2X3

Tanto orar en vano, se decía Irene. Pero Helena tenía fe. Dios los auxiliaría, no los abandonaría. Además, practicaban la hospitalidad. Habían recibido al obispo, seguramente algo bueno surgiría de su caridad. Irene no lo creía. Más bien, titubeaba a cada rato. ¿Y si Dios no escuchaba? Horacio no le había dirigido la palabra en toda la mañana. Ella quería ver lo que no existía.

Podaba el rosal en el huerto, mientras Lucio jugaba con su caballito.

—Va a llover —dijo el niño.

Irene supuso que el pequeño había pronunciado la frase como parte de su diálogo con el juguete, así que se dedicó al rosal. Por lo visto esas plantas requerían constante supervisión. Unos botones batallaban por surgir a la vida, pero Irene no se ilusionaba. Con tan poco agua, ¿lograrían abrir sus pétalos? Helena insistía que no existía una flor más hermosa. Irene, a falta de prueba, se reservaba sus comentarios.

—La lluvia se aproxima —repitió el niño.

Se dirigía a ella, por lo que Irene dejó a un lado sus obligaciones y se puso en cuclillas.

—¿De qué hablas?

—Huele a tierra mojada.

Irene aspiró lo más hondo que pudo. Solo percibió un poco de polvo que la hizo estornudar. No ansiaba desilusionar al niño, así que volvió al rosal. Lucio apretó el caballo contra su pecho. Le repitió que lo cuidaría por siempre. Irene se alegró ante la ternura de Horacio. ¿Cómo evitar enamorarse de un hombre que pensaba en los huérfanos?

En eso, un sonido la inquietó. ¿Un trueno? Giró el rostro hacia arriba. Ni una nube. Alucinaba. Las palabras de Lucio la predisponían. Horacio salió de su casa. Desde allí veía al huerto, así que se acercó a Lucio.

—Va a llover, señor Horacio —le informó Lucio.

Horacio e Irene intercambiaron miradas.

—¿Cómo lo sabes, amigo?

—Huele a tierra mojada.

Al parecer, Horacio descubrió lo mismo que Irene ya que se encogió de hombros. Entonces contempló el rosal. Irene se avergonzó. ¿Qué pensaría al verlo casi seco? ¿Lo tomaría a mal? Una gota cayó en su frente e Irene la limpió. ¿Un pájaro en vuelo? ¿Una mala broma? Horacio se plantó en medio del huerto con los puños sobre las caderas. Aspiraba el aire, en tanto Lucio se puso de pie y sujetó su bastón.

—No me quiero mojar. ¿Puedo ir a la casa, señora Irene?

—Sí, Lucio.

El chico se alejó e Irene se ubicó junto a los olivos casi secos.

—¿Crees que Lucio tenga razón? —le preguntó Horacio.

—No lo sé.

Otra gota. El cielo cambió de color. Una nube. Horacio elevó sus ojos al cielo y giró las palmas de las manos hacia el Creador. ¡Llovía! En verdad, llovía. La lluvia arreció, pero en lugar de empujar a todos a la protección de un techo, los esclavos salieron para beber del preciado líquido y danzar bajo la tormenta. Las ropas de Irene se empaparon, pero tampoco quería resguardarse, sino beber de esa bendición.

Helena, aún con sus reumas, elevaba un himno al que se unieron otras voces de los esclavos creyentes. Giraba con los brazos en alto, dejando que la lluvia la envolviera. Timoteo miraba a su gente bajo un techo. Lucio, a su lado, sonreía. Seguramente le contaba que él había anunciado lo que sucedería.

Horacio y ella permanecían de pie, disfrutando la lluvia, riendo a carcajadas, mirándose. El pozo se llenaría, el estanque también. Las zanjas se colmarían y regarían los campos.

—Dios ha escuchado nuestras oraciones —dijo Horacio.

—Él es bueno.

—Siempre lo es, Irene. La lluvia es una de sus bendiciones. Pero también las mujeres bellas.

Irene se sonrojó. ¿Acaso se refería a ella? Deducía que se veía desaliñada, con el cabello goteando sobre su rostro y la pesada túnica pegada al cuerpo. Nada de maquillaje, ni una joya. Pero Horacio no apartaba de ella sus ojos oscuros.

De repente, trozos de hielo hirieron su piel. ¡Granizo! La fiesta se suspendió. Los golpes de las pequeñas rocas los obligaron a buscar protección, así que entre risas y gritos los esclavos buscaron refugio. Irene debía volver a la villa. Entonces sucedió lo impensable. Horacio sujetó la mano de Irene y la condujo a la casa.

El contacto la estremeció. Su mente voló en todas direcciones. La piel ardiente de Horacio, húmeda y suave, la colmó de dicha.

—Lucio acertó —le dijo una vez que la dejó protegida.

