Juliana inventó una serie de excusas para ver a Marcelo. A la tía le dijo que iría con Flavia. A Flavia le avisó que saldría con su tía. Yenne sobornó a la escolta, y como ninguno de ellos se interesaron, Juliana se consideró libre. Marcelo la esperaba en casa de Tulio.
Tulio tenía visitas, como siempre, así que Juliana se resignó. No hablaría con Marcelo hasta más tarde. La fiesta de esa noche se parecía a la anterior, pero al mismo tiempo, se le figuró un poco más atrevida. Desde la vez pasada, Juliana apreció la música. Tulio contaba con gustos refinados, de modo que contrataba a los flautistas más talentosos. Pero esa noche, eligió a tres muchachas con arpas. Juliana escuchó desde el atrio sus notas melodiosas, ansiosa por aprender las melodías y la armonía. Sin embargo, al entrar al triciclum, se quedó sin habla. Las chicas tocaban casi desnudas. Una tela casi transparente cubría sus curvas.
Juliana desvió la vista, avergonzada por ellas más que por sí misma. ¡Qué humillación! ¿O se equivocaba? Ninguna lucía alterada, sino todo lo contrario. Coqueteaban con algunos de los invitados, por lo que Juliana prefirió beber un poco de vino y olvidar la escena. Marcelo halagó su belleza. Juliana se había esmerado en su arreglo personal, y Tulio también la elogió.
Los comentarios la animaron, así que se propuso disfrutar los manjares: caracoles salados y almejas crudas; ganso marinado con una salsa dulce; liebre asada; chabacanos y otras frutas exóticas. De repente, sin previo aviso, Marcelo propuso que Juliana les tocara una melodía. Los invitados aplaudieron. Juliana sintió la presión en el pecho. Una de las mujeres semidesnudas le pasó una lira que produjo de algún lugar secreto. Los dedos de Juliana se sacudieron por el temor. ¿Tocar enfrente de todos ellos? ¿Qué diría Tulio, un experto?
Casi sin darse cuenta, Juliana se halló sobre un banco, con la lira en la mano y la mente en blanco. Nada venía a su mente, salvo melodías campiranas e himnos que entonaban en la iglesia. ¿Cómo divertiría a esos citadinos? ¿Qué hacía allí? El maestro judío le había enseñado algunas tonadas de su pueblo, pero ¿lo entenderían? Las miradas se posaron sobre ella. Las chicas semidesnudas la retaban con los ojos. Tulio simulaba diversión, pero Marcelo aguardaba con orgullo. No podía defraudarlo.
Entonces sus dedos se deslizaron por las cuerdas. Se concentró en una canción inspirada en los rebaños de ovejas y los pastizales, que los esclavos de la villa favorecían. Se rumoraba que había sido compuesta por los bereberes, los moradores originales de esas tierras. Juliana dejó de pensar en los mosaicos y el piso tapizado, en las cortinas de damasco y en los anillos de oro. Parecía oler la hierba y la cebada bajo el cielo estrellado de la noche. Un nudo se formó en su garganta, así que cortó la canción.
Cuando levantó la vista, Tulio sonreía.
—Tenías razón, Marcelo. Una diosa con lira en mano.
Juliana se ruborizó.
Esperó que no le exigieran un repertorio más elaborado, y para su fortuna no lo hicieron. Sin embargo, lamentó la petición que Marcelo le susurró en el oído. Otra prueba de su amor. Otra visita detrás de la cortina. Juliana no pudo decir que no. Hasta que Marcelo contempló el techo y comenzó a adormecerse, Juliana le exigió atención.
—Hoy le entregaron a mi tía la renta de las tres insulaes. Marcelo despertó.
—La depositó en el arca que guarda en el tablinum.
—Eso ya lo sabía.
—¿Siempre trae la llave consigo?
—No cuando sale de noche. La cadena y la llave estorban sus escotes y sus otras joyas. Pero no sé dónde la oculte. Juliana, ¿no has pensado que todo ese dinero te pertenece? Cierto que tu tía debe pagar sus deudas, pero pronto llegarán sus ganancias de Roma. Yo he visto cómo entra y sale dinero de ese arcón, tuyo por derecho.
