Irene temía que algún insecto que estuviera en la paja que le servía de lecho la picara. Desde otras celdas se oían cantos de consuelo. Debía concentrase. Durante la noche había tenido bastante con los moscos que la atacaron sin compasión.
Afortunadamente, los sueños con la abuela Perpetua mejoraron en algo su humor. Ya no se encontraba tan abatida. Quizá Dios le enviaría alguna visión para fortalecerla, o realizaría algún milagro en su favor. ¿Acaso no envió a un ángel para que librara a Pedro de la cárcel? ¿No mandó un terremoto que dejó salir a Pablo y a Silvano?
Una mujer tosía. Otra estornudaba. En esa celda pocas cantaban. De hecho, las voces eran masculinas. Algunas se susurraban sus temores. ¿Qué de sus hijos? ¿Quién vería por ellos? Una sujetaba a su pequeño de unos diez años. Irene no sabía con quién conversar.
De repente, el corazón le palpitó como una máquina de guerra. Dos guardias abrían la reja para dejarles pan y agua. Irene ni siquiera deseaba verlos, así que no levantó la cabeza. Uno de ellos se marchó de inmediato, el otro paseó por allí hasta detenerse frente a ella. Irene sudó frió. ¿Qué querría? ¿Maltratarla? ¿Abusar de ella? ¿Por qué no estaba Timoteo a su lado? El soldado se agachó. Quedó a su altura, y entonces susurró su nombre.
—¡Irene!
¡La voz de Horacio! ¡Horacio! ¡Era él!
—¿Qué haces aquí?
—Baja la voz. Fingiré que estoy componiendo tus grilletes. No me mires a los ojos.
Ella obedeció.
—Es una larga historia, pero Dios ha sido bueno. Saqué a Juliana de ese lugar y ahora está en casa de Ana. Ya lo informé a tu padre y eso ha consolado su corazón. ¿Tú estás bien?
—Supongo que sí, pero ¿el uniforme?
—Antonio está a cargo de la prisión.
El nombre se le figuró familiar. ¡El hijo de su antiguo amo Bruto!
—Me ha dado trabajo. Así podré ayudar, pero aún no sé cómo sacarlos de aquí.
Horacio apretó su hombro e Irene palideció.
—Anda, come algo.
Ella tomó un trozo de pan. La mujer a su lado le convidó del agua.
—No pierdas la fe, Irene. Todo saldrá bien. Juliana también está a salvo. Tu padre me ha enviado a decirte que la perdona, que todo queda en el pasado. ¿Tú qué dices?
Irene titubeó, pero en ese instante, alguien llamó al nuevo celador y Horacio tuvo que salir. La mujer a su lado le preguntó:
—¿Tu esposo?
Irene negó con la cabeza.
—Un amigo.
Vio que la mujer sonreía con comprensión. Entonces pensó en Juliana. Timoteo la perdonaba. Horacio, obviamente, imitaba a su patrón. ¿Y qué de ella? Quizás moriría y Juliana tal vez quedaría libre. Libre para casarse con Horacio.
¿Por qué?, le preguntó a Dios. ¿En qué le había fallado para que vez tras vez perdiera frente a su hermana? ¿No bastaba con que Juliana fuera más hermosa y divertida? ¿No fue suficiente otorgarle un talento musical que provocaba admiración? ¿Debía además de todo eso quedarse con el amor que ella pretendía? Porque jamás sentiría por otro hombre lo que por Horacio. Porque temía a los hombres y no conseguía acercárseles ni siquiera para conversar. Porque no conocía a más jóvenes y los pocos en la iglesia de Thugga, no le llamaban la atención. Porque, desde niña, y quizá sin estar consciente de ello, le había entregado su corazón a Horacio.
En esas semanas anteriores sus esperanzas habían ascendido hasta las nubes. Él le había contado de su pasado, cosas que ella no había buscado oír. Le había abierto el cofre de sus memorias, y ella había acariciado a ese Horacio niño, carente de amor y estabilidad; admirado al Horacio joven, estudioso de las Escrituras. Y amado a ese Horacio maduro, el fiel liberto en quien su padre confiaba.
Pero Horacio se inclinaba más por Juliana. La bella Juliana. La inocente Juliana. Nadie censuraba sus fallas. Nadie recordaba sus pecados. Simplemente se le amaba. Libre, gratuita, abundantemente. Y ella perdía por tercera, cuarta, quinta ocasión. Sin embargo, el motivo de su derrota dolía mucho más que las anteriores. Porque había soñado con Horacio. había creído tener una oportunidad. Se había sentido especial a su lado.