—Al parecer Dios le susurra al oído.

—A todos nos habla, pero algunos somos tardos en escuchar.

—¡Señor Horacio! —le llamó un esclavo desde los corrales. Debían resguardar a los animales o enfermarían. Horacio se despidió e Irene se sobó la mano. ¿Tendría una oportunidad?

1

Juliana se subió a la litera con la tía. Se dirigían al foro. Por alguna razón, recordó que de niña había tenido una muñeca de trapo, hecha por las manos de Helena. La muñeca iba a donde ella quería y hacía lo que ella le pedía. El símil con su propia vida la tranquilizó. Ella solo actuaría como una muñeca en manos de su tía. Que dispusiera de ella como le placiera. Que la llevara a sacrificar. Ella solo obedecía.

En el Capitolio la esperaba un grupo de inquisidores; cinco magnates —entre ellos el senador Craso que saludó a la tía abuela con una inclinación de cabeza— y otros magistrados locales. La familia de Lucrecio se encontraba un poco atrás, pero Juliana detectó la cabeza de Saturnino entre la comitiva.

—Justo como lo quería. Saturnino te verá ofrecer y esto disipará cualquier duda. Ayer hablé con su madre. Al parecer, se encuentran complacidos contigo. Todo es cuestión de tiempo.

Lo mismo opinaba Juliana. Unos días más y se marcharía con Marcelo. En eso, lo detectó en las cercanías. Él vigilaba la seguridad del senador Craso, por lo que se ubicaba a unos pasos de su amo. Él le envió una mirada furtiva, pero ambos debían disimular. Juliana recordó que ese día era una muñeca. Nada de emociones ni de vida personal, solo seguir las instrucciones de la tía.

La tía había dicho que el tribunal preparaba un reporte para el procónsul que arribaría en Aprilis. Mientras tanto, los ciudadanos debían llevar a cabo sus obligaciones, y se tomaría nota de los rebeldes. Ya varios estaban en la cárcel, pues se habían negado a sacrificar. Pero el tribunal no podía martirizarlos, solo encarcelarlos o exiliarlos. Las sentencias de muerte se dictaban a manos de un superior, en este caso, el procónsul. Para entonces, Juliana estaría en Roma, protegida por un certificado, disfrutando de su herencia con Marcelo, construyendo un hogar.

Aurelia entregó el animal que representaba a su familia. Junto con Juliana, subieron el altar para presentarlo a los sacerdotes que lo degollarían y quemarían. Si fueran ciudadanos más pobres, se les permitiría ofrecer tan solo incienso, pero la tía no se rebajaría. Dejaría asentado que los Vibia juraban fidelidad al emperador.

Juliana mantuvo la vista al frente, sin desviarse ni a derecha ni a izquierda. Una muñeca. Una esclava. Una mujer sin voluntad. Que Dios la perdonara. Lo hacía por su familia, por amor a Marcelo, por recuperar su heredad. Las Escrituras, si no se equivocaba, hablaban mucho de heredades. Dios comprendería. Aunque su conciencia le susurraba que era una cobarde, una desertora, una lapsa. No escucharía. Las muñecas tenían ojos, pero no veían; oídos, pero no escuchaban; boca, pero no hablaban.

Desde lejos, Marcelo aprobaba sus acciones con un asentimiento de cabeza. Saturnino la vigilaba con interés. Juliana solo pensaba en Cartago y negaba a su mente a que volara a la villa. No quería pensar ni en Timoteo ni en Irene, ni en Helena ni en Horacio. Rechazó las imágenes de los campos de cebada y el lagar, los olivos y las flores. No volvería a la villa nunca más. Su futuro estaba en Roma.

Como en un sueño, miró a uno de los magistrados extender los certificados. El nombre de la familia Vibia quedaba marcado, asentando su lealtad al Imperio. No quiso pensar en su padre, quien seguramente se negaría a sacrificar. Pero nadie podía juzgarla. Juliana solo hacía lo necesario para ser feliz. ¿No se trataba de eso la vida? Ella buscaba un hogar al lado de Marcelo. Nada más importaba.

Saturnino y Flavia la saludaron. Juliana les sonrió aún cuando su corazón parecía de piedra.

—Mañana te esperamos por la noche. Iremos a visitar a unos amigos; estás invitada. Te agradarán —le dijo Saturnino.

Juliana aceptó la invitación, luego se marchó lo más pronto que pudo. Antes de abandonar el recinto, su mirada se cruzó con la de Marcelo y ambos se sonrojaron. Pronto, muy pronto viviría solo para él, en Roma, la ciudad de los sueños.

1

Timoteo envió llamar a Irene al tablinum.

—Hoy termina el edicto. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí, padre.

