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Horacio se abrió paso entre la multitud. No resultó sencillo avanzar contra la corriente, pero su fuerza ayudó a que alcanzaran el lugar donde habían arrojado el cuerpo de Timoteo, lejos de la hoguera y de toda decencia. Timoteo se movía, poco, pero lo suficiente para comprobar que vivía. En cuanto comprendió el milagro, Horacio lo sujetó. La lluvia no se detenía, lo que les favorecía enormemente. ¿Pero cómo cargar a su padre hasta casa de Ana? Irene estaba débil. Juliana y Horacio no serían capaces de hacerlo solos.

De repente, un grupo de personas se acercó. Recolectaban los cadáveres de los cristianos mártires. Horacio los saludó con alegría e Irene los reconoció. Hermanos de la iglesia que venían para cuidar de los cuerpos de sus familiares y amigos para darles una apropiada sepultura. Horacio les compartió las noticias. Timoteo vivía. Dos de los creyentes más Horacio, podrían sacar a Timoteo del foro.

La lluvia no paraba. La calle estaba casi desierta. Ni guardia ni nadie entrometiéndose en sus asuntos. Juliana compartió su manto con Irene quien aún traía las ropas que vestía al momento de ser arrestada. Las dos se protegían del viento, pero a Irene le tranquilizaba sentir los brazos de su hermana alrededor. No olvidaba lo que Horacio le hubiera pedido: demostrar que había hogares irrompibles.

Ya no moraba en ella ningún rasgo de celos o envidia. Dios le había regalado la vida. Dios le había mostrado varios milagros en pocas horas. No podía más que alabarlo y descansar en él. Su padre vivía. Ella vivía. ¿Qué más podía pedir? El hogar celestial aún la tendría que esperar. La abuela Perpetua y su madre no desesperarían. Dios manejaría los tiempos.

Ana los recibió emocionada. Los hombres colocaron a Timoteo sobre un camastro. Uno de ellos propuso buscar a un médico. Juliana e Irene no perdieron tiempo. Con trapos húmedos limpiaron las heridas de su padre. Irene palideció al percibir las marcas de las piedras. La sangre seca en su rostro y torso. De una de las heridas en la sien aun corría la sangre. Timoteo gemía, pero continuaba perdido en la inconciencia. ¿Despertaría?

Juliana sujetó la mano de Irene. Tenían tanto que decir pero ninguna de las dos se atrevía a hablar. No, mientras ignoraran el estado de Timoteo. No, en tanto carecieran de intimidad.

—¿Y Selina? —preguntó Horacio.

—Creo que huyó —respondió Juliana.

Irene se encogió de hombros. La griega elegía su camino. Solo rogaba que algún día recordara las enseñanzas que había aprendido bajo el techo de Timoteo. Un golpe en la puerta los atemorizó. ¿Más soldados? ¿Peligro? Horacio sujetó su daga. Aún vestía su uniforme, lo que le daba una apariencia autoritaria. Se asomó por una rendija, pero no dudó en abrir. Se trataba del médico, un hombre delgado y joven, pero con una mirada tierna.

No preguntó mucho, sino que se dedicó a su paciente sin perder tiempo. Alabó la limpieza de las hermanas sobre las heridas lo que facilitaría su trabajo. Irene sonrió. Helena estaría orgullosa de ellas. El médico revisó cada rincón, cada hueso, cada moretón. Untó en las heridas y en las magulladuras aceite y otras pomadas.. Vendó el hombro derecho, luego la frente, donde estaba la herida más profunda.

Recetó algunas hierbas. Él traía unas cuantas, Ana cooperó con algunas más, pero faltaban tres o cuatro. Horacio prometió salir a buscarlas. Confiaba que su uniforme haría que se le abrieran varias puertas. Luego el médico se dirigió a las hermanas. Les explicó cómo cambiar las vendas y cómo combinar las hierbas para preparar brebajes que ayudarían a su respiración y a aliviar el dolor. Aún así, advirtió que Timoteo quizá tardaría en volver en sí. Uno de los golpes en la cabeza le preocupaba, pero con la ayuda de Dios, saldría adelante.

