2XIV3

Irene continuaba tambaleante. Algo en su cuerpo la hacía sentirse enferma, débil, vulnerable. Aún así, mientras empacaba y daba instrucciones durante su ausencia, ocultó su pena lo mejor que pudo. Helena, quien hubiera logrado traspasar su corazón y adivinar su malestar, se encontraba tan sumergida en los preparativos del viaje, que no se opuso a la partida de la hija mayor de Timoteo. No cesaba de rogar por Juliana. Que Dios la protegiera. Que Dios se apiadara de su niña y la librara de gente mala. Que Dios, en su misericordia, la perdonara y la hiciera reaccionar.

Fortunato y su familia avisaron que partirían al día siguiente. El obispo Cipriano tranquilizó a Timoteo. Sabía cómo conducir un hogar. Se encargaría y ayudaría a Helena, quien conocía mejor a la servidumbre y el estado de las cosechas.

Irene buscó a Lucio en el huerto. El niño realizaba sus tareas diarias. De reojo vio que el rosal continuaba sin florear. Igual que su amor por Horacio, tal vez nunca lo haría.

—Cuida del jardín mientras estoy fuera. ¿Lo harás?

—Sí, señora. Cuando usted vuelva, se sorprenderá.

Irene esbozó una sonrisa, la primera que surgía de manera espontánea desde la madrugada, y le agradó la sensación de alivio que le produjo. Juliana solía repetirle que vivía con demasiada preocupación, tomando todo con suma gravedad. Abrazó al chico y se aguantó las ganas de llorar. En realidad, no comprendía cabalmente lo que le sucedía. ¿Miedo? ¿Añoranza por el hogar que pronto dejaría? ¿Pesar por un cuerpo quebrantado que amenazaba con derrumbarse en cualquier momento? Pensó en Lucio, privado de la vista, ajeno a los colores y a la belleza de tantas cosas en la naturaleza. Recordó a los ancianos, carentes de vitalidad; a los leprosos, aislados por la sociedad; a los muchos enfermos que rogaban compasión. Y ella se quejaba de cosas sin importancia.

Timoteo y Horacio la aguardaban en la puerta. Se despidieron del obispo quien les envió cartas para los presbíteros y diáconos en Cartago. Helena abrazó a Irene, no sin antes susurrarle palabras de aliento.

—Sé fuerte, mi niña. Ahora no es tiempo de romances, sino de cosas más trascendentales. Este viaje nos cambiará a todos.

Irene apretó a su nodriza entre sus brazos y aspiró su aroma a levadura. No deseaba marcharse. Tenía miedo. Fuera rutina. Adiós a la villa. Nada sería igual. No quería que nada cambiara. ¿Dónde quedaban sus días de paz? ¿Por qué Juliana lo destruía todo?

Cipriano elevó una oración rogando protección para los viajeros. Irene sintió retorcijones en el estómago. Unas horas más tarde, se averió una de las ruedas del carro lo que los obligó a detenerse en una estación donde prestaban servicio a vehículos y animales. ¿Cuánto tiempo tendrían que esperar antes de seguir viaje? Mientras Horacio discutía con el hombre a cargo, Timoteo se mantenía bajo la sombra, secándose el sudor con un pañuelo.

Irene observó a Selina. La griega venía a su cargo, pues Helena era demasiado anciana para un viaje pesado. Selina se encontraba más entretenida observando a la gente que, como ellos, se detenía en procura de algún tipo de ayuda. A Timoteo lo sorprendió la gran afluencia de viajeros. Horacio le informó lo que se rumoraba. Los sureños escapaban de la sequía; los norteños de la persecución. Irene cerró los ojos. Ellos parecían dirigirse a una muerte segura. Sus ilusiones infantiles por seguir los pasos de la abuela Perpetua se desvanecieron como su salud.

Componer el desperfecto les tomaría toda la tarde lo que significaba que tendrían que pernoctar allí para seguir viaje temprano a la mañana siguiente. El dueño del taller les recomendó una taberna apropiada donde podrían pasar la noche. A Irene le pareció que tenía fiebre. No quería angustiar a su padre, de modo que guardó silencio. «Esa taberna no suena tan mal», dijo, con una seguridad que no sentía, esbozando una sonrisa.