—¿Qué insinúas, Marcelo?
—Solo que deberías recuperar lo tuyo. Es lo justo.
Juliana se quedó pensando.
—Imagina, Juliana. Con dinero, huiríamos a Roma, a una nueva vida. Supongamos que recobras tu herencia. Entonces compraríamos pasaje en el primer barco de la mañana. Arribaríamos en tres días a la ciudad de las siete colinas. Tengo un pariente lejano que nos alojaría. Pero con esa cantidad de dinero que te pertenece, adquiriríamos un domus. Escalaríamos hasta la cima. Tú con atuendos vistosos; una verdadera diosa. Yo iniciando mi carrera como auriga.
Los dos guardaron silencio mientras cada uno tejía sus sueños. Juliana tardó en adormecerse, presa de las fantasías que proyectó.
Por la mañana se despidieron. Juliana había avisado que pasaría la noche con Flavia, y nadie investigó la veracidad de sus palabras. Y si bien en unas horas olvidó el aroma de Marcelo, su propuesta la persiguió. Recuperar lo suyo. Recobrar su herencia.
A Irene las horas se le figuraban interminables. Observaba a su padre quien, cada mañana sin falta, caminaba hasta la puerta de la villa y daba unos pasos hasta el camino de tierra por donde llegaban las visitas. Quizá esperaba ver a Juliana en la distancia; tal vez aguardaba a Horacio. Mientras tanto, arrastraba los pies, suspiraba en momentos inesperados y sollozaba en secreto.
Ella, por su parte, atendía los negocios de la villa con regularidad, como si nada pasara. Su único consuelo estaba en sus breves momentos con Lucio. El niño aprendía más y más de hierbas y plantas, pero se dedicaba tanto a su labor en el huerto que Irene, en momentos, se sentía como una extraña y prefería dejarlo trabajar.
Quizá lo que más le dolía se resumía en la perseverancia de su padre. Esa insistencia en aguardar alguna señal del cielo. Ella rogaba por lo mismo, pero carecía de su paciencia y de su entrega. Había dejado de soñar que Juliana volvería. Seguramente su hermana menor se encontraba más que feliz al lado de la tía y menospreciaba la vida en la villa.
Entonces, en palabras de Helena, perdió la cabeza. La falta de agua, la incertidumbre del futuro, la invasión del huerto por las manitas de Lucio, la recluyeron en las habitaciones familiares. Aún recordaba con rencor cómo la tía se refirió a la villa como rústica. Un lugar de campo, sin lujos ni novedades.
Pues no más.
Envió llamar a Selina y a otras dos mujeres. Primero, limpiarían todo a conciencia. Para no desperdiciar agua, tallarían y dependerían de sus fuerzas. Se dedicó a cambiar muebles de lugar, a pintar un poco las paredes deslavadas. En suma, a desperdiciar el tiempo.
—Solo me ocupo en cosas provechosas, Helena.
—¿Y para qué decorar lo que nadie aprecia?
—Precisamente para embellecer mi hogar.
—Inviertes demasiado en ello. Deberías ponerte a orar si tanto quieres que Horacio regrese; o a desyerbar el huerto. Ese niño no puede con todo.
Irene armó una rabieta lejos de Helena. La mujer la desquiciaba. No podía faltarle el respeto, debido a su amor por sus cuidados. Pero ¿por qué no lograba controlar sus emociones? ¿Por qué se sentía tan irritable? Aún así, nadie negaría que la casa lucía mucho más acogedora y elegante. Tristemente, su padre no lo notó. O si lo percibió, olvidó comentarlo.
Al día siguiente, Irene se preguntaba en qué ocuparse, cuando escuchó voces en la puerta. Corrió al atrio. ¿Horacio? ¿Juliana? Su padre conversaba con un esclavo que pertenecía a los tabellari, los que por un precio entregaban correspondencia a cualquier parte del Imperio. ¡Una carta! ¿De quién? ¿De Juliana? Su padre no mostraba felicidad extrema. ¿De Horacio? No escribiría. Su padre ordenó que le dieran de comer al esclavo que había traído la carta, y se encaminó al tablinum. Irene lo siguió.
