Juliana se sentía perdida. Se habían llevado a su padre y a su hermana, y ella no había podido salvarlos. Peor aún, Sexto la castigaría. Esmirna le enviaba señales de odio, y Modia respiraba con ira. Sexto la apretó del brazo de tal modo que dejó marcas en su piel.
—Espero que aprendas la lección. Bonita forma de arruinarme la noche. Me espantas a los clientes, y para colmo provocas una escena. ¿Qué hacían esos cristianos aquí? Lo que me da gusto es que terminarán en el circo, como espectáculo. «Las mujeres son criaturas de Dios» —imitó la voz de Timoteo—. ¡Pamplinas! Son criaturas del infierno.
Acto seguido, la abofeteó no una sino tres o cuatro veces. La cabeza de Juliana se zarandeó como cebada, como la de una muñeca, hasta que una mano detuvo la de Sexto.
—¿Qué pasa aquí?
La voz de Horacio la sobresaltó. ¿A qué hora entró? ¿De dónde salió? ¿Por qué no venía con su padre? Horacio lucía verdaderamente perdido, así que Juliana reaccionó con rapidez.
—Los soldados... apresaron a mi padre y a Irene por no traer certificado...
—¿Y éste quién es? ¿Otro familiar?
Horacio se irguió y se colocó a centímetros de Sexto. Juliana contuvo la respiración. Horacio era casi del mismo tamaño, y con brazos tan fuertes como los de Sexto. De hecho, un golpe y lo tumbaría, ya que debido al ejercicio en el campo contaba con más agilidad y destreza. Sexto no se intimidó, pero tampoco lo agredió.
—Ella trabaja para mí.
—No más —declaró Horacio.
Juliana vio su lira y la tomó entre sus manos. Tenerla cerca le daba seguridad, pues sentía que si se despojaba de ella, perdería la esperanza de salvarse.
—Escucha bien, esta muchacha pertenece a la familia Vibia. Dudo que quieras tener problemas con gente de esa clase, y con ese tipo de influencias.
El apretón de Sexto se suavizó. Juliana se preguntó cómo no lo había pensado antes. Sin duda que en Cartago la fama de la tía Aurelia sería del conocimiento incluso entre los que habitaban ese tipo de cloacas. Modia escupió tres veces al suelo:
—Anda, Sexto, con familias como ésa no me meto. Déjala ir. Ya encontraremos sustituto.
Horacio se mantuvo sereno, su mano ligeramente posando sobre su daga. Los jugadores regresaron a los dados; los bebedores exigieron más vino. María volvió a su lavado de platos y Esmirna clavó sus pupilas sobre Juliana.
—Vete con él. Pero ¡ya!
Horacio no le dejó tiempo para que se arrepintiera. La sacó de allí, no sin antes cubrirla con su propio manto. Juliana se marchó sin nada, salvo su preciada lira y el certificado de su deserción que aún anidaba en su mano. Horacio la obligó a caminar a marchas forzadas y sin hablar. Juliana comprendió. La noche caía sobre ellos. No les convendría toparse con otra escolta de soldados, mucho menos con la misma que había apresado a su familia. Juliana jadeaba, pero en el fondo se alegraba. Libre. Por fin, libre. Pero no saboreó la dulzura de la noticia, sino la culpabilidad que la rodeaba. Por su causa su padre e Irene morirían en el circo. Ella no merecía nada bueno.
—No entiendo, Horacio. ¿Qué hacen aquí? —preguntó sin poder dominarse más.
—¿No te das cuenta? Tu tía escribió a tu padre. Él vino a salvarte.
¡Salvarla! Y ahora él, que había venido a salvarla, estaba preso. Los juicios no tardarían en comenzar. Serían juzgados y sentenciados. Irene y Timoteo morirían. En eso, lo que Horacio tanto temía se apareció en la esquina: una escolta de soldados. No eran vigilaes, sino un grupo de custodios de regreso de alguna taberna o en busca de diversión. Horacio forzó a Juliana a ocultarse.
—No hables —le advirtió.
Él permaneció en pie. Los soldados seguramente habían visto movimiento, así que no convenía exasperarlos.
—¿Qué hacen por las calles a estas horas?
—Nos dirijimos a una posada —respondió Horacio.
