2XIII3

Juliana sola, sin rumbo ni idea de qué hacer. ¿Buscar a su padre? ¿Caminar hasta la villa? ¿Y qué le diría a su padre? ¿Tomé mi herencia? ¿Me abandonó mi amante? ¿Estoy esperando un hijo? Curiosamente, dentro de sus pertenencias traía su libelo, su certificado de haber ofrecido al emperador. ¿Lo echó ella? ¿Fue Valeria? Recordó vagamente haber guardado el documento cerca de su lira. Quizá así llegó a sus pertenencias, pues la ciudad se encontraba un tanto alborotada por la persecución. Unos a otros se acusaban. Muchos exiliados, otros con bienes confiscados, unos más a prisión.

Quizá Juliana debía terminar en la cárcel y morir. Pero el bebé en su vientre la animaba a caminar. No se arriesgaría como la abuela Perpetua y su esclava Felicitas. Ambas habían preferido fallecer a cuidar de sus hijos, pero Juliana no cometería el mismo error. ¿A quién quería engañar? Juliana no podría mantener a un crío ni con la mejor de las suertes.

Deambuló por las calles, evadiendo a los vigilaes, los centinelas nocturnos. No quería que la confundieran con una prostituta o peor aún, con un criminal. Por lo menos la justicia no la andaría buscando. Juliana no le interesaba a la tía. La Dama Aurelia perseguiría a Marcelo hasta alcanzarlo y darle su merecido. Juliana rogaba que lo lograra. Marcelo se lo tenía bien merecido.

Se detuvo frente al templo de Isis, luego ante el de Venus. Quizá allí la recogerían. Pero ¿negaría nuevamente sus convicciones? ¿Se dejaría proteger por paganos? El obispo Cipriano quedaba fuera de la cuestión. Se había marchado de Cartago y dudaba que los cristianos le ofrecieran asilo. ¿A una lapsa que había sacrificado al emperador? ¿A una mujer embarazada y abandonada? Anduvo sin dirección hasta la región donde la tía la llevara unos meses atrás. Reconoció una de sus insulaes, la de la barbería y la carnicería. Allí se rentaban habitaciones a precios cómodos. Pero Juliana no tenía dinero, a menos que vendiera su lira. ¡Pero eso jamás! Era su único recuerdo de su vida antigua.

Curiosamente, dicha calle se llamaba «Camino a la Abundancia». Un bloque de insulaes, pocas residencias, un taller donde batanaban paño. ¿Le darían trabajo en el taller? ¿Y qué sabía ella de dichos procesos? Había visto a las esclavas golpear y batir el paño en el batán para desengrasarlo y enfurtirlo, pero sus manos se desgastaban, y ella debía cuidar sus dedos. ¿Para qué? ¿Para tocar la lira que ya nadie escucharía? Quería llorar. Tenía mucha hambre. No había comido nada desde la noche anterior. Qué terrible era esa sensación de vacío, ese temblor en sus manos, ese gruñir de sus tripas.

De repente, una mano se posó sobre su hombro. ¿Un guardia? Peor aún, un mendigo sin dientes y con aliento podrido. El hombre le sonrió con vileza. Seguramente la había venido siguiendo. Sabía que estaba sola. Nadie la ayudaría en caso de gritar. ¿Para esto la corrió la tía de la casa? ¿Eso era lo que pretendía? ¿Que Juliana se hallara desamparada y a merced de locos? Pensó en su padre y en Irene, en la villa y en los esclavos. ¡Qué no daría por estar allí, y no en esa calle, con ese hombre al frente!

Sus dedos sucios rozaron su mejilla. Era grande, por lo que la vencería en el terreno físico. El hombre se rascó groseramente. Juliana quiso llorar. ¿Cómo derrotarlo? El mendigo la sujetó de ambos brazos. Juliana soltó sus pertenencias. Trató de zafarse, pero él presionaba su piel, la hería y la amorataba. Ella trató de patalear, pero él la tumbó al suelo. ¿Dónde estaban los vigilaes? ¡Los requería! Trató de gritar, pero sus mugidos sonaron a los de una vaca triste, más que a los de una mujer en apuros. El mendigo se burló de ella.