Sus ojos se humedecieron. Timoteo amaba a Juliana tanto como a ella. Pero de algún modo no se le figuraba justo. ¿Y a quién le importaba? Ahora se encontraba en un calabozo, en una celda pestilente y oscura. Quizá moriría. Un escalofrío recorrió su espalda que la hizo lanzar un gemido.
—Ánimo, hermana. Todo estará bien —le dijo una anciana.
Irene fingió una sonrisa.
Horacio le comentó las noticias. Timoteo le mandaba saludos. La perdonaba. Irene se encontraba demacrada, quizá debido a su pasada enfermedad, pero Horacio vería por ella. Juliana solo escuchaba. La culpabilidad la traicionaba en los momentos más complicados. Esa noche, dos hermanos de la iglesia se reunieron en casa de Ana. Juliana trató de excusarse, pero los ojos insistentes de Horacio la clavaron a un banquillo. Selina tampoco logró zafarse del aprieto. Ana narró la conocida historia de Jesús, el Salvador, el Hijo de Dios. Su nacimiento en Belén, aquel pueblito olvidado de la Palestina. Sus milagros y proezas que alegraron a los involucrados. Poca comida que alimentó a multitudes, niñas vueltas a la vida, demonios que abandonaban a los cautivos. Les habló de su mensaje. Jesús no había venido a condenar. Uno mismo se condenaba al despreciar su oferta de salvación. Él predicaba el amor y el perdón. Él no rechazó a las mujeres ni a los niños. Y un día, murió. Injustamente fue acusado y crucificado, pero para dar vida eterna a la humanidad.
Vida eterna. Amor. Perdón. Juliana creció rodeada de esas historias. Las podía repetir de memoria, ya que Helena, su padre y la misma Irene se encargaron de cincelarlas en su alma. ¿En qué momento las consideró mitos y leyendas? ¿En qué instante se inclinó por las fábulas griegas? Los labios de Ana les habían hecho cobrar vida. Juliana podía ver esa cruz y la sangre derramada. Podía sentir el gozo indescriptible de aquellas mujeres que hallaron la tumba vacía.
¿Cómo podía esa anciana conversar con tal fluidez y esperanza siendo que su hijo se hallaba preso? Entonces Horacio intervino. Habló de un encuentro con Jesús, un momento íntimo que cada ser humano experimentaba. Pedro lo tuvo en una barca; Pablo camino a Damasco. Ana compartió que su momento sucedió en una reunión en casa de su hijo. Una de las visitas dijo que se encontró con Jesús a través de las vidas de sus vecinos, unos creyentes verdaderos. ¿Y Juliana? Nadie la interrogó, pero ella se llevó el cuestionamiento a su cama.
Intentó, sin grandes resultados, reconstruir ese instante. Cierto que había escuchado las historias bíblicas. Supuso que la fe se heredaba, como el nombre familiar. Pero quizá carecía del encuentro con Jesús que Ana enfatizaba. Repasó la experiencia de la otra mujer que esa noche les visitó. Recién casada, oyó la historia por boca de su tío; él les narró aquella escena en que una mujer derramaba un perfume costoso a los pies de Jesús. Priscila, la señora, se dedicaba a preparar lociones y cremas, ungüentos aromáticos que no desperdiciaría en los pies de un extraño, mucho menos un judío.
Pero esa medianoche, rodeada de silencio, abrió un frasquito de mirra. Lo combinó con un poco de agua de rosas, pensando en los contrastes y las tragedias y alegrías de su vida: la muerte de su esposo y tres abortos, salud y comida que no faltaban. Nada importó en ese minuto crucial en que comparó su «perfume» con el de la vida de Cristo.
Dolor y gozo; un Dios que se daba y que se entregaba. Un Dios que amaba. Entonces, Priscila derramó la mirra con rosas al suelo, imaginando que unos pies se materializaban frente a ella, unos pies con las marcas de clavos de hierro incrustados en la piel. De ese modo, entregó su vida a ese Salvador que apreciaría su regalo.
¿Y Juliana? ¿Qué de ella? No merecía una segunda oportunidad. No era una anciana como Ana, ni una viuda como Priscila, ni una esclava como Horacio. Aún a sabiendas de quién era Jesús, había sacrificado al emperador. Aún poseyendo un hogar, lo menospreció. Marcelo. Las joyas. El aborto. Había caído demasiado bajo. Para esas profundidades de miseria no había salvación.