El médico se despidió e Irene lo acompañó hasta la puerta. Horacio había salido en busca de alimento y lo necesario para Timoteo.

—Gracias, doctor.

—Usted también descanse, Irene. Sé que pasó por días duros en la cárcel, y no ha comido bien. No descuide su propia salud.

—Eso haré.

—Dios ha sido bueno con ustedes. Un milagro. Un rescate. Alabado sea su nombre.

Irene lo vio perderse en la esquina. Un nudo se le formó en la garganta. Sí, ellos habían sido librados del fuego y de la muerte, pero no todos. Otros más murieron ese día. Al siguiente, muchos más se agregarían a las filas de los mártires. Irene viviría más años, no así Perpetua, no así Mapálico, no así la mayoría de las mujeres en su celda. La mamá con su niño, la anciana de sonrisa tierna, la mujer con tos. Ellas aún sufrían, en tanto Irene respiraba los aires de gozo. ¿Por qué? ¿Para qué?

Alzó los ojos al cielo estrellado de Cartago. En el hogar del Padre había suficiente lugar. Quizá algunos estaban listos para disfrutarlo, otros aún no acababan su labor en la tierra. Ignoraba las respuestas. Quizá el obispo Cipriano las conocía. Pero no más culpabilidad. No más aferrarse al hogar temporal. Pondría sus esperanzas en lo eterno.

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Juliana bañó el rostro de Timoteo con un paño húmedo. Él gimió, pero no abrió los ojos. ¿Qué luchas enfrentaría en esas horas entre la vida y la muerte? ¿Vería algo especial o solo lidiaría con un cuerpo abatido? El cansancio la golpeó, pero no permitió que el sueño la venciera. No dejó que nada la desviara de su propósito. Vigilaría la salud de su padre sin desmayar. Era lo menos que podía hacer.

Deseaba dormir. Las emociones del día la abrumaban. No había comido bien; sentía los músculos anudados en el cuello y en la espalda. Tensión, miedo, sorpresa. Todo había recorrido su existencia en unas horas.

Quiso llorar. Jamás lograría agradar a su padre. No lo merecía. No podía ni siquiera velar una hora a su lado, aunque lo intentaba. Pero antes de entregarse al desatino, Irene regresó de hablar con el médico. Ana se había ido a reposar a su habitación.

—¿Cómo sigue?

—Aún duerme.

Juliana no lo podía evitar. Al lado de Irene se sentía pequeña y sucia. Morir como Judas, le repetía la vocecita. Irene, siempre fiel a su padre y a su Dios. Ella, dejando todo a un lado como una ingrata. Pero su hermana mayor no la veía con ojos de odio, ni de rencor sino con una mirada de paz que no había visto antes, pero que anhelaba profundamente.

—Perdóname, Irene. He sido tan egoísta; he causado tanto dolor. No sabes cuánto lamento todo. Por mi culpa...

Irene no la dejó terminar:

—No digas más. Estamos a salvo y es lo que cuenta. Además, yo también me he equivocado. He sido egoísta y ciega. Te he tenido tanta envidia.

Juliana casi se cae del banquillo.

—¿Tú a mí? Si eres casi perfecta.

Su hermana mayor lanzó una sonrisita:

—Antes de irte, te deseé mal. Además, he acumulado tantos celos.

—¿Celos?

Irene se sonrojó y Juliana se intrigó.

—Debo decirlo, pues si no me ahogaré en ello, pero tú eres una muchacha linda. Quizá deberías fijarte en alguien como Horacio.

Juliana no lo evitó y rió:

—¡Qué cosas dices, Irene! Horacio no me gusta salvo como hermano. Solo deseo que las cosas sean como antes.

Irene se acercó y la abrazó:

—Somos hermanas, y siempre lo seremos. Pase lo que pase, aún cambie la vida, nadie nos robará nuestros momentos de intimidad, nuestras conversaciones de media noche, nuestros juegos infantiles. Nadie me conocerá como tú, pues nos hemos visto crecer y cambiar.

