Aquella noche Luisa y yo hablamos al llegar al apartamento, aunque muy brevemente y sólo después de acostarnos, tras dos trayectos en silencio en taxi. Pero no tiene sentido que hable ya más de esa noche, sino de una que vino no mucho después, o lo que es lo mismo, hace poco, exactamente el día de mi regreso de la ciudad de Ginebra, cumplidas —o casi— mis ocho semanas de estancia y trabajo, tres más tarde de aquella noche de la que no tiene sentido que siga hablando. O tal vez sí, puesto que fue entonces cuando se produjo el acuerdo. O tal vez no, puesto que lo que vino a las tres semanas fue una mezcla de acuerdo y azar, de azar y acuerdo, de un quizá y un acaso.

Yo adelanté mi regreso en veinticuatro horas. Es verdad que había calculado mal al principio, sin contar con un día de fiesta en Suiza gracias al cual mis tareas terminaban el jueves y no el viernes de la semana octava. Pero de eso me di cuenta aquel lunes, y ese mismo día cambié el billete del sábado para el viernes. Hablé por teléfono con Luisa esa noche, y también la del martes y la del miércoles, no la del jueves, ninguna noche le dije nada sobre mi cambio de fechas, supongo que quería darle una pequeña sorpresa, supongo también que quería ver cómo era mi casa cuando no se me esperaba, qué hacía ella, cómo era sin mí, dónde estaba, a qué hora volvía, con quién si con alguien o a quién recibía. Quién estaba en la esquina. Quería disipar la sospecha del todo, uno no quiere tener sospechas pero vuelven a veces aunque se descarten, cada vez con menos fuerza mientras se vive con alguien, tanto si se ha preguntado y se ha oído decir ‘Yo no he sido’ como si se ha guardado silencio, se trata siempre de debilitarlas. Ese fue el azar.

El acuerdo fue que pareció llegada la hora de saber lo que llevaba ya nueve meses insinuándose, desde nuestro matrimonio y no antes, no desde que nos conocimos. Sumándolo todo, era mi propio padre quien lo había iniciado el mismo día de mi boda, pocas horas después en el Casino de Alcalá 15, cuando me retuvo aparte y me preguntó lo que yo me había preguntado durante toda la noche anterior casi insomne y quizá había empezado a alejar en la ceremonia. No, no allí, no pude ni luego tampoco, y el malestar fue creciendo en el viaje de novios, en Miami y Nueva Orleans y México, y sobre todo en La Habana, quizá si Luisa no se hubiera sentido indispuesta los presentimientos de desastre habrían desaparecido como la artificiosidad de la casa, que cada día que pasa me va pareciendo más natural, y olvido la que tenía antes para mí solo. No hace ni siquiera un año. El acuerdo se produjo esa noche de la que no debo seguir hablando, pero aun así diré algo. Al regresar a mi apartamento tras dejar al profesor Villalobos a la puerta de su hotel de paso (no era lo bastante rico ni diestro para querer ir después a bailar agarrados, o bien se acordaba ya sin descanso de su desdicha), Luisa me dijo a oscuras (me lo dijo con la cabeza sobre la almohada, era una cama con edredón y para una sola persona, aunque lo bastante ancha para que cupieran dos que no rehúyen rozarse): ‘¿Aún no quieres saber? ¿Aún no quieres que le pregunte a tu padre?’ Temo que le contesté con la expresión de otra sospecha: ‘¿No le has preguntado tú todavía? Os veis lo bastante.’ Luisa no se enfadó, todos comprendemos la existencia de las sospechas. ‘No, claro que no’, dijo sin que su voz sonara ofendida. ‘Ni lo haré, si tú no quieres. Es mi suegro, y sobre todo le tengo ya gran afecto, pero es tu padre. Tú dirás lo que quieres.’ Hubo un silencio, no me apremió. Esperó. Esperaba. No nos veíamos. No había sábanas. Nos rozábamos. Lo que ella veía claro es que tenía que ser ella, no yo, quien preguntara a Ranz, no tanto en la seguridad de que a ella le contaría cuanto de que a mí no lo haría. ‘A mí me lo contaría’, había dicho sin embargo una vez, con luz y en nuestra cama, con confianza. ‘Quién sabe si lleva todos estos años esperando a que aparezca en tu vida alguien como yo, alguien que pueda hacerle de intermediario contigo, los padres y los hijos sois muy torpes entre vosotros.’ Y aún había añadido, con razón y soberbia: ‘Quizá nunca te ha contado su historia porque no sabía cómo hacerlo o tú no le has preguntado bien. Yo sí sabré hacer que me la cuente.’ Y aún había dicho más, había dicho con ingenuidad y optimismo: ‘Todo es contable. Basta con empezar, una palabra tras otra.’

Todo es contable, hasta lo que uno no quiere saber y no pregunta, y sin embargo se dice y uno lo escucha.

Dije sin verla: ‘Sí, acaso es mejor que ya preguntes.’ Noté que notaba un resto de indecisión en mi voz, y seguramente por eso dijo: ‘¿Quieres estar tú delante, o que luego yo te lo cuente?’ ‘No lo sé’, contesté, ‘quizá él no quiera hablar si yo estoy delante.’ Luisa me tocó en el hombro, sin tantear, como si pudiera verme (conoce mis hombros, conoce mi cuerpo). Respondió: ‘Si está dispuesto a contar no creo que deje de hacerlo por eso. Será como tú quieras, Juan.’ Me llamó por mi nombre, aunque no me insultara ni estuviera enfadada ni pareciera que fuera a dejarme. Pero quizá anticipaba que si me contaba ella lo que le contara Ranz, entonces tendría que darme una mala noticia. De mi boca no salieron palabras inequívocas, como ‘Está bien’, o ‘Adelante’, o ‘Tú ganas’, o ‘Ahora sí’, sino que dije: ‘No sé, no hay prisa, tendré que pensarlo.’ ‘Ya me dirás’, dijo ella, y me retiró la mano del hombro para dormirse. Teníamos literalmente una sola almohada, y esa noche ya no dijimos ninguna otra cosa.

Hay dos almohadas en nuestra cama, como es normal en las de matrimonio, y esa cama estaba hecha cuando llegué de Ginebra, un día antes de lo previsto por Luisa, a media tarde. Llegué cansado como se llega de los aeropuertos, abrí la puerta e inmediatamente, antes de averiguar si había nadie en la casa, me eché las llaves al bolsillo de la chaqueta, como se las echaba Berta en el bolso para no olvidarlas cuando saliera de nuevo. Llamé el nombre de Luisa desde la entrada y no había nadie, dejé allí la maleta y la bolsa un momento y fui hasta el dormitorio, donde vi hecha esa cama, luego al cuarto de baño, estaba la puerta abierta y todo en orden, sólo que la alcachofa de la ducha estaba caída y no colgada y no se veían más que las toallas y el albornoz de Luisa, todo azul oscuro; los míos, que son azul pálido como el albornoz de ‘Bill’ que en realidad era del Hotel Plaza, todavía no habían sido sacados de su armario, donde habrían reposado desde mi marcha. Me di cuenta de que no sabía con exactitud cuál era ese armario, aún no conocía del todo mi propia casa, que ha ido cambiando durante mis ausencias, aunque ahora espero que no haya ninguna en mucho tiempo. Pasé a la cocina y la vi limpia, la nevera medio llena, Luisa es limpia, también ordenada, no había leche, no bajaría a buscarla. En el salón había un nuevo mueble que desconocía, un sillón gris agradable que había hecho cambiar de sitio la otomana y la mecedora que fue de mi abuela y más tarde escenario de las posturas originales de Ranz cuando recibía visitas. El sillón era cómodo, lo probé un instante. En la habitación en que trabaja Luisa cuando trabaja en algo no había nada que denotara que hubiera trabajado en nada en los últimos tiempos. (Quizá será un día la habitación de un niño.) En la habitación en la que yo trabajo no había cambios, vi un montón de correo que me aguardaba sobre mi mesa en forma de U, demasiado para ponerme a mirarlo. Iba a volver ya a la entrada cuando sí noté algo nuevo: en una de las paredes estaba un dibujo que había visto otras veces y cuyo título será, si lo tiene, Cabeza de mujer con los ojos cerrados. Pensé: ‘Mi padre nos ha hecho otro regalo, o se lo ha hecho a Luisa, y ella lo ha puesto en mi cuarto.’ Volví por fin a la entrada y, como siempre hago en cuanto llego a casa o a mi destino, me puse a deshacer las maletas y a colocarlo todo en su sitio, diligentemente, con urgencia, como si esa operación aún formara parte del viaje y el viaje debiera ser concluido. La ropa sucia la metí en la lavadora, donde vi que había un par de prendas de Luisa, tenían que ser de Luisa, no me fijé, sólo abrí la portezuela y eché lo mío, sin ponerla en marcha, no había prisa y ella podía querer programarla. Al cabo de pocos minutos mis maletas estaban vacías y guardadas ya en el armario que les correspondía, que sí conocía (encima del de los abrigos, en el pasillo) por haberlas sacado de allí al emprender mis viajes de después de casado. Estaba muy fatigado, miré el reloj, Luisa podía llegar en cualquier momento o bien tardar horas, era sólo media tarde, la hora en que nadie en Madrid está en casa, nadie lo soporta a esas horas, la gente sale a lo que sea histérica y desesperada aunque no lo confiese, a comprar en las tiendas, en los grandes almacenes abarrotados, en las farmacias, a hacer recados inútiles, a mirar escaparates, a comprar tabaco, a recoger a los niños que salen del colegio, a tomar algo sin sed y sin hambre en el millón de bares y cafés y cafeterías, la ciudad entera está en la calle o en el trabajo, un baño de multitud, nadie en su casa, a diferencia de Nueva York, donde casi todo el mundo regresa a las cinco y media, a las seis, a las seis y media si han debido pasar a meter la mano en un apartado de correos de Kenmore o de Old Chelsea Station. Salí a la terraza y no vi a nadie parado en la esquina, aunque había centenares de coches y muchísima gente en marcha, todos yendo de un lado a otro y molestándose. Entré en el cuarto de baño, oriné, me lavé los dientes. Volví al dormitorio, abrí nuestro armario, colgué en él la chaqueta que llevaba puesta, vi los vestidos de Luisa en su lado, vi al instante dos nuevos, o tres, o cinco, con mis femeninos labios los besé o rocé instintivamente, restregué mi rostro contra las telas olorosas e inertes, y un poco de barba (debo repasármela al anochecer, si salgo) impidió que se deslizaran suavemente sobre mis mejillas. Vi cómo empezaba a caer la tarde (era viernes, era marzo). Me eché en la cama, sin intención de dormir, sólo de descansar, puesto que no la abrí (quizá las sábanas no fueran nuevas, Luisa pensaría haberlas cambiado mañana, justo antes de mi llegada) ni me quité los zapatos, me eché en diagonal y así los mantuve en el aire, sin peligro de manchar la colcha.

