A Luisa la había conocido casi un año antes en el ejercicio de mi trabajo, de una manera un poco bufa y también un poco solemne. Como ya he dicho, ambos nos dedicamos sobre todo a ser traductores o intérpretes (para ganar dinero), más yo que ella o con más constancia, lo cual no quiere decir en modo alguno que yo sea más competente, antes al contrario, lo es más ella, o al menos así fue juzgado en la ocasión de nuestro conocimiento, o fue juzgado que ella era más fiable en conjunto.
Por fortuna no nos limitamos a prestar nuestros servicios en las sesiones y despachos de los organismos internacionales. Aunque eso ofrece la comodidad incomparable de que en realidad se trabaja sólo la mitad del año (dos meses en Londres o Ginebra o Roma o Nueva York o Viena o incluso Bruselas y luego dos meses de asueto en casa, para volver otros dos o menos a los mismos sitios o incluso a Bruselas), la tarea de traductor o intérprete de discursos e informes resulta de lo más aburrida, tanto por la jerga idéntica y en el fondo incomprensible que sin excepción emplean todos los parlamentarios, delegados, ministros, gobernantes, diputados, embajadores, expertos y representantes en general de todas las naciones del mundo, cuanto por la índole invariablemente letárgica de todos sus discursos, llamamientos, protestas, soflamas e informes. Alguien que no haya practicado este oficio puede pensar que ha de ser divertido o al menos interesante y variado, y aún es más, puede llegar a pensar que en cierto sentido se está en medio de las decisiones del mundo y se recibe de primera mano una información completísima y privilegiada, información sobre todos los aspectos de la vida de los diferentes pueblos, información política y urbanística, agrícola y armamentística, ganadera y eclesiástica, física y lingüística, militar y olímpica, policial y turística, química y propagandística, sexual y televisiva y vírica, deportiva y bancaria y automovilística, hidráulica y polemologística y ecologística y costumbrista. Es cierto que a lo largo de mi vida yo he traducido discursos o textos de toda suerte de personajes sobre los asuntos más inesperados (al comienzo de mi carrera llegaron a estar en mi boca las palabras póstumas del arzobispo Makarios, por mencionar a alguien infrecuente), y he sido capaz de volver a decir en mi lengua, o en otra de las que entiendo y hablo, largas parrafadas sobre temas tan absorbentes como las formas de regadío en Sumatra o las poblaciones marginales de Swazilandia y Burkina (antes Burkina-Faso, capital Ouagadougou), que lo pasan muy mal como en todas partes; he reproducido complicados razonamientos acerca de la conveniencia o humillación de instruir sexualmente a los niños en dialecto véneto; sobre la rentabilidad de seguir financiando las muy mortíferas y costosas armas de la fábrica sudafricana Armscor, ya que en teoría no podían exportarse; sobre las posibilidades de edificar una réplica más del Kremlin en Burundi o Malawi, creo (capitales Bujumbura y Zomba); sobre la necesidad de desgajar de nuestra península el reino entero de Levante (incluyendo Murcia) para convertirlo en isla y evitar así las lluvias torrenciales e inundaciones de todos los años, que gravan nuestro presupuesto; sobre el mal del mármol en Parma, sobre la expansión del sida en las islas de Tristan da Cunha, sobre las estructuras futbolísticas de los Emiratos Árabes, sobre la baja moral de las fuerzas navales búlgaras y sobre una extraña prohibición de enterrar a los muertos, que se amontonaban malolientes en un descampado, sobrevenida hace unos años en Londonderry por arbitrio de un alcalde que acabó siendo depuesto. Todo eso y más yo lo he traducido y lo he transmitido y lo he repetido religiosamente según lo iban diciendo otros, expertos y científicos y lumbreras y sabios de todas las disciplinas y los más lejanos países, gente insólita, gente exótica, gente erudita y gente eminente, premios Nobel y catedráticos de Oxford y Harvard que enviaban informes sobre las cuestiones más imprevistas porque se los habían encargado sus gobernantes o los representantes de los gobernantes o los delegados de los representantes o bien sus vicarios.
Lo cierto es que en esos organismos lo único que en verdad funciona son las traducciones, es más, hay en ellos una verdadera fiebre translaticia, algo enfermizo, algo malsano, pues cualquier palabra que se pronuncia en ellos (en sesión o asamblea) y cualquier papelajo que les es remitido, trate de lo que trate y esté en principio destinado a quien lo esté o con el objetivo que sea (incluso si es secreto), es inmediatamente traducido a varias lenguas por si acaso. Los traductores e intérpretes traducimos e interpretamos continuamente, sin discriminación ni apenas descanso durante nuestros periodos laborales, las más de las veces sin que nadie sepa muy bien para qué se traduce ni para quién se interpreta, las más de las veces para los archivos cuando es un texto y para cuatro gatos que además no entienden tampoco la segunda lengua, a la que interpretamos, cuando es un discurso. Cualquier idiotez que cualquier idiota envía espontáneamente a uno de esos organismos es traducida al instante a las seis lenguas oficiales, inglés, francés, español, ruso, chino y árabe. Todo está en francés y todo está en árabe, todo está en chino y todo está en ruso, cualquier disparate de cualquier espontáneo, cualquier ocurrencia de cualquier idiota. Quizá no se haga nada con ellas, pero en todo caso se traducen. En más de una ocasión me han pasado facturas para que las tradujera, cuando lo único que había que hacer con ellas era pagarlas. Esas facturas, estoy convencido, se guardan hasta el fin de los tiempos en un archivo, en francés y chino, en español y árabe, en inglés y ruso, por lo menos. Una vez me llamaron urgentemente a mi cabina para que tradujera el discurso (no escrito) que iba a pronunciar un individuo gobernante que, según yo mismo había leído a cuatro columnas en la prensa de dos días antes, había sido muerto en su país de origen en el transcurso de un golpe de estado que había logrado plenamente su propósito de derrocarlo.