De pronto, una voz rasposa resonó en la estancia. No era una voz, sino un murmullo, como cuando alguien se aclara la garganta. Irene y Juliana sse sobresaltaron. Irene se colocó a la derecha de su padre y Juliana a su izquierda. Timoteo movía los labios y sacudía la cabeza. ¡Volvía en sí! Las dos trataron de levantar un poco su cabeza y él tosió. Ambas se comunicaron con los ojos y pusieron una manta como almohada para elevar un poco su pecho.

Tos, flemas, dolor. Timoteo suspiró cuando terminó el suplicio y luego batalló con sus párpados. Juliana percibió la lucha, pero la voluntad de su padre venció. Las pupilas claras que tanto amaba observaron el techo. Parpadeó varias veces antes de enfocar con claridad. Luego, giró el rostro a la derecha. Contempló a Irene y ella esbozó una enorme sonrisa.

—Padre...

Los labios de Timoteo se movieron levemente. Después, dirigió la vista hacia la izquierda. Juliana tragó saliva. Los nervios amenazaban con romperla en dos. Tanto había aguardado ese instante que no sabía cómo reaccionar. ¿Debía hablar? ¿Decir algo?

Entonces los ojos de su padre se posaron en ella. Tardó en reconocerla, pues los entrecerró en más de una ocasión hasta comprender que no veía una visión. Sus ojos se humedecieron, sus manos temblaron.

—Padre, perdóname... —le dijo y rompió a llorar.

Su padre hizo un esfuerzo supremo, y con una voz ronca y herida susurró:

—Juliana, hija mía...

—Los dejaré solos —dijo Irene y se marchó.

Juliana titubeó. ¿Qué decir? ¿Por dónde comenzar?

—Padre, te he fallado tanto.

—Hija, has vuelto.

Timoteo apenas lograba articular palabra, pero apretaba sus dedos con cariño.

—¿Me perdonas, padre mío?

—Por supuesto que te perdono, Juliana. Has vuelto, y yo estoy aquí.

Juliana besó la mano arrugada y llena de heridas. Timoteo respingó ante el dolor y Juliana no perdió tiempo. Le dio a beber un poco de agua con hierbas que Ana había preparado.

—¿Qué ocurre, Juliana?

Ella agachó la vista.

—No sabes lo que he hecho. He pecado tanto...

—¿Crees que te ayudaría confesarlo a tu viejo padre?

Supuso que sí. De ese modo, inició el relato. No omitió detalle. Su noche con Marcelo, su embriaguez con Flavia, su avaricia por dinero, sus sueños de fugarse, el sacrificio al emperador, su encuentro con la traición, sus días en la caupona, el aborto.

Timoteo no la interrumpió. Cuando ella descargó su alma, su padre guardó silencio. Después de un rato, susurró la palabra caridad. Juliana recordaba su entrevista pasada, meses atrás. ¿Qué con la caridad?

—El único que debe saber todo esto es Dios, pero ya se lo has dicho, ¿verdad?

Juliana tragó saliva. Morir como Judas, insistió la voz.

—Ahora que yo me he enterado, te lo agradezco. Pero no olvides la caridad. ¿La entiendes, hija mía?

Ella negó con la cabeza.

—La caridad es la más grande de las virtudes. Es la esencia misma de Jesús. Algunos le llaman amor, como en latín; otros ágape, como en el griego. Pero ¿quién puede definir una palabra tan profunda? Tu maestro judío de música fue quien realmente me hizo reconocer el concepto de amor. En hebreo se usa la palabra «ahava», compuesta por tres letras cuya base deletrea la acción de dar. En otras palabras, amor significa «yo doy». El día que creí en Jesús fue cuando comprendí que él da, no quita. Luego me sentí enojado cuando tu madre murió. ¿Por qué Dios me arrancaba lo más preciado de mi vida? Pero al ir internándome en los Evangelios, vi a un Dios que daba, que entregaba, pero mucho más, que se daba a sí mismo. Caridad, hija mía, esa virtud del amor desinteresado. Dios te ha dado su perdón. Dios te ha dado su amor. Simplemente, tómalo. No es fácil, yo lo sé. Nuestro orgullo nos exige hacer algo para ganarnos su favor. Pero este Dios no exige lo que otros. No busca el fuego de Tanit ni las exigencias de Júpiter. No ve por sí mismo, ni recoge para sí de las ofrendas. Nuestro Dios da. Deja de castigarte.