Cuando desperté ya no había luz que viniera de fuera, quiero decir que era luz nocturna, luz de neón y farolas y no de tarde. Iba a mirar el reloj pero no podría verlo si no encendía una lámpara. Iba a encender la lámpara de la mesilla de noche pero oí voces. Procedían de la casa, del salón, creía, aún estaba confuso pero en seguida dejé de estarlo, mis ojos se hicieron a la oscuridad, la puerta de la alcoba estaba cerrada, debía de haberla dejado yo así, la costumbre nocturna, aunque hiciera ocho semanas que la había suspendido, en aquel cuarto. Una de las voces era la de Luisa, era ella quien hablaba en aquel momento, pero no era distinguible lo que decía. El tono era pausado, de confianza, de persuasión incluso. Había regresado. Busqué el mechero en el bolsillo del pantalón y lo encendí para mirar en mi muñeca la hora, las ocho y veinte, habían pasado casi tres desde mi llegada. ‘Luisa debe de haberme visto dormido y no ha querido despertarme’, pensé, ‘me ha dejado tranquilo hasta que me despierte yo solo.’ Pero era también posible que no se hubiera dado cuenta de mi presencia en la casa. Ella no solía entrar en el dormitorio recién llegada de la calle, a menos que necesitara cambiarse inmediatamente. Si había venido con alguien habría pasado al salón, quizá al cuarto de baño un momento, quizá a la cocina para poner una copa o unas aceitunas (había visto aceitunas al abrir la nevera). No lo había hecho a propósito, creo (yo no sabía que me iba a quedar dormido, luego es seguro), pero me daba cuenta de que en la casa no había ningún indicio de mi llegada, lo había guardado todo en su sitio como hago siempre, también la maleta y la bolsa; justo debajo había colgado mi abrigo en el armario de los abrigos, se enciende una luz al abrir la puerta; tampoco había buscado mi albornoz ni mis toallas, seguían sin estar en el cuarto de baño, me había secado las manos con una de Luisa; los regalos los tenía conmigo, en el dormitorio; sólo había una cosa, mi neceser, lo había sacado de la bolsa de mano y lo había dejado sobre un banquito del cuarto de baño, su contenido era lo único que no había devuelto a sus antiguos y diversos sitios; lo había abierto, sí, pero sólo había sacado el cepillo de dientes, ni siquiera la pasta, había utilizado la que estaba en nuestra repisa, esto es, la de Luisa, mediado el tubo. Puede que ni ella ni su acompañante supieran aún que yo estaba allí, espía involuntario (involuntario hasta entonces) de mi propia casa. Ahora sonaba la otra voz, pero hablaba muy bajo, más que Luisa, de esa voz no distinguía ni el ánimo y eso me desazonó, como me había sucedido en la habitación del hotel de La Habana que al parecer fue una vez el Sevilla-Biltmore, no sé, en una isla. De pronto me entró prisa. Sabía que acabaría sabiendo quién estaba en el salón con Luisa, aunque se marchara en aquel mismo instante yo no tendría más que abrir mi puerta y salir para verlo, antes de que estuviera fuera, llamando al ascensor para irse. Pero la prisa venía porque tuve conciencia de que lo que no oyera ahora ya no lo iba a oír; no iba a haber repetición, como cuando uno oye una cinta o ve un vídeo y puede retroceder, sino que cada susurro no aprehendido ni comprendido se perdería para siempre jamás. Es lo malo que tiene cuanto nos sucede y no es registrado, o aún peor, ni siquiera sabido ni visto ni oído, porque luego no hay forma de recuperarlo. Abrí con cautela la puerta de la alcoba, sin hacer el menor ruido, entró un poco de luz lejana por la rendija aún mínima y volví a echarme en la cama, y entonces identifiqué la voz que hablaba, gracias a esa rendija, la identifiqué a la vez con temor y alivio, la voz de Ranz, la voz de mi padre, más con alivio, con temor menos.

Yo tengo la tendencia a querer comprenderlo todo, cuanto se dice y llega a mis oídos, aunque sea a distancia, aunque sea en uno de los innumerables idiomas que desconozco, aunque sea en murmullos indistinguibles o en susurros imperceptibles, aunque sea mejor que no lo comprenda y lo que se diga no esté dicho para que yo lo oiga, o incluso esté dicho justamente para que yo no lo capte. Y una vez entreabierta la puerta de mi dormitorio el murmullo era distinguible o perceptible el susurro, y ambos eran en un idioma que bien conozco, es el mío, en el que escribo y pienso, aunque conviva con otros en los que también pienso a veces, siempre más en el mío; y lo que la voz decía tal vez era mejor que lo comprendiera, tal vez se decía para que yo lo oyera, justamente para que yo lo captara. O no así exactamente: pensé que a Luisa no podía habérsele pasado por alto mi presencia en la casa (el neceser, el cepillo en su sitio, el abrigo colgado, algo habría visto), pero sí a Ranz, Ranz podía no saberlo (si había entrado en el cuarto de baño no le habrían dicho nada el neceser ni el cepillo). Quizá Luisa había decidido hablar por fin con mi padre y preguntarle por sus mujeres muertas, por Barbazul, Barbazul, y dejar al azar que yo despertara y lo oyera directamente o que siguiera dormido tras el cansancio del viaje desde Ginebra y no me enterara más que indirectamente y más tarde, a través de ella y con otras palabras (con traducción, y censura acaso), o bien no me enterara nunca, si así se acordaba. Quizá no traía la intención de hacerlo, no aquella noche o tarde, hasta llegar a casa y ver mi neceser, mi cepillo, mi abrigo, y luego, tal vez, mi figura dormida sobre nuestra cama. Tal vez se había asomado al cuarto y era ella, no yo, quien había cerrado la puerta. Entonces, al pensarlo, comprendí que así habría sido, porque no fue sino hasta aquel instante cuando me di cuenta de que la cama ya no estaba tan hecha como la había encontrado. Alguien había levantado sábana, manta y colcha por uno de los lados y había intentado arroparme con ellas vueltas, chapuceramente, desde sus extremos laterales hasta donde el peso y límite de mi cuerpo lo permitía. Podía haber sido yo mismo en mi sueño, pensé, pero no era probable, lo descarté de inmediato y me pregunté de inmediato cuándo habría sucedido eso, mi arropamiento, cuándo habría abierto la puerta Luisa y me habría visto tendido, dormido, quizá con el pelo alborotado, algunos cabellos sueltos atravesándome la frente como si fueran delgadas arrugas venidas desde el futuro a ensombrecerme un instante. (No me había quitado los zapatos, los seguía teniendo puestos y ahora sí pisaban la colcha.) Y me pregunté también cuánto tiempo llevarían Luisa y Ranz en la casa, y cómo habría conducido ella la conversación que tenían para que en el momento de entreabrir yo mi puerta y volverme a la cama y oír nítidamente las primeras frases de Ranz (aunque en la distancia), esas frases fueran estas:

‘Se mató por algo que yo le conté. Por algo que le había contado en nuestro viaje de bodas.’