La taberna, como otras posadas, la componía un patio grande con establos y habitaciones para los viajeros. Los esclavos se amontonaban en lugares especialmente designados para ellos. Timoteo escoltó a su hija hasta unas mesas con bancos, donde una mujer les ofreció una sencilla merienda de verdura y vino. Horacio los acompañó. Selina se mantuvo al margen, aunque comenzaba a mirar a Irene de soslayo. ¿Sospecharía su malestar físico?

Irene observaba a una familia recién llegada. Un hombre rico con su esposa y dos hijos, un hombre y una mujer ya jóvenes. La madre, maquillada y perfumada, se quejaba del mal sazón del cocinero. El esposo leía unos documentos haciendo caso omiso de las quejas de su mujer. La muchachita, entretanto, observaba a Irene con superioridad, pero al mismo tiempo coqueteaba con Horacio. ¡Qué descaro! Horacio no se daba por aludido lo que no impedía que la chica insistiera.

El ardor en la garganta de Irene le impedía disfrutar de la merienda. Parecía que se atoraba y que la comida carecía de todo sabor. La cabeza le dolía y sudaba frío. Peor aún, la presencia de esa familia anunciaba malas noticias. Irene se aproximaba a una ciudad repleta de personas superficiales como las de la mesa contigua; mujeres que no se detendrían ante nada integrantes de un pueblo pagano como el que describían las Escrituras.

En otra mesa, una mujer a quien Irene le calculó unos dieciséis años atendía a sus hijos, uno de no más de tres años y un recién nacido al que amamantaba. Irene sorbió un poco de vino. Juliana y yo ya deberíamos estar casadas, pensó. En efecto, muchas, a los doce años, ya eran esposas. Irene experimentaba vulnerabilidad y exposición; como si de pronto todo se volviera en su contra. Mujeres coquetas, mujeres casadas, mujeres de mundo que se conducían con soltura. Y ella, una virgen, una cristiana, una hermana mayor en busca de su hermana extraviada.

Se le figuró que el martirio jamás terminaría, pero su padre la sacó de sus cavilaciones decidiendo que fueran a descansar. Ella compartiría habitación con Selina, pero le preocupaba su tos y su garganta seca. Selina lo adivinó y le puso un paño de agua fría en la frente para bajar la calentura. Así se durmió pero a la mañana siguiente amaneció igual. O peor. Eso las obligó a decirle la verdad a Timoteo quien se angustió.

—Hija, ¿por qué no me lo dijiste antes?

Irene trató de explicarle. Había querido ser fuerte, pero amaneció con la garganta totalmente inflamada, sin poder hablar, y con una tos que no podía controlar. Su padre, preocupado, llamó a Horacio. Irene trató de prepararse para el viaje, pero la debilidad se lo impidió. Solo logró echarse encima un cobertor y componer su cabello con las manos.

Horacio la evaluó en segundos, pero, a diferencia de su padre, no mostró preocupación sino una leve irritación. Irene se aguantó las ganas de llorar.

—Estamos más cerca de Cartago que de la villa —dijo Horacio—. Será mejor que busquemos ayuda allá.

Timoteo estuvo de acuerdo. Irene trató de no descomponerse aun más. Dos esclavos la cargaron y la depositaron en el carro. Timoteo procuró que los almohadones la rodearan, la cobijó con una manta y le ofreció un poco de vino caliente. Irene se alegró ante sus mimos, pero continuó herida por la indiferencia de Horacio. Debió haberse quedado en casa donde Helena se habría hecho cargo de su problema de salud. Odiaba que le tuvieran lástima.

La caravana avanzó rumbo a su destino. Timoteo era consciente que Irene necesitaba descansar. Ella dormitó un rato, pero a punto de entrar en Cartago, despertó. Horacio se acercó a ella.

—¿Te sientes mejor?

—Sí, gracias, y lamento enfadarte.

—¿Enfadarme? Simplemente estoy preocupado. No luces bien; Juliana sola. Esto es un caos.