—No eres de aquí, entonces.
De pronto, se escuchó una exclamación, casi en forma de grito:
—¡Yo te conozco! ¡Tú eres Horacio!
—¡Señor Antonio!
La risa del desconocido animó a Juliana.
—Hombre, qué gusto saber de ti. ¿Entonces ya no eres esclavo?
—Mi último amo me concedió la libertad.
Juliana apreció que no mencionara el nombre de Timoteo.
—Un liberto, ya veo. ¿Y tienes trabajo?
—No, señor. Estoy buscando.
—Escucha, Horacio, yo no olvido las deudas de honor. Tú fuiste bueno conmigo una vez, ahora quiero ayudarte. Estoy a cargo de la guardia en la prisión. Si necesitas empleo, ven mañana a verme y te daré un puesto. Sé que eres un hombre honesto, lo que tanta falta hace en el gobierno hoy día. Piénsalo.
—Gracias, señor. Lo haré.
La escolta siguió su camino. Horacio aguardó un rato, luego tiró del brazo de Juliana.
—Debemos apresurarnos.
—¿Quién era?
—Alguien de mi pasado y una respuesta de Dios a mis plegarias. Pero no más palabras hasta que lleguemos a casa.
¿A casa? ¿Dónde se hospedarían? No en el domus de la tía. Ella se había marchado a Roma, y nadie alojaría al mayordomo de la villa. ¿Qué sucedería? Antes de encontrar respuesta a esas preguntas, otro pensamiento la asaltó. Había visto a su padre, pero no habían conversado. Y ahora seguramente perdería la vida, sin que ella tuviera la oportunidad de pedirle perdón.
Juliana había vuelto en sí. Contemplar el rostro arrugado de su padre la había remontado a su niñez y a las posibilidades de un retorno. Aquella tristeza reflejada en su mirada había quebrantado su corazón. Esa expresión de dolor la había hecho reaccionar. Había herido a su padre. Pero quizá todavía hubiera esperanza. Estaba dispuesta a aceptar cualquier castigo. El que fuera. Incluso trabajaría en la villa como una esclava con tal de estar cerca de su padre y bajo su protección.
Tristemente, ni siquiera eso sería posible. Timoteo e Irene estaban en la cárcel. Por su culpa. Por su torpeza.
Los soldados se reían, burlándose de Timoteo e Irene. Los adoloridos pies de Irene no aguantarían más, pero se decidió no doblegarse. La cárcel de Cartago se hallaba cerca del foro. Los soldados los condujeron al vestíbulo del pretorio, desde donde regía la armada romana. Allí otros soldados se hicieron cargo.
—¿Más cristianos?
—No tarda en arribar el procónsul —dijo un soldado—. Le agradará ver esto repleto.
Tomaron sus datos, luego sus captores se retiraron y los presos quedaron a cargo de un par de soldados con rostro aburrido.
—Andando.
Los hicieron ir por un pasillo húmedo y oscuro hasta un atrio. En unas cuantas celdas creyentes entonaban himnos. La música la tranquilizó. No estarían solos. El soldado abrió una e hizo que su padre entrara allí. Luego abrió la celda contigua y metió allí a Irene.
Irene se quedó helada. ¿Sola? ¿Sin Timoteo? Un soldado encadenó sus pies con algunos grilletes empotrados en la pared. Irene quedó lo más próxima a las rejas, de modo que escuchaba la conversación en la celda contigua. Un hombre conversaba con su padre.
—Bienvenido, hermano. Soy Mapálico.
La voz de Timoteo expresó gozo:
—Hermano Mapálico, soy Timoteo. Te busqué en tu casa, pero me contaron sobre tu arresto. Mi mayordomo se hará cargo de tu madre Ana.
Irene analizó su propio encierro. Un lugar para mujeres. Ancianas y jóvenes dormitaban pues era noche. Una mujer de mediana edad le sonrió; la más cercana le dio la espalda y se acurrucó. Probablemente dormía. Irene trató de pensar. ¿Reconocería a alguien? A nadie. Entonces escuchó los chillidos de unos ratones y pegó su cuerpo a la pared. Ratas. Arañas. ¿Qué más escondería ese lugar pestilente?
—Hoy nos han traído a otro hermano. Adriano, el panadero —decía la voz de Mapálico al otro lado del muro.
