiera invitado a ello, o tal vez no, quizá en el segundo paso las mínimas formas imprescindibles en todo primer contacto tendían a desaparecer. Ahora no firmaba ‘Nick’, sino ‘Jack’, nombre que prefería ‘esta semana’, decía, y el nombre estaba de nuevo a mano, la c y la k eran idénticas en los dos. Le pedía ya un vídeo para conocer su rostro y su voz, y se disculpaba por no mandarlo todavía él (luego debía de haber sido Berta quien se lo había solicitado en primer lugar): al estar aún instalándose para sus dos meses en la ciudad, no había tenido tiempo de comprar una cámara o enterarse de en qué tipo de establecimiento podían hacérselo, lo enviaría la próxima vez. En esta ocasión no hacía ninguna referencia a su arena ni contaba nada más de sí mismo, sólo hablaba un poco de Berta, a la que se dedicaba a imaginar brevemente (tres líneas) en la intimidad. Aún empleaba términos cursis y no groseros, frases propias de canciones confidenciales: ‘Anticipo ya el momento de desnudarte y acariciar tu piel suave’, cosas así. Sólo al final, justo antes de la firma, ‘Jack’ se despedía con una picardía brutal, como si no hubiera podido contenerse: ‘Quiero follarte’, decía en inglés. Pero a mí me pareció que aquello estaba escrito en frío y a modo de recordatorio inclemente, no fuera a pensarse Berta que eso podía no figurar en el programa que estaban confeccionando. O quizá era una manera de eliminar las previas cursilerías melódicas, o de calibrar el aguante y el vocabulario (la tolerancia léxica) de su corresponsal. Berta tenía aguante y humor para eso y más: seguía riéndose, le brillaban los ojos, cojeaba menos, se sentía halagada olvidando por un instante que para aquel hombre que la deseaba o quería follarla ella todavía no era más que unas letras, unas iniciales, la promesa de alguien, ‘BSA’, unas palabras escritas en una lengua que no era la de ella ni la de él; y que una vez que él la viera o viera su vídeo y ella fuera algo más, podría no ser ya deseada o ni siquiera follable, como le había ocurrido en alguna ocasión; y que después de cumplirse el deseo —si se cumplía— podía ser rehuida, como le pasaba casi todas las veces desde hacía tiempo, no sabía o no quería saber por qué.

Era consciente de todo eso (pasado el instante), pero contestó a ‘Jack’ como había contestado a ‘Nick’ y le mandó una copia de su vídeo de agencia y se puso a esperar. Durante los días de espera estaba nerviosa pero también animada, cariñosa conmigo como lo son las mujeres cuando tienen una ilusión, aunque ella conmigo siempre lo es. Una tarde que yo volví del trabajo antes que Berta y recogí el correo de su buzón se delató más que nunca. Nada más abrir la puerta y guardar la llave en el bolso (y no abandonarse en seguida a los andares domésticos, se lo impedía la concentración), vino a mí y me preguntó a toda prisa, sin saludarme antes:

—¿Has cogido tú el correo o es que no había nada?

—Lo he recogido yo. Está ahí en la mesita lo que hay para ti. Yo he tenido carta de Luisa.

Corrió a esa mesita y miró los sobres (uno, dos y tres), y ya no abrió ninguno hasta que se hubo despojado de la gabardina y hubo pasado por el cuarto de baño y por la nevera y se hubo calzado unos mocasines que la desequilibraban más. Aquella noche no salimos ni ella ni yo, y mientras yo miraba el concurso Family Feud en la televisión y ella leía (no Kundera por suerte), me dijo:

—Qué idiota estoy, estoy alterada, se me olvidan las cosas, antes he creído que podía haber en el correo algo de Arena Visible. Si me escribe lo hará al apartado, no aquí, no sabe mis señas ni tampoco mi nombre, qué despistada estoy. —Se interrumpió un segundo y en seguida añadió:— ¿Tú crees que volverá a contestar?

—Seguro que sí. Cómo no va a escribir después de verte en el vídeo —le contesté yo.