Irene estuvo de acuerdo. Peor aún, ella lo complicaba.

Selina aplaudió. Llegaban a Cartago. Irene se asomó por curiosidad. Aún con la vista nublada y el pecho deshaciéndose cada vez que tosía, detectó la majestad de las construcciones, aunque no dejó de observar las muestras del paganismo reinante. ¡Cuántas estatuas! ¡Cuántos dioses! Le sorprendió la cantidad de gente de todos tamaños y colores, nacionalidades y creencias. Mujeres y hombres, niños y ancianos. Mujeres hermosas, mujeres sencillas. Mujeres elegantes, mujeres pobres. Por lo menos pasaría desapercibida, se repitió para armarse de valor. En Cartago nadie notaría la presencia de una muchacha enferma.

¡Qué lugar tan grande! ¡Qué ciudad complicada! ¿Cómo darían con Juliana?

1

Juliana terminaba el día agotada. Modia había determinado que hiciera toda clase de actividad extenuante, como subir y bajar escaleras cargando pesados bultos. A veces la enviaba a mandados cercanos, pero la forzaba a correr. La hizo comer espárragos, y Juliana se preguntaba si era una especie de castigo por tocar la lira. Finalmente, comprendió.

—Nada funciona, pero no estoy ciega —le dijo una mañana—. Traes un niño en el vientre, lo que no beneficia a nadie. ¿Crees que no te he visto detener tu música por ir a vomitar allá atrás? Además, a los hombres no les agrada una mujer preñada; se ponen gordas. Y pronto será tu turno de subir a complacer clientes. No creas que te salvarás de tus deberes, pero no me arriesgaré a que armes una escena con uno de ellos. Ya me imagino la vergüenza. Tú vomitando...

Juliana se llevó las manos al vientre. No podía creer lo que Modia insinuaba. No lo permitiría. No se dejaría. ¿Pero qué opción tenía? En sus breves encomiendas fuera de la taberna se topó con un mundo cruel. Sin dinero, no sobreviviría sola. Además, quisiera o no, le pertenecía a Sexto. Lo había visto golpear a un hombre y discutir con otro. La mataría, la estrangularía si intentaba huir. La tía, en cierto modo, había sido más benevolente en comparación a lo que los plebeyos podían lograr.

En pocas palabras, Juliana vivía aterrada.

Se llevó las manos al vientre. Deseaba amar a ese bebé que crecía dentro de ella. Si tan solo sintiera sus movimientos, sería más sencillo considerarlo una persona, un futuro hijo. Al principio lo visualizó como un pequeño Marcelo. Ahora la sola comparación le provocaba un intenso odio. La criatura sería un constante recordatorio de ese cobarde y traidor. ¿Pero qué culpa tenía esa criatura?

Huir a la villa. Esa solución le agradaba. Aún como esclava, Timoteo vería por ella y por el niño. ¿Y cómo llegaría a las cercanías de Thugga sin dinero? ¿Caminando? Imposible. Moriría en el intento. La idea de Modia para inducir un aborto funcionaría con mayor sencillez si Juliana se exponía a un viaje de esa índole, y sola. Como mujer, no sobreviviría. Cosas peores que en la caupona le sucederían. Allí por lo menos debía entregarse solo unos minutos. Sola, sería presa fácil de los bandidos. La violarían sin misericordia. La raptarían. Su futuro no podía presentarse más devastador.

Perder a un hijo. ¿Sería como matarlo? ¿Qué más daba? Había roto tantas de las leyes divinas que una más no afectarían su posición ante el Creador. Mentiras, fornicación, engaños. La tortura mental sobrepasaba la física. Una muñeca. Se acordó de aquel día en el Capitolio, ofreciendo sacrificios al emperador. Sería eso una vez más. Una muñeca. Alguien sin voluntad. ¿O acaso podría decidir aún bajo esas circunstancias?

Recordó las palabras de su padre. Libre albedrío. Caridad.