—Pero, he sido tan mala...

—Al igual que yo o el obispo Cipriano. En nuestras listas personales, todos hemos hecho cosas terribles. Pero siendo enemigos, fuimos reconciliados. Fuimos amados. Fuimos perdonados.

Juliana pensó en Irene. ¿También tendría graves errores como los suyos? Quizá no, y eso la alegraba. Irene sería más feliz y comprendería mejor el amor de Dios.

—¿Qué debo hacer entonces, padre?

Timoteo sonrió:

—Buscar a Dios y cuidar tus manos.

Él acarició sus palmas y sus dedos:

—¿No complacerás a este viejo con una melodía?

—Pero no es hora de música.

—Siempre hay tiempo para ella, hija mía. Ve por tu lira y complace los oídos de este enfermo.

¿Cómo negarse a tal petición? Juliana se dirigió a donde reposaba su lira. Regresó y se colocó sobre el banquillo. ¿Qué tocar? Lo supo enseguida. Una de las alabanzas preferidas de su padre. Un salmo que culminaba con unas bellas palabras que no comprendía del todo, pero que la serenaron: «En cuanto a mí, veré tu rostro en justicia; estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza».

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Irene se ubicó cerca de la puerta. No tenía miedo. La ciudad se hallaba vacía, como si todos hubieran huido de la lluvia para no salir nunca más. Supuso que aún así la sequía volvería pronto. Un poco de agua no cambiaría los meses sin ella. ¿O sí? Una silueta uniformada se aproximó. Horacio. Traía unos paquetes con comida y unas hierbas que el médico había recetado.

—Para algo sirvió mi sueldo como guardia. Aunque solo duré unos días —bromeó.

Ella agradeció su buen humor.

—Mi padre ha despertado. Está hablando con Juliana. Quise darles un poco de privacidad.

—Pero debes tener mucha hambre. Y este manto no te cubre del frío. Vamos adentro.

Ella asintió, pero antes de dar la media vuelta, él la tomó de la mano.

—Irene, estoy tan gozoso por saber que estás bien.

Irene se sonrojó, pero no dijo más. La música de la lira los atrajo. Juliana deleitaba a su padre con su música y Timoteo no dudó en sonreír y saludar a Horacio con una enorme sonrisa.

—Hijo mío, ven acá. Gracias por cuidar de mi Juliana y de mi Irene.

Horacio asintió. Ana despertó ante la música y no titubeó en empezar a preparar algo de cenar. Irene saboreó el pan y las aceitunas como si nunca antes las hubiera probado. Horacio decidió irse a quitar el uniforme, y volvió con sus ropas del diario. Se notaba, sin embargo, inquieto. Todos lo advirtieron, incluyendo a Timoteo.

—Basta Horacio, que me angustias. Juliana, pequeña, ven acá —dijo.

Juliana se acurrucó junto a su padre, mientras que Irene comía y Horacio se tronaba los dedos.

—¿Qué pasa, Horacio? ¿Malas noticias? Debes ponerme al tanto sobre cómo escapó Irene y si aún corremos peligro. En cuanto recupere mis fuerzas, debemos volver a la villa.

—No es eso, señor.

—¿Entonces?

Horacio miró a Irene y ella se sonrojó. Algo en su estómago se activó, como si cientos de abejas zumbaran dentro de ella.

—Usted sabe que he sido un buen trabajador, que he ahorrado un poco, aunque no lo suficiente, pero quizá estoy pretendiendo lo que no debo...

—Horacio, por piedad, soy un hombre convaleciente y estas niñas deben dormir. Habla ya.

—Sí, señor. He luchado durante meses contra este sentimiento. Pero su hija me ha cautivado desde niña. Ella es hermosa, tierna y buena. Cualquier hombre daría todo por tenerla. Y supongo que esa es mi petición. ¿Consideraría usted dármela como esposa?

Irene no soportaba más la sensación en su vientre. Horacio estaba pidiendo casarse con una de las hijas de Timoteo. ¿Pero cuál? ¿Juliana? ¿Irene?