La voz de mi padre era débil, pero no de viejo, nunca tuvo nada de viejo. Era una voz vacilante, como si estuviera hablando sin estar convencido de querer hacerlo, como si se diera cuenta de que las cosas se dicen muy fácilmente (basta con empezar, una palabra tras otra) pero una vez oídas ya no se olvidan, se saben. Como si recordara eso.

‘No quiere contármelo a mí’, oí que decía Luisa. Su voz era cuidadosa pero natural, no exageraba la nota de la persuasión ni de la delicadeza ni del afecto. Hablaba con tiento, nada más que con tiento.

‘No es que no quiera, a estas alturas, si tú quieres saberlo’, respondió Ranz, ‘aunque la verdad es que nunca se lo he dicho a nadie, bien me he guardado. De todo eso hace cuarenta años, ya es un poco como si no hubiera ocurrido o les hubiera ocurrido a otras personas, no a mí, ni a Teresa, ni a la otra mujer, como tú la has llamado. Ellas no existen desde hace mucho, lo que les pasó tampoco, sólo yo lo sé, sólo estoy yo para recordarlo, y lo que pasó se me aparece como figuras borrosas, como si la memoria, al igual que los ojos, se cansara con la edad y ya no tuviera fuerzas para ver claramente. No hay gafas para la memoria cansada, querida mía.’

Me incorporé, me senté a los pies de la cama, desde donde podía abrir más mi puerta o cerrarla con sólo extender la mano. Instintivamente rehíce la cama, es decir, volví sábana, manta y colcha a su posición primera, incluso remetí la sábana, también la manta. Todo estaba en orden, un poco de luz, la rendija, la luz de la noche fuera.

‘¿Por qué se lo contó, entonces?’, dijo Luisa. ‘No imaginó lo que podía pasar.’

‘Casi nadie imagina nada, al menos cuando se es joven, y se es joven durante mucho más tiempo del que uno cree. La vida entera parece de mentira, cuando se es joven. Lo que les pasa a los otros, las desdichas, las calamidades, los crímenes, todo ello nos resulta ajeno, como si no existiera. Incluso lo que nos pasa a nosotros nos parece ajeno una vez que ya ha pasado. Hay quien es así toda la vida, eternamente joven, una desgracia. Uno cuenta, habla, dice, las palabras son gratis y salen a borbotones a veces, sin restricciones. Siguen saliendo en toda ocasión, cuando estamos borrachos, cuando estamos furiosos, cuando estamos abatidos, cuando estamos hartos, cuando estamos entusiasmados, cuando nos sentimos enamorados, cuando es inconveniente que las digamos o no podemos medirlas. Cuando hacemos daño. Es imposible no equivocarse. Lo raro es que las palabras no tengan más consecuencias nefastas de las que normalmente tienen. O tal vez no lo sabemos suficientemente, creemos que no tienen tantas y todo es un desastre perpetuo debido a lo que decimos. El mundo entero habla sin cesar, a cada momento hay millones de conversaciones, de narraciones, de declaraciones, de comentarios, de cotilleos, de confesiones, son dichos y oídos y nadie puede controlarlos. Nadie puede prever el efecto explosivo que causan, ni siquiera seguirlo. Porque pese a ser las palabras tantas y tan baratas, tan insignificantes, pocos son los capaces de no hacerles caso. Se les da importancia. O no, pero se las ha oído. Tú no sabes cuántas veces a lo largo de tantos años he pensado en aquellas palabras que le dije a Teresa en un incontrolado arrebato amoroso, supongo, estábamos en nuestro viaje de novios, ya casi al final. Pude callar y callar para siempre, pero uno cree que quiere más porque cuenta secretos, contar parece tantas veces un obsequio, el mayor obsequio que puede hacerse, la mayor lealtad, la mayor prueba de amor y entrega. Y se hacen méritos contando. De repente a uno no le basta con decir tan sólo encendidas palabras que se gastan pronto o se hacen repetitivas. Tampoco le basta a quien las escucha. El que dice es insaciable y es insaciable el que escucha, el que dice quiere mantener la atención del otro infinitamente, quiere penetrar con su lengua hasta el fondo (‘La lengua como gota de lluvia, la lengua al oído’, pensé), y el que escucha quiere ser distraído infinitamente, quiere oír y saber más y más, aunque sean cosas inventadas o falsas. Teresa tal vez no quiso saber, o mejor dicho no habría querido. Pero yo le dije algo de pronto, no me controlé, lo bastante, y entonces ya no pudo seguir sin querer, quiso saber, tuvo que escucharlo.’ Ranz hizo una pausa muy breve, ahora hablaba ya sin vacilación y su voz era más fuerte, casi declamatoria, no un murmullo ni un susurro, me habría llegado con la puerta cerrada. Pero, la mantuve entreabierta. ‘No lo soportó. En aquella época no había divorcio, y ella no se habría prestado a intentar una anulación, no tenía cinismo, y nuestro matrimonio fue consumado, ya lo creo que fue consumado, mucho antes de que fuera matrimonio. Pero un divorcio o una anulación no habrían bastado tampoco, de haber sido posibles. No era sólo que después de saber ya no pudiera soportarme a mí, ni seguir conmigo, ni un día más, ni un minuto más, como dijo, aunque aún estuvo conmigo unos cuantos días sin saber qué hacer. Era que ella también había dicho, había dicho algo una vez, mucho antes, y lo que había dicho tuvo su consecuencia. No me soportaba a mí ni se soportaba a sí misma por haber hablado a la ligera una vez, sin darse cuenta de que ella no tenía ninguna culpa, no podía tenerla, de lo que yo hubiera oído, ni yo de oírlo (‘Una instigación no es nada más que palabras’, pensé, ‘traducibles palabras sin dueño’). Pasó unos días de angustia extrema desde que le conté, y creciente, jamás he visto a nadie tan angustiado, apenas dormía, no comía y tenía arcadas, intentaba vomitar, no lo conseguía, no me hablaba, no me miraba, apenas habló con nadie, hundía la cabeza contra la almohada, disimuló como pudo con otros. Lloraba, lloró sin cesar durante aquellos días, fueron pocos. Lloraba mientras dormía cuando dormía algo, unos minutos, lloraba en sueños, en seguida se despertaba sudorosa y sobresaltada y me miraba con extrañeza en la cama, luego con horror (‘Con los ojos muy fijos en mí pero sin conocerme aún ni reconocer dónde estaba’, pensé, ‘esos ojos febriles del enfermo que despierta asustado y sin haber recibido previo aviso de su despertar en el sueño’), se tapaba el rostro con la almohada, como si no quisiera ver, ni oír. Yo intentaba calmarla, pero me tenía miedo, me había cogido miedo, o espanto. Alguien que no quiere ver ni oír no puede seguir viviendo, no tenía dónde ir a menos que contara la historia, en realidad no me extraña que se matara, no lo preví, debí haberlo previsto. No se puede vivir así, si se es impaciente, si no se puede esperar a que pase el tiempo (‘Era como si se hubiera perdido y no hubiera futuro abstracto’, pensé, ‘que es el que importa porque el presente no puede teñirlo ni asimilarlo’). Todo se evapora, pero eso no lo sabéis los jóvenes. Ella era muy joven.’

Mi padre se interrumpió, posiblemente para tomar aliento o para medir lo que había contado hasta entonces, quizá vio que era demasiado para detenerse. Las voces no me permitían suponer dónde estaba cada uno, quizá mi padre recostado en la otomana y Luisa en el sofá, o Luisa en la otomana y Ranz en el nuevo sillón agradable que había probado un segundo. Tal vez uno de los dos en la mecedora, no lo creía, no al menos Ranz, a quien sólo gustaba ese mueble para adoptar posturas originales en sociedad. Por su manera de hablar poco festiva no lo imaginaba ahora en una de esas posturas, tampoco estaba en sociedad, me lo figuraba más bien sentado en el borde de donde estuviera sentado, inclinado hacia adelante, un poco, con los pies en el suelo, sin ni siquiera atreverse a cruzar las piernas. Miraría a Luisa con sus ojos devotos que halagaban lo que contemplaran. Olería a colonia y a tabaco y a menta, un poco a licor y a cuero, como si fuera alguien venido de las colonias. Puede que fumara.

‘¿Pero qué le contó?’, dijo Luisa.

‘Si te lo cuento ahora’, dijo Ranz, ‘no sé si estaré haciendo lo mismo que entonces, querida niña.’

‘Descuide’, le respondió Luisa con valor y humor (valor para decirlo y humor para haberlo pensado), ‘yo no me voy a matar por algo ocurrido hace cuarenta años, sea lo que sea.’

