Capítulo Cuatro

Reynard se despertó con la luz del sol. Durante un instante, se sintió desorientado, sin saber dónde estaba ni con quién. Sin embargo, su cuerpo no tardó en recordar. El suave aroma del cabello de Sara y el calor de su piel lo envolvían por doquier. Ella había perdido un poco el bronceado dorado y el deseo de acariciar su aterciopelado muslo, desnudo bajo las sábanas, era irresistible. Reynard cerró los ojos y respiró profundamente, aspirando la embriagadora fragancia de su piel. Sus ojos se abrieron bruscamente. Llevaba tanto tiempo privado de aquel regalo sensorial que la experiencia era explosiva.

Recorrió su cuerpo con la mirada una vez más. Fueran los cambios los que fueran, no podía evitar sentir cierto placer al observarla mientras dormía. Su compromiso sin ataduras nunca había incluido charlas matutinas, hasta ese momento. A lo mejor podía despertarla de la forma más agradable que conocía.

De pronto oyó el discreto timbre de su teléfono móvil, proveniente del pequeño salón de la casa. Había cosas más importantes en ese momento que descubrir si Sara sabía tan bien como indicaba su dulce aroma.

Se levantó de la cama, intentando hacer el menor ruido posible. Ella masculló algo entre sueños y volvió a acurrucarse en la almohada. Todavía tenía oscuras ojeras bajo los ojos y su rostro seguía tan pálido como el día anterior cuando se había presentado en su despacho. Fuera lo que fuera lo que hubiera estado haciendo recientemente, no eran unas vacaciones. Reynard se puso los bóxers y fue al salón para contestar a la llamada.

Aunque no fueran del todo buenas, las noticias sobre Benedict sí eran esperanzadoras. Además, ya era hora de tomar el relevo de Alex y Loren. Se dio una ducha rápida, se puso una muda limpia y dejó una nota en la encimera de la cocina.

Antes de marcharse volvió al dormitorio una vez más. Ella había vuelto a moverse y por debajo de la sábana asomaba uno de sus pies, moviéndose lenta y sutilmente. La camiseta se le subió un poco más por encima de los muslos y dejó al descubierto sus nalgas redondas y bien formadas. Sus ojos se movían por debajo de los párpados.

Reynard sintió ganas de cruzar la habitación y darle un beso en aquellos labios carnosos y rosados. Sin embargo, con sólo pensarlo, sus dedos asieron con más fuerza el picaporte de la puerta. Sacudiendo la cabeza, cerró la puerta tras de sí y siguió su camino. ¿Cómo había ocurrido? ¿Cómo era posible que no pudiera sacársela de la mente cuando antes sí podía hacerlo con tanta facilidad?

***

Rina se estiró bajo las sábanas de algodón, bostezó y se incorporó de un salto. ¿Reynard? ¿Dónde estaba él? Agarró el borde de la camiseta y tiró hacia abajo, pero entonces, al ver lo mucho que le marcaba el pecho, la soltó de golpe. Se puso en pie de un salto y fue hacia la puerta con sumo sigilo. Escuchó con atención durante unos segundos, pero no oyó nada.

Abrió la puerta con cuidado y volvió a escuchar. Sólo se oían los pájaros cantando. Él se había marchado. Buscó el móvil y llamó a su hermana, pero la llamada se fue directa al buzón de voz. Durante un instante se sintió tentada de seguirlo intentando una y otra vez hasta que Sara contestara, pero entonces pensó que su hermana nunca la había evitado a propósito, así que dejó un mensaje.

Ha habido un accidente. Benedict está herido. Seguro que hoy también me están esperando en el hospital, y no sé por cuánto tiempo podré seguir con esta farsa. Por favor, llámame, Sara.

Con un suspiro de exasperación terminó la llamada y se dirigió hacia la cocina. Y entonces vio la nota de Rey. La leyó rápidamente.

Él iba a mandarle un coche a eso de las diez. Rina miró el reloj de pared. Tenía algo más de dos horas para prepararse; dos horas para averiguar cómo iba a decirle toda la verdad.

Buscó algo de ropa limpia y fue a ducharse. Con un poco de suerte podría ir al pueblo a comprar algo antes de que Rey volviera. No podía hacerle frente con el estómago vacío.

La enorme bicicleta negra, con una cesta delante, resultaba bastante imponente. Rina se rascó la cabeza un par de veces. ¿Iba a atreverse a montarla? No tenía casco, ni cadena de seguridad, ni marchas… Además, a juzgar por la espesa maraña de telarañas que la cubría, llevaba muchísimo tiempo sin moverse en el trastero de la casa de campo.

Rina se estremeció. Odiaba a las arañas, pero tenía que comer y el desayuno había terminado con los pocos víveres que quedaban en la casa. Haciendo acopio de toda su valentía, se subió a la bicicleta y echó a andar.

Llevaba un rato pedaleando cuando se topó con una nube de polvareda en el camino. Hasta ese momento había creído que se trataba de un acceso privado, así que se llevó una gran sorpresa al ver que otro vehículo iba hacia ella; un vehículo que se movía a gran velocidad, a juzgar por el polvo en suspensión.

Al verlo acercarse, Rina no tardó en reconocer el flamante deportivo de Reynard. Él aminoró un poco y se detuvo rápidamente en el camino de tierra. Rina esperó a que la polvareda se asentara antes de ir hacia él.

–¿Qué demonios estás haciendo? –le preguntó él, bajando la ventanilla.

–Voy en bici. Tengo que llenar la nevera.

–¿Y desde cuándo vas en bici a comprar? –le preguntó él, bajando del vehículo de lujo.