—Anda, bonita, bien que pasean por sus literas y nos miran con desprecio, pero ahora sabrás lo que es bueno.

¿De dónde lo conocía? Su cabello despeinado y largo, su barba creciente. Juliana lo recordó. Varias veces se lo topó fuera del domus de la tía Aurelia, solicitando una caridad. Juliana nunca le dio una moneda, ni siquiera unas migajas de pan. Lo despreció e ignoró en más de una ocasión. Qué pesadilla. Luchó con todas sus fuerzas. Rasguñó sus ropas, lo mordió. Él la sujetaba contra el suelo, luchaba por desvestirla. La imagen de Marcelo vino a su mente. Aprovechó su ira. Le pegó y lo abofeteó como si fuera el muchacho rubio que la había dejado plantada en el puerto. Pero él se forzaba sobre ella. Justo cuando creyó claudicar, una voz tronó en la noche.

—¿Qué haces, Rufo? Déjala en paz.

Unos brazos fuertes apartaron al mendigo como si fuera un niño. El cuerpo del mendigo dejó de presionarla y ella volvió a respirar. Se sentó y se cubrió las piernas. El hombre en cuestión, alto y de complexión gruesa la contemplaba con curiosidad.

—Pero, Sexto...

—Me espantas la clientela. Vete de aquí.

Rufo maldijo en púnico.

—Anda, obedece o no volverás a ver de mí ni un hueso para roer.

El mendigo se alejó murmurando una serie de imprecaciones. El hombre llamado Sexto la ayudó a levantarse.

—¿Te has perdido, muchacha?

Juliana negó con la cabeza.

—Busco trabajo —susurró.

Sexto alzaba sus pertenencias, cuando notó la lira.

—¿Tocas?

Ella asintió.

—Podrías serme útil. Veo que estas sola, así que no me vengas con historias de patricios desheredados o en fuga. Te ofrezco protección de pestes como Rufo, a cambio de trabajo. No te pagaré, pero tendrás comida y techo. Si aceptas, ven conmigo. Si no, sigue tu camino.

Juliana adivinó que no sobreviviría la noche sin un protector. Flavia le confió en alguna ocasión que aún los soldados abusaban de mujeres de clases inferiores. La tía lo había dicho. Sin dinero, una estaba a merced de los hombres, sus más crueles verdugos. Además, ¿qué de su hambre? ¿A dónde huiría? Sus posibilidades se habían esfumado en el mismo momento en que Marcelo zarpó del puerto rumbo a Roma.

Aceptó en silencio, y Sexto la guió a un negocio cercano. La taverna o «La Caupona de Modia», ocupaba la planta baja y el primer piso de una insula. Después de la entrada, a la izquierda se observaban unas escaleras que conducían a unos cuartos que se rentaban a precios módicos a viajeros. La taverna se ubicaba a una distancia cercana al puerto.

Sexto le presentó a Modia, su mujer. Amplia de busto, con granos en la cara y una nariz gruesa. Modia arrojó su trapo al suelo.

—¿Y qué haré con esta? Ya tengo suficientes mozas.

—Esta toca la lira.

Modia la contempló con frialdad.

—Descúbrete.

Juliana se quitó el manto de la cabeza. Su cabello cayó sobre sus hombros y Modia resopló.

—Supongo que será útil. Ven acá, tenemos poca gente, así que te mostraré el lugar.

Juliana no albergaba muchas expectaciones, pues la fachada exterior se encontraba cubierta por graffiti negro y rojo. También había percibido el dibujo del dios Mercurio en la parte derecha de la puerta; aún así, el cuarto interior no era tan pequeño. El mostrador consistía de una serie de orificios en los que se colocaban ollas de barro humeantes. Juliana detectó los olores. Pescado, olivas, un guiso con carne de cerdo. Al fondo se percibía el brasero para calentar el vino, y en un pequeño horno se preparaba el pan.

Dos mozas la disecaron con sus miradas. Una era pelirroja, la otra morena. Unos soldados jugaban dados en una de las mesas. Otro grupo de hombres bebía y reía sin parar. Cuatro mesas carecían de comensales. Modia le mostró una esquina vacía, con un banco.

—El músico se nos ha ido, así que tú mantendrás entretenidos a los clientes desde allá. Se necesita música para animar cualquier fiesta. Dormirás con las otras dos detrás de esa cortina.

