Durante muchos años, de niño y también luego, de adolescente y muy joven, cuando aún miraba con ojos dubitativos a la chica de la papelería, supe sólo que mi padre había estado casado con la hermana mayor de mi madre antes que con mi madre, con Teresa Aguilera antes que con su hermana Juana, las dos niñas a las que se refería a veces mi abuela cuando contaba anécdotas del pasado, o más bien decía sólo ‘las niñas’ para diferenciarlas de sus hermanos, a los que en cambio llamaba ‘los muchachos’. No es solamente que los hijos tarden mucho en interesarse por quiénes fueron sus padres antes de conocerlos (por lo general ese interés se produce cuando esos hijos se acercan a la edad que tenían los padres cuando en efecto los conocieron, o cuando a su vez tienen hijos y entonces se recuerdan de niños a través de ellos y se preguntan perplejos por las tutelares figuras con que ahora se corresponden), sino que los padres se acostumbran a no despertar curiosidad alguna y a callar sobre sí mismos ante sus vástagos, a silenciar quiénes fueron o acaso lo olvidan. Casi todo el mundo se avergüenza de su juventud, no es muy cierto que se añore como se dice, más bien se relega o rehúye y con facilidad o esfuerzo se confina el origen a la esfera de los malos sueños, o de las novelas, o de lo que no ha existido. La juventud se oculta, la juventud es secreta para quienes ya no nos conocen jóvenes.

Ranz y mi madre nunca ocultaron el matrimonio de Ranz con quien habría sido mi tía Teresa de haber vivido (o no lo habría sido), un matrimonio brevísimo de cuya disolución sólo supe que la había causado la temprana muerte, pero en cambio no supe (no lo pregunté tampoco) el porqué de esa muerte durante muchos años, y durante muchos más creí saberlo en esencia y se me engañaba, cuando por fin pregunté se me dio una respuesta falsa, que es otra de las cosas a las que se acostumbran los padres, a mentir a los niños sobre su juventud olvidada. Se me habló de la enfermedad y eso fue todo, se me habló de una enfermedad durante muchos años, y resulta difícil poner en duda lo que se sabe desde la infancia, se tarda en recelar de ello. La idea que por consiguiente tuve siempre de ese matrimonio tan breve fue la de un error comprensible a los ojos de un niño o de un adolescente que prefiere pensar en la inevitabilidad de sus padres unidos para justificar su existencia y creer por tanto en su propia inevitabilidad y justicia (me refiero a los niños perezosos, normales, a los que no van al colegio si tienen un poco de fiebre y no han de trabajar repartiendo cajas con una bicicleta por las mañanas). La idea fue vaga en todo caso, y el error explicable consistía en que Ranz podía haber creído querer a una hermana, la hermana mayor, cuando en realidad quería a la otra, la hermana menor, demasiado menor acaso en el momento de conocer él a ambas para que mi padre la tomara en serio. Tal vez me fue así contado, pudiera ser, por mi madre o más bien mi abuela, no lo recuerdo, una respuesta breve y quizá embustera a una infantil pregunta, desde luego Ranz nunca me habló de estas cosas. También era fácil que en la imaginación del niño apareciera otro factor, este piadoso: la consolación del viudo, sustituir a la hermana, paliar la desesperación del marido, ocupar el lugar de la muerta. Mi madre podía haberse casado con mi padre un poco por pena, para que no se quedara solo; o bien no, podía haberlo querido secretamente desde el principio y haber deseado secretamente la desaparición del obstáculo, de su hermana Teresa. O ya que se producía, haberse alegrado de la desaparición al menos en un aspecto. Ranz nunca había contado nada. Hace algunos años, siendo ya adulto, yo intenté preguntarle y me trató como si aún fuera niño. ‘Qué te importa todo eso’, me dijo, y cambió de tema. Al insistir yo (estábamos en La Dorada) se levantó para ir al lavabo y me dijo zumbón con su mejor sonrisa: ‘Escucha, no me apetece hablar del pasado remoto, es de mal gusto y le hace recordar a uno los años que tiene. Si vas a seguir, es mejor que para cuando vuelva hayas abandonado la mesa. Quiero comer tranquilo y en el día de hoy, no en uno de hace cuarenta años.’ Como si estuviéramos en casa y yo fuera un niño pequeño al que se pudiera mandar a su cuarto, me dijo que me largara, ni siquiera consideró la posibilidad de enfadarse y ser él quien se marchara del restaurante.