Las mayores tensiones que se producen en estos foros internacionales no son las discusiones feroces entre delegados y representantes al borde de una declaración de guerra, sino cuando por algún motivo no hay traductor para traducir algo o éste falla en medio de una ponencia por alguna razón sanitaria o psiquiátrica, lo que sucede con relativa frecuencia. Hay que tener muy templados los nervios en este trabajo, más que por la dificultad en sí de cazar y transmitir al vuelo lo que se dice (dificultad bastante), por la presión a que nos someten los gobernantes y los expertos, que se ponen nerviosos e incluso furiosos si ven que algo de lo que dicen puede dejar de ser traducido a alguna de las seis lenguas célebres. Nos vigilan constantemente, como también nuestros inmediatos y remotos jefes (todos ellos funcionarios), para comprobar que nos encontramos en nuestros puestos vertiéndolo todo, sin omitir un vocablo, a los restantes idiomas que casi nadie conoce. El único verdadero afán de los delegados y representantes es el de ser traducidos e interpretados, no que sus discursos e informes sean aprobados o aplaudidos ni sus propuestas tenidas en cuenta o llevadas a efecto, lo cual, por lo demás, apenas ocurre nunca (ni aprobación ni aplausos ni cuenta ni efecto). En una reunión de los países de la Commonwealth celebrada en Edimburgo, en la que por tanto sólo estaban presentes asamblearios de lengua inglesa, un ponente australiano llamado Flaxman consideró un ultraje que las cabinas de los intérpretes estuvieran vacías y que ninguno de sus colegas llevara auriculares en las orejas para escucharle a través de ellos y no, como estaban haciendo, en línea recta desde el micrófono hasta sus asientos tan cómodos. Exigió que sus palabras fueran traducidas, y al recordársele que no había necesidad, frunció el ceño, maldijo groseramente y empezó a forzar su ya molesto acento australiano hasta el punto de hacerlo ininteligible para los miembros de los demás países y aun para algunos del propio, que empezaron a quejarse y fueron víctimas del acto reflejo de todo congresista ya curtido de llevarse al oído los auriculares en cuanto alguien dice algo que no se entiende. Al comprobar que por esos auriculares no salía nada en contra de la costumbre (ni el menor sonido, claro u oscuro), arreciaron en sus protestas, por lo que Flaxman hizo amago de trasladarse en persona a una de las cabinas y traducirse desde allí a sí mismo. Fue neutralizado cuando ya andaba por el pasillo, y a toda prisa hubo de improvisarse un intérprete australiano que ocupó la cabina y fue pronunciando en inglés natural lo que su compatriota, un verdadero larrikin por utilizar el término que él habría empleado, estaba vociferando desde la tribuna con su acento incomprensible de los suburbios o muelles de Melbourne o Adelaida o Sydney. Este individuo representante, Flaxman, al ver que por fin había un traductor en su puesto reflejando debidamente los conceptos de su discurso, se tranquilizó en seguida y volvió a su dicción habitual y neutra y más o menos correcta sin que sus colegas se percataran de ello, ya que habían decidido oírle por la vía indirecta de los auriculares, por los que todo suena mucho más vacilante pero también más importante. Se produjo así, como culminación de la fiebre traductora que recorre y domina los foros internacionales, una traducción del inglés al inglés, al parecer no del todo exacta, ya que el congresista rebelde australiano peroraba demasiado rápido para que el intérprete bisoño australiano pudiera repetirlo todo a la misma velocidad y sin dejarse nada.
