Paz. Irene meditaba en la palabra y en su nombre. Esa mañana, la prisión no se le figuró tan oscura ni tan húmeda. No se quejó tanto de los olores a orines y a sudor, sino que se concentró en los rostros de sus vecinas, todas mujeres inocentes, cuyo pecado se reducía a amar a Jesús. Su padre la amaba y si su Dios la amaba. ¿Qué más importaba?
¿Vendría Horacio? Si lo hacía, no dejaría que el factor amor siguiera angustiándola. Si Horacio quería a Juliana, lo aceptaría. Si estaba a punto de morir, que Horacio y Juliana siguieran con sus vidas. Morir. ¡Qué palabra tan complicada y terrible! ¿Qué se sentiría morir? ¿Cómo sería? ¿Tendría valor?
Tal como lo había dicho, Horacio arribó a la misma hora con la comida del día. Atendió a las mujeres, luego se aproximó a Irene.
—¿Cómo estás?
—Bien. Dormí un poco.
—Me alegro.
Él sacó de la cota de su uniforme un trozo de queso, pero con un gesto Irene lo rechazó. No consideraba justo alimentarse más que las demás prisioneras. Horacio comprendió.
—El procónsul está aquí. Mañana temprano inician los juicios. Haré lo posible por...
—Horacio, se requeriría un milagro.
—Eso es lo que le pido al Señor, un milagro.
Irene pensó en las historias de los apóstoles. Terremotos, tormentas, sanidad. ¿Querría Dios hacerla ver un evento sobrenatural?
—Quizá pueda convencer a Antonio de dejarte libre.
—¿Y mi padre?
—Necesito conseguir dinero. Un soborno fuerte.
¿Y de dónde? La tía los había dejado sin nada. Sin olvidar que Juliana se había encargado de echar todo por la borda.
—Debo irme, pero quiero que sepas que hago lo posible y lo imposible.
Irene no estaba segura a qué se refería.
—Solo cuídate, y ve por el bienestar de Juliana. No hagas nada de lo que te puedas avergonzar.
Horacio tragó saliva:
—¿Lo dices por los sobornos?
—Si Dios nos ha de librar, será por un milagro, como has dicho y no por un soborno.
Él la contempló con admiración. Irene se emocionó. ¿Acaso leía en sus pupilas un poco de cariño? Horacio entonces sacó del mismo escondite del queso una flor. Una rosa. ¡Qué bella! ¡Qué color tan hermoso y brillante! El bochorno no provenía del reducido espacio y los muchos presos, sino de algo más profundo.
—Todo toma tiempo —repitió él lo que le dijera tiempo atrás—. Estoy preocupado por ti. Oro por ti todos los días. Quisiera estar aquí en tu lugar y verte a salvo.
—Gracias, Horacio.
Trató de devolverle la mirada, pero cuando lo hizo, él ya se había ido. Guardó la flor entre sus ropas no sin antes frotar los pétalos, delicadamente con las yemas de los dedos. Se envolvió en su suavidad. No pensaría en su significado, solo descansaría en que Horacio la apreciaba.
—Pero es peligroso —le decía Horacio, quien lucía diferente con su uniforme de guardia.
—Necesito estar allí. No sabemos en qué orden saldrán los prisioneros. Quiero ver a mi padre y a mi hermana.
Horacio refunfuñó.
—¿Y si algo te pasa? No te puedo estar cuidando. Andaré ocupado, haciendo lo mío, que de por sí tanto detesto. ¿Escoltar a mis propios hermanos a su muerte? ¿Y además preocuparme por tu bienestar? Le prometí a tu padre cuidarte.
—Y eso haces, pero esto es importante —insistió ella con severidad—. Horacio, ponte en mi lugar. Debo estar allí. Es lo menos que puedo hacer.
Sus ojos se humedecieron. Ana la abrazó.
—Llévala, hijo. Que vaya su esclava con ella. Yo iré más tarde con otros hermanos de la iglesia.
Horacio se rindió y guardó la daga en su cinto.