Lo cierto es que casi nadie hablaba nunca de Teresa Aguilera, y ese casi ha venido sobrando desde la muerte de mi abuela cubana, la única que a veces la mencionaba, como sin querer o poder evitarlo, aunque en su casa Teresa estaba bien presente y visible en forma de retrato póstumo al óleo hecho a partir de una fotografía. Y en la mía, esto es, en la de mi padre, estaba y está la foto que en blanco y negro sirvió de modelo, hacia la que Ranz y Juana lanzaban de tarde en tarde una mirada de paso. El rostro de Teresa es un rostro confiado y grave en esa fotografía, una mujer guapa con las cejas agudas de un solo trazo y un hoyuelo poco hondo en la barbilla —una muesca, una sombra—, el pelo oscuro recogido en la nuca y la raya en medio favoreciendo lo que se llamaba un pico de viuda, el cuello largo, la boca grande y de mujer (pero muy distinta de la de mi padre y la mía), los ojos también oscuros están muy abiertos y miran sin recelo hacia el objetivo, lleva pendientes discretos, quizá de nácar, y los labios pintados pese a su juventud extrema, como por educación se llevaban en la época que ella fue joven o estuvo viva. Tiene la piel muy pálida, enlazadas las manos, los brazos apoyados sobre una mesa, acaso la del comedor más que una de trabajo, aunque no se ve lo bastante para saberlo y el fondo está difuminado, quizá es una foto de estudio. Lleva una blusa de manga corta, posiblemente era primavera o verano, tendrá veinte años, puede que menos, puede que aún no conociera a Ranz o que acabara de conocerlo. Estaba soltera. Hay algo en ella que ahora me recuerda a Luisa, pese a haber visto esa foto durante tantos años antes de que Luisa existiera, todos los de mi vida menos los dos últimos. Puede deberse a que uno ve un poco por todas partes a la persona a quien quiere y con quien convive. Pero ambas tienen una expresión de confianza, Teresa en su retrato y Luisa en persona continuamente, como si no temieran nada y nada pudiera amenazarlas nunca, a Luisa al menos mientras está despierta, cuando está dormida su rostro es más vulnerable y su cuerpo parece más en peligro. Luisa es tan confiada que la primera noche que pasamos juntos soñó, me dijo, con onzas de oro. Se desveló en mitad de la noche por mi presencia, me miró un poco extrañada, me acarició la mejilla con las uñas y dijo: ‘Estaba soñando con onzas de oro. Eran como uñas, y muy brillantes’, sólo alguien muy inocente puede soñar con eso y sobre todo contarlo. Teresa Aguilera podría haber soñado con esas onzas tan relucientes en su noche de bodas, he pensado al mirar su retrato en casa de Ranz después de haber conocido a Luisa y haber dormido con ella. No sé cuándo le hicieron la foto a Teresa y seguramente nadie lo supo nunca a ciencia cierta: es de muy pequeño tamaño, está en un marco de madera, sobre un estante, y desde que ella murió nadie la habrá mirado más que de tarde en tarde, como se miran las vasijas o los adornos e incluso los cuadros que hay en las casas, dejan de observarse con atención y con complacencia una vez que forman parte del paisaje diario. Desde que murió mi madre también está allí su foto, en casa de Ranz, más grande, y además está colgado un retrato no póstumo que le hizo Custardoy el viejo cuando yo era niño. Mi madre, Juana, es más alegre, aunque las dos hermanas se parecen algo, el cuello y el corte de cara y la barbilla son idénticos. Mi madre sonríe en su foto y sonríe en el cuadro, en ambos es ya mayor que su hermana mayor en su foto pequeña, en realidad mayor de lo que lo fue nunca Teresa, que en virtud de su muerte pasó a ser la menor sin duda, hasta yo soy mayor que ella, las muertes prontas rejuvenecen. Mi madre sonríe casi como reía: reía fácilmente, como mi abuela; las dos, ya lo he dicho, reían juntas a carcajadas a veces.