Irene no lograba recuperarse del golpe. Medianoche. Silencio en la prisión. Ausencia de sueño. Quería estirarse pues las rodillas le lastimaban. El frío calaba sus huesos. ¿No podían darle una cobija? Jamás. Se encontraba como prisionera del reino. Una traidora al emperador.
¿Qué les deparaba el futuro?
Algunas mujeres llevaban más de dos días en la cárcel. Comenzaban a padecer hambre, pues la ración de pan que les llevaban era insuficiente. Otras deliraban por fiebre o por tristeza. Irene meditaba en la muerte. No estaba lista. No quería sufrir. Por otro lado, algo dentro de ella le insistía que su padre amaba más a Juliana. ¿Y qué importaba? Demasiado, se decía ella. Porque no comprendía el por qué. La habían encontraron vestida como una ramera. La peluca, el maquillaje, la poca ropa. Subía con un hombre a una habitación. ¿A qué? No faltaba adivinarlo. ¿Cuántos más antes que él? ¿Qué clase de vida había llevado?
Y aún así, su padre la recibía sin condiciones.
—Irene...
La débil voz venía del otro lado del muro. La voz de su padre. Colocó sus labios entre las rejas lo más que pudo.
—¿Padre?
Lo escuchaba con claridad, pero ambos debían susurrar.
—Estoy aquí...
Las palabras la deshicieron. Se quebró por dentro, pero continuaría la conversación.
—¿Qué ocurre, hija mía? ¿Qué hay en tu corazón que no te deja descansar?
¿Cómo empezar? ¿Valía la pena decirlo? Podría mentir. Decir que estaba cansada por la incómoda posición o alegar que le ardían los piquetes de mosco. Incluso podría hablar de su miedo por la muerte, pero en ese momento solo una cosa le enfadaba, y quiso sacarla de su pecho. La había guardado tantos años, pero no la resistiría más. Además, en vísperas del fin, ¿para qué retenerla?
—Padre, todo estos años te he servido. He obedecido. He sido buena. ¿Y todo para qué? Juliana se marcha y niega al Señor, comete pecados imperdonables y regresa solo para recibir perdón. ¿Y yo? No he pedido mucho, padre. Solo he querido amor. ¿Qué he hecho mal? ¿En qué me he equivocado? ¿Por qué la prefieres a ella?
Irene rompió en llanto. No miraba a su padre, así que ignoraba sus actos, pero la respiración de su padre se aceleró.
—Hija mía, yo no sabía... No imaginaba que tú sintieras esto...
La voz de Timoteo se quebró e Irene se hizo aún más chiquita. ¿Podría desaparecer? Qué mala hija. Aparte de todo, hería a su padre.
—Irene, tú siempre estás conmigo. Todo lo que tengo es tuyo. He fallado como padre si es que Juliana y tú no han sentido o no han sabido que las amo, y por ello te pido perdón. Pero son mi tesoro. Las amo más que a mi propia vida. Hija...
Guardaron silencio cuando los pasos de un custodio se aproximaron. Timoteo esperó hasta que el guardia se hubo ido para continuar.
—Escucha bien. No hay nada que puedan hacer, para que yo deje de amarlas. ¿Comprendes? Hablemos de Juliana. Ella pecó en grandes maneras; sus acciones me han dolido. Pero aunque hiciera algo peor no por eso dejaría de quererla. No por eso dejaría de ser mi hija. En cuanto a ti, no hay nada que puedas hacer para que yo te ame más de lo que te amo.
Irene se quedó sin aliento. No comprendía nada de lo que su padre le estaba diciendo y, Timoteo, al darse cuenta, le explicó:
—No se trata de que tengas que ganar mi amor. Yo ya te amo por el simple hecho de que eres mi hija. Y estoy orgulloso de ti por tu obediencia, la que aprecio con todo el corazón. Pero, hija, has luchado tantos años con ser perfecta que has olvidado disfrutar de la caridad de Dios; has vivido presa de tus propias exigencias.
—Solo quiero amar y ser amada...
—Al igual que Juliana, al igual que yo. Y eres amada, por Dios, por mí. Ahora aprende a amar. ¿Acaso quieres a Lucio por lo que hace?
No. Lo amaba por ser Lucio. Así de simple. ¡Qué tonta había sido!