Rina tuvo tiempo de mirarlo de arriba abajo. Llevaba unos pantalones color gris claro y un suéter blanco con las mangas subidas hasta los codos y dejando al descubierto unos poderosos antebrazos, fornidos y bronceados. Sus ojos color almendra estaban ocultos detrás de unas gafas de sol y la suave brisa que corría en ese momento le agitaba el cabello.

Al darse cuenta de que él esperaba una respuesta, Rina buscó algo que decir a toda velocidad.

–Tengo que comprar algunas cosas.

–¿Y entonces por qué no hiciste lo que siempre haces? Dejarle una lista a la empleada de la limpieza.

Rina trató de reprimir un suspiro y se acordó de su hermana de todas las formas posibles. Desde ese momento tendría que caminar sobre cristales rotos.

–Necesitaba hacer un poco de ejercicio –le dijo, encogiéndose de hombros–. Además, hace una mañana estupenda y no te esperaba tan pronto. ¿Cómo está Benedict?

–Los médicos dicen que van a sacarlo del coma inducido hoy mismo. El abuelo y Javier están en el hospital, así que pensé venir a buscarte más pronto.

–De acuerdo, entonces sígueme –sugirió Rina, dando media vuelta y volviendo a subirse en la bici.

–También podríamos dejar aquí la bici y recogerla cuando regresemos –dijo Rey, levantando una ceja.

–No. No puedo hacer eso. ¿Y si me la roban? ¿Qué dirían los dueños?

–Sara, déjalo ya. La bici es mía. Y la casa también. Bueno, en realidad es de mi familia. Ya lo sabes.

De repente todas las piezas encajaron en el puzle; el maravilloso castillo que había visto por la ventana, cerca de los acantilados; el apellido de Reynard… Sara se alojaba en Governess’s Cottage; una propiedad de la familia.

–Bueno, de todos modos quiero guardarla. No quiero que te vayas a enfadar conmigo ni nada parecido –alegó intentando que sonara como una broma.

Él esbozó una media sonrisa que la hizo pararse en seco. Cuando estaba serio, era rabiosamente guapo, pero con esa sonrisa cínica, resultaba irresistible. Rina empezó a pedalear con energía; temerosa de salirse del camino y terminar en la cuneta. Cada vez que apretaba un pedal era consciente de la visión que él tenía desde atrás: sus pantalones blancos de algodón, ciñéndosele al trasero y a los muslos. Al llegar a la casa, estaba sudada y acalorada. Además, se había manchado el pantalón con la grasa de la cadena, así que fue a cambiarse un momento antes de salir hacia el hospital.

Dejando a un lado su propia maleta, abrió el armario de Sara y agarró la primera cosa que encontró; un vestido de flores con una etiqueta de firma, nada que ver con las prendas económicas a las que ella estaba acostumbrada. Sara siempre había preferido vivir el presente y darse todos los caprichos y, por una vez, Rina estaba de acuerdo. Sabía que a su hermana no le molestaría que tomara prestada su ropa. De hecho, ella misma se lo había sugerido. Sin embargo, tenía la sensación de que ese vestido en particular era algo especial. El tejido, deliciosamente exquisito, se deslizaba sobre su cuerpo como una caricia.

Después de ponerse unos zapatos de salón con los dedos al descubierto, fue hacia el cuarto de baño para retocarse el maquillaje y echarle un vistazo al teléfono.

Un mensaje de Sara. Por fin.

Rina reprimió un gemido de frustración. ¿Por qué tenía que contestarle justo cuando no podía llamarla ni escribirle otro mensaje?

Siento no haberte contestado antes. Espero que todo vaya bien con Ben. Por favor, hagas lo que hagas, no le digas a Rey lo que he hecho. Te llamaré pronto. Te quiero. Sara.

A Rina se le cayó el corazón a los pies. Se había preparado para contárselo todo a Reynard y ahora Sara volvía a pedirle que siguiera guardando el secreto. Después de pensarlo unos segundos, decidió darle algo más de tiempo a su hermana. Con un poco de suerte, ella estaría de vuelta en un par de días y todo volvería a la normalidad.

No sin reticencia, silenció el teléfono móvil. No podía utilizarlo en el hospital.

–¿Sara? ¿Estás lista? Tenemos que irnos.

La voz de Rey, proveniente del otro lado de la puerta del cuarto de baño, la hizo sobresaltarse. Abrió el grifo, se echó un poco de agua fría en la cara.

–Un segundo. Casi he terminado –le dijo.

Buscó su perfume, se echó unas gotas detrás de las orejas y se recogió el pelo en un moño rápido. Ésa era la ventaja de tener la misma melena pelirroja; podían llevarla de la misma manera.

Se miró en el espejo por última vez.

Podía hacerlo. Podía afrontar cualquier cosa, por lo menos cualquier cosa que no entrara en el terreno personal.

–Me gusta tu perfume –le dijo Rey, al salir de la casa–. Es distinto del que sueles llevar –añadió, respirando hondo.

Rina tragó con dificultad. Había pasado por alto ese pequeño detalle.

Se volvió hacia él y sonrió al tiempo que se ponía unas gafas de sol. Sara siempre le había advertido que sus ojos la delataban.

–Me lo compré en Francia. ¿Te gusta?

Desde detrás, Rey se inclinó hacia ella y volvió a olerla. Sus labios estaban a un milímetro del cuello de ella.

–Mm, sí. Me gusta mucho.

Rina sintió un escalofrío en la nuca que se propagó por su espalda a la velocidad de un relámpago; tanto así que perdió el equilibrio.

Rey la sujetó con fuerza, impidiendo que cayera.

–Estoy bien –dijo ella rápidamente, zafándose de él antes de que las cosas fueran más allá. ¿Qué se había dicho a sí misma unos minutos antes? Podía hacerlo. Podía afrontar cualquier cosa. ¿Cualquier cosa?