Pero yo no supe hasta hace unos meses que mi imposible tía Teresa se había matado al poco de regresar de su viaje de novios con mi propio padre, y fue Custardoy el joven quien me lo dijo. Es tres años mayor que yo y lo conozco desde la infancia, cuando tres son muchos años, aunque entonces rehuía su trato lo más posible y lo he tolerado tan sólo de adulto. La amistad o negocio de nuestros padres nos unía a veces, aunque él siempre estuvo más cerca de los mayores, más interesado en su mundo, como con impaciencia por formar parte de él y actuar libremente, yo lo recuerdo como un chico avejentado o un adulto frustrado, como un hombre condenado a permanecer demasiado tiempo en un incongruente cuerpo de niño, obligado a una inútil espera que lo desquiciaba. No es que participara en las conversaciones de los mayores, pues carecía de pedantería —sólo escuchaba—, era más bien una tensión sombría que lo dominaba, impropia de un chico, que le hacía estar siempre alerta y mirando por las ventanas, como quien mira el mundo que transcurre rápido ante sus ojos y al que aún no le está permitido subirse, como el preso que sabe que nadie espera ni se abstiene de nada porque él esté ausente y que con el mundo que corre se está yendo también su tiempo; y esto también lo saben los que se mueren. Daba siempre la sensación de estarse perdiendo algo y ser dolorosamente consciente de ello, uno de esos individuos que quisieran vivir a la vez varias vidas, multiplicarse y no circunscribirse a ser sólo ellos mismos: a los que la unidad espanta. Cuando venía a casa y debía esperar en mi compañía a que se cumpliera la visita de su padre al mío, se acercaba al balcón y me daba la espalda durante quince y veinte minutos y media hora, haciendo caso omiso de los juegos variados que ingenuamente yo le proponía. Pero a pesar de su inmovilidad no había contemplación ni sosiego en su figura erguida, ni en sus manos huesudas que tras apartar los visillos se aferraban a ellos como el cautivo aún reciente se acostumbra al tacto de los barrotes porque no les da crédito todavía. Yo jugaba a sus espaldas procurando no llamar su atención demasiado, intimidado en mi propio cuarto, sin apenas mirar su nuca rapada, menos aún sus ojos de hombre que codiciaban el exterior y ansiaban ver y actuar libremente. Algo lograba Custardoy de esto último, al menos en la medida en que su padre le fue enseñando el oficio desde muy temprano, de copista y puede que de falsificador de cuadros, y le remuneraba algunos trabajos que iba encomendándole en su taller pictórico. Por eso Custardoy el joven tenía más dinero que los chicos de su edad, disponía de una autonomía infrecuente, se iba ganando poco a poco su vida; se interesaba por la calle y no por el colegio, a los trece años ya iba de putas y yo siempre le tuve un poco de miedo, tanto por los tres años que me llevaba y que le permitían vencerme invariablemente en nuestras riñas ocasionales, cuando su tensión se ensombrecía tanto que acababa estallando, como por su carácter, obsceno y bronco, pero frío hasta en las peleas. Cuando luchaba conmigo, y por mucha resistencia que le opusiera antes de rendirme, yo notaba que en él no había acaloramiento ni enfado, sólo violencia fría y voluntad de sometimiento. Aunque lo visité algunas veces en el taller de su padre que es suyo ahora, nunca lo he visto pintando, ni sus propios cuadros que carecen de éxito ni sus copias perfectas que le dan dinero junto con los retratos de encargo, de excelente técnica pero convencionales: tantas horas quieto, encerrado, sosteniendo pinceles, instalado en la minuciosidad y mirando un lienzo, tal vez sean la explicación de su tensión permanente y su afán de desdoblamiento. Desde chico no se ha recatado en contar sus andanzas, sobre todo sexuales (de él lo aprendí casi todo en mi adolescencia y aun antes), y a veces me pregunto si la afición que le ha tomado mi padre en los últimos años, desde la muerte de Custardoy el viejo, no tendrá que ver con esos relatos. Los hombres inquietos, cuanto más viejos más quieren seguir viviendo, y si sus facultades no se lo permiten con plenitud, entonces buscan la compañía de quienes son capaces de narrarles la existencia que ya no está a su alcance y les prolongan la vida vicariamente. Mi padre querrá escucharle. Sé de prostitutas que han salido espantadas tras pasar una noche con Custardoy hijo y ni siquiera han querido contar lo que había ocurrido, incluso si eran dos las que se había llevado a la cama y por tanto habían podido darse ánimos y consolarse, pues ya desde muy joven el deseo de Custardoy de ser múltiple le hacía insuficiente una sola persona y una de sus predilecciones han sido los pares desde muy antiguo. Con los años Custardoy se ha hecho más discreto y, que yo sepa, tampoco él cuenta por qué provoca el espanto, pero quizá sí en privado a mi padre, para él una especie de padrino. Mi padre querrá escucharle. Lo cierto es que hace ya años que se ven con frecuencia, una vez a la semana Custardoy visita a Ranz o se van a cenar juntos y acaso luego a un local anticuado, o se acompañan a hacer recados y a visitar a terceros, a mí por ejemplo o incluso a Luisa en mi ausencia, alguna vez a la nuera nueva. Custardoy debe divertir a mi padre. En la actualidad, cerca ya de los cuarenta, luce en su nuca que fue rapada una breve coleta de piratería o taurina, y sus patillas resultan un poco largas para estos tiempos, llamativas en todo caso porque son rizadas y mucho más oscuras que su pelo rubiáceo y liso, quizá las luce, coleta y patillas, para no desentonar en su medio arcaicamente bohemio de pintores noctámbulos, aunque al mismo tiempo se viste de forma clásica y excesivamente correcta —corbata siempre—, aspira a ser elegante en su indumentaria. Lleva bigote durante algunos meses y luego se lo afeita otra temporada, una irresoluble duda o quizá su manera de parecer más de uno. Con la edad su rostro ha adquirido plenamente lo que apuntaba desde la niñez y más aún desde la adolescencia: su rostro es como su carácter, obsceno y bronco y frío, de frente amplia o con entradas y nariz levemente ganchuda y dientes largos que le iluminan la cara cuando sonríe de modo afable pero no cálido, con unos ojos muy negros y enormes y algo separados sin apenas pestañas, y esa carencia y esa separación hacen insoportable su mirada obscena sobre las mujeres a las que conquista o compra y sobre los hombres con que rivaliza, sobre el mundo que ya transcurre con él bien incorporado, formando parte de su paso más raudo.