Se quedó callada, siguió conmigo una prueba de Family Feud. Luego dijo:

—Cada vez que espero una respuesta me horroriza la idea de que no la haya y también de que llegue. Todo resulta luego un desastre, pero mientras está todo por suceder tengo la impresión de la absoluta limpieza y la infinita posibilidad. Me siento como con quince años, no me cabe el escepticismo, es raro. No puedo evitar hacerme ilusiones. La mayoría de los tipos con los que luego me encuentro son impresentables, tipos repugnantes, a veces acabo saliendo y yendo a cenar con ellos y más allá sólo porque vienen precedidos por la espera y las cartas, de no ser así ni cruzaría la calle en su compañía. Supongo que ellos sentirán lo mismo respecto a mí. —Hizo una pausa, o quizá atendió a otra pregunta de Family Feud. Luego continuó:— Por eso el estado perfecto es el de la espera y el de la ignorancia, lo malo es que si supiera que ese estado iba a durar indefinidamente entonces ya no me gustaría tampoco. Fíjate, de pronto hay un tipo que por la razón que sea me hace particular gracia, sin saber nada de él, como este Nick o Jack, por qué se le habrá ocurrido cambiar de nombre, no es lo habitual. Mientras no lo conozco, sobre todo antes de ver su vídeo si lo manda, o su fotografía, me siento casi feliz. Desde hace tiempo son los únicos días en que de verdad me siento contenta y de buen humor. Luego me envían esos vídeos ridículos que quieren ser osados, lo del vídeo es una plaga, y aun así muchas veces quedo con ellos, pensando que todo lo anterior al encuentro en persona en realidad no cuenta. Es demasiado artificial, pienso, la gente se comporta de otra manera cuando está cara a cara. Es como si les diera otra oportunidad anulando de pronto lo que les dio la primera, o me la diera a mí. Es curioso, pero los vídeos, pese a lo falso de la situación en que normalmente están hechos, no engañan jamás. Date cuenta de que un vídeo se mira impunemente, como la televisión. Nunca miramos a nadie en persona con tanto detenimiento ni con tanto descaro, porque en cualquier otra circunstancia sabemos que el otro también nos está mirando, o que puede descubrirnos si lo estamos mirando a escondidas. Es un invento infernal, ha acabado con la fugacidad de lo que sucede, con la posibilidad de engañarse y contarse después las cosas de manera distinta de como ocurrieron. Ha acabado con el recuerdo, que era imperfecto y manipulable, selectivo y variable. Ahora uno no puede recordar a su gusto lo que está registrado, cómo va uno a recordar lo que sabe que puede volver a ver, tal cual, incluso a mayor lentitud de como se produjo. Cómo va uno a alterarlo. —Berta hablaba cansinamente, tenía la pierna mala escondida bajo su cuerpo, sobre el sillón, y en la mano sostenía el libro, como si no hubiera decidido aún interrumpir la lectura ni interrumpir mi concurso: hablaba, por tanto, como en un paréntesis, es decir, sin querer decir tanto.— Menos mal que sólo se filman algunos momentos del conjunto de una vida, pero esos momentos, fíjate, no engañan nunca, más por el tipo de mirada de quien los contempla que porque haya en lo filmado mucha autenticidad. Cuando veo los vídeos de esos hombres se me cae el alma a los pies, aunque también me ría y luego salga con alguno de ellos. Se me cae el alma a los pies, y más aún cuando los veo llegar con sus estudiados y horrendos trajes y sus preservativos en el bolsillo, nunca hay ninguno al que se le haya olvidado cogerlos, todos han pensado: ‘Well, just in case’. Si hubiera uno que no pensara eso la primera noche sería peor, a lo mejor me enamoraba de él. Ahora estoy ilusionada con este Nick, o Jack, un español caprichoso que se hace pasar por americano, ha de ser un tipo gracioso, con su arena visible, a quién se le ocurre ir con eso por delante. Estos días vivo más conforme e incluso contenta porque espero su respuesta y que me mande su vídeo, bueno, también porque estás tú aquí. ¿Y qué pasará? Su vídeo será asqueroso, pero lo veré varias veces hasta acostumbrarme a él, hasta que no me parezca demasiado mal y sus defectos acaben por atraerme, esa es la única ventaja de la repetición, lo distorsiona todo y lo hace familiar, lo que repele en la vida atrae finalmente si se ve las bastantes veces en una pantalla de televisión. Pero ya sabré, en el fondo, que lo único que quiere esa cara es follarme una noche y basta, como ya se encargó de advertir, y que luego desaparecerá, tanto si me gusta como si no, tanto si yo quiero que desaparezca como si no. Quiero verle y no quiero verle, quiero conocerle y que siga siendo un desconocido, quiero que me conteste y que su contestación no llegue. Pero si no llega me desesperaré, me deprimiré, pensaré que al verme no le he gustado, y eso siempre ofende. Nunca sé qué querer.

