Esa noche, viendo el mundo desde mi almohada con Luisa a mi lado, como es costumbre entre los recién casados, con la televisión delante y en las manos un libro que no leía, le conté a Luisa lo que Custardoy el joven me había contado y lo que yo no había querido que me contara. La verdadera unidad de los matrimonios y aun de las parejas la traen las palabras, más que las palabras dichas —dichas voluntariamente—, las palabras que no se callan —que no se callan sin que nuestra voluntad intervenga—. No es tanto que entre dos personas que comparten la almohada no haya secretos porque así lo deciden —qué es lo bastante grave para constituir un secreto y qué no, si se lo silencia— cuanto que no es posible dejar de contar, y de relatar, y de comentar y enunciar, como si esa fuera la actividad primordial de los emparejados, al menos de los que son recientes y aún no sienten la pereza del habla. No es sólo que con la cabeza sobre una almohada se recuerde el pasado e incluso la infancia y vengan a la memoria y también a la lengua las cosas remotas y las más insignificantes y todas cobren valor y parezcan dignas de rememorarse en voz alta, ni que estemos dispuestos a contar nuestra vida entera a quien también apoya su cabeza sobre nuestra almohada como si necesitáramos que esa persona pudiera vernos desde el principio —sobre todo desde el principio, es decir, de niños— y pudiera asistir a través de la narración a todos los años en que no nos conocíamos y en que creemos ahora que nos esperábamos. No es sólo, tampoco, un afán comparativo o de paralelismo o de búsqueda de coincidencias, el de saber cada uno dónde estaba el otro en las diferentes épocas de sus existencias y fantasear con la posibilidad improbable de haberse conocido antes, a los amantes su encuentro les parece siempre demasiado tarde, como si el tiempo de su pasión nunca fuera el más adecuado o nunca lo bastante largo retrospectivamente (el presente es desconfiado), o quizá es que no se soporta que no haya habido pasión entre ellos, ni siquiera intuida, mientras los dos estaban ya en el mundo, incorporados a su paso más raudo y sin embargo con la espalda vuelta hacia el uno el otro, sin conocerse ni tal vez quererlo. No es tampoco que se establezca un sistema de interrogatorio diario al que por cansancio o rutina ningún cónyuge escapa y acaban todos contestando. Es más bien que estar junto a alguien consiste en buena medida en pensar en voz alta, esto es, en pensarlo todo dos veces en lugar de una, una con el pensamiento y otra con el relato, el matrimonio es una institución narrativa. O acaso es que hay tanto tiempo pasado en compañía mutua (por poco que sea en los matrimonios modernos, siempre tanto tiempo) que los dos cónyuges (pero sobre todo el varón, que se siente culpable cuando permanece en silencio) han de echar mano de cuanto piensan y se les ocurre y les acontece para distraer al otro, y así acaba por no quedar apenas resquicio de los hechos y los pensamientos de un individuo que no sea transmitido, o bien traducido matrimonialmente. También son transmitidos los hechos y los pensamientos de los demás, que nos los han confiado privadamente, y de ahí la frase tan corriente que dice: ‘En la cama se cuenta todo’, no hay secretos entre quienes la comparten, la cama es un confesonario. Por amor o por lo que es su esencia —contar, informar, anunciar, comentar, opinar, distraer, escuchar y reír, y proyectar en vano— se traiciona a los demás, a los amigos, a los padres, a los hermanos, a los consanguíneos y a los no consanguíneos, a los antiguos amores y a las convicciones, a las antiguas amantes, al propio pasado y a la propia infancia, a la propia lengua que deja de hablarse y sin duda a la propia patria, a lo que en toda persona hay de secreto, o quizá es de pasado. Para halagar a quien se ama se denigra el resto de lo existente, se niega y execra todo para contentar y reasegurar a uno solo que puede marcharse, la fuerza del territorio que delimita la almohada es tanta que excluye de su seno cuanto no está en ella, y es un territorio que por su propia naturaleza no permite que nada esté en ella excepto los cónyuges, o los amantes, que en cierto sentido se quedan solos y por eso se hablan y nada callan, involuntariamente. La almohada es redondeada y blanda y a menudo blanca, y al cabo del tiempo lo redondeado y blanco acaba sustituyendo al mundo, y a su débil rueda.

