Rina se sentó en el asiento trasero de una elegante limusina negra, al lado del patriarca de los del Castillo. Su mente estaba llena de instantáneas de Reynard del Castillo, el novio de su hermana. Entendía muy bien lo que Sara veía en él, porque ella misma lo estaba experimentando.
Todo estaba mal. Sara y ella nunca se habían sentido atraídas por el mismo hombre. Jamás. A las dos les gustaban los hombres morenos y altos, pero Sara era mucho más superficial que ella. Siempre se enamoraba de triunfadores; hombres que acaparaban toda la atención de los flashes, mientras que Rina siempre se fijaba en hombres discretos, ésos que solían pasar desapercibidos a pesar de sus muchas cualidades; alguien como Jacob, un hombre que triunfaba en la sombra y cuyos éxitos, desafortunadamente, no lo habían llevado en la dirección que ella esperaba. Jacob había terminado enamorándose de su jefa.
–Es la maldición, ¿sabes? –dijo el abuelo de Rey de repente, interrumpiendo sus pensamientos.
–¿La maldición?
–Ya veo que no te ha dicho nada todavía. Claro. No podía ser de otra manera. Él no cree en ello, pero es verdad.
Presa de una gran curiosidad, Rina trató de preguntarle a qué se refería, pero el anciano masculló algo en español y se quedó dormido de inmediato.
–¿Está bien? –le preguntó a Javier, inclinándose adelante–. Acaba de quedarse dormido.
–Sí, el señor está bien –dijo Javier, esbozando una sonrisa y mirándola por el espejo retrovisor–. Está cansado, pero no quiere admitir que ya no es tan fuerte como antes.
Al llegar a la casa de campo de Sara, Javier la acompañó hasta la puerta y luego se marchó con el abuelo.
Por primera vez desde su llegada, Rina pudo ver con claridad el salón principal. El techo tenía las vigas al descubierto y el yeso color albaricoque daba un aspecto acogedor y cálido a toda la casa. Encendió la televisión, incapaz de soportar el silencio absorbente que reinaba en el lugar. Dejó el bolso sobre una mesa y fue hacia la pequeña cocina. Su estómago ya empezaba a hacer ruido a causa del hambre. Abrió la nevera y se llevó un gran alivio al ver que su hermana había dejado algo de comida. Queso, algunos vegetales, huevos y un poco de leche pasada de fecha.
Rina frunció el ceño. No era propio de su hermana dejar perecederos caducados en la nevera antes de hacer un viaje. Aquella extraña situación no hacía más que complicarse por momentos. ¿Acaso Sara se había ido a Francia con prisas, esperando poder regresar antes? ¿Pero, de ser así, por qué había vuelto allí de nuevo?
Rina se rindió. La cabeza empezaba a dolerle de tanto pensar. El estómago volvió a recordarle que hacía más de ocho horas que no probaba bocado. Agarró los huevos y los vegetales que parecían más frescos y se preparó un plato de verduras fritas. Al día siguiente tendría que ir a comprar algo, sobre todo si Sara iba a volver pronto.
Poco después de terminar de comer, oyó el ruido de un coche que se acercaba. Abrió la puerta y se encontró con el lujoso deportivo de Reynard del Castillo. Con el corazón desbocado, le vio bajar del vehículo e ir hacia la puerta. Se había quitado la chaqueta del traje y también la corbata. Parecía cansado y somnoliento, y era evidente que las noticias no eran muy buenas.
–¿Benedict? ¿Se va a recuperar? –le preguntó cuando llegó junto a ella.
–Ha superado la operación y está en la unidad de cuidados intensivos. Nos dejan entrar de uno en uno, y sólo durante unos minutos. Alex y Loren se van a quedar esta noche, y yo volveré a primera hora mañana.
Al verle así, Rina no pudo resistir la tentación de consolarle. Abrió los brazos, invitándole a pasar, y él la estrechó en los suyos sin dudarlo ni un instante.
–Se recuperará, Rey –murmuró ella, dejándose envolver por el calor que manaba de sus poderosos músculos.
–Han hecho todo lo que han podido y ahora todo depende de él –susurró él con una voz profunda y conmovedora.