El tema de la persecución amargó la tarde. Aún llovía y la música de las gotas la fortalecía, pero preferiría no hablar de muertes y torturas.

—No te obligaré a nada. Eres una mujer madura, Irene. Dejo en ti la decisión.

Ella se sorprendió. Había sido criada bajo la estricta regla de la autoridad paterna. Aún las pocas chicas paganas con quienes convivió en Thugga, reconocían que la patria potestad se elevaba por encima de cualquier cosa. ¿Por qué esa súbita libertad? Su padre pareció comprender su inquietud.

—El amor da libertad de elección. Lo mismo hice con Juliana. Le di la oportunidad de escoger, y tú mereces mi confianza también. Por mi parte, no asistiré al foro ni me presentaré delante del altar. Dejo mi vida en manos de Dios.

—Padre...

Los ojos de Timoteo se humedecieron e Irene se conmovió. Le agradaba la sensación de confianza y responsabilidad que su padre le otorgaba, aunque al mismo tiempo echaba de menos comportarse como una niña pequeña que solo requería la orden de un padre para actuar. Afortunadamente, no había mucho en qué meditar.

—No sacrificaré.

Él sonrió.

—Me alegro.

Timoteo la abrazó y suspiró:

—Solo espero que tu hermana haga lo correcto.

Juliana de nuevo entrometiéndose. ¿No podían tener un momento de padre e hija sin que su nombre saliera a relucir?

1

La tía llamó a su ornatrix a casa. Después de lavarle el cabello, le confeccionó una nueva peluca. Juliana se encontraba presente, por orden de su tía, pero su corazón no estaba allí. La mujer les ofrecía productos mientras atendía y masajeaba la piel de la Dama Aurelia.

La nobleza requería blancura, así que le ofreció a la tía un aceite para aclarar la piel. Juliana supuso que le haría más bien a Irene que a ella dicho producto. Ella era blanca, lo que la mujer notó y alabó. Pero ¿qué tal una mascarilla? Enlistó los ingredientes: jugo, miel, vinagre, mirra y cebolla.

—¿Contiene sulfuro o incienso? —preguntó la tía.

La mujer negó con la cabeza.

—¿Y conchas de ostras?

La mujer dijo que sí, pero la tía no se emocionó. La mujer recitó sus demás productos: blanqueadores, con excremento de cocodrilo y cera de abejas. Cremas con agua de rosas y aceite de almendras. Para las arrugas, leche de mulas. Para las pecas, cenizas de caracol.

Juliana deseaba escapar de allí. Necesitaba meditar y hacer cuentas. Pero la tía decidió que la ornatrix le arrancara con unas pinzas unas cuantas canas. Juliana se quedó quieta mientras la mujer obedecía. ¿Qué tal una trenza falsa? Juliana respingaba de vez en cuando. Cada jalón le incomodaba. Cuando por fin terminó, planeó su escapada. La tía lo prohibió. Que le depilara las piernas. Saturnino debía verla perfecta.

La tortura resultó peor. Juliana se mordió el labio tantas veces que percibió un sabor a sangre. Trató de concentrarse en el equipo de belleza que la mujer utilizaba, tarrones pequeños y botellitas, goteros y jarritos, todos con cremas, ungüentos y maquillaje.

—Debe lavarse los dientes más seguido —le recomendó la mujer.

Juliana no dijo nada.

La tía comenzó a enumerar la joyería que necesitaba para el día siguiente: aretes, collar, brazalete para su muñeca y para la parte alta de sus brazos. Valeria tomaba nota, así como de las recomendaciones de la ornatrix.

Finalmente, Juliana pudo escabullirse y se encerró en su cubículo. Envió a Yenne por un poco de agua. Entonces comenzó a calcular las fechas. ¿Por qué no llegaba su período mensual? ¿Cuándo había sido la última vez? ¿Qué le ocurría? Trató de concentrarse. Quizá el cambio de rutina y de ciudad, de clima y de ambiente le había afectado.

¿Por qué se sentía tan cansada? Tal vez se estaba enfermando. Experimentaba un poco de náuseas. Seguramente la cena le había caído pesada. También orinaba un poco más que de costumbre, pero los nervios la traicionaban. Faltaba poco para el gran momento de fugarse con Marcelo. Cualquiera andaría preocupado.

Dejó de angustiarse. Al día siguiente todo marcharía mejor. Yenne durmió al lado de la cama, como de costumbre. Para su mala fortuna, Juliana amaneció con ganas de vomitar. No alcanzó la puerta, ni a dar órdenes. Vació su estómago sobre el mosaico y Yenne arrugó la nariz. Luego sus ojos se desorbitaron, pero pronto se compuso. Se marchó por algo para limpiar, no sin antes esbozar una sonrisita cínica.

Juliana entonces comprendió la situación. ¡Qué tragedia! Todo se complicaba.