—Como el paterfamilias pido su consentimiento.

Timoteo esbozó una sonrisita pícara e intercambió miradas con Juliana. Irene tragó saliva. Había perdido. Juliana sería la favorecida.

—Precisamente de eso hablábamos Juliana y yo hace unos momentos. Ella ha pensado mucho en ti, Horacio. Cuéntale, hija.

Juliana se sonrojó:

—Yo solo meditaba en lo diferente que eres a Marcelo. Él repleto de ego y planes para sacar provecho propio, tú entregado a los demás y al servicio. Lo poco que vi del mundo me enseñó que las mujeres son usadas por los hombres, y que éstos solo piensan en su satisfacción personal. Marcelo, al fin de cuentas, encarnó mis conclusiones. Tú eres diferente.

Irene suspiró. Por supuesto que Horacio lo era. Horacio tenía la mirada puesta en Jesús. Percibió cómo Horacio se encontraba también sumamente nervioso. ¿Hallaría impropias las palabras de Juliana?

—Tú mereces una buena mujer, Horacio. Alguien como Irene.

El tiempo se detuvo. Irene soltó el trozo de pan que traía en su mano. Timoteo y Juliana sonrían con conspiración. Horacio, visiblemente aliviado, la miraba con ternura. Irene no lo podía creer y empezó a llorar. Abandonó la habitación, pues no sabía cómo reaccionar.

A los cuantos segundos, Horacio se encontraba a su lado.

—¿Qué ocurre, Irene? No te quiero hacer sufrir, ni mucho menos. Si tú no estás de acuerdo... si tú no me aceptas...

—¡Ay, Horacio! No sabes lo que dices. Es solo que yo estaba segura... pensé que amabas a Juliana... El día que partió vi cómo la mirabas. Sentí tantos celos.

Horacio arrugó las cejas:

—¿Cómo la miraba? Supongo que como lo que soy para ella, un hermano mayor preocupado, angustiado. Un hombre que temía que esta familia irrompible se quebrara en pedazos. Irene, ¿por qué habría de amarla a ella y no a ti?

—Mírame, Horacio. No soy bella como Juliana, ni talentosa.

La risa de Horacio la contagió, pues no cargaba en ella burla ni ironía, sino la inocencia de un niño.

—Eres más hermosa que una rosa. Quizá he sido un torpe por no decirlo con todas sus palabras, pero por eso te regalé un rosal; un modo de decirte que a mis ojos eres perfecta. Irene, tus talentos son muchos. Sobre todo, he visto el modo en que tratas a Lucio, a otros niños. Yo hubiera deseado encontrar a alguien como tú durante mi infancia y adolescencia, pero qué mejor que tenerla por esposa. ¿Me aceptarás?

Irene se sonrojó.

—Por supuesto.

Irene escuchó el correr del agua de una fuente cercana, miró el cielo estrellado, saboreó la humedad de sus lágrimas, olió tierra mojada y sintió una mano masculina rodear la suya.

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El regreso a la villa, a pesar de ser una feliz ocasión, contó con sus momentos amargos. Irene volvía como una mujer comprometida. El amor de Horacio lo llenaba todo. Además, su padre mejoraba en salud y su hermana, aunque en ocasiones distante y triste, se hallaba con ellos. El hogar se mantenía unido. Había cumplido con Horacio. Las cuerdas del amor los sostenían. Pero el paisaje produjo un sabor agrio.

Las señales se hicieron presentes, pero se negó a creerlas. Todo había cambiado en la campiña. Lo que vieron meses atrás solo quedaba como un recuerdo. Desolación y sequía. Tierra cuarteada y campos abandonados. Incluso vieron animales muertos a la orilla del camino.

¿Un castigo más de Dios? Eso se rumoraba. Altares aquí y allá, algunos en honor de Tanit y Baal, otros dedicados a deidades diversas. Superstición y temor, las caras de una misma moneda. Al aproximarse a la villa, el panorama no mejoró. Los campos de cebada que Irene describiera a Ana, quien iría a vivir con ellos pues su hijo había sido decapitado, habían desaparecido. Manojos de hierbas y arbustos dispersos dominaban el paisaje. La cara de Horacio se ensombrecía; la actitud de Juliana se endurecía.

