Besar a Sara siempre había sido agradable, divertido, pero no tenía nada que ver con lo que estaba ocurriendo en ese momento. Lo que sentía era volátil, explosivo, como una llamarada que lo quemaba por dentro. El sabor de aquellos labios embriagaba sus sentidos e intensificaba su ansia hasta extremos insospechados. Y porque podía, le pedía más y más. Le rozó los labios con la lengua una y otra vez hasta que ella entreabrió la boca. Sabía que debía parar, que debía preguntarle quién era en realidad y por qué estaba fingiendo ser Sara, pero la lógica no tenía lugar entre sus pensamientos. Su cuerpo femenino se fundía con el de él y sus caderas se rozaban contra su miembro viril hasta despertar un deseo que amenazaba con consumirlo por completo. Una ola de temblores lo sacudió por dentro mientras recorría su cuello con los labios. Aquello era auténtica pasión, sin reservas. La mujer ardiente que tenía en sus brazos no era la criatura escurridiza que lo había mantenido a raya durante semanas. No podía dejar de besarla. La mano que la sujetaba por la cintura descendió un poco hasta abarcar su trasero; la misma talla, pero faltaba la dureza de una amazonas.
Aquella mujer no era Sara Woodville, sin ningún género de dudas. ¿Pero entonces quién era? Poco a poco la soltó y ella abrió los ojos. Tenía los labios ligeramente hinchados y húmedos, como si lo invitara a seguir besándola.
Reynard luchó contra sus propias emociones. La cruda realidad era que ella no era quien decía ser y tenía que averiguar quién era exactamente. Su familia había sido el objetivo de oportunistas cazafortunas en numerosas ocasiones, y él había tenido que desarrollar un instinto especial para ellas que, sin embargo, no le había funcionado muy bien esa vez. Ella había pasado desapercibida, pero tampoco era prudente abordarla tan pronto.
–Tengo que irme, te veo mañana, ¿de acuerdo?
–Sí –dijo ella con voz entrecortada.
De alguna manera encontró la forma de arrancar la mirada de ella. Dejó caer los brazos y se dirigió hacia la puerta de entrada.
Ya en el coche, trató de reflexionar un poco. Ella era igual que Sara; tenía el mismo aspecto y la misma voz, pero definitivamente no era ella. Estaba completamente seguro de ello. Buscó entre sus recuerdos y trató de recordar todo lo que sabía de Sara Woodville aparte de su talento como jinete. Alguna vez había mencionado que tenía familia en Nueva Zelanda. ¿Una hermana? Quizá… Sí. Era una hermana. Ambas habían competido en eventos ecuestres durante la adolescencia, pero Sara había seguido con ello y había llegado a representar a su país en los campeonatos.
¿Pero qué había hecho su hermana? Reynard sacudió la cabeza, haciendo un esfuerzo por recordar. Cuando llegó a su apartamento, un lujoso ático situado frente a la bahía de Puerto Seguro, seguía sin encontrar una respuesta. No obstante, ¿cómo de difícil podía ser buscar información sobre la hermana de Sara Woodville en la era de Internet y los medios de comunicación?
Un rato más tarde tenía los datos que buscaba en la pantalla del ordenador. Una hermana gemela idéntica… Reynard bebió un sorbo del delicioso vino que se había servido y miró los resultados de la búsqueda con atención. No debería haberse sorprendido tanto. Sin embargo, la noticia no dejaba de asombrarlo. Sarina Woodville se estaba haciendo pasar por su hermana gemela, y se había comprometido, según decía el titular que acompañaba a la foto de aquel periódico local. En la instantánea ella aparecía junto a un hombre que debía de ser su prometido.
¿Pero por qué estaba en Isla Sagrado su hermana? ¿Y dónde estaba ella? ¿Qué plan maquiavélico escondían aquellos preciosos rostros? La información recogida en Internet revelaba que las hermanas venían de orígenes muy humildes y evidentemente el dinero debía de ser un reclamo para ellas. ¿Cómo si no podían mantener el estilo de vida de Sara? Los patrocinadores no duraban siempre y las exhibiciones ecuestres eran un negocio muy caro. La rabia creció en su interior, lenta, pero aplastante. ¿Cómo se habían atrevido a engañar a un del Castillo? Ambas tenían una lección que aprender.
Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para proteger a su familia, aunque eso significara tener que acercarse mucho más a la nueva Sarina Woodville. Reynard bebió otro sorbo de vino y lo saboreó lentamente, dando rienda suelta a sus pensamientos. A partir de ese momento sería él quien llevaría la voz cantante en aquella obra de teatro dirigida por las hermanas Woodville. Aunque aún no lo supieran, habían encontrado la horma de sus zapatos.
Rina se miró en el espejo con ojos cansados. La noche anterior había sido la peor desde su llegada a la isla, la peor desde que Jacob había roto el compromiso con ella. Sara la había llamado a última hora de la noche y, aunque la comunicación no fuera buena, el mensaje sí había sido muy claro. Fuera lo que fuera lo que estaba ocurriendo en Francia, Sara estaba pasando por un momento difícil y contaba con ella para mantenerlo todo en orden en Isla Sagrado. Llena de vergüenza a causa del beso que había compartido con Reynard, Rina le había prometido a su hermana que haría lo que hiciera falta para mantener la farsa hasta su regreso.