Ranz tuvo los mismos valor y humor para reír un poco. Luego contestó:

‘Lo sé, lo sé, nadie se mata por el pasado. Es más, no creo que tú te mataras por nada, aunque te enteraras hoy mismo de que Juan acababa de hacer algo como lo que yo hice y le conté a Teresa. Tú eres distinta, los tiempos son distintos, más leves, o más duros, lo encajan todo. Pero no sé si contártelo todo no es por mi parte una deliberada prueba de afecto, de nuevo una prueba de afecto, hacer méritos para que sigas escuchándome y queriendo mi compañía. Y a lo mejor el resultado sería el contrario. Sin duda no te matarías, pero tal vez no querrías volver a verme. Temo por mí, más que por ti.’

Luisa debió de ponerle una mano en el brazo si estaba cerca, o acaso en el hombro si se levantó un instante (‘La mano en el hombro’, pensé, ‘y el incomprensible susurro que nos persuade’), o así me lo habría imaginado yo en una representación, tenía que imaginarlo, no lo veía, sólo escuchaba por una rendija, no a través de un muro ni de balcones abiertos.

‘Lo que usted hiciera o dijera hace cuarenta años me importa poco y no va a variar mi afecto. Es a usted al que yo conozco y eso nada lo puede cambiar. No conozco al de entonces.’

‘El de entonces’, dijo Ranz. ‘El de entonces’, repitió Ranz, y debía de estarse tocando su pelo polar, rozándoselo con las yemas sin proponérselo ni darse cuenta. ‘El de entonces soy yo todavía, o si no soy él soy su prolongación, o su sombra, o su heredero, o su usurpador. No hay ningún otro que se le parezca tanto. Si no fuera yo, cosa que a veces llego a creerme, entonces él no sería nadie y resultaría que no habría ocurrido lo que ocurrió. Soy lo más parecido que queda a él, en todo caso, y a alguien deben pertenecer esos recuerdos. Al que no se mata se le impone seguir adelante, pero hay quien decide pararse y quedarse allí donde se quedaron otros, mirando al pasado, haciendo que siga siendo ficticio presente lo que el mundo dice que es pasado. Y así, resulta que lo que ocurrió se convierte en imaginario. Pero no para él, sino para el mundo. Sólo para el mundo, que lo abandona. He pensado mucho en esto. No sé si lo entiendes.’

‘Usted no parece haberse quedado parado en ninguna parte’, le dijo Luisa.

‘Supongo que no, y a la vez sí’, contestó Ranz. La voz había vuelto a debilitarse, ahora hablaba un poco para sus adentros, no con vacilación sino meditativamente, las palabras salían una por una, cada una pensada, como cuando los políticos hacen una declaración que quieren ver traducida y tomada al pie de la letra. Era como si estuviera dictando. (Pero ahora yo reproduzco de memoria, es decir, con mis propias palabras aunque sean las suyas, en origen.) ‘Yo seguí adelante, he seguido haciendo mi vida con la mayor ligereza posible, e incluso me volví a casar por tercera vez, con la madre de Juan, con Juana, que nunca supo nada de todo esto y tuvo la generosidad de no acosarme nunca a preguntas sobre la muerte de su hermana que ella vio, tan inexplicable para todos, y yo no podía explicársela. Quizá ella sabía que era mejor no saber, si había algo que saber y yo no había contado. Quise mucho a Juana, pero no como a Teresa. La quise con más cautela, con más miramiento, no con tanta insistencia, más contemplativamente si vale decirlo, más pasivamente. Pero a la vez que seguí adelante sé que también me quedé parado en aquel día en que se mató Teresa. En ese día, y no en el otro anterior, es curioso cómo importan más las cosas que le pasan al otro sin nuestra intervención directa, más que las que uno hace, o comete. Bueno, no siempre es así, sólo a veces. Según qué cosas, supongo.’

Encendí un cigarrillo y busqué un cenicero en la mesilla de noche. Allí estaba, en el lado de Luisa, por suerte también ella seguía fumando, los dos fumábamos en la cama, mientras hablábamos o leíamos o después de acostarnos con el uno el otro, antes de dormirnos. Antes de dormirnos de veras abríamos la ventana aunque hiciera frío, para airear el cuarto, unos minutos. Estábamos de acuerdo en eso, en nuestra compartida casa en la que yo espiaba ahora con su probable consentimiento. Quizá al abrir la ventana pudiéramos ser percibidos desde la esquina por alguien que mirara hacia arriba, abajo.

‘¿Qué otro día?’, preguntó Luisa.

Ranz calló, durante demasiados segundos para que fuera natural la pausa. Me imaginé que tendría las manos con un cigarrillo del que no se tragaría el humo o bien enlazadas y ociosas, las manos grandes con arrugas pero sin manchas, y estaría mirando a Luisa de frente, con sus ojos como gruesas gotas de licor o vinagre, mirando con pena y con miedo, esas dos sensaciones tan parecidas según Clerk o Lewis, o tal vez con la sonrisa boba y los ojos inmóviles de quien alza la vista y yergue el cuello como un animal al oír el sonido de un organillo o el silbido curvo de los afiladores, y piensa por un momento si los cuchillos que hay en la casa cortan como es debido o hay que bajar con ellos a la calle corriendo, y hace un alto en sus tareas o en su indolencia para recordar y pensar en filos, o quizá se absorbe en sus secretos repentinamente, los secretos guardados y los padecidos, los que conoce y no conoce. Y entonces, al levantar la cabeza para hacer caso a la mecánica música o a un silbido que se repite y viene avanzando por la calle entera, su vista cae melancolizada sobre los retratos de los ausentes.

‘No me lo cuente si no quiere’, oí que decía Luisa.

‘El otro día’, dijo Ranz, ‘el otro día fue el día en que maté a mi primera mujer para poder estar con Teresa.’

‘No me lo cuente si no quiere. No me lo cuente si no quiere’, oí que repetía y repetía Luisa, y repetir y repetir eso cuando ya estaba contado era la forma civilizada de expresar su susto, también el mío, quizá su arrepentimiento por haber preguntado. Pensé si no debía cerrar mi puerta, clausurar la rendija para que todo volviera a ser murmullo indistinguible o imperceptible susurro, pero ya era demasiado tarde, para mí también, lo había oído, habíamos oído lo mismo que habría oído Teresa Aguilera en su viaje de novios, al final de su viaje, cuarenta años antes, o quizá no eran tantos. Luisa decía ahora ‘No me lo cuente, no me lo cuente’, quizá por mí, demasiado tarde, las mujeres sienten curiosidad sin mezcla y no imaginan o no anticipan la índole de lo que ignoran, de lo que puede llegar a averiguarse y de lo que puede llegar a hacerse, no saben que los actos se cometen solos o que los pone en marcha una sola palabra. El acto de contar ya estaba en marcha, basta con empezar, una palabra tras otra. ‘Ranz ha dicho “mi primera mujer”’, pensé, ‘en vez de darle su nombre, y lo ha hecho en consideración a Luisa, que de haber escuchado ese nombre (Gloria, o acaso Miriam, o acaso Nieves, o acaso Berta) no habría sabido de quién se trataba, no con certidumbre al menos, ni yo tampoco, aunque lo habríamos supuesto, supongo. Eso quiere decir que Ranz está de verdad contando, aún no hablando para sí mismo, como puede que le suceda dentro de un rato si sigue rememorando y contando. Pero lo que hasta ahora ha dicho lo ha dicho teniendo en cuenta que se lo decía a alguien, no olvidado del destinatario sino teniendo en cuenta que estaba contando, y siendo escuchado.’

‘Sí, ahora ya tienes que dejarme contártelo’, oí que decía mi padre, ‘como se lo tuve que contar a Teresa. No fue como ahora, pero tampoco tan distinto, dije una frase y con ella la puse al tanto y ya tuve que contar el resto, contar más para paliar una sola frase, es absurdo, descuida, no entraré en mucho detalle. Ahora la he dicho y te he puesto al tanto, la he dicho en frío, entonces fue en caliente, ya sabes, uno dice cosas encendidas y se va calentando, uno quiere tanto y se siente tan querido que ya no sabe qué más hacer, a veces. En algunas circunstancias, en algunas noches uno se convierte en un exaltado, en un salvaje, le dice barbaridades a la persona que ama. Luego se olvidan, son como un juego, pero claro, un hecho no puede olvidarse. Estábamos en Toulouse, hicimos nuestro viaje de bodas a París, luego al sur de Francia. Estábamos en un hotel la penúltima noche del viaje, en la cama, y yo le dije muchas cosas a Teresa, uno dice de todo en esas ocasiones porque no se siente amenazado por nada, y cuando ya no sabía qué más decirle y sin embargo necesitaba decirle más, le dije lo que tantos amantes han dicho sin consecuencias: “Te quiero tanto que mataría por ti”, le dije. Ella se rió, contestó: “Ya será menos.” Pero en aquellos momentos yo no podía reírme, era uno de esos momentos en que se quiere con toda la seriedad del mundo, no hay broma que valga. Y entonces no pensé más y le dije la frase: “Ya lo he hecho”, le dije. “Ya lo he hecho.”’ (‘I have done the deed’, pensé, o acaso pensé ‘He sido yo’, o lo pensé en mi lengua, ‘He hecho el hecho y he hecho la hazaña y he cometido el acto, el acto es un hecho y es una hazaña y por eso se cuenta más pronto o más tarde, he matado por ti y esa es mi hazaña y contártela ahora es mi obsequio, y me querrás más aún al saber lo que he hecho, aunque saberlo manche tu corazón tan blanco.’)