—Deja de angustiarte. Deja de intentarlo. Que tu obediencia surja de la gratitud, no del miedo a no ser aceptada. Las amo a las dos, y no importa lo que hagan o lo que no hagan, eso no cambiará jamás. Son mis hijas. Y yo estoy aquí... por ustedes, y para ustedes.
«Yo estoy aquí». Irene lo repasó en su lengua. Olvidó el hambre y la sed que sentía. Dejó a un lado la mugre que hacía costra sobre sus pies. Timoteo la amaba.
—¿Sabes por qué tu madre te puso por nombre Irene? Porque me dijo: «Timoteo, ella nos traerá paz». Eso has hecho todos estos años. Me has dado paz.
A esas alturas, Irene carecía de lágrimas, así que solo cerró los ojos y sin proponérselo, se quedó profundamente dormida.
Horacio se marchó temprano rumbo a la cárcel. Juliana envió a Selina para lavar la ropa en alguna fuente. Esperaba que lo hiciera y no que anduviera por ahí viendo baratijas. No confiaba en esa griega.
Ana barría en silencio y Juliana se le acercó.
—¿Le ayudo?
Ana le pasó la escoba. Juliana aún se debatía bajo el peso de la culpa y las palabras de Horacio. Un encuentro íntimo con Jesús. Ana la contempló con firmeza.
—Deja atrás el pasado.
Juliana se dijo: «No sabe con quién habla y lo que he hecho».
Continuó su labor doméstica, pensando que le encantaba el modo con que Ana hacía vivos los relatos de las Escrituras.
—Me gusta una historia que narra el evangelista Juan —le dijo.
Era una narrativa novedosa que si bien Juliana la conocía, tenía unos nuevos matices. Trataba sobre aquella mujer sorprendida en adulterio, esa judía que bajo las leyes de su pueblo debía ser apedreada hasta que muriera. Curiosamente, nada se decía del adúltero. Solo se mencionaba a la mujer y a una multitud de acusadores; todos dispuestos a ejecutar el mandato legal. Severidad para otros, laxitud para las debilidades personales. Entonces apareció Jesús y escribió con su dedo en la tierra. ¿Qué fue lo que escribió? Un misterio que el apóstol no desveló.
Juliana no había puesto atención realmente al pasaje. No se acordaba del final. Pero de pronto, ella misma se encontraba frente a esos acusadores. Miraba sus manos con piedras en las manos. Leía en sus ojos la acusación: fornicaria, ladrona, asesina. Había permitido que mataran a su hijito. Había tomado la herencia de su familia, pero nadie parecía considerar que lo que había tomado le pertenecía.
¿Qué haría Jesús? Si Jesús acogía la denuncia y acusaba a la mujer, no podría acercarse a él pues ella se encontraba en la misma situación. Pero, por otro lado, si Jesús desoía a sus acusadores ¿qué clase de Dios era? A pesar del dolor que le provocaba, Juliana reconocía que merecía un castigo. La ley debía ser cumplida.
Ana prosiguió. Aquellos hombres esperaban. Jesús les dijo, en pocas palabras, que hicieran lo que venían dispuestos a hacer. Y que quien estuviera libre de culpas, que fuera el primero en lanzar la piedra. Nadie respondió; más bien, uno a uno empezaron a irse. La mujer quedó, entonces, aguardando la sentencia de Jesús. Si bien los demás carecían de rectitud, ese profeta podría condenarla porque él era alguien especial. Pero Jesús le dijo: «Ni yo te condeno. Vete, y no peques más».
Ana guardó silencio y Juliana observó la calle. Una mujer pecadora, sorprendida en el acto, incapaz de buscar coartadas o excusas. Igual que aquélla. Teñida de maldad. Manchada por errores. Menospreciada por la sociedad. Pero, ¿acaso Jesús realmente la perdonaría? Sus ojos se posaron sobre Ana en busca de una respuesta. La buena mujer asintió con benevolencia. Le explicó que Jesús no había venido a condenar al mundo. Si bien Ana no sabía leer, memorizaba cuanto se decía en las reuniones guardando celosamente en su corazón cada palabra dicha por Jesús. Como aquellas que dijo a Nicodemo cuando éste le visitó. De que no había venido para condenar al mundo, sino para salvarlo; que uno mismo se condena al amar más las tinieblas que la luz.
Juliana comprendió. Ella misma se condenaba si no se acercaba a Jesús, si no lo buscaba, si no creía en él.. Si optaba por una vida sin Dios. Pero Jesús no deseaba condenarla, sino rescatarla de ese hoyo de perdición. ¿Qué hacer?