Berta se tapó la cara con el libro abierto sin darse cuenta: al contacto de las páginas sobre su rostro lo dejó caer y entonces se cubrió con las manos, como había sido su intención. No lloraba, sólo se ocultaba un poco, un instante. Yo dejé de mirar Family Feud y me levanté y me acerqué a ella. Recogí el libro del suelo y le puse la mano en el hombro. Ella me la cogió y me la acarició (pero fue un segundo), para apartármela luego muy lentamente, o rechazármela con suavidad.

No hubo cara en el vídeo de ‘Nick’ o ‘Jack’, que a la tercera oportunidad quiso llamarse ‘Bill’, ‘puede que sea mi nombre definitivo, puede que no’, decía aún en inglés en la tarjeta que acompañaba a la grabación, y la i era idéntica a la i de ‘Nick’. Quizá había llegado el día que no podía llegar a casa y no llegó, pero Berta lo recogió dos después, cuando fue a mirar en el apartado de correos de la oficina más cercana, allí donde recibía su correspondencia más personal, o quizá impersonal. Tenía todavía la gabardina puesta cuando yo entré aquella tarde en el piso, se me había adelantado en pocos minutos, seguramente yo habría llegado antes si ella no hubiera pasado por correos ni se hubiera entretenido o puesto nerviosa con la llave que abría el buzón plateado. Tenía el paquete en la mano (el paquete con forma de cinta de vídeo), lo alzó y lo agitó con una sonrisa, para enseñármelo, para comunicármelo. Estaba inmóvil, luego no cojeaba.

—¿Lo vemos juntos esta noche después de cenar? —me preguntó confiada.

—Esta noche ceno fuera. No sé a qué hora regresaré.

—Bueno, si puedo aguantar espero hasta que vuelvas. Si no, te lo dejo encima de la televisión y lo ves tú luego antes de acostarte, para comentar mañana.

—¿Por qué no lo vemos ahora?

—No, no estoy aún preparada. Quiero dejar pasar unas horas, saber que lo tengo y no mirarlo todavía. Intentaré esperarte lo más que pueda.

Estuve a punto de cancelar mi cita. Berta prefería ver el vídeo conmigo, para estar protegida mientras lo viera o para darle la importancia visual que verbalmente le venía dando desde hacía días. Aquello era un acontecimiento, quizá solemne, hay que dar importancia a lo que la tiene para los amigos. Pero mi cita era un compromiso de semitrabajo, un alto funcionario español amigo de mi padre y de visita en la ciudad, con un inglés aceptable pero inseguro, me había pedido si podía acompañarles a su mujer y a él (ella más joven) a una cena con otro matrimonio, un senador norteamericano y su esposa norteamericana (ella más joven), para entretener a las señoras mientras los hombres hablaban de negocios sucios y echarle a él una mano con el inglés si, como era probable, le hacía falta. Las señoras resultaron ser no sólo más jóvenes, sino unas frívolas alocadas que después de la cena se empeñaron en ir a bailar y lo consiguieron: bailaron conmigo y con otros sujetos durante horas (nunca con sus maridos, enfrascados en lo sucio) y se apretaban mucho, sobre todo la española, cuyos pechos contra mi pecho me parecieron siliconados, como madera tal vez mojada, no osé hacer pruebas digitales. Tenían dinero y mundo aquellas dos parejas, hacían negocios, se inyectaban plásticos, hablaban de Cuba con conocimiento de causa, iban a sitios donde se baila agarrado.