Ranz calló de nuevo, y ahora me pareció que la pausa era inequívocamente retórica, como si una vez que había empezado a contar lo incontable estuviera en disposición y deseo de controlar su cuento.

‘La maldita seriedad’, añadió seriamente al cabo de unos segundos. ‘Nunca más en la vida he vuelto a ser serio, o así lo he intentado.’

Apagué el cigarrillo y encendí otro, miré el reloj sin entender la hora. Había viajado y había dormido y estaba oyendo, como había oído a Guillermo y Miriam también sentado a los pies de una cama, o más bien como los había oído Luisa acostada, disimulando, sin que yo supiera si los oía. Ahora era ella quien no sabría si yo escuchaba, ni si yo estaba acostado y dormido.

‘¿Quién era?’, le preguntó a mi padre. También ella, después de su susto y su arrepentimiento mecánico, estaba dispuesta a saberlo todo, más al menos, una vez que sabía y había oído la frase irremediablemente (‘Escuchar es lo más peligroso’, pensé, ‘es saber, es estar enterado y estar al tanto, los oídos carecen de párpados que puedan cerrarse instintivamente a lo pronunciado, no pueden guardarse de lo que se presiente que va a escucharse, siempre es demasiado tarde. Ahora ya sabemos, y puede que eso manche nuestros corazones tan blancos, o quizá son pálidos y temerosos, o acobardados.’)

‘Era una chica cubana, de allí, de La Habana’, dijo Ranz, ‘donde estuve destinado dos años haraganeando, Villalobos tiene mejor memoria de lo que cree (‘Han hablado del profesor’, pensé, ‘luego mi padre sabe que yo ya sé lo que Villalobos sabe’). Pero no quisiera hablar mucho de ella, si me haces ese favor, he logrado olvidar cómo era, un poco, su figura es borrosa como todo aquello, no estuvimos casados mucho tiempo, apenas un año, y mi memoria está cansada. Me casé con ella cuando ya no la quería si es que la quise, uno hace esas cosas por sentido de la responsabilidad, del deber, por debilidad momentánea, algunas bodas se pactan, se acuerdan, se anuncian, y se hacen lógicas e irremediables, ya por eso suelen acabar celebrándose. Ella me obligó a quererla al principio, luego quiso casarse y yo no me opuse, su madre, las madres quieren que las hijas se casen, o lo querían entonces (‘Todo el mundo obliga a todo el mundo’, pensé, ‘y si no el mundo se detendría, todo permanecería flotando en una vacilación global y continua, indefinidamente. La gente sólo quiere dormir, los arrepentimientos anticipados nos paralizarían’). La boda fue en la capilla de la embajada, a la que yo estaba adscrito, una boda española en vez de cubana. Mal asunto, lo quisieron ella y la madre tal vez a propósito, de haber sido cubana nos podríamos haber divorciado cuando conocí a Teresa, allí había divorcio, aunque no creo que Teresa lo hubiera aceptado, ni sobre todo su madre, que era muy religiosa.’ Ranz se limitó ahora a tomar aliento y agregó con su voz burlona de siempre, la más conocida: ‘Las religiosas madres de las clases medias, las religiosas suegras son las que más vinculan. Supongo que me casé para no estar solo, no me eximo de culpa, no sabía cuánto tiempo más iba a permanecer en La Habana, dudaba entonces si hacer algo en la diplomacia, aunque aún no tenía la carrera hecha. Luego abandoné esa idea y nunca la hice y volví a mis estudios de arte, me habían metido a dedo en aquella embajada por influencias de mi familia, a ver si me gustaba, yo fui un bala perdida hasta que conocí a Teresa, o más bien hasta que me casé con Juana.’ Había dicho ‘bala perdida’, y estuve seguro de que en ese momento, pese a la seriedad con que hablaba, le había divertido soltar esa expresión en desuso, como le había divertido llamarme ‘picaflor’ el día de mi boda, durante la fiesta, mientras Luisa hablaba con un antiguo novio que me es antipático y otras personas —quizá Custardoy, quizá Custardoy, apenas lo vi en el Casino, sólo de lejos mirando ávidamente— y yo me veía apartado de ella durante unos minutos por mi padre que me retenía en un cuarto para decirme esto: ‘Y ahora qué’, y al cabo de un rato decirme lo que en verdad quería: ‘Cuando tengas secretos o si ya los tienes, no se los cuentes.’ Ahora él estaba contando el suyo, contándoselo a ella precisamente, quizá para evitar que yo le pudiera contar los míos (qué secretos tengo, acaso el de Berta que en realidad no es mío, acaso el de mis sospechas, acaso el de Nieves, mi amor antiguo de la papelería) o que sea ella quien me cuente los suyos (qué secretos tiene, no puedo saberlo, si lo supiera no lo serían). ‘Quizá Ranz cuenta ahora su secreto guardado durante tantos años para que nosotros no nos contemos los nuestros’, pensé, ‘los pasados y los presentes y los futuros, o para que procuremos no tener que tenerlos. Sin embargo hoy yo he venido a mi casa en secreto, sin avisar o haciendo creer que llegaba mañana, y Luisa guarda ante Ranz el secreto de que yo estoy aquí, echado o sentado a los pies de la cama, tal vez oyendo, tiene que haberme visto, si no no se explican la colcha y la manta y la sábana vueltas para arroparme un poco.’

‘¿Me sirves un poco más de whisky, por favor?’, oí que decía mi padre ahora. Así que Ranz estaba bebiendo whisky, que es una bebida de color parecido al color de sus ojos cuando no les da la luz, estarían en penumbra ahora. Oí el ruido del hielo cayendo sobre un vaso y otro, también el del whisky, luego el del agua. Con agua mezclada el color ya no se parecería tanto. Quizá las aceitunas de la nevera estaban sobre la mesita baja de nuestro salón, era uno de los primeros muebles que habíamos comprado, juntos, y uno de los pocos no cambiados de sitio en todo este tiempo, desde nuestra boda, aún no hacía ni hace aún un año. Tuve hambre de pronto, con gusto me habría comido unas aceitunas, mejor rellenas. Mi padre añadió: ‘Luego iremos a cenar, ¿verdad?, te cuente lo que te cuente, como estaba previsto. Bueno, ya te lo he contado casi todo.’

‘Claro que iremos a cenar’, contestó Luisa. ‘Yo no falto a mis citas.’ Era verdad, que no faltaba ni falta a sus citas. Puede dudar mucho, pero si se decide no falla, es una mujer agradable en eso. ‘¿Qué pasó luego?’, dijo, y esa es la pregunta que hacen los niños, incluso cuando el cuento ya se ha acabado.

Ahora oí claramente el ruido del mechero de Ranz (el oído va acostumbrándose a captarlo todo desde donde escucha), luego antes debía haber tenido las manos enlazadas y ociosas.