¡No! Una muñeca, nada más. Una persona manejada por su tía, ahora por Modia y Sexto. Esmirna regresó del mercado con unas hierbas e interrumpió sus cavilaciones. Aún no abrían, así que Modia envió a María por una tina de madera. Calentaron agua hirviendo.

—Si esto no funciona, Sexto se enterará. Y con él, nunca se sabe —le advirtió la mujer con cara granulada.

A diferencia de los baños, nada le agradó en el calor que provino del agua. Tampoco le gustó desnudarse frente a esas tres mujeres, sus enemigas. Lo leía en sus ojos. Ninguna respondería por ella. El agua olía a una combinación de linaza con otras hierbas. Juliana sudó. Su piel se enrojeció. En la villa una mujer había muerto por un aborto no provocado. Su cuerpo, según Helena, no resistió el embarazo. La mujer se desangró. Nadie permitió que Juliana se acercara, pero detectó el aroma fétido y más tarde contempló las manchas de sangre en las ropas y en el suelo.

Helena le enseñó que era pecado terminar con la vida de un infante aún dentro del vientre. La vida era sagrada. Pero ¿qué opción le ofrecía Dios a Juliana? Al salir de la tina, Esmirna le pasó un emplasto que debía colocar en su área vaginal. Ajenjo con miel, y el ungüento de Siria. Para no errar, Modia le dio a beber un veneno. ¿De qué otro modo nombrarlo? Un poco de laurel, lupino, mirra. Juliana se tendió sobre su lecho el resto del día. Su estómago simulaba un campo de batalla.

De hecho, rogó que se le quitara la vida también. Si el niño moría, y ella lo imitaba, no habría más dolor ni vergüenza. Deliraba y sudaba frío; María la vigilaba y subía de vez en cuando. Utilizaron uno de los cuartos que se rentaban para atender clientes. Nadie la molestó. Juliana deseaba descansar. No abrir los ojos nunca más.

En sus alucinaciones vio la villa con los campos de cebada en su apogeo. Ella corría con el cabello suelto y danzaba con las mariposas. Irene, siempre seria, la contemplaba con cariño. Juliana había sido la reina, la poseedora de las riquezas más sagradas: una familia, un hogar. ¿Cómo llegó a ese momento?

Esa noche escuchó gemidos provenientes del cuarto contiguo. Esmirna o María, con un hombre o dos o tres. Hombres que maltrataban el cuerpo y usaban a la mujer como un objeto. Hombres que abusaban de su fuerza. Pero no todos. Horacio no era así. Jamás levantó el brazo en contra de una esclava, aunque ésta mereciera el castigo, como el día que descubrió que Selina había robado unas monedas. Mucho menos Timoteo. Esas manos rugosas que otorgaban caricias. Esos ojos profundos que regalaban perdón. Si rascaba su memoria encontraría momentos difíciles que ella había tomado fuera de proporción.

Había considerado a su padre un hombre débil por no recuperar su herencia. Había rechazado la disciplina de Helena quien las instruía para ser mujeres creyentes piadosas, alejadas de la tentación del placer. Había resentido el perfeccionismo de Irene y su obsesión por mantener la casa siempre en orden. Ahora no los veía como defectos graves.

Irene, su Irene, jamás conocería la traición de un hombre, y por eso daba gracias a la deidad correspondiente, quien fuera. No soportaría la suciedad de hombres sin profesión y de mujeres envidiosas que buscaran su mal. Irene viviría el resto de sus días bajo la protección de la villa. Cuidada y mimada por su padre; con un techo bajo el que dormir; un Dios al que adorar. Irene limpia, Juliana sucia. Irene a salvo, Juliana en peligro. Que Tanit, la diosa de la tía, se vengara de ella en ese instante. Que la mandara al otro mundo y evitara que el niño que traía en el vientre conociera la corrupción y la inmoralidad.

Maldijo a Marcelo. Maldijo a la tía. Un dolor intenso atacó su espalda, seguido de contracciones. Juliana vomitó. ¿Qué le habían dado a beber? Luego se perdió en la inconciencia. Cuando reaccionó, entre sus piernas había sangre. María y Modia entraron en ese momento. María lanzó un gritito. Modia se arremangó la túnica.