Fue él quien hace unos meses o casi un año, al poco de mi regreso de La Habana y México y Nueva Orleans y Miami tras mi viaje de bodas, me contó lo que había ocurrido en realidad con mi tía Teresa hace casi cuarenta años. Iba yo a ver a mi padre a su casa, a saludarle tras el regreso y comentarle mi viaje, cuando me encontré en el portal con Custardoy el joven, su silueta delgada parada al atardecer.

—No está —me dijo—, ha tenido que salir. —Y elevó los ojos para referirse a Ranz.— Me pidió que te esperara unos minutos para decírtelo. Le llamó por teléfono un americano y salió disparado, no sé quién de algún museo, te llamará él esta noche o mañana. Vámonos tú y yo a tomar algo.

Custardoy el joven me cogió del brazo y echamos a andar. Noté su mano fría y férrea cuyo asimiento conocía bien desde niño, había sido un chico y ahora era un hombre de extremada fuerza, la fuerza del nervio y la concentración. La última vez que lo había visto había sido unas semanas antes, el día de mi boda ya tan lejana a la que había sido invitado por Ranz, no por mí, él invitó a varias personas, no tenía por qué oponerme, ni a eso ni a Custardoy. Entonces no había tenido tiempo de hablar con él, se había limitado a felicitarme al llegar al Casino con su sonrisa amable de ligera sorna, luego lo había visto de lejos durante la fiesta mirando ávidamente a su alrededor, en realidad una presencia familiar. Miraba siempre ávidamente, a las mujeres y a algunos hombres —a los hombres tímidos—, dondequiera que se encontrara, sus ojos asían como sus manos. Aquel día no llevaba bigote y ahora, unas semanas después, lo tenía ya casi crecido, no del todo aún, se lo había dejado durante mi viaje con Luisa. En el Balmoral pidió una cerveza, nunca bebía otra cosa y por eso su delgadez empezaba a abandonarle en la tripa (pero la corbata se la tapaba siempre). Durante un rato me habló de dinero, luego de mi padre, al que veía bien, luego otra vez del dinero que estaba ganando, como si lo último que le interesara fuera mi nuevo estado civil, no me preguntaba, por el viaje tampoco ni por mi trabajo o mis futuros desplazamientos a Ginebra o Londres o incluso Bruselas, él no podía saberlos, tenía que preguntar, no lo hacía. Ya que mi padre había salido, yo quería volver a casa a encontrarme con Luisa y tal vez ir al cine, nunca he tenido mucho que decirme con Custardoy. Mi padre habría salido porque le habría llamado alguien de Malibú o de Boston o Baltimore, ya no le llamaban apenas aunque su ojo y sus conocimientos seguían siendo los mismos de siempre o aun superiores, rara vez se consulta a los viejos o sólo para lo muy importante, alguien estaría de paso en Madrid y no tendría con quién cenar, él habría pensado que lo requerían para un dictamen, algún cuadro desenterrado, algún negocio en Madrid. Hice ademán de que debía marcharme, pero entonces Custardoy me volvió a poner la mano en el brazo —su mano era como un peso— y así me retuvo.

—Quédate un poco más —me dijo—. Todavía no me has contado nada de tu mujer tan guapa.

—A ti todas te parecen guapas. No tengo mucho que contar.

Custardoy encendía y apagaba un mechero. Sonreía con su dentadura larga y miraba la llama aparecer y desaparecer. De momento no me miraba a mí, o sólo de refilón con uno de sus separados ojos que se desviaban para controlar el local.

—Algo tendrá, digo yo, para que te hayas casado al cabo de tantos años, no eres ningún niño. Te tendrá que enloquecer. La gente sólo se casa cuando no tiene más remedio, por pánico o porque anda desesperada o para no perder a alguien a quien no soporta perder. Siempre hay mucha chaladura en lo que parece más convencional. Vamos, cuéntame cuál es la tuya. Cuéntame qué te hace la niña.

Custardoy era vulgar y un poco infantil, como si su interminable espera de la edad viril durante su niñez le hubiera dejado algo de esa niñez asociada para siempre a su edad viril. Hablaba con demasiada desenvoltura, aunque conmigo se dominaba un poco, quiero decir que rebajaba la frecuencia y el tono de sus descuidados o brutales vocablos, conmigo a solas, quiero decir. A otro amigo le habría pedido sin más que le describiera el chumino de su mujer o incluso el parrús y le contara qué tal quilaba, palabras difíciles de traducir que por suerte no se pronuncian nunca en los organismos internacionales; yo merecía algún circunloquio.

—Tendrías que pagarme —le dije yo para convertir su comentario en una broma.

—Venga, te pago, ¿cuánto quieres? A ver, otro whisky para empezar.

—No quiero otro whisky, ni siquiera este. Déjame en paz.

Custardoy se había echado la mano al bolsillo, uno de esos hombres que llevan los billetes sueltos en el bolsillo del pantalón, también yo, a decir verdad.