Arriba, en un desván, encontraría unas mantas en el suelo y un orinal.

—La letrina queda afuera —apuntó a una puertita trasera.

Qué bajo había caído. Juliana quería llorar. Uno de los clientes exigió su cuenta. Modia se apartó de ella. Las dos mozas continuaban su inspección. Juliana sintió mareos, y de no ser por Sexto, hubiera caído al suelo.

—Anda, María, sírvele algo que se desmaya.

La morena se apartó y regresó con un plato.

—Esmirna —llamó a la pelirroja—, un poco de vino.

Un poco de pan, aceitunas y vino. Una merienda deprimente para un día de fastidio. Juliana solo deseaba dormir. Quizá por ser su primer día, Modia permitió que se recostara. Juliana no se opuso, aunque antes de tirarse sobre el lecho, vació su estómago en el orinal. Que las otras dos lo limpiaran. Ella ya no podía más.

1

Conmoción en la entrada. Irene no toleraría más visitas o sorpresas. Entre el obispo y la familia de Fortunato, su rutina se alteraba. Menos tiempo con Lucio en el huerto, menos conversación con Horacio. Comenzaba a sentirse aprisionada en la cocina, entre el fogón y Helena. Pero la nodriza le repetía lo de la bendición de la hospitalidad, la que Irene no habría lamentado de no padecer la sequía y los consiguientes problemas de abastecimiento.

—Una mujer enfrenta la vida sin murmuraciones —decía Helena, repitiendo los proverbios judíos escritos por el rey Salomón: «Mejor es vivir en un rincón de un desván, que con la mujer rencillosa en espaciosa casa». «Mejor es morar en tierra del desierto, que con la mujer rencillosa e iracunda». Antes de venir a cuidarlas trabajé para otra dama de sociedad. Todo el día eran quejas. ¡Ni dudar que el marido hubiera preferido las fieras del circo que a su esposa!

Irene trató de no parecerse a esa mujer, ni a otras quejumbrosas, pero de repente parecía estallar. Tantos inconvenientes, tantas distracciones. Y en el fondo de su mente, la insinuación de Horacio sobre una vida plácida que no la hacía madurar. ¿Qué más quería el liberto? Ella debía vigilar la casa y mantener a todos en su lugar, preocupada todo el tiempo por un huerto que perdía la vida y unos campos que se tornaban anaranjados. El pozo empezaba a mostrar escasez y el ermitaño, que recorría el terreno sin resultados, no encontraba más fuentes de agua. Las noticias del sur del país los desmotivaban. Sequía. Nada de lluvia. Hambre. Y las novedades del norte los estremecían. Persecución, cárcel, exilio. No había para dónde volver el rostro.

¿Y ahora qué? se preguntaba mientras caminaba hacia la puerta. Un mensajero, de esos esclavos que cobraban fortunas por llevar correspondencia, le extendía a Timoteo un pergamino. Irene identificó el sello de la familia Vibia. ¡Carta de Juliana! Su padre no resistía las ganas de leer, así que la llamó a una banca de piedra en el atrio donde la luz del domo entraba con fuerza. Horacio y Helena fueron convocados para el gran acontecimiento, pero recién abrió la carta, su voz murmuró:

—Letra de la tía.

Irene se petrificó. Eso implicaba que Juliana estaba en problemas. ¿La habrían arrestado? ¿Daría su vida por Cristo, como la abuela Perpetua? Timoteo inició la lectura. Después de un saludo frío, la tía entraba en detalles: Juliana había sido expulsada de la casa. ¿Por qué? Irene no daba crédito a las palabras que escuchaba. Juliana y Marcelo. Juliana sacrificando al emperador. Juliana comprometida con otro hombre, Saturnino. Juliana robando las joyas de la familia. Juliana embarazada. Juliana abandonada por Marcelo. Juliana desafiando a la tía. Juliana echando a perder la última oportunidad de salvar la herencia familiar.

