En los días siguientes esperé a que fuera Berta quien volviera a hablar de él, de ‘Nick’ o ‘Jack’ o ‘Bill’ o ‘Arena Visible’ o quizá Pedro Hernández, o tal vez Guillermo de Miriam, aunque en seguida tendí a olvidar esta posibilidad, pues siempre desconfiamos de nuestra primera impresión cuando es respecto a algo o alguien que nos impone una segunda y una tercera y más, alguien cuyas palabras o imagen se quedan en nuestra memoria demasiado tiempo, como una canción bailable que baila en nuestro pensamiento. Pero durante esas fechas, durante el fin de semana inmediato (sábado y domingo enteros), Berta no dijo nada o no quiso sacar el tema de conversación, anduvo por la casa y salió como distraída, no de mal humor pero sin tenerlo bueno, sin el nerviosismo alegre de las jornadas de espera, acaso preguntándome más de lo que solía, por mis planes, por mi matrimonio y mi casa aún recientes, por mi padre y por Luisa, a la que no conocía más que de foto y teléfono. Si yo pensaba en ‘Bill’ a menudo, pensaba, ella no podría hacer otra cosa que pensar en él, era a ella a quien había hablado desde su albornoz, era a ella a quien quería ver más antes de acceder a verla, aquel hombre que precisaba de tantas certezas. Nadie utilizó el vídeo aquel fin de semana, como si fuera de mal agüero o estuviera contaminado, y la cinta de ‘Bill’ permaneció en su interior sin que nadie la rebobinara ni la sacara, otra vez en su término, como la había encontrado primero y luego dejado yo.

El lunes, sin embargo, cuando ambos habíamos regresado al trabajo por la mañana, al llegar a casa por la tarde me encontré a Berta, también ella recién llegada (el bolso aún abierto, en el bolso la llave, la gabardina quitada pero sobre el sofá), con el vídeo en la pantalla. Estaba mirándolo una vez más y haciendo paradas, iba deteniéndolo aquí y allá inútilmente, ya que, como he explicado, la imagen era invariable durante los tres o cuatro minutos de su duración. Los días ya eran bastante cortos, anochecía, era lunes, el trabajo de la Asamblea había sido agotador para mí, supuse que para ella también, después se necesita una distracción, no escuchar. Pero Berta escuchaba aún. No dije nada, sólo saludé, pasé a mi cuarto, pasé por el cuarto de baño, me refresqué, al volver al salón ella seguía estudiando la cinta, parándola y haciéndola avanzar un poco para pararla otra vez.

—¿Te has fijado en que en un momento dado se le ve la barbilla? —me dijo—. Aquí. —Tenía congelada la imagen en que ‘Bill’ inclinaba el mentón dejando que apareciera en cuadro.

—Sí, ya me fijé la otra noche —respondí—. La tiene casi partida.

Aguantó la pregunta un segundo (pero fue sólo un segundo).

—Sólo con esto no podrías reconocerlo, ¿verdad? Si lo vieras de pronto, quiero decir. Si le vieras la cara en otro lugar.

—Pues no, cómo podría reconocerlo —dije yo—. ¿Por qué?

—¿Ni siquiera sabiendo que se trataba de él? Sabiéndolo antes, quiero decir, que tenía que ser él.

Miré en la pantalla el mentón suspendido.

—Sabiéndolo quizá sí, quizá podría confirmarlo. ¿Por qué?

Berta canceló el vídeo con el mando a distancia y la imagen desapareció (la imagen que podría volver a su voluntad). Volvía a tener la mirada encendida o móvil.

—Mira, este tipo me tiene intrigada. Es un cabrón, pero estoy pensando en mandarle lo que me pide. Nunca lo he hecho con nadie, ninguno se había atrevido a pedirlo así, de ese modo, y yo nunca he respondido a las escenificaciones guarras con otra mía del mismo género, te puedes imaginar. Pero en realidad podría ser divertido, hacerlo por una vez. —Berta no quería esforzarse en buscar argumentaciones, por eso se interrumpió y simplemente cambió de tono: sonrió.— Así quedaría mi cuerpo para la posteridad, aunque fuera una posteridad muy breve, todo el mundo acaba borrando las cintas y volviéndolas a utilizar. Pero sacaría copia para mi vejez.

—Tu pierna para la posteridad también, ¿no? —le dije.

—Ya veríamos lo de la pierna, qué hijo de puta. —Se le endureció la cara un instante mientras soltaba el insulto (pero fue sólo un instante).— Pero antes de decidirme tengo que verlo a él, saber algo más, es angustioso ese albornoz sin cara. Tengo que saber cómo es.

—Pero no podrás verlo hasta que se lo mandes, dice, y aun así no es seguro. Tendrá que darte su visto bueno, qué hijo de puta. —Mi cara estaba endurecida, supongo, desde el principio de la conversación, no sólo durante el insulto. Desde hacía tres noches tal vez.