—No te quedes allí parada, hebrea. Deshazte de esto.

María recogió unos paños, un poco de heno y la sangre sobre el lecho. Juliana no se enteró si había algo más. Modia tomó un poco de agua de una vasija y lavó las piernas de Juliana.

—Te has salvado, muchacha. Los dioses te han bendecido.

Juliana cerró los ojos. Si los dioses eran capaces de eso, prefería no acudir a ellos. ¿Pero qué de Jesús, el Dios del cristianismo? Mejor no pensaría en él. Hacerlo lastimaba el centro de su alma. Juliana solo lamentó no haber acompañado a ese niño al otro mundo.

1

Cartago. Una ciudad horrible, en opinión de Irene. En medio de su malestar, detectó la sobrepoblación. Tanta gente hacinada en edificios poco atractivos. Y los más espectaculares, quedaban olvidados entre la mugre de sus calles y la desconfianza en las miradas de sus pobladores. La podredumbre hirió sus fosas nasales. Cómo echaba de menos el aroma a paja y a la hierba del campo. Además, vio un sin fin de mendigos y esclavos deambulando sin rumbo por las calles.

Quizá los demás no lo notaban o tal vez se debía a su propia debilidad, pero Irene localizaba sin dificultad a los enfermos: cojos y ciegos, mancos y deformes. Niños harapientos en busca de pan. Soldados dispuestos a apresar a cualquiera por la menor provocación. Thugga se le figuraba un paraíso, a pesar de ser una ciudad pequeña y olvidada. La consideraba más limpia, más amplia, más amigable.

Horacio trazó el plan:

—Iremos por las partes más humildes de la ciudad, sin llamar la atención de soldados, guardias o vigilaes. Para eso necesitamos vestir con sencillez, hablar poco, no hacer contacto visual con nadie. Corremos peligro. Si nos detectan, podrían exigir nuestros certificados, así que actuaremos con cautela. Primero, daremos con la casa que nos sugirió el obispo Cipriano.

Timoteo e Irene asintieron. De ese modo, Horacio los condujo por las callejuelas con seguridad. ¿Recordaría sus días de infancia y juventud en la metrópoli? ¿En qué domus habría vivido Bruto, su antiguo amo? Irene espantó las moscas con un movimiento brusco de sus manos. No se le apeteció la carne en el mercado. Selina, sin embargo, veía las cosas de un modo distinto. No cesaba de señalar las joyas de algunas mujeres, las togas blancas y los cascos relucientes. Se preguntaba si podrían deambular por los mercados para conseguir tesoros. Cremas y lociones, comida de otras regiones.

Timoteo avanzaba con un solo propósito: hallar a su hija entre la multitud. Ante cada muchacha, reparaba en sus facciones, solo para decepcionarse ante el error. Horacio comprendía su angustia, y lo animaba. Dios bendeciría su misión.

Pasando el templo de Júpiter, más allá del Capitolio, dieron con una casa pequeña. El graffiti en las paredes se burlaba de sus moradores, unos seguidores de la cruz. Irene se mordió el labio. Seguramente no encontrarían a nadie. Alguien se había dado a la tarea de destruir el inmueble. Horacio, aún así, tocó a la madera y aguardó respuesta. Irene estornudó. Horacio le dirigió una mirada severa.

Cuánto le pesaba estorbar la encomienda. Irene resistió las ganas de llorar.

La puerta se abrió. Horacio entró, mientras Irene y los demás aguardaban afuera. Horacio les hizo una seña. Irene siguió a su padre. La escena adentro compaginaba con la exterior. Muebles en el suelo; grano tirado. Más graffiti con escenas y nombres obscenos en contra de los seguidores de Jesús. Irene se descompuso al percibir manchas de sangre en una pared. Horacio las palpó.

—No son frescas. Quizá de hace un día o dos.

Timoteo suspiró. Se escucharon unos ruidos extraños. Horacio se colocó delante de Irene y sacó su daga. De una de las habitaciones emergió una mujer cubierta de pies a cabeza.

—¿Quiénes son y a qué vienen? ¿No les basta lo que han hecho?