Él la invitó a sentarse para descubrir el contenido de la misiva, enviada por el obispo Cipriano. Al parecer, su carácter de urgente provocaría que se avisara a la iglesia de su contenido lo antes posible. Helena pasaba por allí, y Timoteo también la llamó. Irene trató de no ofenderse, al contrario, se avergonzó de su actitud de días pasados. Helena pareció comprender, pues posó sus dedos regordetos sobre sus hombros.
Entonces Timoteo leyó la carta en voz alta. El emperador había proclamado un nuevo edicto. Se indicaba una fecha antes de la cual, todos los ciudadanos debían ofrecer su respeto a los dioses y al emperador. En caso de negarse, las consecuencias serían terribles, y aún cuando no se especificaba, la palabra «persecución» llegó a la mente de Irene.
Un sin fin de preguntas se agolparon en su lengua, pero no las enunció pues al ir leyendo Timoteo la misiva, se iban contestando cada una. ¿Cómo sabrían quién sacrificaba? Se llevaría un riguroso registro con los nombres de cada familia. ¿Qué sucedería después de efectuar el sacrificio? Se les extendería un certificado. ¿Qué sucedería con quienes no tuvieran certificado? Después de la fecha establecida, se les perseguiría y encarcelaría. ¿Quiénes eran convocados al sacrificio? Todo ciudadano del Imperio. Nadie sería pasado por alto. ¿Qué implicaba obedecer el decreto? Negar su fe. Actuar como el apóstol Pedro quien en tres ocasiones dijo: «No lo conozco», por lo que el obispo los instaba a no ceder ante la prueba.
—Pero, padre, ¿por qué otra vez un edicto contra nosotros? ¿Qué hemos hecho?
Timoteo contempló el busto de su abuelo.
—Debes comprender, hija, que el cristianismo se ha extendido en el Imperio. Hombres en el gobierno ya proclaman a Cristo, por eso muchos nos temen. Piensa en nuestro pequeño grupo. Hombres y mujeres influyentes de Thugga; un magistrado; dos abogados. Judíos, etíopes, egipcios, sirios, ninguna nacionalidad queda exenta.
Irene enumeró los adinerados en la iglesia. Cierto que los esclavos los rebasaban en número, pero se trataba de un grupo considerable de hombres de posición elevada.
—En Cartago la conversión del obispo Cipriano causó conmoción. Su familia siempre ha sido más importante que los Vibia. Su linaje púnico es innegable. Su nombre era Tácito, pero tomó el nombre de Cipriano en memoria del presbítero que lo condujo a Cristo. Los ancianos me han contado que Cipriano era un gran orador, un maestro de retórica presente en las cortes. Rebosaba en dinero, en fama, en placeres. Pero al venir a Jesús, dejó todo. Vendió sus propiedades, las que algunos amigos de la familia recuperaron y devolvieron. El obispo decidió conservarlas para servir al pueblo de Dios. Los enemigos del obispo son los mismos que hoy promulgan este edicto. Hombres que se agradan porque otros se hundan en el mismo cieno de su pecado. A nadie le gusta recordar su condición de miseria moral, así que cuando alguien del grupo cambia, los corruptos se estremecen.
Irene recordó lo que las Escrituras anunciaban. Padre contra hijo, madre contra hija. El Evangelio dividía, pues muchos amaban más las tinieblas que la luz.
—El emperador es sabio, en términos humanos. Los que están al tanto de la política entienden sus preocupaciones. Verás, hija, Decio es un romano de corazón. El Estado es mucho más importante que una religión. La tía Aurelia piensa igual. Antes que Tanit, están sus negocios. Y por lo que he oído en Thugga, el Imperio se encuentra rodeado por el enemigo, francos y persas. Decio necesita saber quién le es fiel.
—Pero nosotros respetamos a las autoridades —interrumpió Irene.
—No siempre.
Se refería a mártires como la abuela Perpetua. Timoteo se puso en pie y recitó las palabras de los apóstoles. Obedecer a Dios por encima que a los hombres. Valor en tiempos de prueba. Esa misma noche reuniría a la iglesia para informarles del edicto, pero nadie sería obligado a sacrificar o a rehusar hacerlo. Cada uno tomaría su propia decisión.