—Yo no puedo hacer nada porque él ha visto mi vídeo y conoce ya mi cara. Pero a ti no te ha visto; ni sabe que existes. Nosotros sabemos el número de su apartado de correos, por el que tendrá que pasar de vez en cuando. Ya he averiguado dónde está, pertenece a Kenmore Station, no está muy lejos. Tú podrías ir allí, identificar el buzón, vigilarlo, esperar y verle la cara cuando vaya a recoger su correo.

Berta había dicho ‘Nosotros sabemos’, me estaba incluyendo en su curiosidad y su interés, o era más. Me estaba asimilando a ella.

—¿Estás loca? Quién sabe cuándo irá por allí, puede pasarse días sin ir por allí. ¿Qué pretendes, que me pase el día entero en una oficina de correos?

La mirada de Berta se veló de irritación. No era frecuente en ella. Había resuelto lo que había que hacer, no admitía la contraria, ni siquiera una objeción.

—No, no pretendo eso. Sólo que vayas un par de veces en los próximos días, a ratos perdidos, a la salida del trabajo, media hora, a ver si hay suerte, no más. Por lo menos intentarlo. Si no la hay en un par de veces, pues nada, olvidémoslo. Pero no es tan grave probar. Estos días él estará esperando mi contestación, el vídeo que todavía no le voy a mandar, quizá pase a diario a ver si ha llegado. Si está aquí por trabajo, tendrá quizá un horario de nueve a cinco, es muy posible que pase por el apartado a la salida, después de las cinco, es lo que suelo hacer yo. A lo mejor hay suerte. —Había vuelto a utilizar el plural, había dicho ‘olvidémoslo’. Debí de mirarla con más reflexión que enfado, porque añadió ya tranquila: sonrió:— Por favor. —La media luna, la cicatriz, en cambio, se le había puesto muy azul: estuve a punto de limpiarle la mejilla.

Tres veces fui a la oficina de correos de Kenmore Station, la primera a la tarde siguiente después del trabajo, la segunda pasados dos días, el jueves de aquella semana, también tras la agotadora jornada de interpretaciones. No permanecí media hora, como había propuesto Berta, sino casi una hora en ambas ocasiones, víctima de la aprensión que asalta siempre a quienes esperan en vano, el temor a que justo al irnos llegue la persona que se retrasaba tanto, como sin duda le ocurrió a la mulata Miriam aquella tarde de calor en La Habana, cuando arrastraba con celeridad el tacón al otro lado de la explanada y Guillermo no aparecía y ella no se marchaba. Tampoco apareció Guillermo el martes ni el jueves, o ‘Bill’, o ‘Jack’ o ‘Nick’, o Pedro Hernández. Por suerte, en Nueva York hay los suficientes sujetos en actitud sospechosa o aun delictiva a todas horas y en todas partes para que a nadie pueda llamarle la atención un individuo con gabardina, periódico y libro, de pie en una dependencia en la que la gente activa recogía o entregaba paquetes y de vez en cuando entraba alguien apresurado, con una llave en la mano, para abrir su buzón plateado, introducir y rebañar con el brazo y sacar a veces un botín de sobres, a veces de nuevo la vacía mano. Pero ninguno de esos individuos con prisa se dirigió al P.O. Box 524, que yo tenía localizado desde el principio.

—Una vez más —me pidió Berta la noche del viernes, una semana después de recibir el vídeo, al cabo de siete días lo que nos hundió es lo que nos saca a flote, ocurre a veces—. Mañana por la mañana, en fin de semana, quizá está tan ocupado que sólo puede pasar los sábados.

—O quizá está tan libre que ha pasado todos estos días a cualquiera de las muchas horas en que no estaba yo. Esto no tiene sentido, he estado allí cada vez una hora.

—Lo sé, y te lo agradezco muchísimo, no sabes cómo. Pero sólo una vez más, por favor, para probar en fin de semana. Si no, lo dejamos.

—Pero es que aunque aparezca. ¿Qué vas a sacar en limpio de que yo lo vea? ¿Que te lo describa? Yo no soy un escritor. Y cómo voy a saber yo si te gustaría. Además te podría mentir, y decirte que es guapo si es feo, o feo si guapo, qué más te da. No vas a mandarle o dejar de mandarle lo que te pide por eso, en función de la pinta que yo te cuente que tiene. ¿Qué harás si te digo que es monstruoso, o con aspecto patibulario? Dará lo mismo. A lo mejor te lo digo en todo caso, para que no le mandes nada ni tengas más trato.

No hubo respuesta de Berta a mis últimas frases, supongo que no quería averiguar por qué yo prefería que no tuviera más trato, o más bien lo sabía y le aburría escucharlo.

—No lo sé, aún no sé cómo reaccionaré a lo que tú me digas. Pero necesito saber algo más, no soporto que este tío me haya visto la cara, en mi casa, y no haberle visto yo la suya, ni que se la haya visto nadie, tú, quiero decir, la arena visible, qué tipo más astuto. Una vez que tú lo hayas visto decidiré. No sé aún qué, pero decidiré entonces. Iría yo, pero me reconocería, y entonces seguro que ya no querría saber nada.

Para entonces yo habría dado dinero por no saber nada.