Es curioso que en el fondo todos los asamblearios se fíen más de lo que escuchan por los auriculares, esto es, a los intérpretes, que de lo que oyen (lo mismo, pero más trabado) directamente a quien habla, aunque entiendan perfectamente la lengua en que éste se está dirigiendo a ellos. Es curioso porque en realidad nadie puede saber que lo que el traductor traduce desde su cabina aislada sea correcto ni verdadero, y no hace falta decir que en muchísimas ocasiones no es lo uno ni lo otro, sea por desconocimiento, pereza, distracción, mala idea o resaca del intérprete que está interpretando. Ese es el reproche que los traductores (es decir, de textos) hacen a los intérpretes: mientras las facturas y las idioteces que aquéllos vierten en sus oscuros despachos están expuestas a revisiones malintencionadas y sus errores pueden ser detectados, denunciados e incluso multados, las palabras que se lanzan irreflexivamente al aire desde las cabinas no las controla nadie. Los intérpretes odian a los traductores y los traductores a los intérpretes (como los simultáneos a los sucesivos y los sucesivos a los simultáneos), y yo, que he sido ambas cosas (ahora sólo intérprete, tiene más ventajas aunque deja exhausto y afecta a la psique), conozco bien sus respectivos sentimientos. Los intérpretes se tienen por semidioses o semidivos, ya que están a la vista de los gobernantes y representantes y delegados vicarios y todos estos se desviven por ellos, o mejor dicho por su presencia y tarea. En todo caso es innegable que pueden ser divisados por los rectores del mundo, lo cual los lleva a ir siempre muy arreglados y de punta en blanco, y no es raro verlos a través del cristal pintándose los labios, peinándose, anudándose mejor la corbata, arrancándose pelos con pinzas, soplándose motas del traje o recortándose las patillas (todos siempre con el espejito a mano). Esto crea malestar y rencor entre los traductores de textos, ocultos en sus despachos compartidos y escuálidos, cierto, pero con un sentido de la responsabilidad que los hace considerarse infinitamente más serios y competentes que los engreídos intérpretes con sus bonitas cabinas individuales, transparentes, insonorizadas y aun aromatizadas según los casos (hay favoritismos). Todos se desprecian y se detestan, pero en lo que todos somos iguales es en que ninguno sabemos nada sobre esos asuntos tan cautivadores de los cuales ya he mencionado algunos ejemplos. Yo he reproducido esos discursos o textos de que hablé antes, pero apenas si recuerdo una palabra de lo que decían; no porque haya pasado el tiempo y la memoria tenga su cupo de información conservable, sino porque en el mismo momento de traducir todo aquello ya no recordaba nada, es decir, ya entonces no me enteraba de lo que el orador estaba diciendo ni de lo que yo decía a continuación o, como se supone que ocurre, simultáneamente. Él o ella lo decía y yo lo decía o lo repetía, pero de un modo mecánico que no tiene nada que ver con la intelección, o es más, está reñido con ella: sólo si uno no comprende ni asimila en absoluto lo que está oyendo puede volver a decirlo con más o menos exactitud (sobre todo si se recibe y suelta sin pausa), y lo mismo sucede con los escritos de ese género, nada literarios, sobre los que no hay posible corrección ni meditación ni vuelta. Así que toda esa información valiosa que alguien podría pensar que tenemos los traductores e intérpretes de los organismos internacionales es algo que en realidad se nos escapa totalmente, de punta a cabo y de arriba a abajo, no sabemos ni una palabra de lo que se fragua y maquina y cuece en el mundo, ni la menor idea. Y aunque a veces, en nuestros turnos de descanso, nos quedemos escuchando a los próceres y no traduciéndolos, la terminología idéntica que todos ellos emplean resulta incomprensible para cualquier persona en su sano juicio, de manera que si alguna vez acertamos a retener unas frases por algún motivo inexplicable, la verdad es que entonces nos esforzamos por olvidarlas deliberadamente al poco rato, pues mantener en la cabeza esa jerga inhumana durante más tiempo del imprescindible para verterla a la segunda lengua o segunda jerga es un tormento superfluo y muy dañino para nuestro maltratado equilibrio.
Entre unas cosas y otras, muchas veces me pregunto asustado si alguien sabe algo de lo que nadie dice en esos foros, sobre todo en las sesiones estrictamente retóricas. Pues aun admitiendo que entre sí se comprendan los asamblearios en su germanía salvaje, es del todo cierto que los intérpretes pueden variar a su antojo el contenido de las alocuciones sin que haya posibilidad de control verdadero ni tiempo material para un mentís o una enmienda. La única manera de controlarnos completamente sería poner a un segundo traductor dotado de auriculares y de micrófono que a su vez nos tradujera a nosotros simultáneamente a la primera lengua, de modo que pudiera comprobarse que efectivamente estamos diciendo lo que se está diciendo en la sala en esos momentos. Pero en tal caso haría falta un tercer traductor igualmente provisto de sus aparatos que a su vez controlara al segundo y lo retradujera, y quizá un cuarto para vigilar al tercero, y así, me temo, hasta el infinito, traductores controlando a intérpretes e intérpretes a traductores, ponentes a congresistas y taquígrafos a oradores, traductores a gobernantes y ujieres a intérpretes. Todo el mundo se vigilaría y nadie escucharía ni transcribiría nada, lo cual, a la larga, llevaría a suspender las sesiones y los congresos y las asambleas y a clausurar para siempre los organismos internacionales. Es preferible, por tanto, correr algunos riesgos y encajar los incidentes (a veces graves) y los malentendidos (duraderos a veces) que inevitablemente se producen por las imprecisiones de los intérpretes, y aunque no es frecuente que gastemos bromas voluntarias (nos jugamos el puesto), tampoco nos resistimos a deslizar falsedades de vez en cuando. Tanto a los representantes de las naciones como a nuestros jefes funcionarios no les queda más remedio que fiarse de nosotros, como asimismo a los altos cargos de los diferentes países cuando nuestros servicios son requeridos fuera de los organismos, en alguno de los encuentros que llaman cumbres o en las visitas oficiales que se hacen unos a otros en sus territorios amigos, enemigos o neutrales. Bien es verdad que en estas ocasiones tan elevadas, de las que dependen importantes acuerdos comerciales, pactos de no agresión, conspiraciones contra terceros y aun declaraciones de guerra o armisticios, a veces se intenta un mayor control del intérprete por medio de un segundo traductor que por supuesto no retraducirá (sería un lío), pero sí escuchará atentamente al primero y lo vigilará, y confirmará que traduce o no como es debido. Fue así como conocí a Luisa, que por alguna razón fue considerada más seria, fiable y leal que yo y elegida como intérprete de guardia (intérpretes de seguridad, los llaman, o intérpretes-red, con lo que se los acaba denominando ‘el red’ o ‘la red’, muy feo) para ratificar o desautorizar mis palabras durante los encuentros personales de muy alto nivel habidos en nuestro país hace menos de dos años entre nuestros representantes y los del Reino Unido de la Gran Bretaña.