«Así que me marcho a Roma para ver si puedo salvar algo. Tengo esperanzas de dar con el ladrón, con Marcelo, y recuperar las joyas. Benigno me ayudará con los procedimientos legales, y quizá nuestros acreedores nos den un plazo. De lo contrario, venderé el domus, luego la villa. No sé qué hiciste con tus hijas, Timoteo. Pero son una peste. Mi padre se volvería en su tumba de saber en qué lío nos han metido. Maldigo a tu Dios una y mil veces. El cristianismo destruyó nuestro hogar. Tu Jesús nos separó para siempre. Primero tu madre, luego tú. Seguro que Irene sigue las mismas creencias, una verdadera fatalidad. No me busques. Yo te avisaré sobre el futuro de la villa, pero aunque logre recuperarla, no mantendré relaciones con tu familia, así que ve buscando un lugar dónde vivir y trabajar. Los desconozco. Los desprecio. Que Tanit se vengue de ustedes; que los dioses me hagan justicia. Aurelia».

Los ojos de Timoteo se humedecieron. Horacio y Helena se mantuvieron en silencio. Irene no sabía cómo reaccionar. Juliana en la calle. Juliana sola. Juliana una ladrona. Juliana entregada a un hombre que no era su esposo. Juliana preñada. Juliana hurtando las joyas de la familia.

—Mi hija —susurró Timoteo.

Helena cerró los ojos mientras oraba en voz baja. Horacio apretó el hombro derecho de Timoteo. Irene no reaccionó. Un proverbio se le vino a la mente: «Como pájaro que vaga lejos de su nido, así es el hombre que vaga lejos de su hogar».

«Nadie obligó a Juliana a marcharse», se dijo Irene. «Nadie la forzó a irse. estaba sufriendo las consecuencias de sus decisiones. Sola...»

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Esmirna, la pelirroja, despertó a Juliana. El día comenzaba y debían trabajar. La caupona se distinguía de una popina en que esta última era frecuentada por clases más bajas. Al parecer, Modia recibía visitas más exclusivas. Modia le explicó cómo funcionaba el mostrador, pues aun cuando Juliana tocara la lira, en algunas ocasiones se requeriría su ayuda sirviendo. Le mostró la parte de la escuadra que daba a la calle, donde se guardaban los platos y los vasos. A mitad del mostrador se alzaba una pileta de agua para lavarlos. Juliana se fijó en los restos de comida y grasa que flotaban sobre la superficie acuosa de la pileta. Su estómago ardió.

Sobre la parte más larga del mostrador se hallaban agujeros circulares y amplios donde se ponía la comida servida en ánforas. En una había grano, luego aceitunas, más allá pescado. Quizá la mayor decepción de Juliana no fueron las migajas en el suelo ni las gotas de vino en el mostrador, sino las muchas moscas que zumbaban alrededor. Los ojos se le humedecieron al recordar el pasado. Echaba de menos a Helena, quien insistía en mantener la cocina de la villa en impecables condiciones.

En la esquina se levantaba el horno para cocer pan y carne. Un esclavo joven atendía los leños y amasaba el pan. Levadura, agua, harina, romero, sal, aceite, cebolla y azúcar. Mezclar, amasar, moldear, hornear. Leños, horno, calor. El sudor se combinó con las lágrimas que aún persistían en brotar cuando menos lo esperaba. Pensamientos y preguntas sin respuesta. ¿Por qué Marcelo se marchó sin ella? ¿Nunca la quiso? ¿La usó desde el principio? ¿Qué debió hacer para conquistarlo? ¿Acaso no bastó su belleza? Se le había entregado sin negarle nada.

Las palabras del libro de Ovidio volvieron a su mente. Algo le faltó. No aplicó bien sus lecciones. Falló en el arte de amar. Quizá no compartían intereses; tal vez no esperó el momento indicado. El tormento de su fracaso la empujaba más y más al desconcierto.

Bajo la luz del día, el establecimiento lucía con más claridad. Juliana divisó los frescos en las paredes, que incluían mensajes y dibujos obscenos hechos por la clientela. Tragó saliva.

Modia le explicó que en ocasiones cambiaban el menú y añadían legumbres, huevo duro, anchoas marinadas, higos, queso de cabra o cebollas.

—Nuestra especialidad es el piperatum.

Modia mezcló pimienta con miel, vino y agua caliente. Le dio un poco para probar, Juliana sorbió un poco, pero su vientre reclamó. Modia y María, la chica hebrea, intercambiaron miradas.