—¿No quieres hablar de eso? Muy respetable, no quieres hablar de eso. A tu salud y a la de tu niña. —Y bebió un trago corto de su cerveza. Oteó alrededor mientras se secaba los labios con los propios labios, había dos mujeres de unos treinta años hablando en la barra, una de ellas, la que estaba de frente (pero quizá las dos), enseñaba los muslos queriendo o sin querer. Eran muslos demasiado bronceados para la primavera, falsamente mulatos, bronceado de piscina y cremas en el mejor de los casos. Custardoy fijó ahora en mí sus ojos desprovistos de ornamentación, o de protección. Añadió:— En todo caso espero que te vaya mejor que a tu padre, y no quiero ser cenizo, toco madera. Vaya carrera la suya, ni Barbazul, menos mal que no ha seguido, está ya un poco mayor el hombre.

—Tampoco es para tanto —dije yo. Había pensado de inmediato en mi tía Teresa y en mi madre Juana, ambas muertas, Custardoy estaba refiriéndose a ellas, uniéndolas en su muerte con exageración o con mala fe. ‘Ni Barbazul’, había dicho. ‘Cenizo’, había dicho. Ni Barbazul. Nadie se acuerda de Barbazul.

—¿Ah, no? —dijo—. Bueno, la cosa medio se paró con tu madre, si se descuida no existes tú. Pero mira, también a ella la ha sobrevivido, no hay quien pueda con él. Que en paz descanse, ¿eh? —añadió con respeto burlesco. Hablaba de Ranz con estima, tal vez con admiración.

Miré hacia las mujeres, que no nos hacían ningún caso, estaban enfrascadas en su charla (sin duda relación de episodios), de la que de vez en cuando llegaba una frase suelta pronunciada en más alta voz (‘Pero eso es superfuerte’, oí que decía con sincero asombro la que nos daba la espalda, la otra enseñaba sus muslos con desenfado y desde otro ángulo se le podría ver el pico de las bragas, supuse, sus superfuertes muslos morenos me hicieron pensar en Miriam, la mujer de La Habana de unos días atrás. Es decir, recordar su imagen y pensar que en otro momento debía pensar en ella. Sólo unos días atrás, quizá Guillermo, como nosotros, había regresado ya también).

—Eso es un azar, nadie sabe el orden de la muerte, podía haber sido él, como también nos puede enterrar a nosotros. Mi madre vivió bastantes años.

Custardoy hijo encendió por fin un cigarrillo y dejó el mechero sobre la mesa, renunció a la llama y aspiró de la brasa. De vez en cuando se volvía un poco para mirar a las treintañeras sentadas ante la barra y echaba el humo en su dirección, yo esperaba que no se le ocurriera levantarse y dirigirles la palabra, era algo que hacía a menudo y con gran soltura y en ocasiones sin que mediara una sola mirada previa, una sola correspondida o cruzada con la mujer a la que de pronto hablaba. Era como si supiera desde el primer momento quién quería ser abordado y con qué propósito, en un local o en una fiesta o incluso en la calle, o quizá era él quien hacía surgir la disposición y el propósito. Me pregunté a quién habría abordado en mi fiesta del Casino, apenas lo vi. Me volvió a mirar a mí de frente con sus ojos desagradables a los que sin embargo estaba tan acostumbrado.

—Como tú quieras, un azar. Pero tres veces es mucho azar.

—¿Tres veces?

Esa fue la primera vez en mi vida que oí aludir a la mujer extranjera con la que yo no guardo parentesco y de la que ahora sé algo pero no lo bastante, nunca sabré demasiado, hay personas que han estado en el mundo durante muchos años y de las que nadie recuerda nada, como si a la postre no hubieran estado, y esa primera vez ni siquiera sabía que se aludía a ella o a quién se aludía, aún no sabía de su existencia (‘tres veces es mucho azar’). Al principio quise creer que era un error o un lapsus, y Custardoy, al principio, lo hizo pasar por tal, quizá había previsto hablarme sólo de mi tía Teresa o quizá no había previsto nada, contarme lo que en aquellos días de presentimientos desastrosos y primeros pasos matrimoniales yo habría preferido seguir sin saber, aunque es difícil saber si uno quería saber o seguir ignorando algo una vez que ya lo sabe.

—Quiero decir dos —dijo Custardoy con prisa, quizá era todo impremeditado y sin mala intención, si bien era improbable que no hubiera alguna, regular o buena, Custardoy no es hombre meditativo pero sí intencionado. Sonrió asimismo con prisa (sus largos dientes conferían a su rostro agudo cordialidad o casi) al tiempo que lanzaba más humo hacia las mujeres: la que estaba de espaldas, sin darse cuenta de su procedencia, lo apartó de sí con la mano irritada como a un mosquito. Custardoy añadió sin pausa—: Oye, y que quede claro que no tengo nada contra tu padre, todo lo contrario, lo sabes muy bien. Pero que se te mate una de ellas justo después de la boda no parece cosa de azar. Eso no puede estar nunca en el orden de la muerte que tú dices.