Estas escrupulosidades no tienen demasiado sentido, ya que en realidad cuanto más altos sean los cargos que se reúnen a hablar, menos importancia adquiere lo que entre sí se dicen y menos gravedad tendría un error o transgresión por nuestra parte. Supongo que se observan estas precauciones para salvar la cara y para que en las fotos de prensa y en las tomas televisivas se vea siempre a esos individuos estirados, sentados incómodamente en una silla entre los dos adalides, quienes suelen ocupar, en cambio, mullidos sillones o sofás de cinemascope; y si son dos los individuos sentados en durísimas sillas con sendos blocs de notas en las manos, mayor aspecto de helada cumbre ofrecerá el encuentro ante los espectadores de las tomas y los lectores de las fotos. Pues lo cierto es que en estas visitas los muy altos cargos viajan acompañados de toda una comitiva de técnicos, expertos, científicos y especialistas (sin duda los mismos que escriben los discursos que pronuncian ellos y traducimos nosotros), casi invisibles para la prensa y que a su vez, sin embargo, se reúnen entre bastidores con sus colegas expertos y especialistas del país visitado. Son ellos quienes discuten y deciden y saben, redactan los acuerdos bilaterales, establecen los términos de cooperación, se amenazan velada o abiertamente, ventilan los litigios, se hacen chantajes mutuos y tratan de sacar el mayor provecho para sus respectivos estados (suelen hablar idiomas y ser muy ruines, a veces ni siquiera les hacemos falta). Los más altos cargos, en cambio, no tienen la menor noción de lo que se trama, o se enteran cuando todo ha acabado. Simplemente prestan su cara para las fotos y tomas, celebran alguna cena multitudinaria o baile de gala y estampan la firma en los documentos que les pasan sus técnicos al final del viaje. Lo que entre sí se digan, por tanto, casi nunca tiene la menor importancia, y lo que es más embarazoso, a menudo no tienen absolutamente nada que decirse. Esto lo sabemos todos los traductores e intérpretes, quienes no obstante debemos estar siempre presentes en estos encuentros privados por tres razones principales: los más altos cargos desconocen por lo general las lenguas, si nos ausentáramos ellos sentirían que no se estaba dando a su cháchara el adecuado realce, y si hay algún altercado se nos podrá echar la culpa.
En aquella ocasión el alto cargo español era masculino y el alto cargo británico femenino, por lo que debió de parecer apropiado que el primer intérprete fuera a su vez masculino y el segundo o ‘red’ femenino, para crear una atmósfera cómplice y sexualmente equilibrada. Yo quedé en mi torturadora silla en medio de los dos adalides, y Luisa en su mortificante silla un poco a mi izquierda, es decir, entre la adalid femenina y yo, pero algo postergada, como una figura supervisora y amenazante que me espiaba la nuca y a la que yo sólo podía ver (mal) con el rabillo de mi ojo izquierdo (sí veía perfectamente sus piernas cruzadas de gran altura y sus zapatos nuevos de Prada, la marca era lo que me quedaba más próximo). No negaré que me había fijado mucho en ella (esto es, involuntariamente) al entrar en la salita íntima (pésimo gusto), cuando me fue presentada y antes de tomar asiento, mientras los fotógrafos hacían sus fotos y los dos altos cargos fingían hablar ya entre sí ante las cámaras de televisión: fingían, pues ni nuestro alto cargo sabía una palabra de inglés (bueno, al despedirse se atrevió con ‘Good luck’) ni la alto cargo británica una de castellano (aunque me dijo ‘Buen día’ al estrecharme férreamente la mano). De modo que mientras el uno murmuraba en español cosas inaudibles para los cámaras y fotógrafos y totalmente inconexas, sin dejar de mirar a su invitada con gran sonrisa, como si le estuviera regalando el oído (pero para mí eran audibles: creo recordar que repetía ‘Uno, dos, tres y cuatro, pues qué bien vamos a pasar el rato’), la otra mascullaba sinsentidos en su lengua superándole en la sonrisa (‘Cheese, cheese’, decía, como se aconseja decir en el mundo anglosajón a cualquier persona fotografiada, y luego cosas onomatopéyicas e intraducibles como ‘Tweedle tweedle, biddle diddle, twit and fiddle, tweedle twang’).