A Luisa le hablé en la cama de mi conversación y de mis sospechas, de la revelada muerte violenta (según Custardoy) de mi tía Teresa y de la posibilidad de que mi padre hubiera estado casado otra vez, una tercera vez que habría sido la primera de todas, antes de su unión con las niñas y de la que yo no sabría nada, de haberse dado. Luisa no comprendió que no hubiera querido seguir preguntando, las mujeres sienten curiosidad sin mezcla, su mente es indagatoria y chismosa aunque también inconstante, no imaginan o no anticipan la índole de lo que ignoran, de lo que puede llegar a averiguarse y de lo que puede llegar a hacerse, no saben que los actos se cometen solos o que los pone en marcha una sola palabra, necesitan probar, no prevén, quizá ellas sí están dispuestas a saber casi siempre, en principio no temen ni desconfían de lo que pueda contárseles, no se acuerdan de que después de saber todo cambia a veces, incluso la carne o la piel que se abre, o algo se rasga.

—¿Por qué no le preguntaste más? —me preguntó. De nuevo estaba en la cama, como había estado aquella tarde en La Habana, unos días atrás tan sólo, pero ahora era o iba a ser lo normal, como todas las noches, de noche, yo también estaba bajo las sábanas aún muy nuevas (parte del ajuar, supuse, palabra extraña y antigua, no sé cómo se traduce), ya no estaba enferma ni le hacía daño un sostén tirante, sino que llevaba un camisón que yo le había visto ponerse minutos antes, en el propio cuarto, en el momento de meterse en él me había dado la espalda, aún la falta de costumbre de tener a alguien delante, dentro de unos años, acaso de meses, no se dará cuenta de que yo estoy delante, o bien no seré alguien.

—No sé si quiero saber más —contesté.

—¿Cómo puede ser? Yo misma tengo ya mucha curiosidad con lo que me has dicho.

—¿Por qué?

La televisión estaba encendida pero sin sonido. Vi aparecer en ella a Jerry Lewis, el cómico, una película antigua, tal vez de mi infancia, no se oía nada más que nuestras voces.

—Cómo que por qué. Si hay algo que saber sobre alguien que yo conozco, quiero saberlo. Además es tu padre. Y ahora es mi suegro, ¿cómo no va a interesarme saber lo que le pasó? Más aún si lo ha ocultado. ¿Vas a preguntarle a él?

Dudé un segundo. Pensé que querría saber, no tanto lo que hubiera ocurrido cuanto si había verdad o figuración o rumor en las palabras de Custardoy. Pero de haber verdad tendría que seguir preguntando.

—No lo creo. Si él nunca ha querido hablarme de nada de eso no voy a obligarlo a estas alturas. Una vez, hace no muchos años, le pregunté por mi tía y me dijo que no quería retroceder cuarenta años. Casi me echó del restaurante en que estábamos.

Luisa se rió. Casi todo le hacía gracia, normalmente veía sólo el lado gracioso que tienen todas las cosas, hasta las más patéticas o terribles. Vivir con ella es vivir instalado en la comedia, esto es, en la juventud perpetua, como lo es vivir junto a Ranz, quizá por eso quisieron vivir con él dos mujeres, o tres. Aunque ella es realmente joven y puede cambiar con el tiempo. A ella también le gustaba mi padre, la divertía. Luisa querría escucharle.

—Le preguntaré yo —dijo.

—Ni se te ocurra.

—A mí me lo contaría. Quién sabe si lleva todos estos años esperando a que aparezca en tu vida alguien como yo, alguien que pueda hacerle de intermediario contigo, los padres y los hijos sois muy torpes entre vosotros. Quizá nunca te ha contado su historia porque no sabía cómo hacerlo o tú no le has preguntado bien. Yo sí sabré hacer que me la cuente.

Jerry Lewis manejaba una aspiradora en la televisión. La aspiradora era como un perrillo y se le rebelaba.

—¿Y si es algo que no es contable?

—¿Qué quieres decir? Todo es contable. Basta con empezar, una palabra tras otra.

—Algo que ya no debe contarse. Algo cuyo tiempo ha pasado, cada tiempo tiene sus propios relatos, y si se deja pasar la ocasión, entonces es mejor callar para siempre, a veces. Las cosas prescriben y se hacen inoportunas.