A la mañana siguiente, el sábado de mi quinta semana de estancia (era octubre), me fui con el New York Times gigantesco hasta Kenmore Station dispuesto a esperar de nuevo durante una hora, o quizá más tiempo: quien espera, aunque lo haga a desgana, acaba queriendo agotar al máximo sus posibilidades, o esperar envicia. Me aposté, como había hecho el martes y el jueves, junto a una columna que me servía de apoyo y disimulo del cuerpo o para descansar un pie de vez en cuando (flexionando la pierna como para cocear), y empecé a leer el periódico detenidamente, no tanto como para no advertir la presencia de cada individuo que se llegaba hasta su apartado y lo abría con morosidad o impaciencia y volvía a cerrarlo con satisfacción o contenida furia. Por ser sábado había menos gente, y los pasos sonaban menos pudorosos o más individualizados sobre el suelo de mármol, por lo que no tenía más que levantar la vista cada vez que aparecía algún usufructuario de los P.O. Boxes. Al cabo de unos cuarenta minutos (estaba ya en las páginas deportivas) sonaron unos pasos más estridentes e individualizados que los demás, como si las suelas llevaran unas placas metálicas o bien una mujer altos tacones. Alcé la mirada y vi acercarse a paso rápido a un sujeto que nada más verlo me pareció español, más que nada por sus pantalones, los de mi país resultan inconfundibles y tienen un corte particular, no sé en qué consiste pero hace que casi todos mis compatriotas parezcan tener las piernas demasiado rectas y el culo muy alto (no estoy seguro de que el corte los beneficie). (Pero todo esto lo pensé más tarde.) Sin necesidad de mirarlo se acercó a mi apartado, el 524, y buscó su llave en un bolsillo del pantalón patriótico. Podía ir a abrir el 523 o el 525, eso pensé mientras la buscaba (el bolsillo del mechero, el de la cintura, pero fue un segundo). Llevaba bigote, iba bien vestido en conjunto, sin duda era europeo (pero también podía ser neoyorquino o de Nueva Inglaterra), tendría unos cincuenta años (pero bien llevados, o mejor, bien cuidados), era bastante alto, pasó tan rápido junto a mí que cuando quise verle la cara ya estaba de espaldas, buscando la llave y vuelto hacia su apartado. Cerré el periódico instintivamente (un error), me quedé observándolo (otro error) y vi cómo abría el 524 y metía el brazo hasta el fondo en el casillero tan hondo. Sacó varios sobres, tres o cuatro, ninguno podía ser aún de Berta, luego se carteaba con mucha más gente, quizá eran todas mujeres curiosas, la gente que escribe a los personals no se limita a una tentativa, aunque en un momento dado, como Berta ahora (pero quizá no ‘Bill’), pueda concentrarse en un solo individuo y olvidarse del resto, desconocidos todos. Cerró el buzón y se volvió mirando los sobres sin satisfacción ni furia (uno de ellos me pareció un paquete, podía ser un vídeo por la forma y tamaño). Se detuvo tras dar dos pasos, luego echó a andar de nuevo, con celeridad de nuevo y al pasar junto a mí se cruzaron sus ojos con los míos que ya no estaban sobre el periódico. Quizá me reconoció también él a mí como español, tal vez por mis pantalones. Me miró mirándome, quiero decir que fijó la vista con deliberación un instante, y por consiguiente, pensé, si me volvía a ver me reconocería (como yo a él). Del actor Sean Connery, aparte del vello que ahora no mostraba (llevaba chaqueta y corbata, y echada al brazo una gabardina oscura, como quien ha salido un momento del coche que no conduce), sólo tenía las grandes entradas que no ocultaba y las cejas, que se elevaban mucho y luego caían mucho también y se prolongaban hacia las sienes, confiriéndole, como a Connery, una expresión aguda. No supe ver su barbilla ni compararla, pero sí que tenía en la frente arrugas marcadas aunque no envejecedoras, seguramente un hombre gesticulante. No era feo, al contrario, probablemente era atractivo o guapo en su género, su género de hombre ocupado y maduro y determinado, un hombre con dinero y un poco de mundo (acaso reciente): haría negocios, quizá fuera a sitios donde se baila agarrado, sin duda hablaría de Cuba con conocimiento de causa, si era Guillermo —Guillermo de Miriam—. Pero no se inyectaría plásticos, su propia mirada punzante se los prohibiría.