Yo, por mi parte, reconozco que también sonreí mucho a Luisa involuntariamente durante aquellos prolegómenos en que nuestra intervención no era aún necesaria (me devolvió sólo medias sonrisas, al fin y al cabo estaba allí para inspeccionarme), y cuando ya lo fue y estuvimos sentados, entonces no hubo manera de que pudiera seguir fijándome en ella ni sonriéndole, por la disposición de nuestras criminales sillas ya descrita. A decir verdad, nuestra intervención tardó todavía un rato en hacerse precisa, ya que en cuanto los periodistas fueron conminados a retirarse (‘Ya basta’, les dijo nuestro alto cargo levantando una mano, la del anillo), y un chambelán o factótum cerró desde fuera la puerta y nos quedamos los cuatro a solas listos para la eminente charla, yo con mi bloc de notas y Luisa con el suyo sobre el regazo, se produjo un abrupto silencio de lo más imprevisto y de lo más incómodo. Mi misión era delicada y mis oídos estaban particularmente alerta a la espera de las primeras palabras sensatas que me darían el tono y que debería traducir al instante. Miré a nuestro adalid y miré a la adalid de ellos y volví a mirar al nuestro. Ella se estaba observando las uñas con expresión perpleja y los cremosos dedos a cierta distancia. Él se palpaba los bolsillos de la chaqueta y el pantalón, no como quien no logra hallar lo que en verdad está buscando, sino como quien finge no encontrarlo para ganar tiempo (por ejemplo el billete que pide un revisor en el tren a quien no lo lleva). Tenía la sensación de estar en la salita de espera del dentista, y por un momento temí que nuestro representante fuera a sacar y repartirnos unos semanarios. Me atreví a volver la cabeza hacia Luisa con cejas interrogantes, y ella me hizo con la mano un gesto (no severo) recomendándome paciencia. Por fin el alto cargo español extrajo de un bolsillo ya diez veces palpado una pitillera metálica (algo cursi) y le preguntó a su colega:
—Oiga, ¿le molesta que fume?
Y yo me apresuré a traducirlo.
—Do you mind if I smoke, Madam? —dije.
—No, si echa usted el humo hacia arriba, señor —contestó la adalid británica dejando de mirarse las uñas y estirándose la falda, y yo me apresuré a traducir como acabo de hacerlo.
El alto cargo encendió un purito (tenía tamaño y forma de cigarrillo, pero era castaño oscuro, yo diría un purito), lo aspiró un par de veces y cuidó de expulsar el humo hacia el techo, que, según vi, tenía manchas. Volvió a reinar el silencio, y al poco él se levantó de su sillón holgado, se acercó a una mesita en la que acaso había demasiadas botellas, se preparó un whisky con hielo (me extrañó que no se lo hubiera servido antes ningún camarero o maestresala) y preguntó:
—Usted no bebe, ¿verdad?
Y yo traduje, como también la respuesta, aunque agregando de nuevo ‘señora’ al final de la pregunta.
—No a esta hora del día, si no le importa que no lo acompañe, señor. —Y la señora inglesa se bajó un poco la falda ya bien bajada.
Empezaban a aburrirme las largas pausas y aquella pequeña charla o más bien intercambio insulso de frases aisladas. En la otra ocasión en que había servido de intérprete entre personajes rectores, había tenido al menos la sensación de ser casi insustituible con mis conocimientos cabales de las lenguas que hablo. No es que se dijeran grandes cosas (un español y un italiano), pero había que reproducir una sintaxis y un léxico más complicados que no podría haber traducido bien cualquier mediano conocedor de idiomas, a diferencia de lo que ocurría ahora: todo lo dicho estaba al alcance de un niño.
Nuestro superior volvió a sentarse con el whisky en la mano y el purito en la otra, bebió un sorbo, suspiró con fatiga, dejó el vaso, miró el reloj, se alisó los faldones de la chaqueta que se había pillado con su propio cuerpo, se rebuscó otra vez en los bolsillos, aspiró y espiró más humo, sonrió ya sin ganas (la adalid británica sonrió asimismo con aún menos ganas y se rascó la frente con las uñas largas que se había mirado con asombro al principio, el aire se impregnó un instante de polvos de maquillaje), y entonces comprendí que podían pasarse los treinta o cuarenta y cinco minutos previstos como en la antesala del asesor fiscal o el notario, limitándose a esperar a que transcurriera el tiempo y el ordenanza o fámulo volviera a abrirles la puerta, como el bedel universitario que anuncia con apatía: ‘La hora’ o la enfermera que vocea desagradablemente: ‘El siguiente’. Me volví de nuevo hacia Luisa, esta vez para comentarle algo con disimulo (creo que iba a decirle ‘Vaya papelón’ entre dientes), pero me encontré con que, sonriendo, se llevaba el índice con firmeza a los labios y se daba unos golpecitos, indicándome que guardara silencio. Sé que no olvidaré jamás esos labios sonrientes atravesados por un dedo índice que no lograba anular la sonrisa. Creo que fue entonces (o más entonces) cuando pensé que me sería beneficioso tratar a aquella muchacha más joven que yo y tan bien calzada. Creo que fue también la conjunción de los labios y el índice (los labios abiertos y el índice que los sellaba, los labios curvados y el índice recto que los partía) lo que me dio valor para no ser nada exacto en la siguiente pregunta que por fin, tras sacar de un bolsillo un llavero sobrecargado de llaves con el que se puso a juguetear de manera inconveniente, hizo nuestro muy alto cargo:
—¿Quiere que le pida un té? —dijo.