—¿Que se te mate?

Custardoy se mordió los labios en un gesto demasiado expresivo para ser espontáneo. A continuación llamó al camarero agitando dos dedos y aprovechó para mirar con salacidad hacia las mujeres, que seguían sin prestarnos ninguna atención (aunque una de ellas se la había prestado ya a nuestro humo como se le presta a un mosquito. La que estaba de frente dijo en voz muy alta y risueña: ‘Bueno bueno bueno, es que me asquea.’ Lo dijo encantada, estuvo a punto de palmearse los muslos mulatos). Custardoy, en cambio, estaba tan atento a ellas como a su conversación conmigo, siempre desdoblado, siempre deseando ser más de uno y encontrarse allí donde no se hallara. Creí que iba a levantarse y le insistí para impedírselo: ‘¿Qué dices que se te mate?’ Pero se limitó a pedirle al camarero otra cerveza.

—Otra cerveza. No me digas que no lo sabes.

—De qué me hablas.

Custardoy se acarició el bigote aún escaso y se centró la coleta breve con un ademán inevitablemente femenino. No sé por qué llevaba esa coleta ridícula y mal lavada, parecía un artesano o un patán dieciochesco. Sopló la cerveza. A sus casi cuarenta años se plegaba a las modas, tenía ímpetu. O quizá en su caso era influjo de la pintura.

—Demasiada espuma —dijo—. Tiene hostias —añadió—, que tú no sepas nada, tiene hostias cómo las familias callan ante los hijos, quién sabe lo que sabrás tú de la mía que yo en cambio no tengo ni puta idea.

—No sé —dije yo con prisa.

Volvió a jugar con la llama, había apagado su cigarrillo, mal, olía.

—Me parece que he metido la pata. Ranz se va a cabrear. No sabía que no sabías cómo murió la hermana de tu madre.

—De enfermedad, me han dicho siempre. Nunca he preguntado mucho. A ver, qué es lo que sabes.

—A lo mejor no es verdad. Hace la tira de años que me lo contó mi padre.

—¿Qué te contó?

Custardoy sorbió dos veces por la nariz. Durante aquel rato no se había ido al cuarto de baño a meterse una raya, pero sorbió como si de allí volviera. Encendió y apagó la llama.

—No le digas a Ranz que te lo he dicho, ¿de acuerdo? No quisiera que por esto me pusiera la proa. A lo mejor yo recuerdo mal, o entendí mal.

No respondí, sabía que me lo contaría aunque no le hiciera esa promesa.

—¿Qué es lo que recuerdas? ¿Qué entendiste?

Custardoy encendió un cigarrillo nuevo. Sus remilgos eran falsos: tuvo humor para darle dos caladas y arrojar un nubarrón de humo sin tragar en dirección a las treintañeras (ese humo, mucho más abundante y lento en su viaje que si se ha tragado). La que nos daba la espalda se volvió un instante, muy mecánicamente, y sopló de lado para apartarlo. También ella enseñaba los muslos, no habían visitado aún piscina. Su ojo había caído ya sobre Custardoy, aunque sólo fuera unos segundos, los que su compañera tardó en decirle con seguridad y desdén por la persona de quien hablaba: ‘Lo tengo loquito pero no me gusta su cara, y está forrado, ¿tú qué harías?’

—Que tu tía se pegó un tiro al poco de regresar de su viaje de novios con Ranz. Eso sí lo sabías, que se casó con él.

—Sí, lo sé.

—Entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y con invitados. Eso es lo que recuerdo que me contó mi padre.

—¿En casa de mis abuelos?

—Eso tengo entendido.

—¿Mi padre estaba allí?

—No en el momento, llegó poco después, creo.

—¿Por qué se mató?

Custardoy sorbió por la nariz, quizá un leve resfriado de primavera, aunque siguiera las modas no era hombre para padecer la fiebre del heno, esa cursilería. Negó con la cabeza.

—Eso ni idea, y tampoco creo que lo supiera mi padre, o no me lo dijo. Si alguien lo sabe es el tuyo, pero a lo mejor ni siquiera, no es fácil saber por qué se mata la gente, ni los más próximos, todo el mundo está trastornado, todo el mundo las pasa putas, a veces sin causa y casi siempre en secreto, la gente vuelve la cara contra la almohada y espera al día siguiente. De pronto no esperan. Nunca he hablado con Ranz de este asunto, ¿cómo se le pregunta a un amigo por su mujer que se pegó un tiro tras casarse con él? Aunque haga siglos. No sé, podría preguntarte a ti si te pasara lo mismo, y no quiero ser cenizo, toco madera. Pero no a un amigo que me lleva tantos años y al que respeto tanto. El respeto inhibe algunas conversaciones, que no se tienen nunca.

—Sí, el respeto inhibe.