—Está bien. Pero te lo advertí. No será un espectáculo agradable. Trata de no llamar la atención, y por lo que más quieres, espérame para regresar a casa, bajo el pórtico, junto a la estatua de la Diana Cazadora. Iré por ti en cuanto me desocupe.
Una hora después, Juliana y Selina aguardaban el inicio de la sesión en el foro. Las autoridades habían decidido hacer una exhibición. ¿Para qué? Quizá para disuadir a muchos más de creer en Jesús. Tal vez para burlarse aún más de los cristianos. Lo cierto es que utilizaron el Capitolio, cercano al pretorio y a la cárcel donde guardaban a los detenidos. Todo se encontraba cerca, demasiado cerca, lo que Juliana apreció. De algún modo, estar allí la hacía sentirse más próxima a su familia que en los días anteriores.
Selina lucía inquieta. No esperaban hallar tal muchedumbre, pero los cristianos ofrecían un espectáculo comparable al circo. La griega se quejaba del calor, pero Juliana la ignoró. A veces esa esclava la exasperaba. Más bien, Juliana contempló el trono. Unas alas formaban una especie de semicírculo con las sillas magistrales en lo alto de las escaleras. Detrás y alrededor, pesadas cortinas púrpuras descendían hasta la plataforma. Una visión que promovía el respeto. ¿Pero miedo? ¿Intimidarían a los creyentes con semejante elegancia? La abuela no había sido movida a abandonar su fe, ni siquiera ante las súplicas de su anciano padre. Juliana había escuchado las palabras de su diario cientos de veces.
No todos podían acercarse al estrado, pero Juliana se las ingenió para hacerlo de modo que podía visualizar la mesa de los notarios, cubierta de una pequeña alfombra, donde descansaba, entre otras cosas, el Libro de los Mandatos. En el sillón principal se encontraba el procónsul, un hombre de cara angular, vestido de púrpura y con una cadena trenzada de oro. Los abogados y asesores, soldados y litigantes, ocuparon sus lugares.
Un alarido anunció la aparición del primer acusado. Mapálico, según anunciaron su nombre, fue colocado en la catasta, una plataforma parecida a la que se usaba en la venta de esclavos. Juliana se preocupó. ¡Mapálico! ¡El hijo de Ana! Se parecía a ella en sus facciones, mas no en el color de la piel. De todos modos, no podía negar su herencia. ¿Y dónde estaría Ana? ¿Vería morir a su hijo? ¿Lo soportaría?
Dos soldados se pusieron al lado del acusado. Mapálico lucía desaliñado y sucio, pero con una expresión tranquila. En un extremo del salón, Juliana descubrió a los verdugos, desnudos hasta el vientre, con espadas listas para atacar.
El silencio dio paso al juicio. El procónsul leyó pausadamente el documento frente a él. Se acusaba a Messius Gratus Mapálico de no cumplir con las ordenanzas establecidas por el emperador Trajano Decio, negándose a ofrecer incienso en su honor y para prosperidad del Imperio. El procónsul, entrecerrando los ojos, contempló al acusado.
—¿Es verdad esto? ¿Por qué te niegas a ofrecer culto a tu rey?
La voz de Mapálico sonó con fuerza.
—Porque sirvo a un rey superior, al único digno de adoración.
—Basta ya de tonterías. Antes construías imágenes que vendías en el mercado. ¿Has olvidado las estatuillas de dioses y las pinturas que hoy decoran muchas casas?
—Era ciego, mas ahora veo. Lamento que en mi ceguera confiara en dioses falsos.
—Te daremos una oportunidad más. Jura a favor del emperador; ofrece sacrificio.
—Solo adoro al único y verdadero Señor, a Cristo Jesús.
—Si tú no lo haces, te obligaremos. Solo debemos sujetar tu mano, poner en ella incienso y sostenerla sobre el fuego.
—Mi corazón no estaría en ello.
—¿Qué es lo que pretendes? Llévenselo al tullianum. Allí aprenderá una lección. Traigan a otros.