Y yo no traduje, quiero decir que lo que en inglés puse en su boca no fue su cortés pregunta (de manual y un tanto tardía, todo hay que reconocerlo), sino esta otra:
—Dígame, ¿a usted la quieren en su país?
Noté el estupor de Luisa a mis espaldas, es más, la vi descruzar de inmediato las sobresaltadas piernas (las piernas de gran altura siempre a mi vista, como los zapatos nuevos y caros de Prada, sabía gastarse el dinero o se los habría regalado alguien), y durante unos segundos que no fueron breves (sentí mi nuca atravesada por el susto) esperé su intervención y su denuncia, su rectificación y su reprimenda, o bien que se hiciera cargo de la interpretación al instante, ‘la red’, para eso estaba. Pero esos segundos pasaron (uno, dos, tres y cuatro) y no dijo nada, tal vez (pensé entonces) porque la adalid de Inglaterra no pareció ofendida y contestó sin demora, es más, con una especie de contenida vehemencia:
—Muchas veces me lo pregunto —dijo, y por primera vez cruzó sus piernas desentendiéndose de su precavida falda y dejando ver unas rodillas blancuzcas y muy cuadradas—. A uno lo votan, verdad, y más de una vez. Sale elegido, y más de una vez. Y sin embargo, es curioso, uno no tiene la sensación de que lo quieran por eso.
Traduje con exactitud, si acaso de modo que en la versión inglesa desapareciera el ‘lo’ de la primera frase y todo quedara para nuestro superior como una reflexión espontánea británica que, dicho sea de paso, pareció complacerle como tema de conversación, ya que miró a la señora con sorpresa mínima y mayor simpatía y le respondió mientras hacía entrechocar sus numerosas llaves alegremente:
—Es verdad. Los votos no dan ninguna seguridad a ese respecto, por mucho que los aprovechemos. Fíjese en lo que le digo, yo creo que los dictadores, los gobernantes nunca votados ni elegidos democráticamente, son más queridos en sus países. También más odiados, desde luego, pero más intensamente queridos por los que los quieren, que además van siempre en aumento.
Consideré que el último comentario, ‘que además van siempre en aumento’, era un poco exagerado si no falso, por lo que traduje todo correctamente menos eso (lo omití y censuré, en suma), y esperé de nuevo la reacción de Luisa. Volvió a cruzar las piernas con rapidez (sus rodillas doradas, redondeadas), pero esa fue su única señal de haber advertido mi licencia. Quizá, pensé, no la desaprobaba, aunque creía seguir notando clavada en mi nuca su mirada estupefacta o tal vez indignada. No podía volverme a verla, era una desgracia.
La adalid pareció animarse:
—Oh, ya lo creo —dijo—. La gente quiere en buena medida porque se la obliga a querer. Esto sucede también en las relaciones personales, ¿no es cierto? ¿Cuántas parejas no son parejas porque uno de los dos, sólo uno, se empeñó en que lo fueran y obligó al otro a que lo quisiera?
—¿Obligó o convenció? —preguntó nuestro alto cargo, y vi que estaba satisfecho de su matización, por lo que me limité a traducirla tal como la había expresado. Agitaba las incontables llaves haciéndolas sonar con demasiado estrépito, un hombre nervioso, no me dejaba oír bien, un intérprete necesita silencio para cumplir su cometido.
La adalid se miró las uñas cuidadas y largas, ahora con coquetería inconsciente más que con desazón o desconfianza, como había hecho antes fingiendo extrañeza. Se tiró de la falda en vano, pues tenía aún cruzadas las piernas.
—Es lo mismo, ¿no cree usted? Sólo hay una diferencia de orden cronológico, qué es primero, qué viene antes, porque lo uno se convierte en lo otro y lo otro en lo uno, indefectiblemente. Todo esto tiene que ver con los faits accomplis, como dicen los franceses. Si a un país se le ordena querer a sus gobernantes, acabará convencido de que los quiere, al menos más fácilmente que si no se le ordena. Nosotros no podemos mandárselo, ese es el problema.
Dudé también con ella si el último comentario no era excesivo para los oídos democráticos de nuestro alto cargo, y tras un segundo de vacilación y vistazo a las otras y mejores piernas que me vigilaban, opté por suprimir ‘ese es el problema’. Las piernas no se movieron, y en seguida comprobé que mis escrúpulos democráticos habían sido injustificados, porque el español respondió con un golpe de llaves muy asertorio sobre la mesita baja:
—Ese es el problema, ese es nuestro problema, que nunca podremos mandárselo. Vea usted, yo no puedo hacer lo que hacía nuestro dictador, Franco, convocar a la gente a un acto de adhesión en la Plaza de Oriente —aquí me vi obligado a traducir ‘en una gran plaza’, pues consideré que introducir la palabra ‘Oriente’ podría desconcertar a la señora inglesa— para que nos aclame, al gabinete, quiero decir, nosotros sólo somos parte de un gabinete, es así, ¿verdad? Él lo hacía impunemente, con cualquier pretexto, y se ha dicho que la gente iba a vitorearlo obligada. Es cierto, pero también lo es que llenaban la plaza, hay fotos y documentales que no engañan, y no todos podían acudir forzados, sobre todo en los últimos años, cuando las represalias no eran tan duras o sólo podían serlo para los funcionarios de la administración, una sanción, un despido. Mucha gente estaba ya convencida de que lo quería, ¿y por qué?, porque antes había sido obligada a ello, durante décadas. Querer es una costumbre.