El silencio acompañaba a la comitiva. Irene desechó la idea de un cálido recibimiento o de un cabrito asado. Solamente la idea de que volvía a su hogar la inspiraba a dar el siguiente paso. De lo contrario, se habría echado a correr. ¿Por qué?, le preguntaba a Dios. ¿Por qué tanta pena?

Sin embargo, no lo hacía con los puños elevados y cerrados, ni con una mueca de disgusto. Desde aquella noche en que había rendido sus sueños a Jesús, dialogaba con él de formas nuevas que la consolaban; recibía fortaleza de tan solo meditar en aquel carpintero judío, el Salvador del mundo, el Hijo de Dios. Y su gloria la dejaba absorta.

Aún en medio de esos colores marrones y tristes, Irene palpaba la majestad del Creador, del único que dictaba sentencia sobre el hombre y determinaba su destino. Irene guardaba un silencio reverente al cruzar esos desiertos, consciente que el Dios de las Escrituras se especializaba en hacer reverdecer lo seco. Su misión consistía en dar vida, y en abundancia. Miró la puerta y la comparó a la piedra de una tumba. Por un momento se sintió como aquellas mujeres que el día de resurrección acudieron a ungir el cuerpo de Jesús con lágrimas en los ojos. No encontraron una tumba sellada, sino una piedra removida. Dios había hecho milagros en su vida. La sequía no los desanimaría.

—Yo estoy aquí... —decía su padre.

Las palabras trajeron a su mente otras que había escuchado durante su niñez y adolescencia. «Estoy con ustedes hasta el fin del mundo». «Soy yo, no teman». Se aferró a esa promesa y descansó en ella. Jesús no la dejaría.

La puerta de la villa se hallaba sellada. Horacio se adelantó para anunciar su llegada, pero tardaron años en atenderles. Cuando finalmente el portón crujió bajo su propio peso, una Helena encanecida y tambaleante, escoltada por tres esclavos de piel oscura, se asomó con cautela. Los esclavos venían totalmente armados, pero al reconocer a Horacio, bajaron la guardia y Helena alabó al cielo. Con los brazos extendidos, recibió a Horacio como a un hijo. La escena le provocó un nudo en la garganta.

Acto seguido, Helena se dirigió a Irene, luego detectó a Juliana. Juliana se quedó paralizada. ¿Qué haría la nodriza de las niñas? ¿Le daría una buena tunda? Se la tenía bien merecida. Pero Helena cojeó hacia ella y la apretó contra su pecho. Irene sonrió. Estaba en casa.

Entonces Helena indagó por su padre. Timoteo la saludó y le agradeció su fidelidad. Todo estaría bien, le repetía. Horacio entonces tomó las riendas. Uno de los esclavos de confianza se acercó para rendir cuentas. La situación se tornaba crítica. Las cosechas perdidas, escasez de agua, animales muertos. Peor aún, la mayoría de los esclavos habían huido. En el proceso, se robaron objetos de la casa, recuerdos valiosos, grano oculto. El rostro de Irene se oscureció, pero recordó su promesa. No más afianzarse a lo material. Dios le había dado mucho más, como el amor de Horacio.

El obispo Cipriano salió de su cubículo y abrazó a Timoteo. Le contaron todo. El obispo agradeció a Dios por la vida de sus amigos. Había orado tanto por ellos. En eso, Irene recordó a Lucio. Nadie lo había visto. Corrió al huerto.

Su corazón latía con fuerza. Adivinó que no encontraría el verdor que había dejado al viajar a Cartago. Y, en efecto.. Las copas de los árboles carecían de hojas. No daban sombra. A su paso tropezaba con piedras. ¿Dónde estaba el aroma floral de antes? Se quedó paralizada en la entrada. Hierbas y sequedad. El rosal marchito. Los olivos dañados. Las higueras sin fruto. Su huerto olvidado. Las lágrimas no tardaron en brotar. Entonces escuchó unos pasos y sus facciones se dulcificaron. Se trataba de Lucio. El pequeño, con bastón en mano, avanzaba entre los troncos con lentitud.