—Basta ya de tonterías. Barre el piso y sacude las mesas. En cuanto abramos y lleguen los primeros clientes, te pones a tocar. Pero antes, ponte esto.

Modia le extendió una peluca rubia. Juliana se espantó. ¿Ocultar su cabello? ¿Ese hermoso rubio cenizo que poseía de modo natural?

—Nos conviene exagerar tu color. Eso ordena mi marido.

Juliana se preguntó si Esmirna también utilizaba peluca. ¿De qué otra manera conseguiría un rojo tan intenso?

El tiempo transcurrió con prisa. Cuando menos lo esperaba, Juliana ocupó el taburete y tomó la lira. No era de las más corrientes, como las hechas con caparazones de tortuga, sino de madera trabajada, con hermosos grabados que evocaban un pastizal. Se acordó de su maestro judío, un músico excepcional. Miró a María, tan cabizbaja y delgada. Si tocaba alguna melodía de su pueblo, ¿se alegraría? ¿La reconocería? Comenzó con unas tonadas alegres, dignas del medio día.

Los clientes fueron llegando. Una pareja comía en la esquina contraria, mirándose intensa y apasionadamente. Otro hombre mordía el pescado con desesperación. Dos soldados reían y golpeaban la mesa con sus puños. ¿Cuál sería el chiste? Otro hombre, sin sus dientes delanteros, sorbía su vino con melancolía. En otra mesa, dos hombres y una mujer esperaban su comida, mientras conversaban animadamente. Un perro, seguramente de Sexto, olfateaba el suelo en busca de restos de comida.

Esmirna servía a las mesas, en tanto que María atendía el fogón. La pelirroja contoneaba sus caderas. Su lenguaje corporal sugería sensualidad; su modo de hablar, habilidad. Tomó unas copas y las llevó a la mesa de los dos hombres y la mujer. Colocó las dos copas sobre la mesa. Luego uno de los clientes la sujetó del brazo. El hombre, de complexión fuerte y cabeza rapada, le susurró unas palabras. Tenía un mechón de cabello en la nuca, lo que lo identificaba como un luchador.

Juliana observaba absorta, como si se hallara en el teatro, aunque sabía que la escena se llevaba a cabo en la vida real. Esmirna retiró su brazo del apretón, pero sonrió con complacencia. Echó una mirada rápida hacia Sexto, quien andaba sumido en hacer cuentas. Modia asintió ligeramente con la cabeza. El hombre se levantó de su asiento y Esmirna lo llevó detrás de la cortina que conducía al desván, donde ellas dormían.

¿Cuánto tiempo estuvo Esmirna arriba? Lo suficiente para que Juliana evocara su única noche con Marcelo. El miedo, la culpa. El rostro del hombre, compañero del luchador, que continuaba comiendo, sonreía con placidez. ¿Cuánto pagaría el luchador por sus servicios? ¿Se exigiría lo mismo de Juliana?

El luchador apareció con actitud de triunfador. Esmirna, unos pasos detrás, continuó su trabajo sin expresión alguna. Juliana notó que al marcharse, el luchador pagó un poco más por la comida; lo equivalente al más pequeño jarrón de vino barato. Juliana quiso llorar. ¿Eso valían los servicios de una mujer? Cuánta razón había tenido su tía. Sin dinero, sin Marcelo, era presa fácil de hombres sin escrúpulos. Juliana no era nadie. No valía nada. En un tiempo estuvo protegida por su padre. Sin él, quedaba descobijada. Una mujer más sin familia ni linaje, sin pasado ni futuro. Una mujer cuyo cuerpo no valía más allá que un vaso de vino corriente.

Juliana dejó que el tiempo transcurriera entre una y otra melodía, algunas alegres, otras tristes, lo que menguaba considerablemente su repertorio, pero reconocía que el tránsito de comensales la favorecía. Solo los que trabajaban allí escucharían más de tres o cuatro veces las mismas piezas.

Esmirna subió al altillo una vez más. Después tocó el turno a María. Se trataba de un esclavo calvo, con un rostro de criminal. Si Juliana tuviera que describirlo utilizaría las palabras: sucio y depravado. Miró con tristeza a María mientras ésta lo guiaba a la parte superior. Supuso que no siempre tocarían buenos partidos u hombres atractivos.