Había vuelto a decir ‘cenizo’, pensé automáticamente en traducirlo al inglés, francés o italiano, mis lenguas, no sabía el término en ninguna de ellas, ‘mal de ojo’ sí, ‘evil eye’, ‘jettatura’, pero no es lo mismo. Cada vez que anunciaba que tocaba madera no la tocaba, sino el cristal de su jarra. Yo, en cambio, tocaba mi silla.

—Lo siento, creí que lo sabrías.

—A los niños se les dan versiones edulcoradas de cuanto ocurre o ha ocurrido, supongo que luego es muy difícil desengañarlos. No se debe de encontrar el momento, cuándo se deja de ser niño, es difícil trazar una línea, cuándo es lo bastante tarde para reconocer una mentira antigua o revelar una verdad oculta. Se deja correr el tiempo, supongo, y quien la dijo se llega a creer la mentira o la olvida, hasta que alguien como tú mete la pata y se carga el estudiado silencio de una vida entera.

‘Mal de ojo’ en francés tampoco lo sabía. Lo había sabido pero no me acordaba, ‘guignon’, me acordé de pronto. ‘A ver si con esas cosas me vas a traer mala suerte’, oí que decía la mujer rubia de la piel tostada, era expresiva, su voz era ronca, una de esas mujeres españolas que no miden el tono de su voz ni el alcance de sus palabras ni la aspereza de sus gestos ni la longitud de sus faldas, con demasiada frecuencia las españolas exhalan desprecio por la boca y por la mirada y por los despóticos gestos y por los muslos cruzados, herencia española en Cuba el brazo de Miriam y también sus gritos y sus altos tacones y sus piernas como navajas (‘Eres mío’, ‘Yo te mato’). Luisa no es así, las nuevas generaciones también menosprecian pero más contenidamente, Luisa es más suave, aunque con un sentido de la rectitud que a veces la hace ponerse muy seria, a veces se sabe que no bromea, ella me cree con mi padre ahora mismo, pero mi padre salió inesperadamente y por eso estoy oyendo revelaciones de Custardoy, si son ciertas, deben de serlo, pues nunca ha tenido capacidad inventiva, en sus historias se ha ceñido siempre a lo que había o le había ocurrido, quizá por eso tiene que vivir las cosas y experimentar sus duplicidades, porque sólo así puede contarlas, sólo así concibe lo inconcebible, hay quien no conoce más fantasías que las cumplidas, quien no es capaz de imaginarse nada y es poco previsor por eso, imaginar evita muchas desgracias, quien anticipa su propia muerte rara vez se mata, quien anticipa la de los otros rara vez asesina, es preferible asesinar y matarse con el pensamiento, no deja secuelas ni tampoco huella, incluso con el gesto lejano del brazo que agarra, todo es cuestión de distancia y tiempo, si se está un poco lejos el cuchillo golpea el aire en vez de golpear el pecho, no se hunde en la carne morena o blanca sino que recorre el espacio y no sucede nada, su recorrido no se computa ni se registra y se ignora, no se castigan las intenciones, las tentativas fallidas tantas veces son silenciadas y hasta negadas por quienes las padecen porque todo sigue siendo lo mismo después de ellas, el aire es el mismo y no se abre la piel ni la carne cambia y nada se rasga, es inofensiva la almohada aplastada bajo la que no hay ningún rostro, y luego todo es igual que antes porque la acumulación y el golpe sin destinatario y la asfixia sin boca no son bastante para variar las cosas ni las relaciones, no lo es la repetición, ni la insistencia, ni la ejecución frustrada ni la amenaza, eso sólo agrava pero no cambia nada, la realidad no se añade, son sólo como el gesto del asimiento de Miriam y sus palabras (‘Eres mío’, ‘Estás en deuda’, ‘Voy por ti’, ‘Conmigo al infierno’), que no impidieron los posteriores besos y el canturreo en el cuarto de al lado junto al hombre del brazo zurdo, Guillermo su nombre, a quien se le había dicho: ‘O ella o yo, tendrás una muerta.’

—Habré metido la pata —dijo Custardoy hijo—, pero yo creo que más vale saber las cosas, mejor enterarse de todo tarde que nunca. Eso fue hace mucho tiempo, en realidad qué más da cómo palmara tu tía.