Horacio bajó su arma y Timoteo tomó el control de la situación.

—Buena mujer, venimos en busca de Mapálico. Traigo una carta del obispo Cipriano.

—¿El obispo?

La mujer descubrió su rostro arrugado. Su cabello cano se vislumbró debajo del manto. Horacio le facilitó una silla. La mujer temblaba de pies a cabeza.

—A Mapálico lo apresaron hace unos días. Vinieron los soldados. Exigieron ver nuestros certificados. Como no los teníamos, lo golpearon y se lo llevaron. Aún me pregunto por qué me dejaron a mí. Quizá una mujer como yo no les sirve. Soy su madre. Su esposa y sus hijos escaparon al campo cuando la persecución comenzó. Él así lo quiso.

Timoteo colocó su mano sobre su brazo.

—Lo siento, hermana. No queremos causarte más pena. Nos iremos.

—Aguarden. No son de aquí. El acento los delata.

—Provenimos de una villa cerca de Thugga, al sur. Mi hija... se ha perdido. Vengo a buscarla.

—¿Conocen al obispo?

Timoteo asintió.

—Por las noches viene el hermano Roganciano a darme un poco de alimento. No hemos querido arreglar el desorden por miedo a que los vándalos intenten nuevamente causar un mal, pero a él le dará gusto recibirlos, y leer la carta del obispo.

Los ojos de Timoteo se iluminaron:

—Traigo una carta personal para él.

—Entonces, pueden aguardar. Y si necesitan asilo...

—Gracias, hermana. Dios te lo pague.

La anciana sonrió y reveló una boca tierna. Irene entonces no resistió más y un ataque de tos la dobló en dos.

—Por las piedades de nuestro Señor, esta niña está enferma —exclamó la mujer.

—Es mi hija mayor, Irene.

La mujer palpó su frente con sus dedos cuarteados.

—Atrás tengo un lecho. Quizá podamos calentar agua y encontrar hierbas para un caldo.

Timoteo le lanzó una mirada a Selina, quien se dispuso a componer una merienda. Horacio, por su parte, ordenó a su pequeña escolta a reordenar la casa. Irene solo supo que la presencia de esa anciana la animó, y no bien colocó su cabeza sobre el lecho, cayó profundamente dormida.

1

—Te crees mejor que nosotras, Crocina, pero no lo eres. Te das tus aires de grandeza, y no sé ni me importa lo que hayas vivido en el pasado. Ahora estás aquí, en el mismo lugar, y no tendrás más privilegios.

Juliana dejó que Esmirna hablara. Nadie la llamaba por su nombre, el que de hecho, nadie conocía. Debido a la peluca, Sexto la apodó Crocina o amarilla. Juliana no se molestó en corregirlos. De por sí se consideraba una nueva persona, ajena a la que había sido antes. ¿Qué más daba un nuevo nombre?

Desde el aborto, Juliana recuperaba sus fuerzas, pero Modia no tardaría en obligarla a trabajar. Los comensales exigían música. Aún más, Sexto deseaba ofrecerla como propuesta. Se ufanaba de contar con los tres colores predilectos de los hombres; Esmirna, de cabello rojo, María de cabello negro y Crocina, rubia.

Esa madrugada, las tres reposaban en el cuartucho donde vivían. Juliana masajeaba su vientre con los dedos. Había cometido un pecado imperdonable, uno más a la lista. Cada vez veía más lejos a su padre y la villa. ¿Cómo regresar a ella con tanto a cuestas?

—¿De dónde vienes, Crocina?

—Del campo —susurró.

—Con razón sabes tan poco. Ésta es hebrea —se refirió a María—. Creció en Asia, donde hay un grupo de ellos. Terminó sola debido a una masacre en su aldea. Pero tú seguramente no sabes lo que es eso. Los gritos de las mujeres violadas, los niños llorando por sus madres, los hombres atravesados por espadas. Tú vienes del campo.

Juliana se mordió el labio. No quería comentar.

—A diferencia de ella, yo decidí mi vida. Si estoy con Sexto es porque me va mejor que en casa.