Llegué a casa pasadas las dos, por suerte era sábado al día siguiente (bueno, porque era viernes había accedido a aquella velada). Estaba encendida la lámpara a cuya luz había leído y leía Berta, la que solía dejar yo cuando se acostaba y yo no había llegado, o dejaba yo cuando era a la inversa. No tenía sueño, aún llevaba en mis oídos la música a cuyo son había bailado con las dos frívolas y el sonido de las voces viriles que preparaban planes para la nueva Cuba (yo había traducido numerosas veces, las dificultades del funcionario). Miré el reloj sabiendo la hora y me acordé entonces del anuncio de Berta, ‘Intentaré esperarte lo más que pueda’. No había podido esperarme hasta el fin del baile. Encima de la televisión, como había dicho, estaba una cinta de vídeo con una tarjeta, la tarjeta de ‘Bill’ (‘puede que sea mi nombre definitivo’) de la que ya he hablado. La cinta era breve como suelen serlo las personales, estaba en su final, no había sido rebobinada. La introduje para hacerla volver atrás, aún tenía yo mi gabardina puesta. Me senté sobre ella, arrugándola, los faldones, no debe hacerse eso nunca, luego va uno durante semanas con aspecto de indocumentado. Le di al vídeo y empecé a mirar, sentado sobre mi gabardina. Durante los tres o cuatro minutos grabados el plano no cambió, fue siempre el mismo, la cámara quieta, y lo que en él se veía era un torso sin rostro, el encuadre cortaba la cabeza del hombre por la parte de arriba (llegaba a vérsele el cuello, la nuez picuda) y por abajo no alcanzaba más que hasta la cintura, la figura erguida. Ese hombre estaba en albornoz, un albornoz azul pálido recién estrenado o lavado, quizá uno de esos que prestan a sus clientes los hoteles caros.

O quizá no, ya que a la altura del pecho, a la izquierda, se leían dos discretas iniciales, ‘PH’, a lo mejor se llamaba Pedro Hernández. También se le veían los antebrazos, los tenía cruzados ocultando las manos, las mangas del albornoz no eran muy largas, un modelo kimono que dejaba al descubierto los brazos velludos y fuertes y quizá largos, cruzados e inmóviles, secos, no mojados, no estaba recién salido de la ducha o el baño, el albornoz era tal vez sólo una forma de no llevar ropas reconocibles ni significativas de nada, un anonimato indumentario: lo único que se le veía propio era un reloj negro y de gran tamaño en la muñeca derecha (las manos metidas bajo los brazos), acaso un zurdo o meramente un caprichoso. Hablaba en inglés, otra vez, pero su acento lo delataba como español mucho más todavía que su escritura. Aquel hombre no podía creer que podía pasar por americano ante una española residente en Nueva York y que trabajaba de intérprete (pero esto él no lo sabía) hablando de aquella manera; y sin embargo lo hacía, la lengua como disfraz, como pista falsa, las voces cambian ligeramente cuando hablan una lengua que no es la propia, lo sé muy bien, aunque la hablen imperfectamente y sin esforzarse (el hombre no hablaba mal, sólo tenía acento). El cuello del albornoz dejaba ver un triángulo de su pecho, también muy velludo y con algunas canas, pocas, el vello era oscuro predominantemente. Con aquel albornoz y con tanto pelo me recordó a Sean Connery, el gran actor, un héroe de mi niñez: cuando hacía de agente con licencia para matar, frecuentemente estaba en toalla o en batín o en kimono, si no recuerdo mal. Al instante le puse al hombre sin rostro la cara de Connery, es difícil oír hablar a alguien en televisión sin imaginar sus rasgos. En un momento de la grabación entró en cuadro su barbilla porque la bajó, muy pocos segundos, parecía partida sin llegar a estarlo, una sombra de hoyuelo, una muesca, la hendidura en el hueso pero no en la piel, que sin embargo la transparentaba (no recuerdo si el actor Sean Connery tiene el mentón partido).

Durante más de un minuto se vio la imagen casi inmóvil del torso con los brazos cruzados (pero respiraba) y no se oyó nada, como si el hombre hubiera puesto en marcha la cámara antes de estar preparado para decir sus palabras, o quizá estuviera meditándolas, o memorizándolas. En realidad se oía muy al fondo una música, como si a lo lejos hubiera una radio o televisión encendidas. Estaba ya a punto de hacer avanzar la cinta aceleradamente para ver si aquello cambiaba y había o no algún mensaje cuando por fin ‘Bill’ arrancó a hablar. Su voz era vibrada. Tendía al susurro pero era un poco aguda, casi chillona, no parecía muy adecuada para un hombre velludo ni desde luego para Sean Connery. Su nuez se movía. Hacía pausas extrañas al habla, como si antes de enfrentarse al vídeo hubiera redactado su texto con frases sencillas y cortas y lo estuviera recitando. A veces las repetía, era difícil saber si como recurso estilístico o involuntariamente, para corregir su pronunciación. El efecto era sombrío. Las frases no sólo eran cortas, sino que sonaban cortantes. Su voz era como una sierra. Su voz era como la de La Habana a través del balcón y el muro, como la de Guillermo, cuya traducción es William, cuyo diminutivo es Bill y no Nick o Jack. ‘He recibido tu vídeo, gracias’, decía esa voz en su inglés inteligible pero españolizado al que él habría traducido y del que traduzco yo ahora, pasado el tiempo. ‘La verdad es que promete mucho. Eres muy atractiva. Pero eso es lo malo. Que sólo promete. No es bastante. No es bastante. Por eso yo te mando también algo parcial. Incompleto. Para ti ver mi cara sería como para mí ver tu cuerpo. Tu cuerpo. A las mu-jeres os importa la cara. Los ojos. Eso decís. A los hombres la cara con cuerpo. O el cuerpo con cara. Eso es así. Ya te dije que trabajo en una arena muy visible.’ (‘A very visible arena’, decía otra vez, y la última palabra la pronunciaba a la española, no podía evitarlo por el español origen de la palabra. Me eché hacia atrás. Se me arrugó más la gabardina.) ‘Muy visible. No puedo darme a conocer a nadie desconocido así como así.