Pensé que podía seguirlo un poco, era una manera de dilatar la espera, que en realidad ya había acabado. Cuando lo vi salir de la dependencia, cuando calculé que las puertas de vaivén cerradas le amortiguarían el ruido de mis zapatos sobre el indiscreto mármol, eché a andar, al mismo paso veloz para no perder la distancia. Desde la puerta de la calle vi cómo se acercaba hasta un taxi parado y desde la acera le pagaba y lo despedía, habría decidido caminar un rato, hacía buen día (no se puso la gabardina, se la echó ahora al hombro, vi que era azul aguado, pedante, yo sí llevaba la mía puesta, que es del tradicional color de las gabardinas o cruda). Caminaba mirando los sobres de vez en cuando, de pronto abrió uno sin aminorar el paso, leyó rápidamente su contenido, rasgó las dos cosas, contenido y sobre, y las arrojó a una papelera junto a la que pasó en seguida. No me atreví a hurgar en ella, me dio vergüenza la idea y temía perderlo. Continuó caminando, miraba hacia el frente, uno de esos hombres que llevan siempre la cabeza alta, para ganar estatura o parecer dominantes. Llevaba en la mano los otros sobres y el paquete con vídeo (seguro, era un vídeo). Entonces, al fijarme en la mano, le vi la alianza en el dedo anular de esa mano derecha, al revés que yo, que la llevaba en la izquierda desde hacía unos meses, me iba ya acostumbrando. De nuevo sin aminorar el paso abrió otro sobre e hizo lo mismo que había hecho con el primero, pero esta vez se guardó los pedazos en el bolsillo de la chaqueta, tal vez porque no había papelera a mano (un hombre cívico). Se paró para contemplar un escaparate de libros de la Quinta Avenida, Scribner’s si mal no recuerdo, nada debió interesarle o le atrajo sólo la tienda, porque de inmediato prosiguió su marcha. Al hacer ese alto se puso la gabardina, bueno, no, se la echó sobre los hombros sin meter los brazos en las mangas, como ha hecho toda la vida y aún suele hacer Ranz, mi padre, y no harían en cambio muchos norteamericanos (sólo los gangsters, George Raft). Yo lo seguía a poca distancia, seguramente demasiado poca para lo que es prudente en estos casos, pero yo nunca había seguido a nadie. Él no tenía por qué sospechar, aunque no estaba dando exactamente un paseo andaba demasiado rápido y sin apenas detenerse más que en los semáforos, y eso no siempre, hay menos circulación los sábados. Parecía ir con prisa, aunque no la bastante para haber conservado el taxi. Volvía andando a dondequiera que fuese, pero era obvio que iba a algún sitio ya decidido, tal vez la prisa y la necesidad de espera le venían del paquete que llevaba en la mano, probablemente aquel vídeo no tenía en el envoltorio remite de ninguna clase, sólo una tarjeta dentro, quizá ‘Bill’ pensaba que podía tratarse del de mi amiga Berta, para él ‘BSA’, quizá creía que la llevaba desnuda en la mano en aquel instante. Se detuvo otra vez ante una superperfumería o perfumería inmensa, acaso mareado por el olor multitudinario que la mezcla de todas las marcas juntas despedía hacia la calle. Entró, y yo entré tras él (me pareció que quedarme esperando a la puerta resultaría más llamativo). Allí no había dependientas para atender, los clientes deambulaban incontrolados, escogían sus colonias y pagaban a la salida. Lo vi pararse ante un mostrador de Nina Ricci, y allí, acodado un momento sobre el cristal, abrió el tercer sobre y leyó su carta más despacio: esta no la rasgó, y fue a parar al bolsillo de la gabardina de color tan petulante (la carta rota fue a la chaqueta, era un hombre ordenado). Cogió un frasquito de muestra de Nina Ricci y se asperjó la muñeca izquierda, en la que no llevaba reloj ni nada. Esperó los segundos de rigor y luego se la olió delicadamente sin recibir impresión aparente, ya que siguió avanzando hasta llegar a otro mostrador de menor importancia, en el que convivían varias marcas. Fue con Eau de Guerlain con lo que se duchó la otra muñeca —debió de quedar rociado el reloj negro y de gran tamaño—. Se lo olió (la correa) tras los segundos de respeto habituales en los entendidos, y debió gustarle, porque decidió adquirir el frasco. Aún se entretuvo en la sección viril, ahora probó dos aromas en el envés de sus sendas manos, pronto no le quedarían zonas incontaminadas por los perfumes dispares. Cogió un frasco de una marca americana de nombre bíblico, Jericho o Jordan o Jordache, no recuerdo, querría conocer los productos locales. Yo cogí Trussardi para mujer, estando casado nunca me sobraría, pensé (pensaba a menudo en Luisa), o también se lo podía regalar a Berta (cogí un segundo frasco al pensar esto). Fue entonces, en la cola para pagar (cada uno en su cola separados por otra en medio, él más cerca que yo de la caja que le correspondía), cuando giró la cabeza y me vio y me reconoció sin duda. Sus ojos eran punzantes, como me habían parecido ya en la oficina de correos, pero no revelaban nada en su penetración, ni extrañeza ni malestar ni recelo (ni temor ni amenaza), punzantes pero muy opacos, como si su penetración fuera ciega, como si fuera uno de esos personajes televisivos que se creen intensos y olvidan que no pueden serlo, al mirar siempre a una cámara y nunca a alguien. Salió y echó a andar de nuevo, y a pesar de todo yo seguí tras él, pese a saberme descubierto. Ahora sí se detenía con más frecuencia, a fingir que miraba más escaparates o a cotejar su hora con la de los relojes de calle, y se volvía para vigilarme, yo hube de disimular comprando revistas y perritos calientes que en modo alguno quería, en los puestos callejeros. Pero su marcha duró ya poco rato: al llegar a la calle 59 ‘Bill’ se desvió con rapidez a su izquierda y lo perdí de vista durante unos segundos, y cuando llegué a la esquina y se hizo posible que de nuevo entrara en mi campo visual, de milagro alcancé a ver cómo subía corriendo la escalinata con marquesina del lujoso Hotel Plaza y desaparecía por su puerta a paso aún ligero, saludado por porteros uniformados y ensombrerados a los que no devolvió el saludo. En la mano llevaba su vídeo y la bolsa con sus perfumes, yo en las mías revistas y el New York Times gigantesco, la bolsa de mis perfumes y un perrito caliente. La distancia desde la esquina la tenía que haber cruzado a la carrera, en la esperanza de llegar al hotel a tiempo de que yo no viera a dónde llegaba: Plaza Hotel el célebre nombre, PH las iniciales discretas, el albornoz era prestado y él no se llamaba Pedro Hernández.