‘Pasó que conocí a Teresa, y a Juana, y a su madre cubana que llevaba una vida entera en España. Fueron a La Habana una temporada por un asunto de lejanas herencias y ventas, una tía de la madre que había muerto, no creí que Villalobos recordara tanto (‘Luisa debe haberle dicho’, pensé: ‘“Villalobos nos ha contado esto y esto, ¿qué hay de cierto?”’). Nos quisimos muy pronto, yo ya estaba casado, nos vimos algunas veces clandestinamente, pero era triste, ella se entristecía, no veía posibilidad alguna, y que ella no la viera me entristecía a mí, más eso que el hecho cierto de que no la hubiera. No fueron muchas veces, las suficientes, siempre por la tarde, las dos hermanas salían a pasear juntas y luego se separaban, no sé lo que hacía Juana ni Juana sabía lo que hacía Teresa, Teresa venía a encontrarse conmigo en una habitación de hotel esas tardes, y luego, al caer la noche de golpe (la noche nos avisaba), se reunía de nuevo con Juana y las dos regresaban a cenar con la madre. La última tarde que nos encontramos pareció la despedida de quienes no pueden volver a verse, era absurdo, éramos jóvenes, no estábamos enfermos ni había ninguna guerra. Ella volvía a España al día siguiente, tras su estancia de tres meses en la casa de la tía-abuela muerta en La Habana. Le dije que yo no me iba a quedar allí para siempre, que volvería en seguida a Madrid, que teníamos que seguirnos viendo. Ella no quería, prefería aprovechar la separación forzosa para olvidarse de todo aquello, de mí, de mi primera mujer, a la que tuvo la mala suerte de conocer un poco. Le era simpática, recuerdo que le era simpática. Yo insistí, le hablé de separarme. “No podríamos casarnos”, me dijo, “eso es imposible.” Era convencional como lo eran los tiempos, hace sólo cuarenta años, ha habido mil historias como esta, sólo que la gente dice y no hace nada. Bueno, algunos hacen (‘Lo peor de todo es que no hará nada’, pensé, era lo que Luisa me había dicho de Guillermo una noche, malhumorada, con su escote humedecido, brillaba un poco, los dos en la cama). Y entonces dijo la frase que yo escuché y que hizo que luego ella no se soportara (‘Traducibles palabras sin dueño que se repiten de voz en voz y de lengua en lengua y de siglo en siglo’, pensé, ‘las mismas siempre, instigando a los mismos actos desde que en el mundo no había nadie ni había lenguas ni tampoco oídos para escucharlas. Pero quien las dice no se soporta, si las ve cumplidas’). Recuerdo que estábamos los dos vestidos, echados sobre la cama alquilada, con los zapatos puestos (‘Quizá los pies sucios’, pensé, ‘pues nadie iba a verlos’), no nos desvestimos aquella tarde, no podía haber ganas. “Nuestra única posibilidad es que un día muriera ella”, me dijo, “y con eso no puede contarse.” Recuerdo que al decirlo me puso la mano en el hombro y acercó su boca a mi oreja. No me lo susurró, no fue una insinuación, su mano en mi hombro y sus labios cercanos fueron un modo de consolarme y apaciguarme, estoy seguro, he pensado mucho en cómo fue dicha esa frase, aunque hubo un tiempo en que la tomé por otra cosa. Era una frase de renuncia y no de inducción, era la frase de quien se retira y se da por vencido. Después de decir eso me dio un beso, un beso muy breve. Abandonaba el campo.’ (‘La lengua en la oreja es también el beso que más convence’, pensé, ‘la lengua que indaga y desarma, la que susurra y besa, la que casi obliga.’) Ranz se detuvo una vez más, su voz había perdido ahora hasta el último resto de ironía o guasa, era casi irreconocible, aunque no como una sierra. ‘Luego, cuando le conté lo que había hecho y le hablé de esta frase, ella al principio ni se acordaba, la había dicho sin pensar, según ella tan a la ligera, cuando se acordó y comprendió, había sido sólo la expresión de un pensamiento que estaba en nuestras cabezas, algo obvio, un mero enunciado sin intenciones, como si tú me dijeras ahora: “Va siendo hora de pensar en la cena”. Tampoco yo reparé mucho entonces en sus palabras, no les di vueltas hasta más tarde, les di vueltas cuando Teresa ya se había marchado y la echaba de menos hasta no soportarlo, nuestra única posibilidad es que un día muriera ella, y con eso no puede contarse. Fue mi condenado cerebro el que quiso entender de otro modo (‘No pienses en las cosas, padre’, pensé, ‘no pienses en ellas con tan enfermizo cerebro. Los dormidos, y los muertos, no son sino como pinturas, padre. No se debe pensar de esta manera en estos hechos: así, nos hará volver locos’). Ella sólo recordó su frase al yo recordársela, y eso le causó más tormento. Ojalá no le hubiera contado nada (‘Ella oye la confesión de ese acto o hecho o hazaña, y lo que la hace verdadera cómplice no es haberlo instigado, sino saber de ese acto y de su cumplimiento. Ella sabe, ella está enterada y esa es su falta, pero no ha cometido el crimen por mucho que lo lamente o asegure lamentarlo, mancharse las manos con la sangre del muerto es un juego, es un fingimiento, un falso maridaje con el que mata, porque no se puede matar dos veces y nunca hay duda de quién es “yo”, y ya está hecho el hecho. Sólo se es culpable de oír las palabras, lo que no es evitable, y aunque la ley no exculpa a quien habló, a quien habla, éste sabe que en realidad no ha hecho nada, incluso si ha obligado con su lengua al oído, con su pecho a la espalda, con la respiración agitada, con su mano en el hombro y el incomprensible susurro que nos persuade’). Nada.’

‘¿Qué fue lo que hizo? Se lo contó todo’, le dijo Luisa. Luisa sólo preguntaba lo más necesario.

‘Sí, se lo conté todo’, dijo Ranz, ‘pero a ti no voy a contártelo, no lo que hice exactamente, no los detalles, cómo la maté, eso no se olvida y prefiero que tú no tengas que recordarlo, ni que me lo recuerdes tú a mí de ahora en adelante, y eso es lo que sucedería si te lo contara.’

‘¿Pero cuál fue la explicación de su muerte? Nadie supo la verdadera, eso sí puede contármelo’, dijo Luisa. De pronto me dio un poco de miedo, sólo preguntaba lo necesario, y así haría conmigo si un día tenía que preguntarme.

Oí de nuevo el ruido del hielo, esta vez agitado en el vaso. Ranz estaría pensando con su enfermizo cerebro, o ya no lo era desde hacía decenios. Quizá se estaría colocando, sin apenas tocarlos, sus cabellos tan blancos de polvos de talco. Quizá tendría, como un día le había visto, un aire de momentáneo desvalimiento. Ese día empezaba a estar lejos.

‘Sí, puedo contártelo, y tampoco en eso anda Villalobos equivocado’, dijo por fin. ‘Debe de ser de los pocos vivos que recuerda algo de aquello. También, claro está, lo recordarán los hermanos de Teresa y Juana si viven, como lo sabía y lo recordaba la propia Juana, y su madre. Pero con mis dos cuñados, mis dobles cuñados, hace muchos años que no me trato, desde la muerte de Teresa no quisieron saber más de mí ni apenas de Juana, aunque no lo dijeran abiertamente: Juan, por ejemplo, casi no los ha conocido. Sólo la madre, la abuela de Juan, quiso seguir tratándome de esa familia, yo creo que para proteger a su hija más que otra cosa, para velar por Juana y no abandonarla a su matrimonio. Su peligroso matrimonio conmigo, pensaba, supongo. No se lo reprocho, todos sospecharon que tendría algo de culpa y que callaba algo cuando se mató Teresa, y en cambio nadie sospechó en su día de la otra muerte. Ves, la propia vida no depende de los propios hechos, de lo que uno hace, sino de lo que de uno se sabe, de lo que se sabe que ha hecho. Yo he llevado desde entonces una vida normal e incluso agradable, después de cualquier cosa se puede seguir viviendo, los que podemos: he hecho dinero, he tenido un hijo del que estoy contento, he querido a Juana y no la hice desgraciada, he trabajado en lo que más me atraía, he tenido amigos y buenos cuadros. Me he divertido. Todo eso ha sido posible porque nadie supo nada, sólo Teresa. Lo que hice fue hecho, pero la gran diferencia para lo que viene luego no es haberlo o no haberlo hecho, sino que fuera ignorado por todos. Que fuera un secreto. Qué vida habría tenido si se hubiera sabido. Tal vez ni siquiera habría tenido vida, después de eso.’

‘¿Cuál fue la explicación? ¿Un incendio?’, insistió Luisa, que no dejaba a mi padre divagar en exceso. Yo encendí otro cigarrillo, esta vez con la brasa del anterior, tenía sed, habría querido lavarme los dientes, no podía cruzar al cuarto de baño pese a estar en mi propia casa, estaba allí clandestinamente, sentía la boca como anestesiada, tal vez por el sueño, tal vez por la tensión del viaje, tal vez porque tenía las mandíbulas apretadas desde hacía rato. Al darme cuenta dejé de apretarlas, por un instante.

‘Sí, fue el incendio’, dijo lentamente. ‘Vivíamos en un pequeño chalet de dos plantas, en una zona residencial algo apartada del centro, ella tenía la costumbre de fumar en la cama antes de dormir, yo también, a decir verdad. Salí para cenar con unos empresarios españoles a los que debía entretener, es decir, llevar de juerga. Ella debió de fumar en la cama y se quedó dormida, quizá había bebido un poco para conciliar el sueño, solía hacerlo en los últimos tiempos, posiblemente bebió de más esa noche. La brasa prendió las sábanas, debió de ser lento al principio pero no despertó o lo hizo demasiado tarde, luego no quisimos saber si se había asfixiado antes de quemarse entera, en La Habana se duerme mucho con las ventanas cerradas. Qué más daba. El incendio no destruyó la casa completamente, los vecinos intervinieron a tiempo, yo no regresé hasta que me localizaron y me avisaron, mucho más tarde, me había emborrachado con los empresarios. Pero sí le dio tiempo al fuego a consumir nuestra alcoba, todas sus ropas, las mías, las que yo le había regalado. No hubo investigación ni autopsia, fue un accidente. Ella estaba abrasada. A nadie le importaba mucho averiguar nada más, si no me importaba a mí. Su madre, mi suegra, estaba demasiado abatida para pensar en otras posibilidades.’ Ahora había hablado rápidamente, como si tuviera prisa por acabar con el relato, o con aquella parte. ‘Tampoco eran gente influyente’, añadió, ‘solamente clase media, con poco dinero, una viuda y su hija. Yo tenía buenos contactos en cambio, si me hubieran hecho falta para parar una pesquisa o disipar una sospecha. Pero no las hubo. Corrí algún riesgo, resultó fácil. Esa fue la explicación, mala suerte’, dijo Ranz. ‘Mala suerte’, repitió, ‘sólo llevábamos casados un año.’