Un soldado abofeteó a Mapálico. Lo arrastraron fuera y el populacho se quejó. Entonces Horacio apareció con otros prisioneros, pero no estaban entre ellos ni Timoteo ni Irene. Juliana quiso correr y buscar a Timoteo dentro de la cárcel. No soportaría que enjuiciaran a su familia con tal desatino como a Mapálico, pero se trataba de algo imposible de lograr.
Una conmoción en el patio la perturbó. ¿Qué sucedía? Irene escuchó gritos, luego la voz firme de Mapálico. Nada lo haría negar a su Señor. Los soldados hablaban con enojo y caminaban con furia. ¿A dónde lo llevaban? Debajo del suelo de la prisión, se abría un agujero, una fosa llamada el tullianum, donde depositaron a Mapálico. Un foso repleto de podredumbre. Un lugar de tormento. El cieno lo cubriría, primero pies, luego rodillas, cadera, pecho... ¿Moriría de asfixia? Irene trató de sobreponerse a la pesadilla, pero no lo consiguió.
Horacio entró a la celda. Su compañero de armas apuntó a dos mujeres. Horacio obedeció y las desencadenó, luego amarró sus manos. Irían a juicio. Las hermanas se despidieron de ellas. Horacio e Irene intercambiaron miradas. Pronto se acercaría su turno.
¿Qué hacía allí? ¿Por qué debía sufrir tanto? se preguntó Irene cuando Horacio se marchó con las detenidas quienes cantaban un himno en voz baja. Todo por Juliana, se repitió. Si no hubiera escapado, no habrían viajado a Cartago. Continuaría en la villa, rodeada del aire puro del campo, con el aroma a cebada y a sus árboles frutales. Podaría plantas, cortaría frutos, prepararía sencillos manjares que borrarían el hambre que no se apartaba de ella.
Oyó la burla de los soldados. El procónsul había ordenado no más alimento para los seguidores de Jesús. Que su Cristo, de quien se rumoraba que multiplicaba panes, les proveyera. Algunos cristianos de otras celdas ya lucían flacos y demacrados por falta de alimento. ¿Cuántos días sobrevivirían? ¿Por qué los cristianos debían padecer tanto? ¿Qué quería Dios de ella?
Por lo menos sabía que su padre la amaba y le agradecía su obediencia, pero ¿eso en qué la beneficiaba en ese instante? Ella solo había deseado un hogar. Nunca quiso más, a diferencia de Juliana. No aspiró a famas y riquezas, no codició el domus de los ricos, no pretendió conservar las joyas de la abuela, pues de hecho ignoraba su existencia hasta que leyó la carta de la tía unos días atrás.
Irene solo anhelaba un hogar. ¿Era mucho pedir? Y lo había tenido. La villa con su huerto y sus graneros, sus corrales y su caballeriza. Un pequeño lagar y el cuartel de los esclavos. Una mesa abundante, sin exagerar. Una nodriza dedicada y sabia. Un padre comprensivo. Un amigo en Horacio, una hermana en Juliana. Todo se echó a perder el día que Juliana quiso más. Toda la culpa recaía en su hermana menor. Por ella estaban en esa situación.
Por cumplir sus sueños, Juliana se había ido con la tía. ¿Qué de las ilusiones de Irene? ¿Quién velaba por ellas? Las vio esfumarse como el humo de una fogata. Moriría joven. No cargaría hijo en su vientre, no besaría a un hombre como alguna vez vio que una pareja de esclavos lo hacía. Las prisioneras entonaban un canto que hablaba de un versículo que alguien le había dicho días atrás. El mundo no era su hogar permanente, solo temporal. El Padre preparaba un hogar para los suyos. Irene cerró los ojos. Si no veía la miseria a su alrededor, quizá la olvidaría. Se esforzaría para no detectar esa peste que subía a sus fosas nasales.
—Quiero ir a casa —susurró a nadie en particular.
Imaginó el campo verde y los olivos en su esplendor. Un rosal floreciente, un atrio limpio y acogedor, una cocina vibrante y repleta de aromas deliciosos. Su hogar. Ella deseaba un hogar.