Si no estoy convencido de que vale la pena. Para saberlo tengo que verte entera. Entera. Tengo que verte desnuda. Con el mayor detalle posible. Dices que sufriste un accidente. Dices que cojeas un poco. Un poco. Pero no me dejas ver cuán poco es ese poco. Quisiera ver esa pierna herida. Cómo ha quedado. Ver tus tetas. Tu coño. Si es posible bien abierto. Ver tus tetas. Tu coño. Deben de ser preciosos. Sólo después de verlos podríamos hacer una cita. Eso es así. Si tus tetas y tu coño y tu pierna me convencen de que vale la pena correr el riesgo. Si aún te sigue interesando. Quizá ya no quieras seguir con esto. Pensarás que soy muy directo. Brutal. Cruel. No soy cruel. No puedo perder mucho tiempo. No puedo perder mucho tiempo. No puedo correr riesgos inútiles. Me gustas. Eres muy guapa. Te lo digo de verdad. Eres muy guapa. Me gustas mucho. Pero con lo que me has mandado sé tan poco de ti como tú ahora de mí. He visto muy poco de ti. No soy cruel. Quiero ver más. Mándame eso. Mándamelo. Entonces me dejaré ver. Si vale la pena. Creo que la valdrá. Sigo queriendo follarte. Ahora más. Ahora más. Eso es así.’ La grabación continuaba durante unos segundos, ya sin voz, el mismo plano de siempre, el triángulo velludo y los brazos cruzados, el reloj negro en la muñeca derecha, la nuez quieta que se había movido al hablar, las manos ocultas, no pude ver si llevaba alianza en el anular, como llevaba Guillermo, se la había visto desde mi balcón. Luego el torso se levantó y salió de campo por su izquierda (siempre el largo albornoz), y durante unos segundos más pude ver lo que hasta entonces había tapado, una almohada, una cama grande o de matrimonio deshecha, a cuyos pies él se había sentado para la filmación.

Inmediatamente después la pantalla quedó rayada y el indicador cronométrico se paró, era una cinta virgen, una de esas de quince o veinte minutos que van sustituyendo a las cartas o quizá a las fotos, puesto que las cartas ya fueron sustituidas con anterioridad. Al apagar la pantalla y perder su luz, mucho más fuerte que la de la lámpara de leer, vi a Berta a mis espaldas, reflejada en el cristal ahora oscuro, y me volví. Estaba de pie en bata, con cara de sueño o más bien de insomnio, cuántas veces habría visto y oído el vídeo antes de mi llegada, y ahora había salido de su dormitorio para verlo de nuevo, en mi compañía o mientras yo lo veía por primera vez. Tenía las manos en los bolsillos de la bata, estaba descalza, con el pelo alborotado por las vueltas que habría dado sobre la almohada, estaba guapa, sin maquillar. Cojearía si andaba, estaba descalza. No se movió. Se me había ido de la cabeza la música de mis bailes, pero no la Cuba de la conversación. Sacó las manos de los bolsillos y cruzó los brazos como había hecho ‘Bill’ para dirigirse a ella y no dejarse ver; apoyó la espalda contra la pared y me dijo:

—Así que ya ves.

Mi gabardina se estaba poniendo hecha un asco. Me levanté.

—Ya veo —dije yo.