‘¿Y la verdad cuál era?’, dijo Luisa.

‘La verdad es que ya estaba muerta cuando yo salí a aquella juerga’, contestó mi padre. Su voz volvió a ser muy débil cuando dijo esta frase, tanto que tuve que esforzarme de nuevo como si mi puerta estuviera cerrada, estaba entreabierta, y yo acerqué a la rendija el oído para no perder sus palabras. ‘Discutimos al caer la tarde’, dijo, ‘al regresar yo a casa después de varias gestiones en la ciudad que me habían ocupado todo el día, aquellos empresarios. Volví de mal humor, ella lo tenía peor, algo había bebido, hacía dos meses que no nos tocábamos, o yo a ella. Yo estaba retraído y distante desde que conocí a Teresa, pero sobre todo desde su marcha, se me iba yendo la posible lástima y me aumentaba el rencor hacia ella, hacia ella (‘Evita pronunciar su nombre’, pensé, ‘porque ahora ya no puede querer insultarla, ni puede enfadarse ni dejar a una muerta que para nadie más ha existido, sólo para su madre, mamita mamita, que no supo hacer guardia o velar por ella, mentira mi suegra’). Tenía esa irritación que no se controla, cuando se deja de querer a alguien y ese alguien nos sigue queriendo a toda costa y no se rinde, quisiéramos que todo acabara siempre cuando lo damos por concluido. Cuanto más distante me sentía, más pegajosa se mostraba ella, más me atosigaba, más me reclamaba (‘No te librarás de mí’, pensé, ‘o tú ven acá, o eres mío, o estás en deuda, o conmigo al infierno, quizá con el gesto del asimiento, uña de león, una zarpa’). Estaba harto y estaba impaciente, quería romper ese vínculo y volver a España, pero volver yo solo (‘Ya no me fío de ti’, pensé, ‘o tienes que sacarme de aquí, o yo no he estado en España, o eres un hijo de puta, o voy por ti, o yo te mato’). Discutimos un poco, más que una discusión en regla cuatro frases desabridas, insulto y respuesta, insulto y respuesta, y ella se metió en la alcoba, se echó en la cama con la luz apagada y lloró, no cerró la puerta para que yo pudiera verla u oírla, lloraba para que yo la oyera. La oí sollozar desde el salón durante un rato, mientras yo hacía tiempo para salir a encontrarme de nuevo con los empresarios, había quedado en llevarlos de juerga. Luego paró y la oí canturrear un poco distraídamente (‘El preludio del sueño y la expresión del cansancio’, pensé, ‘el canto más intermitente y disperso que a la noche puede seguir oyéndose en las alcobas de las mujeres afortunadas, aún no abuelas ni viudas ni ya solteronas, más quedo y más dulce o más vencido’), luego se quedó en silencio, y cuando se hizo la hora entré en nuestra alcoba para cambiarme y la vi dormida, se había dormido tras el disgusto y el llanto, fingido o no, nada cansa tanto como la pena. El balcón estaba abierto, oía a lo lejos las voces de los vecinos y de sus niños antes de la cena, al caer la tarde. Abrí el armario y me cambié de camisa, tiré la sucia en una silla, y aún tenía la limpia desabrochada cuando lo pensé. Lo había pensado más veces, pero entonces lo pensé para entonces, ¿comprendes?, para aquel momento. Es extraño cómo un pensamiento nos llega a veces con tanta nitidez y fuerza que ya no puede mediar nada entre él y su cumplimiento. Se piensa en una posibilidad y al instante deja de serlo, se hace lo que se piensa y se convierte en algo ejecutado, sin transición, sin mediación, sin trámite, sin darle más vueltas, sin saber del todo si quiere hacerse, los actos se cometen solos entonces (‘Los mismos actos que nadie sabe nunca si quiere ver cometidos’, pensé, ‘los actos todos involuntarios, los actos que ya no dependen de las palabras en cuanto se llevan a efecto, sino que las borran y quedan aislados del después y el antes, son ellos los únicos e irreversibles, mientras que hay reiteración y retractación, repetición y rectificación para las palabras, pueden ser desmentidas y nos desdecimos, puede haber deformación y olvido’).’ Ranz debía de estar mirando a Luisa con sus fervorosos ojos, ojos de líquido, o quizá tenía la mirada baja. ‘Allí estaba ella en ropa interior, en sostén y bragas, se había quitado el vestido y se había metido en la cama como una enferma, las sábanas sólo hasta la cintura, había bebido a solas y me había gritado, había llorado y había canturreado y se había dormido. No era muy distinta de una muerta, no era muy distinta de un cuadro, sólo que a la mañana siguiente ella se despertaría y volvería el rostro que ahora tenía contra la almohada (‘Volvería el rostro y ya no mostraría su bonita nuca’, pensé, ‘acaso como la de Nieves, lo único inalterado en ella tras el transcurrido tiempo; volvería el rostro a diferencia de la joven sirvienta que ofrecía a Sofonisba veneno o a Artemisa cenizas, y porque esa sirvienta nunca se daría la vuelta ni su ama cogería la copa ni se la llevaría a los labios nunca, el guardián Mateu las habría quemado a ambas con su mechero y también la cabeza borrosa de la vieja del fondo, un fuego, una madre, una suegra, un incendio’). Con su rostro vuelto no me permitiría marcharme ni ir en busca de Teresa, de la que ella no sabía ni llegó a saber nunca, no supo por qué moría, ni siquiera que estaba muriendo. Recuerdo que vi que le tiraba el sostén por la postura que había tomado, y por un momento pensé en soltárselo para que no le dejara marca. Iba a hacerlo cuando lo pensé y no lo hice. Lo pensé rápidamente, lo pensé sin imaginármelo y por eso lo hice (‘Imaginar evita muchas desgracias’, pensé, ‘quien anticipa su propia muerte rara vez se mata, quien anticipa la de los otros rara vez asesina, es preferible asesinar y matarse con el pensamiento, no deja secuelas ni tampoco huella, incluso con el gesto lejano del brazo que agarra, todo es cuestión de distancia y tiempo, si se está un poco lejos el cuchillo golpea el aire en vez de golpear el pecho, no se hunde en la carne morena o blanca sino que recorre el espacio y no sucede nada, su recorrido no se computa ni se registra y se ignora, no se castigan las intenciones, las tentativas fallidas tantas veces son silenciadas y hasta negadas por quienes las padecen porque todo sigue siendo lo mismo después de ellas, el aire es el mismo y no se abre la piel ni la carne cambia y nada se rasga, es inofensiva la almohada aplastada bajo la que no hay ningún rostro, y luego todo es igual que antes porque la acumulación y el golpe sin destinatario y la asfixia sin boca no son bastante para variar las cosas ni las relaciones, no lo es la repetición, ni la insistencia, ni la ejecución frustrada ni la amenaza’). La maté dormida, mientras me daba la espalda (‘Ranz ha asesinado al Sueño’, pensé, ‘al inocente Sueño, y sin embargo es el pecho de otra persona lo que nos respalda, sólo nos sentimos respaldados de veras cuando hay alguien detrás, alguien a quien acaso no vemos y que nos cubre la espalda con su pecho que está a punto de rozarnos y acaba siempre rozándonos; y en medio de la noche, al despertar sobresaltados por una pesadilla o ser incapaces de conciliar el sueño, al padecer una fiebre o creernos solos y abandonados a oscuras, no tenemos más que darnos la vuelta y ver entonces, de frente, el rostro del que nos protege, que se dejará besar lo que en el rostro es besable (nariz, ojos y boca; mentón frente y mejillas; y orejas, es todo el rostro) o quizá, medio dormido, nos pondrá una mano en el hombro para apaciguarnos, o para sujetarnos, o para agarrarse acaso’). No te contaré cómo, deja que eso no te lo cuente (‘Vete’, pensé, ‘o voy por ti, o yo te mato, mi padre piensa un instante y a la vez actúa, pero quizá ha de pararse un momento antes a pensar si los cuchillos que hay en la casa cortan como es debido y están afilados, mira el sostén que tira y levanta la cabeza luego para recordar y pensar en filos que esta vez no golpean el aire ni tampoco el pecho, sino la espalda, todo es cuestión de distancia y tiempo, o quizá es su gran mano la que se posa sobre la bonita nuca y aprieta y la aplasta, y es cierto que bajo la almohada no hay ningún rostro, sino que está encima el rostro que ya nunca más va a volverse; los pies patalean sobre la cama, los pies descalzos y tal vez muy limpios porque en la propia casa está o puede llegar en seguida nuestra cita siempre, si estamos casados, aquel que puede verlos o acariciarlos, aquel a quien ella había esperado tanto; quizá se agitan los brazos y al levantarlos se ven las axilas recién afeitadas para el marido que vuelve y ya no la toca nunca, pero no ha de preocuparse de ningún pliegue en la falda que le afee el culo, porque está muriendo y porque la falda se la ha quitado y está en la silla en la que mi padre ha dejado también tirada su camisa sucia, tiene puesta la limpia aún no abrochada, arderán juntas, la camisa sucia y la planchada falda, y tal vez Gloria, o acaso Miriam, o acaso Nieves, o acaso Berta, o Luisa, logra darse la vuelta y volver el rostro en un último esfuerzo, un instante, y con sus ojos miopes e inofensivos ve el triángulo tan velludo del pecho de Ranz, mi padre, velludo como el de Bill y el mío, el triángulo de ese pecho que nos protege y respalda, quizá se le hubiera pegado a Gloria su pelo largo alborotado por el sueño o el miedo y la pena, y algunos cabellos sueltos le atravesaran la frente como si fueran delgadas arrugas venidas desde el futuro a ensombrecerla un instante, el último, porque ese futuro no lo sería, no para ella, ni futuro concreto ni futuro abstracto. Y en cambio, en ese último instante, la carne cambia o la piel se abre o algo se rasga’).’