No era aquella una reunión de amigos, sino un encarcelamiento. Ignoraban qué les depararía el día siguiente. ¿Muerte? ¿Castigo? Sus pies dolían, su cabeza retumbaba. Su pecho empezó a congestionarse de nuevo. Agradeció que no los hubieran golpeado, pues al irse aclarando su visión percibió las laceraciones que una mujer tenía en sus piernas, y otra un moretón en el brazo. Una mujer más joven traía la ropa raída y se percibían marcas de látigo. Irene cerró los ojos. Quizá, después de todo, Dios había sido benevolente con ellos. Pero ¿qué decía? ¡Estaba allí por causa de Juliana! Si no se hubiera ido, si no hubiera terminado en una caupona de mala fama, si hubiera sido fiel, Irene se encontraría en la villa, con Helena y Lucio, amasando pan o contemplando las estrellas.
De pronto, la voz de Timoteo la animó:
—Irene, hija, ¿estás bien?
—Sí, padre.
Un soldado les ordenó callar. Prohibió toda conversación, así que Irene guardó silencio. Pero antes, escuchó a Timoteo gemir:
—Ay, mi Juliana. ¿Qué será de ella? Ruego que Horacio la haya podido rescatar. Que sea librada de ese infierno.
Juliana. Juliana. Siempre Juliana. ¿Y qué de Irene en plena cárcel? ¿Qué de sus privaciones? Las lágrimas la traicionaron.
Se encontraban en una casa sencilla, con las paredes pintarrajeadas por enemigos de la cruz, pero en un ambiente cálido. Juliana se asombró al ver a Selina, pero la esclava la miró con desprecio. Horacio le ordenó prepararle un baño a su señora. Selina obedeció.
Una anciana salió del cuarto de atrás. Horacio le contó las noticias, y la señora se entristeció, pero abrazó gentilmente a Juliana.
—Por lo menos tú estás bien. Eso alegrará a tu padre.
—Pero él no sabe que estoy con Horacio. No vio cuando me recogió.
—Mañana iré a la cárcel y se lo diré —le prometió Horacio.
¿Ir a prisión? ¿Y si también lo encerraban? Pero recordó la oferta del tal Antonio sobre darle un empleo. No comprendía nada, y en cierto sentido no le interesaba. Ella solo sabía que por su culpa su padre y su hermana estaban sufriendo.
En un cuartucho sin muebles Selina preparó un jarrón con agua tibia. Juliana se desnudó y se inclinó sobre una tinaja. Selina le arrancó la peluca. Juliana respingó, pero se contuvo. Ignoraba qué posición tenía ya en la casa. ¿Sería Selina su esclava o estarían a la par? Prefirió no protestar.
—Ha adelgazado. Y hasta trae piojos —se quejó Selina mientras le tallaba el cuero cabelludo—. Eso producen las pelucas, porque hace que uno sude. Quizá cuando la recibió ya traía esos animalejos.
Juliana guardó silencio. Por primera vez, no deseaba conversar con la griega. De hecho, captó lo impertinente que era. Se comportaba con una total falta de respeto, pero al meditarlo, se dio cuenta de que la misma Juliana lo permitió en la villa al volverla su confidente, al rogarle que le contara más leyendas. Hubiera preferido tener a Helena cerca. O a Irene. Ya no le apetecían más historias de dioses y diosas. Traición, celos, contiendas. Juliana había tenido suficiente.
Selina la vistió con ropas de Irene. El aroma a hierba fresca, característico de su hermana, la descompuso. ¿Qué sería de Irene? ¿Dónde estaría? Sin embargo, se repuso pronto, ya que Horacio la llamó desde el otro cuarto donde Ana y él le convidaron pan y pescado seco. Juliana intentó disimular el hambre que tenía, pero terminó devorando su ración con rapidez. Horacio la dejó comer, mientras bebía un poco de vino.
Juliana pensaba en mil cosas mientras masticaba. En lo bien que le sabía el pan y el pescado, en cuánto desearía no haberse encontrado con Horacio. Se avergonzaba tanto de sus acciones. Todo lo sagrado para su padre, ella lo había pisoteado: la virginidad, la honestidad, la fe.
—Quisiera decir tanto... pero no sé por dónde empezar —aceptó con derrota.