—Yo no creo que a nada se le pase el tiempo, todo está ahí, esperando a que se lo haga volver. Además, a todo el mundo le gusta contar su historia, incluso a los que no tienen ninguna. Si los relatos son distintos, el significado es el mismo.

Me giré un poco para mirarla más de frente. Iba a estar allí siempre, a mi lado, esa es la idea al menos, formando parte de mi historia, en mi cama que no es propiamente mi cama sino la nuestra, o tal vez la suya, dispuesto a esperar la hora de su regreso pacientemente, si una vez se iba. Rocé su pecho con mi brazo al moverme, desnudo su pecho bajo la tela ligera, visible un poco bajo esa tela. Mi brazo quedó de manera que perdurara el roce, para que se interrumpiera tendría que moverse ahora ella.

—Mira —le dije—, las personas que guardan secretos durante mucho tiempo no siempre lo hacen por vergüenza o para protegerse a sí mismas, a veces es para proteger a otros, o para conservar amistades, o amores, o matrimonios, para hacer la vida más tolerable a sus hijos o para restarles un miedo, ya se suelen tener bastantes. Puede que simplemente no quieran incorporar al mundo la relación de un hecho que ojalá no hubiera ocurrido. No contarlo es borrarlo un poco, olvidarlo un poco, negarlo, no contar su historia puede ser un pequeño favor que hacen al mundo. Hay que respetar eso. Tal vez tú no querrías saberlo todo de mí, tal vez no querrás con el paso del tiempo, más adelante, ni que yo lo sepa todo de ti. No querrías que lo supiera todo sobre nosotros un hijo nuestro. Sobre nosotros por separado, por ejemplo, antes de conocernos. Ni siquiera nosotros lo sabemos todo sobre nosotros, ni por separado antes ni juntos ahora.

Luisa se apartó un poco en un gesto natural, es decir, apartó su pecho de donde estaba mi brazo, ya no hubo roce. Cogió un cigarrillo de su mesilla de noche, lo encendió, fumó dos veces rápidas, intentó soltar ceniza que todavía no se había formado, de pronto estaba un poco nerviosa, un poco seria en contra de su costumbre. Era la primera vez que se mencionaba al hijo, ninguno de los dos había hablado nunca de ese proyecto hasta entonces, era demasiado pronto, tampoco ahora, la primera mención no había sido un proyecto, sino hipotética y para ilustrar otro asunto. Sin mirarme dijo:

—Desde luego que querré saber si un día piensas matarme, como aquel hombre del hotel de La Habana, aquel Guillermo. —Lo dijo sin mirarme y lo dijo rápido.

—¿Lo oíste?

—Claro que lo oí, estaba allí lo mismo que tú, cómo no iba a oírlo.

—No sabía, estabas adormilada con la fiebre, por eso no te comenté nada.

—Tampoco me lo contaste al día siguiente, si creíste que no me había enterado. Podías habérmelo contado como me lo cuentas todo. O quizá es que en efecto no me lo cuentas todo.

Luisa estaba de pronto enfadada, pero no podía saber si era por no haberle contado lo que reconocía haber oído o si el enfado iba contra Guillermo, o quizá contra Miriam, o incluso contra los hombres, las mujeres tienen más sentido de grupo y a menudo se enfadan con todos los hombres al mismo tiempo. También podía estar enfadada porque la primera mención del hijo hubiera sido hipotética y de pasada y no una proposición ni un deseo.

Cogió el mando a distancia de la televisión y dio un veloz repaso a los otros canales para dejarla de nuevo donde estaba. Jerry Lewis intentaba comer spaghetti: había empezado a girar y girar el tenedor y ahora tenía el brazo entero envuelto en la pasta. Se lo miraba con estupor y le lanzaba bocados. Me reí como un niño, esa película la había visto en mi infancia.