Rina sintió una punzada de dolor al oírle hablar así. Los tres hermanos debían de estar muy unidos y ella apenas podía imaginarse lo que estaban pasando en esos momentos.
–Es joven y fuerte –le dijo, buscando las palabras adecuadas–. Estoy segura de que va a conseguirlo.
–No sé lo que haré si no es así.
Rina cerró los ojos y trató de contener las lágrimas que amenazaban con derramarse en cualquier momento. Poco a poco se zafó de él y fue a cerrar la puerta.
–Ven. Te prepararé algo caliente… A no ser que quieras algo más fuerte.
–No. Un café será suficiente. Quiero mantenerme sobrio por si me llama Alex.
Rina asintió y fue hacia la cocina. Mientras preparaba el café, le agradeció a su hermana la valiosa información que había incluido en la carta. Gracias a eso sabía que a Reynard le gustaba el café solo y con mucha azúcar. Por el rabillo del ojo le vio sentarse en uno de los butacones, apoyando los codos sobre las rodillas y frotándose los ojos.
En cuanto el café estuvo listo, lo vertió en una taza grande y se lo llevó en una bandeja junto con una cuchara y un bol de azúcar.
–Gracias –le dijo él, agarrando la taza y echándose dos azucarillos.
Rina se acomodó en el butacón de enfrente y le observó en silencio mientras se tomaba la bebida caliente.
–¿Más? –le preguntó cuando él dejó la taza sobre la mesa.
–No, gracias. Supongo que debería volver a la ciudad, a casa –bostezó–. Mejor ahora que luego.
–Podrías quedarte aquí –le dijo ella, aunque en realidad no sabía cuántas habitaciones tenía la casa de campo.
De repente una idea inquietante se coló entre sus pensamientos. ¿Y si él esperaba que durmieran en la misma cama? ¿Y si quería buscar consuelo en sus brazos? Después de todo era el novio de su hermana y eso era lo más normal en esas circunstancias. ¿En qué estaba pensando cuando le había invitado a quedarse?
–¿Estás segura? –le preguntó Rey, mirándola.
Rina se preguntó qué había hecho. Siempre podía fingir cansancio y un dolor de cabeza, pero, ¿y si la atracción que sentía por él la llevaba a hacer algo que no debía hacer?
Por suerte, la razón se impuso al miedo. Él estaba exhausto y era más que improbable que tuviera energía suficiente para hacer algo más que dormir. Además, era el prometido de su hermana y ella jamás hubiera traicionado la confianza de Sara de esa manera.
–Oye, un del Castillo en el hospital es más que suficiente, ¿no?
Él esbozó una sonrisa dulce.
–Dos, si cuentas con el abuelo en la residencia.
–Tienes razón –dijo ella, sonriendo–. Dicen que tres son multitud, así que es mejor no tentar a la suerte, ¿verdad?
–Voy a sacar las cosas del coche.
Rina no pudo ocultar la cara de sorpresa. ¿Las cosas? ¿Acaso solía dormir a menudo en casa de Sara?
–Siempre llevo algo para cambiarme en el coche por si me quedo en casa de alguno de mis hermanos –añadió él al ver su reacción.
–Iré… Am… Voy un momento al cuarto de baño mientras vas a por tus cosas.
Rina corrió al dormitorio y escondió su maleta en el pequeño armario. Rápidamente buscó algo que le sirviera de pijama en la cómoda de su hermana y encontró una camiseta de tamaño maxi. De camino al cuarto de baño oyó entrar a Rey.
La vieja cerradura de metal encajó en su sitio con un estruendoso clic que retumbó por toda la casa. Rina tragó con dificultad. Tenía un tenso nudo en la garganta. Qué no hubiera dado en ese momento por hablar con su hermana. Cerró la puerta del cuarto de baño tras de sí y se lavó la cara. Se cepilló el pelo y también los dientes, repitiéndose una y otra vez que al fin y al cabo no era necesario. Reynard del Castillo y ella no harían otra cosa que dormir esa noche.
Cuando se puso la camiseta, el corazón le latía sin ton ni son. Si no lograba controlarse terminaría en el hospital. Aferrándose al blanco lavamanos de porcelana, trató de respirar hondo varias veces. Podía hacerlo. Lo único que tenía que hacer era quedarse profundamente dormida. Era tan simple como eso.