Irene y Helena se retiraron a sus obligaciones. De pronto Irene ya no sentía ganas de redecorar su cubículo. Al encaminarse al huerto, una confusión invadió su pecho. Tal vez llegaba la hora con que tanto había soñado. Desde niña, jugando a ser Felicitas, la esclava de Perpetua, Irene imaginó lo que haría en caso de semejante amenaza. No lo dudó: daría su vida por Jesús. Amaba a su Dios y a su Salvador y derramaría su sangre por la causa. Sería como la abuela Perpetua, una digna heredera de la familia de Dios.
Enlistó en su mente los muchos mártires de los que leyó en el pasado: Esteban, Jacobo, Pedro, Pablo, Antipas, Ignacio de Antioquía, Justino y tantos más. Mujeres y hombres en el Coliseo Romano o en los circos provinciales. Torturas inigualables, que solo los convertían en más preciados ante sus ojos. Decapitados, crucificados, quemados vivos, desmembrados.
Entonces, ¿por qué un escalofrío recorría su espalda? Si bien durante años acarició la propuesta, al verla de cerca titubeaba. Pero no, no permitiría que la cobardía la dominara. No pisaría el foro ni le fallaría a su Dios. Ofrecería su vida y actuaría con el valor de sus hermanos y hermanas en la fe. ¿O no?
La tía Aurelia conversó con Juliana en el triciclum. No se trataba de un rumor, sino de una afirmación. El edicto había sido publicado. El emperador Decio había declarado la fecha en que todos los habitantes del Imperio debían acudir al foro para ofrecer sacrificio a favor del emperador. Nadie se eximía de esta orden.Ni distinción social ni asunto de fe. Nadie. Quien se negara, sufriría las consecuencias.
Juliana se inquietó. Obviamente, dicho edicto no representaba una amenaza para otras creencias, en las que las conciencias de sus seguidores no se veían amenazadas por un requisito de esa índole. Sin embargo, para los cristianos resultaba un ataque directo a su doctrina. Ellos no adorarían a nadie que no fuera Dios mismo. Si acaso, los judíos poseían el mismo problema, pero siendo menos, pasaban desapercibidos o encontraban modos de sobrellevarlo.
Pensó en la abuela Perpetua. Luego regresó al presente. ¿Por qué el emperador amargaba el año de ese modo? Había esperado el mes de Janus para lanzar su edicto; a tan poco de terminar un ciclo. ¿Qué ganaría? La tía repitió los pormenores de la orden imperial. Todos debían honrar a los dioses y al genio del emperador; nadie estaba exento de dicho mandato. Se llevarían listas con los nombres de los habitantes del Imperio, y en cuanto cumplieran con el edicto, recibirían un certificado, comprobando su obediencia al rey.
—¿Lo ves? No es para tanto. No te están pidiendo que dejes de reunirte con otros cristianos. Solo que sacrifiques y recibas el libelo.
Juliana se tronó los dedos. Ese día, precisamente, debería reunirse con los cristianos en casa del obispo, pero había inventado otra excusa. No se le apetecía encerrarse en casa del obispo para orar y leer la Biblia. ¿Levantarse temprano después de una desvelada? ¿Tener que codearse con comerciantes y esclavos?
La tía contempló a su sobrina.
—Has actuado bien, Juliana. Saturnino se expresa positivamente de ti, así que no echemos a perder lo que hemos ganado. Si seguimos así, Saturnino te pedirá en matrimonio, y ya he pensado en darte un regalo que no despreciarás. El collar de oro que perteneció a tu abuela Perpetua, una belleza. Sígueme.
Aún con el rencor en la punta de la nariz, Juliana obedeció. Quería constatar que la joya que había visto antes se trataba de la herencia que le pertenecía. La tía cruzó los pasillos hasta el tablinum. Como en la pasada ocasión, se quitó la llave del cuello y abrió el cofre. Juliana logró asomarse y constatar el contenido: bolsas con monedas y joyas. Pero no había solo un collar, sino zarcillos y pulseras, cadenas y adornos para el cabello, un sin fin de pequeños tesoros que brillaban con la luz que lograba penetrar por la puerta.
La abuela extrajo una cadena gruesa que sostenía una esmeralda.