¿Qué habría tan terrible en su hogar que prefería una vida de libertinaje?

—Todos buscamos sobrevivir. No lo olviden ninguna de las dos. Ustedes los judíos, buscan salvación en su religión. Los campiranos son aburridos y asustadizos. Se niegan a la diversión. Pero deben comprender que el mundo pertenece a los fuertes, como los romanos. Cada uno vela por sus propios intereses. Los cristianos, por ejemplo, dividen a la gente en buena y mala. ¿Buena y mala? ¿Quién es bueno? ¿Quién es malo?

Ella no quería hablar del cristianismo. Mucho menos de esos temas que la incomodaban porque, en definitiva, ella se consideraba parte del bando de los malos. Pero ¿eran Timoteo e Irene realmente buenos? Esmirna prosiguió:

—Imaginemos por un momento que estamos en la masacre de tu aldea, María.

María no hizo ruido alguno. La oscuridad de la habitación no permitía que Juliana contemplara las facciones de la otra, pero percibía su incomodidad.

—Después de la matanza, te quedas sola, con hambre. Tu única oportunidad de sobrevivir consiste en comer un poco de pan que ha quedado sobre una piedra. Pero en eso, una mujer vieja y arrugada se aproxima y te lo quiere arrebatar. ¿Qué harías? ¿Dejar que esa anciana, que de por sí va a morir, te quite lo tuyo? ¿O lucharías por salvarte a ti misma? Responde, María.

—Comería.

Juliana continuaba en silencio.

—Ahora supongamos que no se trata de una anciana sino de una mujer de treinta, una madre de cuatro hijos.

El silencio se extendió. Juliana sospechó que Esmirna no dudaría en tomar el pan.

—¿Y a una muchacha de la misma edad?

Que ganara la más fuerte, concluyó la misma Esmirna.

—¿Y una niña?

María le dio la espalda.

—Basta de tonterías, Esmirna.

—No lo son —se quejó ella—. ¿Qué de un hombre?

¿Dejarías que un hombre tomara lo tuyo? ¿Quién es bueno y quién es malo? Es bueno el que sobrevive, digo yo.

—Hablas como una filósofa. Solo me enredas —se quejó María.

—Crecí con un filósofo, por eso lo sé. Aunque su sabiduría no impidió que se suicidara.

Esmirna se cansó de hablar y se cubrió con su manta. La respiración compasada de María sugirió que se había dormido. Solo Juliana permaneció en vela. El ejemplo de Esmirna la perturbó. ¿Qué haría Helena o Irene o Timoteo con ese pan? Dedujo que su padre, en los cinco o seis casos, cedería su porción. Pero ¿por qué? ¿Con qué propósito?

En los meses pasados Juliana había soñado que su padre cedía un poquito a los placeres de la vida. Unas gotas más de vino, una obra de teatro casual, una visita a las carreras. Trataba de convencer a Irene sobre las cualidades de los romanos, sobre la conveniencia de un escote un poco más atractivo, ropa con colores más llamativos, maquillaje que la embelleciera.

Las leyendas griegas que Selina le narraba la habían remontado a mundos alternativos donde los dioses y las diosas se disputaban su amor. Pero ahora que había probado las aguas amargas de la traición, no estaba tan segura de su atractivo. De hecho, empezaba a dudar que se tratara de cuentos tan apetecibles. Dioses que dejaban a mujeres embarazadas, y solas. Diosas que se vengaban de sus amantes. Monstruos que castigaban a buenos y malos. ¿Buenos? ¿Quiénes eran buenos? ¿Artemisa, la diosa favorita de Selina? Virgen, sí; devota, sí; pero vengativa. Cuando un hombre la vio desnuda lo transformó en ciervo y fue devorado por perros cazadores.

Quizá Esmirna, a final de cuentas, tenía razón. No había buenos ni malos, solo sobrevivientes. Por lo tanto, Juliana haría lo que le pidieran. Una parte de ella había muerto el día que Marcelo la traicionó; la otra se consumó cuando perdió a su hijo. Juliana no era ni buena ni mala, solo era Crocina.