Continuó tocando, consciente que algo andaba mal. María había tardado más que de costumbre. Modia también vigilaba la cortina, revelando cierta intriga. Pero el establecimiento se encontraba repleto de clientes. Esmirna no lograba servir y ayudar al mismo tiempo.

Minutos después, el hombre calvo bajó, pagó y se marchó. María, sin embargo, no aparecía. Modia le dijo algo a Sexto, quien se rascó la cabeza con desprecio. Se acercó a Juliana y le dijo:

—Descansa un rato. Sube a ver a la hebrea.

La oscuridad la sacó de balance. Tuvo que sujetarse con fuerza y creyó resbalar en más de una ocasión. Arriba, María lloraba sobre el lecho. Juliana corrió a su lado y tomó su rostro entre sus manos. Lanzó un gritito. Un hilo de sangre bajaba de la comisura de sus labios. Sus ojos hinchados por el llanto no ofrecían una mejor visión, y sus ropas desgarradas turbaron a la hija de Timoteo.

—¡Es un cerdo! ¡Todos los hombres son unos cerdos! ¡Odio esta vida! ¡Me quiero morir! —repetía con odio.

Juliana no supo cómo reaccionar.

—Ya voy. Diles que ya voy.

Juliana le dio el recado a Modia, quien asintió sin mucha fanfarria. A los pocos minutos, María, con cara lavada, pero un poco amoratada, prosiguió con sus labores. Juliana solo se preguntó qué hacía allí. Qué bajo había caído. Literalmente, se encontraba trabajando entre cerdos.

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Madrugada. Irene en vela. No había logrado conciliar el sueño debido al dolor en sus rodillas y codos, como si le ardieran. Un cansancio tremendo; un cuerpo quejándose en silencio. ¿Se estaría enfermando? No podía permitirlo. Al día siguiente tenía una lista grande de deberes que atender.

—Duerme ya.

Sintió la necesidad de pedir ayuda. Helena le prepararía agua con algunas hierbas; su padre la compadecería. De niña enfermó dos o tres veces. En una de esas ocasiones, su padre se quedó a su lado, tratando de bajarle la fiebre con un lienzo mojado. Y aunque sufría y deliraba, ver a su padre preocupado por ella le dejaba un sabor dulce en la boca.

Quizá su malestar provenía de la conversación durante la cena. Después de la terrible noticia que recibieron de parte de la tía, Timoteo se mostró taciturno. Pero las horas se vinieron encima y se hallaron en el triciclum, con pan y queso entre ellos. El obispo Cipriano, quien leyó la carta por sí mismo, decidió contarles tres historias. Horacio, Helena, Irene y Timoteo las conocían. No resultaban novedosas. Lucas, el médico, las escribió con lujo de detalles.

Primero, un pastor perdía una oveja. Salía a buscarla, dejando a su rebaño de noventa y nueve. Por primera vez, Irene se inquietó. ¿Qué lo movió a dejar el resto de las ovejas por una sola? Esa una se había extraviado. Probablemente deambuló por donde no debía. Segundo, una mujer perdía una de las monedas de su dote. Eso sí lo comprendía. Si el esposo se enteraba, se podía armar un pleito marital terrible. De ese modo, la mujer barrió, sacudió, removió los muebles hasta dar con ella, luego festejó. Una punzada en el pecho incomodó a Irene. La tercera historia: un padre con dos hijos. El menor exigía su herencia. Se iba a un país lejano donde malgastaba el dinero. Luego regresaba arrepentido y el padre lo recibía con cariño. El hijo mayor se enfadaba, pero el padre no cambiaba de opinión. El hijo menor merecía un banquete de bienvenida.

—Tarde o temprano, todo hijo perdido vuelve —suspiró Timoteo.

Irene apretó los puños. Siempre Juliana. Todo giraba alrededor de su hermana menor. En ocasiones se preguntaba cómo podía amarla y odiarla con la misma intensidad. Al hacer memoria de su infancia se deshacía en ternura por aquella niñita rubia que lloraba al rasparse las rodillas o se ensuciaba la boca al comer cualquier salsa. Pero cuando aparecía el presente, se ofendía ante sus acciones.¿Qué clase de cristiana sacrificaría al emperador, robaría a su propia familia y perdería su virginidad con un pagano?