Todo esto fue lo que le conté a Berta, aunque sin mencionarle mi figuración de que aquel individuo pudiera ser el mismo que había hecho esperar y rabiar una tarde en La Habana a la mulata Miriam de las piernas robustas y el bolso grande y el gesto del asimiento, un hombre casado y con una mujer enferma, o acaso sana. Berta lo escuchó todo con vehemencia indisimulada y una recatada expresión de triunfo (el triunfo le venía dado por el éxito final de su idea, de mis visitas a Kenmore Station, más que nada). No fui capaz de mentirle y decirle que ‘Nick’, ‘Jack’ o ‘Bill’ era monstruoso, no lo era y así se lo dije. Tampoco pude decirle que su aspecto fuera patibulario, no lo era y así se lo dije, aunque tampoco me gustara con su gabardina jactanciosa y sus ojos punzantes e indescifrables y sus cejas caídas y alzadas como las de Connery y su bigote cuidado y su mentón con la hendidura en sombra y su voz como una sierra. Con esa voz haría negocios y hablaría de Cuba con conocimiento de causa. Con esa voz había seducido a Berta. No me gustaba. A Berta le regalé el primer frasco de Trussardi.

Pasaron unos días sin que Berta ni yo volviéramos a mencionarlo (yo callaba para disuadir, ella debía de estar calculando), días de trabajo intenso en las Naciones Unidas: una mañana hube de traducir el discurso del mismo alto cargo de mi país cuyas palabras había alterado al tiempo que conocía a Luisa. En esta oportunidad me abstuve, estábamos en la Asamblea, pero mientras pasaba a inglés y a los auriculares mundiales su prosopopeya española y sus conceptos divagatorios y erróneos, me acordé por fuerza de aquella otra vez, y con viveza de lo que en ella se había dicho por mi mediación, mientras Luisa respiraba a mi espalda (respiraba junto a mi oreja izquierda como un susurro y me rozaba casi, su pecho casi mi espalda). ‘La gente quiere en buena medida porque se la obliga a querer’, había dicho la adalid inglesa. Y luego había añadido: ‘Cualquier relación entre las personas es siempre un cúmulo de problemas, de forcejeos, también de ofensas y humillaciones.’ Y un poco más tarde: ‘Todo el mundo obliga a todo el mundo, no tanto a hacer lo que no quiere, sino más bien lo que no sabe si quiere, porque casi nadie sabe lo que no quiere, y menos aún lo que quiere, no hay forma de saber esto último.’ Y aún había continuado, mientras nuestro muy alto cargo guardaba silencio, quizá ya cansado de aquel discurso o como si estuviera aprendiendo algo: ‘A veces los obliga algo externo o quien ya ha dejado de estar en sus vidas, los obliga el pasado, su desconcierto, su propia historia, su desdichada biografía. O incluso cosas que ignoran y no están a su alcance, la parte de nuestra herencia que llevamos todos y desconocemos, quién sabe cuándo se inició ese proceso...’ Por último había dicho: ‘A veces me pregunto si no sería mejor que nos estuviéramos todos quietos, que estuviéramos todos muertos, al fin y al cabo es lo único que en el fondo queremos, la única idea futura a la que nos vamos acostumbrando, y ante ella no caben dudas ni arrepentimientos anticipados.’ Nuestro adalid se había quedado callado, y la alto cargo inglesa, que por aquellas otoñales fechas ya había perdido su cargo y no acudía a la Asamblea neoyorquina, se había sonrojado tras su falso soliloquio, al oír el silencio extenso que lo siguió y la sacó de su emocionado trance. Yo entonces les había echado otra mano, y había puesto en boca de ella una proposición inexistente: ‘¿Por qué no salimos a pasear a los jardines? Hace un día glorioso.’ (Había inventado con este anglicismo para dar verosimilitud a la frase.) Y habíamos salido los cuatro a pasear por los jardines, en aquella tan gloriosa mañana en que Luisa y yo nos conocimos.