—Oh, querido amigo —exclamó la alto cargo—, no sabe cómo le comprendo, no sabe lo que yo daría por un acto de adhesión de ese tipo. Ese espectáculo de toda una nación unida como en una fiesta sólo se da en mi país, por desgracia, cuando protestan. Es muy desalentador oír cómo nos insultan sin escucharnos ni leer nuestras leyes, al gabinete en pleno, como usted bien dice, con sus pancartas ofensivas, muy deprimente.
—Y con pareados. Hacen pareados —intercaló nuestro superior. Pero eso no lo traduje porque no me pareció que tuviera importancia ni me dio tiempo; la señora inglesa prosiguió su lamento sin hacerle caso:
—¿Es que no pueden nunca aclamarnos? Me pregunto: ¿nunca hacemos nada correctamente? A mí sólo me aclaman los de mi partido, y claro, no puedo creer en su sinceridad del todo. Sólo en la guerra somos apoyados, no sé si lo sabe, solamente cuando ponemos al país en guerra, entonces...
La adalid británica se quedó pensativa, con la palabra suspendida en los labios, como si estuviera recordando los vítores del pasado que ya no regresarían. Descruzó las piernas con pudor y cuidado y una vez más se tiró de la falda con energía, milagrosamente consiguió hacerla bajar aún dos dedos. Empezaba a no gustarme nada el giro que había tomado la conversación por mi culpa. Santo cielo, pensé (pero habría querido comentárselo a Luisa), estos políticos democráticos tienen nostalgias dictatoriales, para ellos cualquier logro y cualquier consenso serán siempre sólo la pálida realización de un deseo íntimamente totalitario, el deseo de unanimidad y de que todo el mundo esté de acuerdo, y cuanto más se acerque esa realización parcial a la totalidad imposible, mayor será su euforia, aunque nunca bastante; ensalzan la discrepancia, pero en realidad les resulta a todos una maldición y una lata. Traduje debidamente cuanto había dicho la señora excepto su mención final de la guerra (no quería que se le ocurrieran ideas a nuestro alto cargo), y en su lugar puse en sus labios el siguiente ruego:
—Perdone, ¿le importaría guardar esas llaves? Todos los ruidos me afectan mucho últimamente, se lo agradezco.
Las piernas de Luisa mantuvieron su postura, por lo que, una vez que nuestro adalid se hubo disculpado ruborizándose un poco y hubo devuelto al instante el voluminoso llavero al bolsillo de la chaqueta (debía de estársele agujereando con tanto peso), me atreví a traicionarle de nuevo, pues él dijo:
—Ah, desde luego, si hacemos algo bien nadie convoca una manifestación para que nos enteremos de que les ha gustado.
Y yo, por el contrario, decidí llevarlo a un terreno más personal, que me parecía menos peligroso y también más interesante, y le hice decir en inglés meridiano:
—Si puedo preguntárselo y no es demasiado atrevimiento, usted, en su vida amorosa, ¿ha obligado a alguien a quererla?
Comprendí en el acto que la pregunta era demasiado atrevimiento, sobre todo para hacérsela a una inglesa, y estuve convencido de que esta vez Luisa no iba a pasarlo por alto, es más, iba a hacer funcionar su red, a denunciarme y a expulsarme de la habitación, a poner el grito en el cielo, cómo es posible, hasta aquí hemos llegado, falseamiento y farsa, esto no es un juego. Mi carrera se vería arruinada. Observé con atención y temor las piernas brillantes y no pendientes de su falda, y además en esta oportunidad tuvieron tiempo para la reflexión y la reacción, ya que la señora británica se lo tomó a su vez para reflexionar durante bastantes segundos antes de reaccionar. Miraba a nuestro alto cargo con la boca entreabierta y expresión apreciativa (demasiado lápiz de labios que le invadía los intersticios de los dientes), y él, ante este nuevo silencio que no había promovido y seguramente no se explicaba, sacó otro purito y lo encendió con la colilla del anterior, causando (yo creo) muy mal efecto. Pero las benditas piernas de Luisa no se movieron, siguieron cruzadas aunque quizá se balancearon: sólo noté que se erguía un poco más todavía en su silla homicida, como si contuviera el aliento, acaso más asustada por la posible respuesta que por la indiscreción ya irremediable; o quizá, pensé, también a ella le interesaba saber, una vez que la pregunta estaba hecha. No me delató, no me desmintió, no intervino, permaneció callada, y pensé que si me permitía aquello podría permitírmelo todo a lo largo de mi vida entera, o de mi media vida aún no vivida.