—Olvidas, hijo mío, las primeras dos parábolas.

Las palabras del obispo la regresaron al presente. ¿A qué se refería?

—Es cierto que el padre aguardó a que el hijo volviera, pero cuando algo se pierde, a veces uno debe actuar como un pastor o como una mujer desesperada. El pastor buscó a la oveja. La mujer buscó la moneda.

El silencio se extendió e Irene alcanzó a percibir el canto de un grillo y la brisa meciendo las hojas de los árboles. La piel se le erizó; la garganta le ardió. Juliana se había alejado del hogar. Buscó su propio destino, pero ¿eso qué implicaba? Lo supo a la mañana siguiente. No bien despertó, Helena la buscó. Su padre solicitaba una audiencia. Se deslizó hasta el tablinum. Debilidad. Punzadas. Fastidio. Su vista se nublaba por el sueño, y sus latidos los trazaba con claridad en la cabeza.

—Hija, he decidido ir a Cartago. Debo buscar a Juliana.

A Irene no le sorprendió la resolución de su padre. La había presentido desde el momento en que el obispo infirió que el pastor iba por la oveja perdida. Pero ¿eso en qué le afectaba? No lo pensó dos veces.

—Iré contigo, padre.

Timoteo, seguramente, no esperaba dicha propuesta, pues parpadeó dos veces y se cruzó de brazos.

—Pero... debes tomar en cuenta los peligros. La persecución, la ciudad. ¿Quién vigilará la villa?

Irene se mantuvo firme. Juliana era su hermana menor; también se encontraba preocupada por ella.

—Horacio irá conmigo, hija. Él me cuidará.

Ella apretó los puños. ¿Horacio iría por Juliana? Imaginó una escena de amor. Juliana, triste y sola, en brazos de Horacio, regresando a la villa. Juliana, quien había roto el jarrón predilecto de su padre, sin consecuencias. Por otro lado, Irene debía velar por su padre. ¿Qué haría sola en la villa? Helena podía con los arreglos.

—Correré los mismos riesgos.

—Irene...

Ella percibió la lucha interna de su progenitor. Ya había perdido una hija, ¿arriesgaría a la otra? ¿O le incomodaría que Irene se interpusiera entre él y su hija favorita? Porque Juliana era la favorita. Eso no lo dudaba. Lo supo desde que escuchara aquella historia bíblica entre Jacob y Esaú. Ella se prometió no ser como Esaú, sino una verdadera seguidora de Cristo, pero eso no impedía que Timoteo se inclinara por la pequeña Juliana.

Aún más, Irene deseaba ir a Cartago para luchar por Horacio. No sabía cómo, pero si él iba sin ella, caería en las redes de Juliana. De por sí no olvidaba cómo él la había observado aquel día de su partida. Pero Juliana despreciaba a Horacio y lo consideraba de rango inferior. No que lo hubiera dicho, mas Irene lo intuía por lo que haría hasta lo imposible por defender... ¿qué? ¿Un amor que nadie le había jurado?

Timoteo negó con la cabeza.

—Pero...

—Juliana quizá esté en aprietos. ¿Qué mujer velará por ella? Helena, a su edad, no puede viajar. ¿Selina? ¿Qué consejos le dará? Padre, yo he sido para ella más que una hermana. También estoy preocupada por ella. Debemos pensar en sus necesidades.

Irene misma se sorprendió ante sus palabras, aunque en el fondo las creía.

—Tienes razón, hija. No estoy viendo por la situación de tu hermana, sino por mí mismo. No quisiera exponerte a la ciudad, pero por otro lado, le harás falta a Juliana. Empaca tus cosas. Vienes con nosotros.

Irene lo abrazó, aunque en el fondo temblaba. ¿Ir a Cartago? ¿Dejar su villa? Se sentiría como Lucio cuando andaba por los campos de cebada, sin rumbo ni dirección, sin nada familiar que le mostrara el camino. Por lo menos no iría sola. Su padre y Horacio la acompañarían. Todo por culpa de Juliana. Su hermana menor había destruido su hogar.