Mi padre había tenido una muerta, una verdadera muerta, de las que en efecto no pueden estar en el orden, como había dicho Custardoy antes. Muere más quien muere por su propia mano, acaso más todavía quien muere a mis manos. Había dicho también: ‘Pero tres veces es mucho azar’, luego había rectificado. Dudé si volver a aquello, si insistía acabaría contándome lo que hubiera o supiera, estaba seguro, algo parcial o erróneo, algo, pero lo que sí es posible es no querer saber nada cuando aún no se sabe, después ya no, él tenía razón, más vale saber las cosas, pero sólo cuando ya se saben (yo aún no sabía). Fue entonces cuando me vino un recuerdo perdido desde la niñez, desde entonces —la niñez—, algo mínimo y tenue que debe perderse, esas escenas insignificantes que regresan fugazmente como si fueran canturreos o figuraciones o la momentánea percepción presente de lo que es pasado, el propio recuerdo llega puesto en entredicho mientras se recuerda. Yo jugaba solo con mis soldaditos en casa de mi abuela habanera y ella se abanicaba, como tantas tardes de sábado en que mi madre me dejaba con ella. Pero esa vez mi madre estaba enferma y fue Ranz quien vino a recogerme poco antes de la cena. Rara vez los vi juntos solos, a mi padre y mi abuela, siempre estaba mi madre mediando o en medio, no aquella vez. Sonó el timbre al anochecer y oí los pasos de Ranz que avanzaban por el infinito pasillo siguiendo a los de la doncella hasta la habitación en que me encontraba yo con mi abuela, apurando el último juego, ella musitando y tarareando y riendo ocasionalmente ante mis comentarios, como ríen por cualquier cosa las abuelas ante los nietos. Ranz era aún joven entonces aunque a mí no me lo pareciera, era un padre. Entró en la habitación con la gabardina echada sobre los hombros, en las manos los guantes recién quitados, hacía fresco, era primavera, mi abuela empezaba a abanicarse siempre antes de tiempo, quizá su manera de llamar al verano, o bien se abanicaba en todas las estaciones. Antes de que Ranz dijera nada ella le preguntó en seguida: ‘¿Cómo está Juana?’ ‘Mejor, parece’, dijo mi padre, ‘pero no vengo de casa ahora’. ‘¿Ha ido ya el médico?’ ‘Cuando yo salí todavía no, avisó que no podría pasar hasta última hora, quizá esté allí ahora. Vamos a llamar, si quieres’. Algo más dijeron sin duda, o tal vez llamaron, pero mi recuerdo (sentado a una mesa frente a Custardoy) se fijó en lo que poco después le dijo mi abuela a mi padre: ‘No sé cómo eres capaz de irte por ahí a tus cosas con Juana enferma. No sé cómo no te pones a rezar y cruzas los dedos cada vez que tu mujer se resfría. Ya llevas dos perdidas, hijo’. Recordé o creí recordar que acto seguido mi abuela se llevó la mano a la boca, mi abuela se tapó la boca un instante como para impedir que salieran de ella las palabras que ya habían salido y yo había oído y a las que no hice entonces el menor caso, o quizá se lo hice tan sólo —como se demuestra ahora— porque se tapó la boca para suprimirlas. Mi padre no contestó, y es ahora cuando ese gesto de hace veinticinco o más años cobra sentido, o mejor dicho, fue hace cerca de un año cuando lo cobró, mientras yo estaba sentado frente a Custardoy y pensaba en que había dicho: ‘Tres veces es mucho azar’, y había rectificado, y luego recordé que mi abuela había dicho a su vez: ‘Ya llevas dos perdidas, hijo’, y se había arrepentido. Había llamado ‘hijo’ a Ranz, su yerno dos veces o su doble yerno.

No le insistí a Custardoy, no quise saber más en aquel momento, y además él ya había pasado a otra cosa.

—¿Te apetecen esas dos? —me dijo de pronto. Se había girado casi completamente y miraba sin trabas ni disimulo a las treintañeras, quienes a su vez acusaban la mirada directa y sin pestañas y separada y de repente hablaban más bajo, o momentáneamente no hablaron, al sentirse observadas y consideradas, o quizá admiradas sexualmente. Su última frase antes de la interrupción o el amortiguamiento, pronunciada por la que estaba de espaldas, había llegado casi al tiempo que la pregunta de Custardoy, quizá la habían oído pese a la yuxtaposición, Custardoy me había preguntado seguramente para que ellas le oyeran, para que supieran, para que estuvieran al tanto de su inminencia. ‘Estoy ya más aburrida de los tíos’, había dicho la de los muslos blancos. ‘¿Te apetecen esas dos?’, había dicho Custardoy (lograr ser percibido es fácil, basta sólo levantar la voz). Entonces habían contenido la respiración y nos habían mirado, la pausa necesaria para enterarse de quién nos está deseando.

—Acuérdate de que me he casado. Para ti las dos.

Custardoy bebió un trago más de cerveza y se levantó con el tabaco y el mechero en la mano (ya nada de espuma). Sus pocos pasos hacia la barra sonaron metálicos, como si llevara en las suelas unas placas o láminas de bailarín de claqué, o acaso eran alzas, de pronto me pareció más alto, al alejarse.

Las dos mujeres ya reían con él cuando yo saqué mi dinero del bolsillo del pantalón y lo dejé en la mesa y salí para volver a casa con Luisa. Salí sin despedirme de Custardoy (o lo hice con un gesto de la mano a distancia) ni de las treintañeras que se convertirían en sus desconocidas y espantadas íntimas al cabo de un rato de cerveza y chicle y ginebra y tónica y hielo, y humo de cigarrillos, y cacahuetes, y risas, y rayas, y la lengua al oído, y también de palabras que yo no escucharía, el incomprensible susurro que nos persuade. La boca está siempre llena y es la abundancia.