—Hmm. Hmm. Más de una vez, más de una vez, créame —dijo por fin la adalid inglesa, y había un titubeo de remota emoción en su voz aguda, tan remota que posiblemente ya no era recuperable más que bajo esa forma, en la voz imperiosa que de pronto titubeaba—. En realidad me pregunto si alguien me ha querido alguna vez sin que yo lo obligara antes, incluso los hijos, bueno, los hijos son los más obligados de todos. Así me ha sucedido siempre, pero también me pregunto si hay alguien en el mundo a quien no le haya ocurrido lo mismo. Verá, yo no creo en esas historias que cuenta la televisión, personas que se encuentran y se quieren sin ninguna dificultad, los dos están libres y disponibles, ninguno tiene dudas ni arrepentimientos anticipados. Yo no creo que eso se dé nunca, jamás, ni entre los más jóvenes. Cualquier relación entre las personas es siempre un cúmulo de problemas, de forcejeos, también de ofensas y humillaciones. Todo el mundo obliga a todo el mundo, no tanto a hacer lo que no quiere, sino más bien lo que no sabe si quiere, porque casi nadie sabe lo que no quiere, y menos aún lo que quiere, no hay forma de saber esto último. Si nadie fuera nunca obligado a nada el mundo se detendría, todo permanecería flotando en una vacilación global y continua, indefinidamente. La gente sólo quiere dormir, los arrepentimientos anticipados nos paralizarían, imaginar lo que viene después de los actos aún no cometidos es siempre horrible, por eso los gobernantes somos tan imprescindibles, estamos aquí para tomar las decisiones que los demás nunca tomarían, inmovilizados por sus dudas y por la falta de voluntad. Nosotros escuchamos su miedo. ‘Los dormidos, y los muertos, no son sino como pinturas’, dijo nuestro Shakespeare, y yo a veces pienso que las personas todas son sólo eso, como pinturas, dormidos presentes y futuros muertos. Para eso nos votan y nos pagan, para que los despertemos, para que les recordemos que aún no ha llegado su hora que llegará, y sin embargo nos hagamos cargo de sus voluntades en el entretanto. Pero claro, hay que hacerlo de manera que ellos crean todavía que eligen, como las parejas se unen creyendo ambos que han elegido despiertos. No es ya que uno de los dos haya sido obligado por el otro, o convencido si se prefiere; es que sin duda los dos lo han sido, en uno u otro momento del largo proceso que los llevó a unirse, ¿no le parece?, y luego a mantenerse juntos durante algún tiempo, o hasta la muerte. A veces los ha obligado algo externo o quien ya ha dejado de estar en sus vidas, los obliga el pasado, su descontento, su propia historia, su desdichada biografía. O incluso cosas que ignoran y no están a su alcance, la parte de nuestra herencia que llevamos todos y desconocemos, quién sabe cuándo se inició ese proceso...
Mientras iba traduciendo la larga reflexión de la alto cargo (me abstuve de verter ‘Hmm. Hmm.’ y empecé por ‘... me pregunto si alguien...’, hacía el diálogo entre ellos más coherente), la mujer hablaba y se detenía mirando al suelo con una sonrisa modesta y ausente, quizá un poco avergonzada, las manos apoyadas sobre los muslos, extendidas, como las dejan a menudo las mujeres desocupadas de cierta edad cuando miran pasar la tarde, aunque ella no estuviera desocupada y aún fuera por la mañana. Y mientras iba traduciendo aquel discurso casi simultáneamente y me preguntaba de dónde vendría la cita de Shakespeare (‘The sleeping, and the dead, are but as pictures’, había dicho, y yo había dudado si decir ‘durmientes’ y si decir ‘retratos’ en el momento de oírla salir de sus pintados labios), y me preguntaba también si no sería todo aquello un razonamiento demasiado prolijo para que nuestro adalid lo entendiera cabalmente y no se perdiera y hallara respuesta honrosa, sentí que la cabeza de Luisa se había acercado a la mía, a mi nuca, como si la hubiera adelantado o inclinado un poco para oír mejor ambas versiones, sin reparar en las distancias, esto es, en la distancia corta que la separaba de mí y que ahora, con su movimiento adelante (adelantado el rostro: nariz, ojos y boca; mentón, frente y mejillas), se había hecho más corta, hasta el punto de notar yo su respiración levemente junto a mi oreja izquierda, su aliento levemente alterado o acelerado pasaba ahora rozando mi oreja, el lóbulo, como si fuera un susurro tan quedo que careciera de mensaje o significado, como si sólo la respiración y el acto de susurrar fueran lo transmisible, y quizá la ligera agitación del pecho, que no me rozaba pero notaba más próximo, casi encima y desconocido. Es el pecho de otra persona lo que nos respalda, sólo nos sentimos respaldados de veras cuando hay alguien detrás, lo indica la propia palabra, a nuestras espaldas, como en inglés también, to back, alguien a quien acaso no vemos y que nos cubre la espalda con su pecho que está a punto de rozarnos y acaba siempre rozándonos, y a veces, incluso, ese alguien nos pone una mano en el hombro con la que nos apacigua y también nos sujeta. Así duermen o creen que duermen la mayoría de los matrimonios y de las parejas, los dos se vuelven hacia el mismo lado cuando se despiden, de manera que uno le da al otro la espalda a lo largo de la noche entera y se sabe respaldado por él o ella, por ese otro, y en medio de la noche, al despertar sobresaltado por una pesadilla o ser incapaz de conciliar el sueño, al padecer una fiebre o creerse solo y abandonado a oscuras, no tiene más que darse vuelta y ver entonces, de frente, el rostro del que le protege, que se dejará besar lo que en el rostro es besable (nariz, ojos y boca; mentón, frente y mejillas, es todo el rostro) o quizá, medio dormido, le pondrá una mano en el hombro para apaciguarle, o para sujetarle, o para agarrarse acaso.