—¿Y qué de mi hogar?
Una voz la contrarió. ¿Quién le hablaba? Voz varonil, pero no era su padre. Las palabras regresaron con más claridad.
—No estás aquí por Juliana, sino porque yo así lo he querido. Todo este tiempo has amado más tu hogar terrenal que el celestial. ¿Estarías dispuesta a rendirlo por mi causa?
Una voz interior, firme, grave, compasiva. No tuvo que pensarlo dos veces. Se trataba de Jesús. Alucinaba, soñaba. Pero sus palabras calaron hondo. Irene desconocía la respuesta. Jesús tenía razón. Irene había apreciado tanto su hogar, que no anhelaba el futuro. Se encontraba tan a gusto en este mundo, que no ansiaba el venidero. Aquellos que sufrían, que carecían de riquezas podían rogar a Dios por el reino eterno, pero quienes disfrutaban de la estabilidad de un hogar, rara vez elevaban la vista al cielo.
Cierto que Irene amaba a Dios y lo servía. Cierto que lo honraba y jamás se atrevería a negarlo. Pero en el fondo de su corazón, debía reconocer que temía la muerte, no tanto por lo desconocido, sino por lo que perdería. Su villa, su huerto, su familia. Todo «su». Egoísmo puro. Falta de amor por quien dio su vida por ella.
¿Estaba dispuesta a depositar todo en el altar? ¿Le cedería a Dios sus sueños? ¿Le entregaría su ilusión por casarse, por tener hijos, por embellecer su villa?
—¿Cómo es tu hogar?
Jesús no respondió. No le mostró calles de oro ni mares de cristal. Ni siquiera un atisbo de su gloria. Los olores penetrantes no se iban. La oscuridad no cesaba. Irene debía tomar una decisión. Entonces recordó la cruz. Nada más atravesó su mente, sino los clavos, el tormento y el maltrato. Ella no experimentaba nada que su Señor no hubiese sentido antes. No pasaba por ningún percance sobrehumano. Y lo supo sin duda alguna. Nada le pertenecía. Dios le había dado la villa y a su familia. Le había entregado el huerto a su cuidado. Pero cuando él lo dispusiera podía quitárselo.
—Anhelo tu hogar, Señor. Elijo tu hogar.
Y por primera vez en años, Irene se sintió libre. Como si un peso cayera de sus hombros, como si un aguijón se extrajera de su piel, Irene sintió paz. Una paz mejor que la que su nombre pronosticaba. Una paz verdadera. Le rendía todo a Dios. Un hogar, una familia, un matrimonio. Que él dispusiera. Que él decidiera. A final de cuentas, si Dios la llamaba a su gloria, sería mucho mejor. Pues si Jesús había creado el huerto y los campos de cebada, seguramente el hogar celestial que preparaba sería mucho mejor.
Aún más, Irene perdonaba a Juliana. Pensar en ella la hacía pensar en su infancia, en esa niñita de cabellos dorados que la hizo reír en más de una ocasión. ¿Quién era ella para juzgarla? De eso que se encargara Dios. El perdón se ofrecía a todos, sin distinción. Irene no cargaría con esas cadenas, como las que ataron a la señora Trófima, la ex-patrona de Horacio. Un hogar irrompible. Ella no cooperaría con lo que el enemigo deseaba: matar y destruir. Más bien, usaría cuerdas de amor para sostener a su pequeño clan mientras Dios lo permitiera. Así que pidió por Juliana, que Dios la protegiera y la cuidara donde estuviera y la trajera de vuelta al hogar, en presencia, pero aún más, en el corazón.
Juliana y Selina escuchaban a los nuevos acusados. El procónsul repitió sus preguntas. ¿Ofrecerían incienso al emperador? ¿Rendirían tributo a sus autoridades? Los cinco se negaron. Los magistrados no perdieron tiempo y deliberaron. Luego se leyó el veredicto. Culpables. Se les condenaba a morir quemados. Juliana se cubrió el rostro con las manos, Selina apretó los labios y Horacio, desde la tarima, agachó la cabeza.