Ahora nuestro alto cargo continuaba en su cargo, quizá gracias a su prosopopeya y a sus conceptos divagatorios y tan erróneos como los de la adalid británica, pero a ella no le habían bastado para conservar el suyo (debía de ser una mujer deprimida y sin duda pensativa, y eso en política cava la propia tumba). Después del discurso me crucé con él en un pasillo, rodeado de su séquito (acababa mi turno y él era felicitado insinceramente por su perorata), y dado que lo conocía, se me ocurrió saludarlo extendiendo la mano y llamándole por su cargo, con la palabra ‘señor’ antepuesta. Fue una ingenuidad. Él no me reconoció en absoluto, pese a haber tergiversado yo sus palabras en el pasado y haberle hecho decir cosas inexistentes que no se le ocurrirían nunca, y en seguida dos guardaespaldas me agarraron la mano extendida y la no extendida y me las pusieron a la espalda, sujetándomelas con tanta violencia (triturándomelas, haciéndome polvo) que por un instante me creí ya esposado, es decir, con grilletes. Por fortuna un supremo funcionario de Naciones Unidas, que se habría fijado en mí y estaba allí al lado, me identificó en el acto como el intérprete, y así logró que me liberaran los que respaldaban a nuestro altísimo cargo. Él seguía ya pasillo adelante con sus parabienes embusteros y un improcedente ruido de llaves (maniático de su llavero, lo bailaba en el bolsillo). Al verlo alejarse observé que sus pantalones también eran connacionales, participaban del famoso e inconfundible corte. No habría estado bien lo contrario en un representante tan representativo de nuestro país lejano.

Le contaba esta anécdota a Berta esa noche en casa, y ella, en contra de la costumbre cuando yo le contaba anécdotas, no escuchaba divertida ni tampoco asombrada, menos aún con vehemencia, su cabeza concentrada en lo que la habría rondado aquel día, o más días, un proyecto, ‘Bill’ sin duda.

—¿Tú me ayudarías a rodar el vídeo? —me preguntó sin pausa en cuanto hube acabado de relatar mi episodio.

—¿Ayudarte? ¿Qué vídeo?

—Vamos, no te hagas el idiota. El vídeo. Voy a mandárselo. He decidido mandárselo. Pero en uno así yo no puedo filmarme a mí misma, no saldría bien. Los encuadres y todo eso, la cámara no puede estar fija, tiene que moverse. ¿Me ayudarías? —Había empleado un tono ligero, casi de divertimiento. Debí de mirarla con expresión imbécil, porque añadió (y el tono ya no fue ligero):— No me mires con esa expresión imbécil y contéstame. ¿Me ayudarás? Está claro que si no se lo mandamos no va a dar más señales de vida.

Yo dije (al principio no pensé mis palabras):

—¿Y qué? ¿Tan grave es que no las dé? ¿Quién es? Piénsalo. ¿Quién es? ¿Qué importancia tiene si no se la damos? Aún podemos no dársela, aún no es nadie, ni siquiera le has visto la cara.

Ella había vuelto a utilizar el plural: ‘si no se lo mandamos’, había dicho, dando ya por hecha mi participación. Quizá ya no estaba tan injustificado que lo utilizara, desde que yo había ido a Kenmore Station y a otros sitios, hasta la marquesina del Hotel Plaza. También yo lo había empleado, por asimilación, por contagio, ‘si no se la damos’, ‘aún podemos no dársela’. Lo había hecho sin intención.

—Para mí tiene importancia, para mí es muy grave.

Encendí la televisión, era la hora de Family Feud, programa diario, y las imágenes ayudarían a mitigar la contrariedad que se estaba creando, tal vez a acallar las palabras, es imposible no mirar de vez en cuando a una pantalla encendida.

—¿Por qué no intentas negociar un encuentro? Escríbele de nuevo, a lo mejor contesta, aunque no le mandes lo que te pide.

—No quiero perder ya más tiempo. ¿Vas a ayudarme o no?

Su tono no tenía nada de ligero ahora, fue imperativo o casi. Miré a la pantalla. Dije:

—Preferiría no tener que hacerlo.

Ella miró también. Dijo:

—No tengo a nadie más a quien pedírselo.

Luego se quedó callada durante toda la noche, pero no en mi compañía, sino entre la cocina y su dormitorio. Cuando pasaba olía a Trussardi.

Pero durante el fin de semana coincidimos más en la casa, como solíamos (era el sexto de mi estancia, se iba acercando el momento de regresar a Madrid, a mi nueva casa con Luisa, hablaba con ella un par de veces a la semana, nunca de nada, como son las conversaciones apresuradas y algo amorosas, y además intercontinentales), y el sábado Berta volvió a insistirme. ‘Tengo que hacerme ese vídeo’, dijo, ‘tienes que ayudarme.’ En aquellos últimos días había cojeado un poco más de lo habitual, como si inconscientemente me quisiera dar lástima. Era absurdo. Yo no contesté y ella continuó: ‘No puedo pedírselo a nadie más. He estado pensando, la única persona con la que tendría confianza es Julia, pero ella no sabe nada de todo el asunto, sabe lo de la agencia y que escribo a los personals y que de vez en cuando salgo con alguien que nunca resulta, pero ni siquiera sabe que envío y recibo vídeos, ni que me llego a acostar con nadie. No sabe nada de Arena Visible, tú en cambio estás al tanto desde el principio, hasta le has visto la cara, no me obligues ahora a contárselo todo a otra persona, la gente siempre acaba hablando. Me daría vergüenza que lo supieran los compañeros. Tienes que ayudarme.’ Hizo una pausa y dudó si decir y por fin dijo (la voluntad siempre más lenta que la lengua): ‘Al fin y al cabo, tú ya me has visto desnuda, es otra ventaja.’