Se llevó las manos a la boca. El recuerdo de los labios de Rey era demasiado vívido. Había sucumbido a sus caricias como si estuviera hecha para él y, al hacerlo, había traicionado la confianza de su hermana.
Abrió el grifo y se echó agua fría en el rostro, una y otra vez, frotándose la cara hasta irritarse la piel. Buscó una toalla, se secó y entonces se miró en el espejo una vez más.
Las cosas no habían mejorado demasiado. Tenía el mismo aspecto horrible que cuando se había levantado. De repente el timbre de un teléfono interrumpió sus pensamientos.
–¿Hola? –dijo, con la esperanza de oír la voz de Sara.
–Buenos días, mi amor.
La voz de Rey, tan suave y envolvente como el chocolate negro, inundó sus sentidos desde el otro lado de la línea, endureciéndole los pezones y lanzando rayos de fuego que la recorrían de arriba abajo.
–Espero que hayas dormido bien –le dijo él–. Pensé que te gustaría conocer un poco más la isla. ¿Vamos esta tarde?
Rina reunió sus extraviados pensamientos y trató de formar palabras coherentes.
–¿Esta tarde?
–Sí –dijo él–. Voy a ver a Benedict ahora por la mañana y a primera hora de la tarde tengo que ir a la oficina, pero luego estoy libre. Puedo recogerte a las cuatro o a las cinco. Damos un paseo por la costa y después regresamos a mi casa para cenar. ¿Qué me dices?
¿Su casa? ¿Cenar? ¿Qué se traía entre manos? Por mucho que le hubiera sorprendido en un primer momento, ella sabía que Sara y él no tenían una relación tan íntima, a pesar del compromiso que los unía.
–¿Sara?
Rina creyó que podía oír la sonrisa en su voz.
–Sí… Sí. Me encantaría –dijo ella finalmente.
Por lo menos tendría todo el día para ella; tiempo suficiente para hacer acopio de coraje y defensas.
–Um, ¿me pongo algo especial?
–Buena pregunta. Podemos tomar algo en el puerto, así que ponte algo elegante. ¿Qué tal lo que llevabas la noche en que me declaré? Siempre estás preciosa con ese vestido. Bueno, nos vemos esta tarde. Hasta luego.
Rina permaneció junto al teléfono unos segundos incluso después de colgar. Sus dedos asían el auricular de plástico con fuerza y sus nudillos blanqueaban. El vestido que Sara llevaba la noche en que se le había declarado… ¿Qué podía hacer? No tenía ni idea de qué vestido se trataba y no tenía forma de averiguarlo si su hermana no la llamaba.
Sin saber muy bien lo que hacía, fue hacia el dormitorio y abrió las puertas del armario. No era muy grande y Sara no parecía almacenar mucha ropa en él. Sin embargo, por mucho que lograra acotar la búsqueda, Sara bien podía haberse llevado el vestido a Francia.
Rina se dejó caer en el borde de la cama y contempló el contenido del armario. Los ojos ya empezaban a escocerle con el picor de las lágrimas.
De repente aquella estúpida farsa fue demasiado para ella. Quería mucho a su hermana y habría dado su vida por ella, pero continuar con aquella obra de teatro le estaba pasando factura de una forma que jamás hubiera esperado.
Quizá lo mejor fuera decir la verdad de una vez; contarle a Reynard que Sara tenía miedo del compromiso y que le había pedido que se hiciera pasar por ella. Después de todo, él se merecía la verdad.
No obstante, Sara parecía tener razones poderosas para seguir adelante con la mentira y, fuera como fuera, ella era su hermana. En el pasado Rina nunca había tenido motivos para dudar de ella y era su deber ayudarla. De haber sido al contrario, Sara hubiera hecho lo mismo por ella.
Se levantó de la cama y empezó a rebuscar entre las prendas, tratando de adivinar cuál sería el vestido, sin mucho éxito.
En realidad el problema no era para tanto. Podía decir que el vestido estaba en la lavandería o que lo había manchado de maquillaje o algo parecido. Podía hacerlo. Por su hermana Sara era capaz de hacer cualquier cosa. Sólo tenía que recordar aquellas aventuras de la infancia en las que se hacían pasar la una por la otra.
No obstante, esa vez era diferente. En esa ocasión, por primera vez en toda su vida, deseaba lo que su hermana tenía con una fuerza que jamás había experimentado. Alejarse de Reynard, cuando Sara regresara, iba a ser la decisión más dura de toda su vida.
Rina miró su propia maleta, escondida al fondo del armario, y enseguida supo lo que iba a llevar esa noche. El vestido que se había comprado justo antes de ir a Isla Sagrado no tenía nada que ver con su estilo habitual. Más bien se parecía a las prendas glamurosas que solía escoger Sara. Era muy corto y sedoso, con dos finos tirantes que terminaban en un generoso escote. Incluso se había comprado un sujetador especial sin tirantes y también un tanga a juego.
Nada más probárselo en la tienda, se había dado cuenta de que era perfecto para ella; la prenda ideal para una mujer despechada. Aquel vestido la hacía sentir poderosa, femenina, fuerte…
Sí. Podía fingir ser otra persona, pero lo haría con su propia ropa y sus propios tacones de vértigo.