—¿Qué te pareció el tal Guillermo? —le pregunté—. ¿Tú qué crees que hará? —Ahora podía tener la conversación que en su momento no habíamos querido tener, ni Luisa ni yo, la fiebre. Puede que todo espere a su restitución, pero nada vuelve del mismo modo en que se habría dado y no se dio. Ahora ya no importaba, ella lo había expresado brutalmente y con ligereza, me había dicho: ‘Querré saber si un día piensas matarme’. Yo no había contestado aún a eso, resulta tan fácil no responder a lo que no se quiere entre quienes lo comentan todo y hablan sin pausa, las palabras se superponen y las ideas no duran y desaparecen, aunque a veces vuelven, si se insiste.

—Lo peor de todo es que no hará nada —dijo Luisa—. Todo seguirá como hasta ahora, la tal Miriam esperando y la mujer agonizando, si es que está enferma o existe, como hizo bien en dudar la otra.

—No sé si estará enferma, pero seguro que existe —dije yo—. Ese hombre está casado —sentencié.

Luisa no me miraba aún, hablaba hacia Jerry Lewis y seguía malhumorada. Es más joven que yo, quizá no había visto la película en su infancia. Tuve ganas de ponerle el sonido pero no lo hice, eso habría acabado con la conversación. Además, ella tenía el mando a distancia en la mano, en la otra su cigarrillo ya mediado. Hacía algo de calor, no tanto: vi su escote humedecido de pronto, brillaba un poco.

—Da lo mismo, aunque se muriera él no haría nada, no se traería a esa mujer de La Habana.

—¿Por qué? Tú no la viste, yo sí. Era guapa.

—Seguro que lo es, pero también es una mujer que le da la lata, y eso él lo sabe o lo siente. Se la daría siempre, aquí y allí, como amante y como esposa, esa mujer no tiene más intereses que los que le vienen de fuera, está pendiente sólo del otro, todavía hay muchas así, no les han enseñado más que a ocuparse de sí mismas en su relación con otro. —Luisa se detuvo, pero continuó en seguida, como si se hubiera arrepentido de la palabra ‘enseñar’.— Puede que ni se lo enseñen, simplemente lo heredan, nacen aburridas consigo mismas, he conocido a muchas. Se pasan media vida esperando, luego no llega nada, o lo que llega lo viven como si no fuera nada, después se pasan otra media vida recordando y alimentando lo que les pareció tan poco o que no era nada. Así eran nuestras abuelas, nuestras madres aún son así. Con esa Miriam no hay ganancia futura, sólo la que ya hay, que en todo caso irá a menos, para qué cambiarlo: menos guapa, menos deseo, más reiteración. Esa mujer ha jugado todas sus cartas, desde el principio ya no le quedaba ninguna buena, en ella no hay sorpresa, no puede dar más de lo que ya da. Sólo se casa uno si espera alguna sorpresa, o ganancia, alguna mejora. Bueno, no siempre es así. —Se quedó callada un segundo y luego añadió:— Me da mucha lástima esa mujer.

—Quizá no pueda dar más, pero en cambio puede dejar de ser una carga, esa es la ganancia futura que hay con ella. Podría dejar de ser una carga si Guillermo se casara con ella un día. También hay hombres así.

—¿Hombres cómo?

—Hombres que se aburren consigo mismos y sólo se ocupan de su relación con otro, o con otra. A esos hombres les conviene que les den la lata, la lata los ayuda a pasar de un día a otro, los entretiene, los justifica, igual que a las mujeres a las que se la dan.

—Ese Guillermo no es así —sentenció Luisa (los dos somos sentenciosos).

Ahora sí me miró, aunque de reojo, una mirada desconfiada —heredada la desconfianza—, o eso me pareció. Había una pregunta posible y aun probable y aun obligada, pero podía hacerla ella o podía hacerla yo: ‘¿Por qué te has casado tú conmigo?’ O bien: ‘¿Por qué crees que me he casado yo contigo?’

—Custardoy me preguntó esta tarde por qué me había casado contigo. —Esa fue mi manera de hacer y no hacer la pregunta.