‘Cualquier relación entre las personas es siempre un cúmulo de problemas, de forcejeos, también de ofensas y humillaciones’, pensé. ‘Todo el mundo obliga a todo el mundo’, pensé. ‘Este individuo Bill ha obligado ya a Berta, y Berta está tratando de obligarme a mí, Bill ha forcejeado, también la ha ofendido y ya la ha humillado antes de conocerse, quizá ella no se da cuenta o en el fondo no le importa, vive instalada en eso, Berta forcejea conmigo para convencerme, como Miriam con Guillermo para que se case con ella, y quizá Guillermo con su mujer española para que por fin se muera, forcejea para su muerte. Yo he forcejeado y obligado a Luisa, o fue Luisa a mí, no está claro, contra quién forcejearía mi padre, o quién lo ofendería y lo obligaría, o cómo ocurrió que en su vida hay dos muertes, quizá forcejeó para alguna, no quiero saberlo, el mundo es plácido cuando no se sabe, no sería mejor que nos estuviéramos todos quietos. Pero aunque nos estemos quietos hay problemas y forcejeos y humillaciones y ofensas, y también obligaciones, a veces nos obligamos a nosotros mismos, sentido del deber se llama, quizá mi deber es ayudar a Berta en lo que me pida, hay que dar importancia a lo que la tiene para los amigos, si me niego a ayudarla la ofenderé, y la humillaré, toda negativa es siempre una ofensa y un forcejeo, y es verdad que la he visto desnuda, pero eso fue hace mucho tiempo, lo sé pero no lo recuerdo, han pasado quince años y ella es mayor y cojea, era joven entonces y no había sufrido accidentes y sus piernas eran iguales, por qué habrá tenido que recurrir a eso, nunca mencionábamos nuestro pasado tan mínimo, mínimo en sí y frente al presente tan largo, yo también era joven, aquello ocurrió y a la vez no ha ocurrido, al igual que todo, por qué hacer ni no hacer, por qué decir sí o no, por qué fatigarse con un quizá o un tal vez, por qué decir, por qué callar, por qué negarse, por qué saber nada si nada de lo que sucede sucede, porque nada sucede sin interrupción, nada perdura ni persevera ni se recuerda incesantemente, lo que se da es idéntico a lo que no se da, lo que descartamos o dejamos pasar idéntico a lo que tomamos y asimos, lo que experimentamos idéntico a lo que no probamos, volcamos toda nuestra inteligencia y nuestros sentidos y nuestro afán en la tarea de discernir lo que será nivelado, o ya lo está, y por eso estamos llenos de arrepentimientos y de ocasiones perdidas, de confirmaciones y reafirmaciones y ocasiones aprovechadas, cuando lo cierto es que nada se afirma y todo se va perdiendo. O acaso es que nunca hay nada.’

‘Está bien, pero hagámoslo rápido, ahora mismo’, le dije a Berta. ‘Démonos prisa.’ Y utilicé el plural en mis frases, plenamente justificado.

‘¿Me lo harás?’, dijo ella con gratitud indisimulada y súbita, y con alivio.

‘Dime lo que tengo que hacer y lo haré. Pero rápido, venga, prepárate, cuanto antes empecemos y terminemos mejor.’

Berta se acercó hasta mí y me dio un beso en la mejilla. Salió del salón y fue a buscar su cámara, pero en seguida volvimos a la habitación de donde la había traído, porque escogió como escenario su dormitorio, la cama deshecha. Estábamos desayunando, aún era por la mañana.