La muchedumbre exigía que la orden se cumpliera enseguida. Esos traidores debían morir. Juliana se preguntó qué provocaba semejante reacción en sus congéneres. ¿En verdad creían las mentiras que se rumoraban sobre los cristianos? ¿Que comían carne humana y sacrificaban niños? Nada más lejos de la realidad.
Selina se movió incómoda. ¿Quería quedarse a contemplar el final? Juliana se negó, pero si perdía su lugar, y seguía su padre, ¿perdería su posición? Decidió quedarse, aunque Selina torció la boca. De todos modos, se prohibió mirar. Mientras las flamas ardían, su corazón se helaba. Los gritos de los cristianos la persiguieron. Juliana había visto morir caballos y cerdos, aves y bichos, pero ¿seres humanos? Durante su tiempo en la villa se le prohibió acercarse a la muerte en muchas formas. Si acaso, participó en entierros, pero sin ver los cadáveres.
Al huir del manto de protección, de pronto enfrentaba la vida en su más clara expresión. La pobreza y el hambre, la injusticia y la muerte. ¿Por qué había dolor en el mundo? ¿Por qué Jesús no había erradicado para siempre la maldad? ¿Por qué sus seguidores debían morir?
El procónsul anunció que trajeran a otro grupo de cristianos. Juliana se abrazó a sí misma. El sol calaba su piel; estaba cansada por permanecer de pie. Pero debía resistir. Su padre y su hermana estaban en peligro, por su culpa.
Entonces, mientras traían a más personas para ser enjuiciadas, Juliana meditó en las cosas que su cabeza no echaba fuera. Carecía de un encuentro íntimo con Jesús. ¿Pero importaba? ¿De eso se trataba la vida? Morir y vivir. Vivir y morir. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Una voz rasposa apareció a su lado, no fuera de ella, sino dentro, cerca de su oído y de su conciencia.
Morir. Ella debía morir. Por su culpa su padre y su hermana padecían. Era una traidora, como aquel Judas, discípulo de Jesús. Una vergüenza. Una mala mujer. Poca cosa. Sin futuro. ¿Podía seguir caminando por el mundo a sabiendas que había matado a su propio hijo? ¿Que por temor al castigo corporal bebió esas hierbas que concluyeron con una vida? ¡Qué bajo había caído! ¡Qué afrenta para su padre el reconocer que tenía una hija como ella! Morir como Judas. Morir como los traidores. Juliana había sacrificado al emperador. Se había entregado a un hombre sin estar casada. Morir como Judas. Colgarse de un árbol o arrojarse al mar. En el puerto había muchos lugares. Al no saber nadar, moriría pronto. Morir como Judas.
¿O acaso vivir? Ella había salido de casa para ir a Cartago. Una vez en Cartago soñó con ir a Roma. Pero quizá ahora se encontraba en un viaje más importante: el de su alma. Se encontraba en una encrucijada.
Vivir o morir. Dios o los dioses. Rendición total o más rebeldía. No trató de justificarse, pero supuso que por aquella razón le había resultado tan sencillo ofrendar al emperador. Porque no le pertenecía a Cristo; porque ella misma se había condenado al no creer, al no entregar y al no ceder. Había amado más las tinieblas que la luz. Pero las tinieblas solo le habían traído dolor y amargura. Su corazón no encontró el amor en Marcelo.
La abuela Perpetua, por otro lado, comprendió la dicha de saberse amada y perdonada. No le interesó morir, pues creía en algo más allá de la muerte. Y Juliana entendió que Timoteo tampoco se rehusaría a morir. ¿E Irene? Su hermana era la persona más comprometida que conocía. Irene no se rendiría. Irene tenía algo que la haría ir un paso más allá. Juliana deseaba ese algo, ese alguien. Pero ¿cómo acudir al más perfecto del planeta sin fallecer en el proceso? ¿Podría Dios perdonarla?
Morir como Judas. Una soga en el cuello y todo culminaría. Nadie la echaría de menos. Nadie la juzgaría. Morir como Judas. Morir como Judas. Morir como Judas...