—Lo siento, señora Irene. No pude detenerlos.

Irene percibió arañazos en su rostro y corrió hacia él. Se inclinó y lo besó con cariño.

—¿Qué te hicieron, pequeño?

—Se robaron los frutos, todo lo que valía la pena. Yo defendí el huerto, pero me golpearon.

Irene lo abrazó.

—Yo estoy aquí. No tengas miedo.

Lucio sonrió:

—No tengo miedo, señora. Dios me dijo que usted volvería y se encargaría de mí. Yo solo la estaba esperando.

¿Dios le había dicho eso? El niño le resultaba un enigma.

—Tengo tanto que contarte, Lucio. Debes conocer a tu tía Juliana. Es muy bonita y toca la lira, un instrumento musical. Te agradará escucharla. Quizá hasta te pueda enseñar.

Lucio asentía.

—Además, ¿sabes un secreto? Pronto me casaré con Horacio.

Lucio sonrió:

—Qué bien.

—Y lo mejor de todo es que hemos decidido adoptarte. ¿Qué te parece?

Quizá Irene esperaba una reacción de júbilo, pero Lucio no era un niño normal. Apretó su mano con fuerza y con las yemas de los dedos repasó sus facciones. Su manera de mirarla.

—Gracias, señora Irene.

Ella lo apretó contra su pecho. Estaba en casa.

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Juliana ayudó a Irene a vestirse. Le puso la túnica de una sola pieza, larga hasta los pies, le colocó un velo colorido, en tonos violetas, que combinó a la perfección con la corona de flores que entre las dos habían tejido. Solo faltaba una pieza que Irene guardaba en su cofre.

Los paganos usaban un cinturón, el nudo de Hércules, como lo nombraban. Simbolizaba la protección de las deidades sobre el matrimonio, pero también la promesa de fidelidad al esposo, el cumplimiento de la virginidad antes de entregarse. Timoteo, sin embargo, no aprobaba dichas prácticas, sino que había adoptado la que algunos cristianos idearon. De niñas, regaló a cada una de sus hijas un cinto blanco, símbolo de pureza, una muestra de que se guardarían para sus esposos. Juliana sintió un nudo en la garganta. Ella había menospreciado el símbolo. ¿Podría alguien perdonarla lo suficiente como para casarse con ella? Irene le dio una palmadita. ¿Adivinaría sus luchas? Juliana decidió no pensar más en ello, así que sacó el cinto y lo sujetó a la cintura de Irene.

—Gracias, Juliana.

—Te quiero, hermanita.

El abrazo selló sus lazos, irrompibles y duraderos. Eran, y siempre serían, hermanas.

Más tarde, los ojos de Horacio lo dijeron todo. Irene lucía hermosa. Algo dentro florecía e iluminaba su rostro. ¿El amor? ¿El perdón? ¿La esperanza? Todo combinado en un acto de gratitud a Dios.

Helena lloraba. Timoteo la miraba con orgullo paternal. Lucio no perdía sonido, y no paraba de sonreír. El obispo Cipriano consideró propio leer unas palabras de su mentor Tertuliano. «Qué hermoso el matrimonio de dos cristianos, dos que son uno en esperanza, uno en deseo, uno en el camino de vida a seguir, uno en la religión que practican. Son hermano y hermana, ambos siervos del mismo Maestro. Nada los separa, ni en la carne ni en el espíritu. Serán en verdad, una sola carne; y donde hay una sola carne, hay también un solo espíritu. Oran juntos, adoran juntos, ayunan juntos; se instruyen el uno al otro, se animan el uno al otro, se fortalecen el uno al otro».

Horacio apretó la mano de Irene.

«Lado a lado en dificultades y persecución, comparten el consuelo. No hay secretos entre ellos. No traen tristeza al corazón. Se cantan himnos y salmos el uno al otro. Al ver y oír esto, Cristo se regocija. A los tales da su paz. Donde están dos reunidos, él está presente, y donde él esta, no hay maldad».