‘No me lo cuente si no quiere’, dijo Luisa. ‘No me lo cuente si no quiere’, repitió Luisa, y ahora me pareció que casi imploraba que no le contaran.

‘No, no te lo cuento, no quiero contártelo. Después me abroché la camisa y me asomé al balcón, no había nadie. Lo cerré, fui al armario donde también estaban sus telas olorosas e inertes, me puse corbata y una chaqueta, se me había hecho muy tarde. Encendí un cigarrillo, no comprendía lo que había hecho pero sabía que lo había hecho, son cosas distintas a veces. Aún ahora no lo comprendo y lo sé, como en aquel momento. Si no fui yo no fue nadie y ella nunca ha existido, ha pasado mucho tiempo y la memoria se cansa, como la vista. Me senté a los pies de la cama, estaba sudoroso y muy fatigado, me dolían los ojos como si no hubiera dormido durante varias noches, recuerdo eso, el dolor de los ojos, entonces lo pensé y lo hice, de nuevo pensé y a la vez lo hice. Dejé el cigarrillo encendido sobre la sábana y lo miré, cómo quemaba, y descabecé la brasa sin por ello apagarlo. Encendí otro, di tres o cuatro chupadas y lo dejé también sobre la sábana. Hice lo mismo con un tercero, descabezados todos, ardiendo las brasas de los cigarrillos y también ardiendo las brasas sueltas, tres y tres brasas, seis brasas, se quemaba la sábana. Vi cómo empezaban a hacer agujeros orlados de lumbre (‘Y lo estuve mirando durante unos segundos’, pensé, ‘cómo crecía y se iba ensanchando el círculo, una mancha a la vez negra y ardiente que se comía la sábana’), no sé.’ Mi padre se paró en seco, como si no hubiera acabado del todo la última frase. No se oyó nada, sólo su respiración agitada y fuerte durante un minuto, una respiración de viejo. A continuación añadió: ‘Cerré la puerta de la alcoba y salí y bajé a la calle, y antes de montar en el coche me volví a mirar la casa desde la esquina, todo estaba normal, era ya de noche, había caído de golpe y aún no salía humo (‘Ni le vería nadie desde lo alto’, pensé, ‘desde el balcón o ventana, aunque se parara delante de ellos como Miriam cuando esperaba, o un organillero viejo y una gitana con trenza para hacer su trabajo, o como Bill primero y yo luego ante la casa de Berta aguardando ambos a que el otro se fuera, o como Custardoy una noche de lluvia de plata bajo la mía’). Pero eso fue hace mucho tiempo’, añadió Ranz con una sombra de su voz de siempre, de la más acostumbrada. Me pareció oír un mechero y un tintineo, quizá había cogido una aceituna y Luisa había encendido un cigarrillo. ‘Y además, de estas cosas no se habla.’

Todavía hubo un silencio, Luisa ahora no decía nada, y pude imaginar que Ranz estaría esperando en vilo, con las manos ociosas y entrelazadas, tal vez sentado en el sofá, o reclinado sobre la otomana, o en el sillón gris y nuevo tan agradable que él habría ayudado a elegir, probablemente. No en la mecedora, no creía, no en la mecedora de mi abuela habanera que sin duda pensaba en sus propias hijas, la viva y la muerta, ambas casadas, y quizá en la hija casada y muerta de otra madre cubana cuando me cantaba ‘Mamita mamita, yen yen yen’ durante la infancia para infundirme un miedo que a mí me resultaba poco duradero y risueño, un miedo femenino tan sólo, de hijas y madres y esposas y suegras y abuelas y ayas. Tal vez Ranz temía que Luisa, su nuera, le hiciera un gesto que significara ‘Vete’, o bien ‘Lárguese’. Pero lo que Luisa dijo por fin fue esto:

‘Va siendo hora de pensar en la cena, si tiene hambre.’

La respiración agitada y fuerte de Ranz cesó, y le oí responder con lo que juzgué alivio:

‘No estoy muy seguro de tener hambre. Si te parece, podemos ir dando un paseo hacia Alkalde, y al llegar allí entramos si nos apetece, y si no te acompaño de vuelta y cada uno a su casa. Espero que no se nos vaya el sueño esta noche.’

Oí cómo se ponían en pie y Luisa recogía un poco las cosas que habría llevado hasta la mesita baja, uno de los pocos muebles que habíamos comprado juntos. Oí sus pasos hacia la cocina y de vuelta, y pensé: ‘Ahora tendrá que entrar aquí, a cambiarse de ropa o a coger algo. Tengo ganas de verla. Cuando se vayan yo podré lavarme los dientes y beber agua, y quizá haya quedado alguna aceituna.’

Mi padre, sin duda ya con la gabardina puesta o más bien echada sobre los hombros, se llegó hasta la entrada y abrió la puerta de la calle.

‘¿Estás ya?’, le preguntó a Luisa.

‘Un momento’, contestó ella, ‘voy a coger un pañuelo.’

Oí sus tacones que se acercaban, conocía bien sus pasos, resonaban sobre la madera mucho más discretos que los zapatos metálicos de ‘Bill’ sobre el mármol o los de Custardoy en todo lugar y tiempo. Aquellos pasos no cojeaban, ni cuando estaban descalzos. No subirían pesadamente peldaños de una escalera para buscar cartuchos de pluma desconocidos. Tampoco se clavarían nunca sobre el pavimento como navajas, no arrastrarían el tacón afilado con celeridad e inquina, nunca serían como espuela y hachazos. No si de mí dependía, o eso esperaba, eran unos pasos afortunados. Vi su mano sobre el picaporte de mi puerta por la rendija. Iba a entrar, la vería, hacía tres semanas que no la veía, casi ocho que no la veía allí, en nuestra casa y alcoba y almohada. Pero antes de empujar la puerta le dijo a Ranz a través del pasillo, él seguiría en la entrada, llamando el ascensor con la gabardina sobre los hombros:

‘Juan llega mañana. ¿Quiere usted que le cuente o que no le diga nada?’

La respuesta de Ranz fue rápida en llegar, pero las palabras salieron lentas y cansadas, con voz oxidada y ronca como a través de un yelmo:

‘Te agradecería mucho’, dijo, ‘te agradecería mucho que me ahorraras tener que pensar en eso, no sé qué es mejor. Piénsalo tú por mí, si te parece.’

‘Descuide’, dijo Luisa, y empujó la puerta. No encendió la luz hasta que la hubo cerrado, debió de notar al instante el mucho humo de mis cigarrillos. Aún no me puse en pie, no nos besamos, aún era como si no nos viéramos, yo aún no había llegado. Me miró de reojo, me sonrió de reojo, abrió nuestro armario y cogió un pañuelo con animales de Hermès que yo le había traído de un viaje antiguo, cuando aún no estábamos casados. Olía bien, un perfume nuevo, no era el Trussardi que le había regalado. Tenía cara de sueño, como si le dolieran los ojos, los ojos de Ranz, estaba guapa. Se puso el pañuelo al cuello y me dijo:

—Así que ya ves.

Y me di cuenta en el acto de que esa era la frase que Berta me había dicho cuando apareció en bata detrás de mí y la vi a mis espaldas reflejada en el cristal oscuro de la pantalla después de que yo terminara de ver el vídeo que ella habría visto ya varias veces y aún seguiría viendo y quizá sigue viendo hoy todavía. Por eso, supongo, también yo ahora contesté lo mismo. Me levanté. Le puse a Luisa la mano en el hombro.

—Ya veo —le dije.