Luisa se dio cuenta de que lo esperable era que ella dijera: ‘¿Y qué le contestaste?’ También podía callar, tiene tanta conciencia de las palabras como yo, somos de la misma profesión, aunque ella trabaje menos ahora. Calló de momento, con el mando a distancia dio otro repaso rápido a los canales, fue cuestión de segundos, volvió a quedarse o restituyó a Jerry Lewis, que bailaba ahora con un hombre muy bien trajeado en un enorme salón vacío. Ese hombre, lo reconocí y lo recordé al instante, era el actor George Raft, especializado durante muchos años en papeles de gángster y consumado bailarín de boleros y rumbas, actuaba en la famosa Scarface. Jerry Lewis había puesto en duda que él fuera él (‘Oh, vamos, usted no es George Raft, se le parece, pero no es él, qué más quisiera que ser George Raft’) y lo obligaba a bailar un bolero para demostrar que bailaba el bolero como George Raft y era por tanto Raft. Los dos hombres bailaban agarrados en medio del salón vacío y a oscuras, sus dos figuras iluminadas por un foco. Era una escena cómica y era una escena rara. Bailar como alguien con un incrédulo para demostrarle a ese incrédulo que se es ese alguien. Aquella escena era en color y las otras habían sido en blanco y negro, quizá aquello no era ninguna película sino una antología del cómico. Al parar de bailar y separarse con timidez, recuerdo que Lewis le decía a Raft como si le hiciera un favor: ‘Está bien, creo que es usted el auténtico Raft’ (pero seguíamos sin sonido y yo no lo oía ahora, las palabras eran un recuerdo de mi infancia inexacto, en inglés quizá habría dicho ‘the real Raft’ o ‘Raft himself’). Luisa no dijo ‘¿Y qué le contestaste?’, sino:

—¿Y le contestaste?

—No. Él sólo quiere saber de la cama, lo que en realidad me preguntaba era eso.

—Y no le contestaste.

—No.

Luisa se echó a reír, de pronto había recobrado su buen humor.

—Pero esa es una conversación de niños —dijo riendo.

Creo que me sonrojé un poco, en verdad me sonrojaba por Custardoy, no por mí, ellos entonces no se conocían apenas y por eso, ante ella, me sentía responsable de Custardoy, que venía de mí, un antiguo amigo, no exactamente, uno se siente responsable de cuanto puede avergonzarle y todo puede avergonzar ante quien se ama (al principio de amarlo), es también por eso por lo que se traiciona a cualquiera, pero sobre todo se traiciona al propio pasado, del que se abomina y renuncia (en él no estaba ella, que es quien nos salva y nos hace mejores, quien nos enaltece, o eso creemos mientras la queremos).

—Por eso no quise entrar —dije.

—Qué lástima —dijo ella—. Ahora podrías contarme lo que le dijiste.

Ahora era yo quien no tenía ganas de reír, tantas veces se va a destiempo por cuestión de segundos. Pero la risa suele esperar.

Estaba incómodo. Me había avergonzado. Guardé silencio. Por qué contar. Luego dije:

—Así que tú no crees que Guillermo vaya a matar nunca a su mujer enferma. —Volví a La Habana y a lo que la había hecho ponerse seria. Quería que volviera a estar seria.

—Qué va a matar, qué va a matar —contestó muy segura—. Nadie mata a nadie porque se lo pida otro que puede marcharse. O lo habría hecho ya, las cosas difíciles parecen posibles en cuanto se las piensa un poco, pero se hacen imposibles si se las piensa de más. ¿Sabes lo que pasará? El hombre dejará de ir a Cuba algún día, se olvidarán, él seguirá casado la vida entera con su mujer, enferma o no, y si lo está hará lo posible por que se cure. Es su garantía. Seguirá teniendo amantes, procurará que sean de las que no dan la lata. Por ejemplo, también casadas.

—¿Eso es lo que te gustaría?

—No, eso es lo que pasará.

—¿Y ella?

—Ella es menos previsible. Puede encontrar a otro hombre pronto y lo que viva con él le parecerá poco o nada. También puede matarse como anunció, cuando vea que es verdad que él ya no viene. También puede esperar y después recordar. En todo caso está vendida. Las cosas nunca saldrán como ella quiere.

—Se dice que la gente que lo anuncia no se mata.

—Qué tontería. Hay de todo.

Le quité de las manos el mando a distancia. Dejé en la mesilla de noche el libro que había tenido todo el rato entre las mías, sin leer una línea. Era Pnin, de Nabokov. No lo he acabado y me estaba gustando mucho.

—¿Y qué hay de mi padre, y de mi tía? Ahora resulta que se mató, según Custardoy.