—No digas nada. Ya habrá tiempo. A Dios gracias que estás bien.
—Pero... ¿y mi padre? ¿E Irene?
Horacio hizo un gesto con la mano como queriendo decirle que no se preocupara:
—Haré todo lo posible por salvarlos. Dios me ha abierto una puerta.
—¿Con ese tal Antonio?
Horacio asintió, pero no dijo más.
Mientras Juliana se bebia ávidamente un jarro de leche que Ana había conseguido para ella la mujer la contemplaba con ternura. Juliana se sonrojó.
—Horacio, lo que he hecho no tiene perdón, ni de Dios ni de nadie.
El liberto jugueteó con su copa.
—Siempre hay perdón, Juliana.
—¿Crees que mi padre me acepte? Aunque sea como una esclava más, ¿crees que lo haga? E Irene, ¿me perdonará?
Estaba a punto de llorar. Su vida había ido de fracaso en fracaso. El rostro de Horacio se alteró, no con enojo, sino con una pena que Juliana trató de ignorar:
—Por supuesto que Timoteo te perdonará. Si no lo crees, entonces no conoces a tu padre.
Juliana asintió.
—¿E Irene?
Horacio guardó silencio, lo que la inquietó. Timoteo le daría ese último trozo de pan al mendigo, al enfermo, al niño y al anciano, aún a su peor enemigo, ¿pero su hermana?
—Tengo miedo, Horacio. Quiero enmendar todo, pero no sé por dónde empezar.
—Descuida, Juliana. Dios irá marcando los tiempos. Por ahora solo dime si quieres darle un mensaje a tu padre o a tu hermana. Mañana será un largo día.
Desde hacía algún tiempo, Juliana solo conocía los días largos.
Esa noche Irene soñó con la abuela Perpetua y la historia de su familia.
Al morir Perpetua, el bisabuelo Primus se encargó de la educación de Timoteo. Pero una vez que Timoteo alcanzó la juventud, no impidió lo que tanto temía. Timoteo leyó el diario de su madre y creyó en Cristo. El bisabuelo lo desheredó. Murió del coraje y dejó todo en manos de la tía la que no dudó en adueñarse de todo.
Timoteo crió a sus hijas con el diario de Perpetua como lectura obligada. Irene lo podía recitar de memoria, y durante esas horas de ensueño, pues no logró dormir con profundidad, aterrada por lo desconocido, repasó algunos fragmentos.
«Nos echaron a la cárcel y yo quedé consternada porque nunca había estado en un sitio tan oscuro. El calor era insoportable y estábamos demasiadas personas en un subterráneo muy estrecho. Me parecía morir de calor y de asfixia y sufría por no poder tener junto a mí al niño que era tan de pocos meses y que me necesitaba mucho. Yo lo que más le pedía a Dios era que nos concediera un gran valor para ser capaces de sufrir y luchar por nuestra santa religión».
Calor. Hacinamiento. Oscuridad. Antes, Irene lo había imaginado; ahora lo estaba viviendo.
«Desde que tuve a mi pequeñín junto a mí, ya aquello no me parecía una cárcel sino un palacio, y me sentía llena de alegría. El niño también recobró su alegría y su vigor».
¿Qué haría falta para que Irene tuviera también su palacio? A Horacio a su lado, pero solo si estuviera segura de su amor. ¿Amor? Él quería a Juliana.
Repasó uno de los sueños de su abuela. Una voz le informó que tendría que subir por una escalera llena de sufrimientos, pero que al final de tan dolorosa pendiente, estaba un Paraíso Eterno.
Más tarde el juicio. Luego su conversación con su padre.
—No persistas en llamarte cristiana, hija mía.
—¿Padre, cómo se llama esa vasija que hay ahí en frente?
—Simplemente vasija.
—A esa vasija no se le llama pocillo ni cuchara, porque es una vasija. Y yo que soy cristiana, no me puedo llamar pagana, ni de ninguna otra religión, porque soy cristiana y lo quiero ser para siempre.
Cristiana para siempre. Más que hija o hermana, posible esposa o madre. La abuela Perpetua lo entendió. ¿Y ella?
—Abuela, ayúdame —rogó Irene—. Quiero ser valiente como tú, pero no puedo.