Abrió la puerta. Reynard la esperaba sentado en la cama, con un pequeño maletín de cuero entre las manos. Al verla salir levantó la vista.
–¿Seguro que no te importa? –le preguntó.
–Claro que no –dijo ella fingiendo una indiferencia que no sentía.
–No tardaré mucho –le dijo él, levantándose y yendo hacia el cuarto de baño–. Puedo dormir en el sofá si lo prefieres.
–Como si fueras a caber en él –Rina forzó una sonrisa–. No seas tonto. No me importa. De verdad.
Rey asintió levemente, entró en el aseo y cerró la puerta. Rina se metió bajó las sábanas y respiró hondo, aspirando todo el aroma a lavanda de la ropa de cama. A lo mejor él se tomaba su tiempo. A lo mejor incluso se quedaba dormida antes de que saliera del cuarto de baño.
Se volvió hacia el borde de la cama, cerró los ojos y trató de relajarse, sin mucho éxito; tenía el cuerpo tan tenso como una cuerda. Cuando Reynard salió de cuarto de baño, apagó la lámpara de noche y un segundo después Rina sintió cómo se hundía el colchón a su lado. La joven contenía la respiración.
–Jamás pensé que pasaríamos nuestra primera noche de esta forma –dijo él de repente.
¿La primera noche?
Rina masculló algo inconsecuente a modo de respuesta. Aquella afirmación era más verdadera de lo que él podía imaginar.
Bajo las sábanas podía sentir el calor de su cuerpo masculino a unos escasos milímetros. De repente cambió de postura y la rodeó con el brazo, atrayéndola hacia sí, apretándola contra poderoso pectoral.
–Que duermas bien –le dijo suavemente–. Y gracias. Me alegro de no estar solo esta noche.
Rina guardó silencio y siguió escuchando. Los ojos le escocían en la oscuridad. En pocos minutos la respiración de él se hizo regular y profunda; su cuerpo se relajó contra ella.
A lo lejos podía oír el murmullo del mar; en sincronía con el susurro de su respiración. Poco a poco empezó a relajarse y se dejó llevar por la marea que la envolvía.
Rey supo el momento exacto en el que Sara se dejó llevar por el sueño. Sus suaves curvas se acurrucaban contra él y era tan agradable abrazarla, tan agradable… Una parte de él se resistía a dormir. Hizo un esfuerzo por recordar por qué estaba allí; recordó las circunstancias que lo habían llevado a la cama de Sara esa noche. El recuerdo de Benedict en el hospital, conectado a todas esas máquinas, incapaz de respirar por sí mismo, era más de lo que podía soportar.
Abrazó a Sara con más fuerza y ella se pegó a él aún más. Su firme trasero le rozaba la bragueta.
En otras circunstancias, la hubiera hecho despertar, para perderse en sus curvas femeninas. Por mucho que quisiera mantener la relación en un nivel platónico, no podía negar que estaban comprometidos, aunque sólo fuera de cara a la galería. Al fin y al cabo no eran más que un par de adultos sanos con impulsos e instintos naturales.
Pero un del Castillo no podía sucumbir a las tentaciones tan fácilmente. Desde un principio, había sentido un gran alivio al ver las costumbres antiguas de Sara; sus besos recatados, el rubor de sus mejillas…
Por lo menos así sabía que ninguno de los dos saldría herido cuando terminaran con la farsa. Ni reproches ni corazones rotos… Pero esa noche, sin embargo, necesitaba tenerla en sus brazos; algo que hasta ese momento jamás había sentido.
Ella parecía muy distinta ese día. No sabía muy bien de qué se trataba, pero era algo más que el café que se había tomado en el hospital. Despedía un halo de calma que nada tenía que ver con aquella chica fiestera por la que se había sentido atraído al principio. Había algo nuevo en ella; algo que le llegaba muy adentro. ¿Cómo era posible que las cosas hubieran dado un giro tan grande en tan poco tiempo?
Finalmente Rey se dejó vencer por el sueño, embriagado por la desconocida fragancia del cabello de Sara. Fuera lo que fuera lo que había obrado semejante cambio, ella era justo lo que necesitaba esa noche.