—Si quieres saber si se lo anunció tendrás que preguntarle. No quieres que yo le pregunte, ¿verdad?

Tardé un poco en contestar:

—No. —Me quedé pensando y luego dije:— Creo que no. Tengo que pensármelo más.

Puse el sonido a la antología cinematográfica de Jerry Lewis. Luisa apagó la luz de su lado y se dio la vuelta como si fuera a dormir.

—En seguida apago —le dije yo.

—No me molesta la luz. Si puedes quitarle el sonido a la televisión, por favor.

Jerry Lewis estaba ahora en el anfiteatro de un cine con una bolsa de palomitas en la mano, antes de empezar la función. Al aplaudir se le caían todas sobre la cabeza de una digna señora de pelo blanco, sentada delante. ‘Oh, señora’, decía, ‘le han caído palomitas en el cabello, déjeme que se las quite’, y en quince segundos le destrozaba completamente a la señora el recogido peinado. ‘Oh, estése quieta un momento’, le decía mientras le revolvía y manoseaba el pelo, convertido en el de una ménade. ‘Vaya pelo’, le reprochaba. Solté una carcajada, esa escena tan breve no la había visto de niño, estaba seguro, era la primera vez que la veía y oía.

Apagué el sonido de nuevo, como me había pedido Luisa. No tenía sueño, pero cuando dos duermen juntos tiene que haber un mínimo acuerdo respecto a los horarios de acostarse y levantarse, de comer y cenar, el desayuno es otra cosa, pensé que no había comprado leche, Luisa se irritaría por la mañana, yo había quedado en ocuparme. Aunque tiene buen carácter.

—Se me ha olvidado comprar la leche —le dije.

—Bueno, ya bajaré yo un momento —contestó ella.

Apagué la televisión y la habitación quedó a oscuras, mi luz no había sido encendida porque no llegué a leer. Durante unos segundos no vi nada, luego mis ojos se acostumbraron un poco a la oscuridad, no mucho nunca, a Luisa le gusta dormir con la persiana bajada, a mí no. Me di la vuelta y le di la espalda, no nos habíamos dado las buenas noches, pero quizá no haría falta que nos las diéramos siempre, cada noche a lo largo de futuros años. Pero aquella noche tal vez sí, todavía.

—Buenas noches —le dije.

—Buenas noches —respondió ella.

Al dárnoslas no nos habíamos llamado nada, ninguno de los apelativos habituales, las parejas no son capaces de no tenerlos, varios, o al menos uno para creer que son otros o no siempre los mismos y evitar llamarse por sus verdaderos nombres, que guardan para cuando se insultan o están enfadados o bien tienen que darse una mala noticia, por ejemplo que alguien va a ser dejado. Mi padre habría recibido apelativos de tres mujeres al menos, todo le habría sonado igual, parecido, una repetición, se habría confundido, o tal vez no, con cada mujer habría sido distinto, cuando les hubiera dado una mala noticia las habría llamado Juana, y Teresa, y otro nombre que yo desconozco pero él no habrá olvidado. Con mi madre había dispuesto de largos años, con mi tía Teresa casi no había tenido tiempo, quizá tan poco como el que Luisa y yo llevábamos casados, para ellos no había habido futuros años, ni siquiera meses, se había matado según Custardoy. Y la tercera que fue la primera, cuánto habría durado, qué se habrían llamado al despedirse y darse la espalda o sólo ella a él o sólo él a ella y abrazarse cada uno por separado a la compartida almohada (y esto es un decir, porque siempre hay dos almohadas).

—Yo no querré saberlo si piensas matarme un día —le dije a oscuras a Luisa.

Quizá sonó en serio, porque entonces ella se volvió y noté de inmediato su roce que había perdido desde hacía rato, su pecho conocido contra mi espalda, y al instante me sentí respaldado. Me di la vuelta, y entonces noté sus manos sobre mis sienes, que me acariciaban o me reñían, y noté sus besos en nariz, ojos y boca, en mentón, frente y mejillas (es todo el rostro). Mi rostro se dejó besar cuanto en el rostro es besable, porque en ese momento, tras aquella frase —tras darle la cara—, ya era yo quien la protegía a ella, y la respaldaba.