—El orgullo de la familia. Una pieza de indiscutible valor. En verdad, Juliana, muchos matarían por ella. Y será tuya el día que Saturnino sea tu esposo.
Pese a la promesa, el corazón de Juliana no se animó ni saltó de gusto. No deseaba pasar el resto de su vida con ese muchacho sucio y malcriado, sino con Marcelo. Entonces su corazón ardió. Marcelo apreciaría el collar. Como su esposa, lo luciría en convites romanos, o mejor aún, lo venderían para abrirse camino en la ciudad de los emperadores y el Senado, en la cuna de los templos y la vida social. Marcelo sabría qué hacer con ella, y con las muchas otras piezas que descansaban dentro de ese arcón.
La tía depositó el collar de vuelta y le echó llave. Juliana se mordió el labio. Ese collar era su pasaje fuera de esa pesadilla. Le pertenecía. Con esas riquezas, podrían ir a Roma y lograr sus sueños.
—Pero regresemos al tema del edicto. Como te he dicho, no podemos equivocarnos, y admitir tu cristianismo nos hundiría. Nadie, en sus cinco sentidos, se casaría con una seguidora de dicha religión, mucho menos ahora que se ha promulgado el edicto.
La tía se encaminó a su cubículo y Juliana fue tras ella como un perrito faldero. En unos minutos, la tía saldría a un banquete ofrecido por un importante inversionista en granos, así que debía alistarse. Valeria apareció de la nada, y comenzó a peinar a su señora. Juliana notó que el cabello de la tía Aurelia era, en realidad, corto y canoso. Se dio cuenta que usaba peluca cuando vio a Valeria quitarle la que llevaba en ese momento para cepillarla.
—Por lo tanto, en esta semana, sin falta, acudiremos al foro para que sacrifiques al emperador y tu nombre quede registrado en el informe que revisará el procónsul a su llegada. Trataré de investigar qué día Lucrecio piensa realizar el trámite. ¿No crees que sería maravilloso acompañarlos? Quizá Saturnino se anime a pedir tu mano esa misma tarde. Aunque veo que es un poco tímido. Habrá que ayudarlo un poco.
Juliana contemplaba con sumo interés la destreza de la tía en su arreglo personal. Valeria se encargaba del peinado, pero la tía no permitiría que nadie más tocara su cutis, así que se colocaba polvos para lucir más pálida y escondía con habilidad sus arrugas.
Antes de colocarse la peluca, la tía se quitó la llave del cuello y Juliana trató de disimular su interés. ¿Dónde la guardaría? La tía removió la túnica exterior y se colocó una palla de un material sedoso, que combinó con un cinto del mismo material. Después se puso algunas joyas que había traído del tablinum.
—¿Entonces cooperarás? —le preguntó, con ojos entrecerrados.
Juliana asintió. Haría lo que la tía le pidiera.
—Ve a ponerte una túnica más colorida. No me gusta verte en tonos oscuros. Tú —se dirigió a Valeria —, trae mis sandalias del triciclum.
Valeria se marchó primero. Juliana pretendió seguirla, pero se detuvo en la puerta y espió por la abertura. Si algún esclavo se asomaba, simularía estar atándose las sandalias. Desde su posición, percibió cada movimiento de la tía, quien con dificultad se arrodilló en el suelo y sacó una pequeña cajita que guardaba debajo del lecho. Allí depositó la llave. Escupió sobre ella una vez, rezó a Tanit, y la regresó a su lugar.
El corazón de Juliana retumbó con fuerza. La llave en un escondite bajo la cama. Con qué facilidad la tomaría. Marcelo acertaba en su percepción. Esa era su herencia. El bisabuelo no había sido justo. Ninguna ley prohibía que por causas religiosas los hijos y nietos perdieran su herencia. La tía se había aprovechado de la tristeza que la muerte de Perpetua provocó en el bisabuelo. La tía quería todo para sí, y luego para su propio hijo. Pero ese collar era suyo. Esas monedas la librarían de problemas. En ese momento tomó una decisión. Haría lo necesario por amor a Marcelo. Repararía el daño efectuado por el bisabuelo. Restauraría el honor de la abuela Perpetua.