Aquel cuerpo no tenía nada que ver con el que yo recordaba o ya no recordaba, aunque la verdad es que no lo miré más que a través de la cámara, para hacer los encuadres y las aproximaciones que ella me iba sugiriendo, como si verlo indirectamente fuera una manera de no contemplarlo, cada vez que interrumpíamos la grabación unos segundos para pensar una nueva postura o variar la toma (variarla yo, pensarla ella) yo miraba al suelo o bien hacia el fondo, hacia la pared y la almohada, más allá de su figura, con mi mirada opaca. Berta se había sentado primero a los pies de la cama, como había hecho ‘Bill’ con su albornoz azul claro, y en eso también le había imitado Berta, se había puesto su propio albornoz (que era blanco) tras pedirme que esperara a que se duchase, salió con el pelo húmedo y el albornoz cerrado, se lo abrió un poco luego, dejó que se le fuera abriendo a la altura del tórax, el cinturón todavía anudado, no recordaba yo aquellos pechos crecidos o perfeccionados por el paso del tiempo o quizá por el tacto, no podía creer que fuera un busto inyectado, era como si se hubieran transformado o hecho maternales desde que yo había dejado de verlos, y por eso no sólo me sentí indiscreto, sino también turbado (quizá como un padre que dejó de ver desnuda a su hija cuando la hija dejó de ser niña y la ve de pronto ya adulta, por accidente o por una desgracia). Su cuerpo entero, lo que iba viendo por el objetivo, era más fuerte que el que había abrazado en Madrid hacía ya quince años, tal vez había practicado natación o gimnasia durante los doce que llevaba en América, un país donde se cuidan y moldean los cuerpos, sólo eso. Pero además de más vigoroso era más viejo, el color oscurecido como se oscurece la piel de la fruta cuando empieza a pudrirse, los pliegues junto a las axilas, en la cintura, la superficie estriada en algunas zonas por ese cuarteamiento en sombra que sólo se percibe desde muy cerca (las estrías casi blancas, como si estuvieran pintadas con el pincel más fino, sobre tabla), los propios pechos tan fuertes separados más de lo conveniente, su canal ensanchado, no soportarían bien ciertos escotes. Berta había dejado la vergüenza a un lado, o eso parecía, yo no lo había hecho en cambio, me esforzaba en pensar que estaba filmando aquello para otros ojos, los ojos de ‘Bill’ o Guillermo, los ojos punzantes e indescifrables del individuo del Hotel Plaza, PH, su mirada penetrante y a la vez opaca sería la que vería lo que yo estaba viendo, a ella estaba destinado, no a la mía opaca pero no penetrante, yo no lo estaba viendo aunque el ángulo que yo eligiera sería el que le tocara ver, dependía de mí (pero también de Berta) lo que él viera en su pantalla más tarde, no más, no menos, sólo lo que decidiéramos, lo que grabáramos para la posteridad tan breve. Berta había hecho que su albornoz se le deslizara hasta la cintura, el cinturón todavía anudado, las piernas cubiertas por los faldones, sólo el torso descubierto (pero enteramente al descubierto). Yo no le filmaba la cara más que de pasada, en algún movimiento que hacía el vídeo y que la alcanzaba, quizá queriendo deslindar el conocido rostro (nariz, ojos y boca; mentón, frente y mejillas, es todo el rostro) del cuerpo desconocido, el cuerpo más viejo y más fuerte, o era sólo olvidado. No se parecía al de Luisa, que es el cuerpo al que estaba entonces y estoy ahora acostumbrado, aunque me di cuenta en aquel momento de que el de Luisa no lo había observado nunca con tanto detalle, a través de una cámara, este cuerpo de Berta era como madera mojada sobre la que se clavan navajas, el de Luisa como indiscreto mármol sobre el que suenan los pasos, más joven y menos cansado, menos expresivo y más intacto. No hablábamos mientras yo rodaba, el vídeo registra las voces, tal vez ya no había divertimiento ni alivio para mi amiga Berta, para mí nunca los hubo, las voces rebajan lo que sucede, comentar difumina los hehos, también contarlos, hicimos un alto, dejé de filmar, todo duró muy poco, había que grabar unos minutos tan sólo, pero aún no habíamos acabado. Yo miraba más cada vez con los ojos de ‘Bill’ que yo había visto pero no Berta, no eran los míos sino los suyos, nadie podría acusarme de haber mirado con esa mirada, de haber mirado mirando, como antes dije, porque no fui yo exactamente sino él a través de mis ojos, los de él y los míos opacos, los míos cada vez más penetrantes. Pero ella desconocía esos ojos, aún no habíamos terminado. ‘El coño’, le dije a Berta, y no sé cómo se lo dije, cómo me atreví a decírselo, pero lo hice. ‘Nos falta el coño’, le dije, y utilicé el plural para involucrarme, o quizá para atenuar lo que estaba diciendo, dos palabras tan sólo, luego cuatro, repetidas las dos primeras en la segunda frase (hablaba por boca de ‘Bill’ acaso). Berta no contestó, no dijo nada, no sé si me miraba, yo no la miraba a ella (en ese instante no estaba rodando), sino hacia el fondo, hacia la pared y la almohada desde la que los enfermos y los recién casados acaban por ver el mundo, también los amantes. Se desanudó el cinturón y se abrió el albornoz a la altura también del abdomen, todavía se tapaba las piernas con los faldones, esto es, dejaba ver el interior de los muslos pero no su frente ni más abajo, el resto, los faldones caían verticales como cascada azul pálida ocultando las extremidades (o era cascada blanca), una más larga y otra más corta, una más corta y otra más larga, y yo rodé, acercándome, unos segundos de vídeo, para la posteridad efímera, Berta sacaría copia, lo había dicho. Se cerró el albornoz en seguida, en cuanto yo hube grabado el final de sus muslos y me retiré con la cámara un poco. Pensé que su cicatriz estaría morada, seguí sin mirarla, aún tenía que decirle algo, aún no habíamos terminado, aún nos faltaba algo de lo que ‘Bill’, ‘Jack’ o ‘Nick’ nos había exigido, nos faltaba la pierna. Encendí un cigarrillo y al hacerlo cayó una pavesa sobre la cama deshecha, pero llegó apagada y no se comió la sábana. Y entonces llegué a decírselo, o se lo dijo ‘Bill’ o se lo dijo Guillermo con nuestra voz de sierra. ‘La pierna’, le dijimos, le dije. ‘Nos falta la pierna’, dijimos, ‘recuerda que Bill quiere verla.’