La comida resultó un sencillo banquete elaborado por Helena. Juliana comió dos rebanas de ese pan de cebada que le supo a gloria. Después, los invitados, en su mayoría esclavos, escoltaron a los novios a casa de Horacio. Las risas y la algarabía seguían al comité. Juliana había tocado la lira durante la cena, pero en ese instante, otros los deleitaron con flautas y tambores, pues ella debía permanecer junto a la novia.

Irene sujetaba su mano y la apretaba con cariño. Juliana le hacía pequeñas bromas, e incluso le recordó cuántas veces de niñas planearon sus propias ceremonias. Por supuesto que nada había salido como en ese entonces lo imaginaron. Irene siempre terminaba casada en Thugga y Juliana en Cartago, con hombres de dinero y posición. Qué bueno que las cosas no habían resultado así.

Como indicaba la costumbre, en la puerta, Juliana se afianzó del brazo de Irene como para no dejarla ir. Entonces Horacio la tomó del otro brazo, simulando arrancarla de brazos de la familia. Los invitados lanzaron sus enhorabuena.

Timoteo bendijo a la pareja, luego Horacio cargó a la novia y cruzaron el portal. Irene se había ido con su esposo. Era una recién casada.

Esa noche, Juliana aguardó a que todos durmieran y se asomó por la puerta hacia los campos de cebada. Solo habían pasado unos meses desde su partida, pero el regreso a casa se le figuró largo y tortuoso.

Entonces las palabras que la perseguían desde días atrás la asaltaron. Morir como Judas. Podía salir y ahorcarse en cualquier árbol, pero ¿y qué de la caridad? Su padre la había perdonado; Irene la había perdonado. ¿Podría Dios hacer lo mismo con ella?

Pensó en Irene, con vestiduras blancas. ¿Podría Dios limpiar su túnica manchada por el pecado? Tantas posibilidades que ella había desperdiciado por culpa de sus errores y su terquedad. ¿La perdonaría Dios? ¿O acaso debía morir como Judas? Pero Judas no era un héroe, sino un cobarde. El apóstol Pedro, sin embargo, rectificó el camino. Volvió en sí.

Volver en sí. Juliana despertaba de una pesadilla. La mujer adúltera, perdonada. Pedro, perdonado. Los campos de cebada se hallaban secos, pero Dios podía volverlos a resucitar. Él era un experto en dar vida a lo que estaba muerto. Sigilosamente y de puntillas volvió a su cubículo, pintado con liras y motivos musicales. Su nido, su hogar, su refugio.

Un encuentro íntimo con Jesús. Se sentó en el suelo y dejó que las lágrimas fluyeran. No sabía ni por dónde comenzar, pero se acordó de su padre que la había perdonado y recibido en casa como si nada hubiera pasado. ¿Querría Dios mostrar con ella la misma misericordia?

—Jesús, perdóname.

Las dos sencillas palabras le costaron, pero no bien abandonaron su garganta, frase tras frase fueron abandonando su pecho. Le confesó todo. Le contó todo. Le rogó una segunda oportunidad. Entonces buscó el certificado, aquel papel arrugado que aún ocultaba entre sus ropas y lo rompió en mil pedazos. Cuando terminó, se halló tranquila. En paz. Se había marchado de una casa, pero había vuelto a un hogar. Se fue como niña, regresó como mujer. Se fugó sin Jesús, pero lo encontró en la oscuridad de su pecado. Y seguramente Dios, así como su padre, hubieran preferido que hallara la verdad de un modo menos complicado, pero ella había sido terca a su voz. Ahora solo Dios sabía qué planes albergaba para ella. Pero para Juliana, en ese instante, nada la preocupó. Estaba feliz, plena y en paz. Estaba en su hogar. Estaba en paz.

Paz. ¡Qué bien se sentía! Recordó que el nombre de Irene, precisamente, significaba «aquella que trae la paz». Tal vez su hermana no lo sabría jamás; quizá algún día se lo confesaría. Pero esa noche, al mirarla vestida como novia, enamorada de Horacio y fiel a su Dios, Juliana le había rogado a Dios ser como ella, su hermana mayor, la heredera por excelencia de la abuela Perpetua.