Lucio caminaba de la mano de su tía Juliana. Habían empacado sus pocas pertenencias, y Timoteo dirigía a la comitiva al norte, a la villa del obispo Cipriano. El obispo volvería a Cartago, donde la plaga atacaba a su rebaño. Pero como la tía Aurelia no deseaba saber nada de Timoteo y los suyos, el obispo sugirió que se hicieran cargo de su propiedad, aquella villa abandonada que necesitaría una mano experta. Timoteo aceptó enseguida.
Su padre adoptivo, Horacio, vigilaría los animales. Su madre, Irene, se haría cargo de la casa. Su tía Juliana continuaría tocando su lira y aprendiendo más de las Escrituras. Le gustaba mucho leerlas. Solo se llevaron a Helena, la nodriza, y a Ana, una ancianita, así que el pequeño grupo avanzaba sin prisa rumbo a su nuevo hogar.
Una nueva vida, repetía Irene. Una nueva oportunidad, suspiraba Horacio. Lucio se entristecía pues presentía que el abuelo Timoteo pronto partiría al cielo. Lo percibía en su voz cansada y en su poca vitalidad, pero no se lo informaría a nadie. ¿Para qué?
Dios le había dado un regalo. Si bien no podía ver, entendía cosas que otros ignoraban. Por ejemplo, la tía Juliana aún resentía que una tal Dama Aurelia continuara disfrutando de sus riquezas en Roma, las que recuperó de un tal Marcelo que se encontraba en la cárcel. Pero Lucio no se angustiaba, sabía que esa mujer pagaría por sus pecados. La había visto morir sola y triste.
Entonces pensó en su propia abuela, la dulce Caritas. La conoció poco, pero ella le enseñó de Jesús. Su madre también hizo lo suyo, pero la abuela no cesó de repetirle que Dios cuidaría de él y de su linaje, pues jamás olvidaría el amor profundo que la bisabuela demostró por amor a su nombre.
Lucio conocía la historia, pero no la mencionaba a otros. Se trataba de su secreto más profundo y atesorado. En ocasiones hablaba con la bisabuela, más que con Dios. Eso debía cambiar, se reprendía, pero admiraba tanto a esa mujer de la que oía su historia cada año, que no lo podía evitar.
Quizá algún día compartiría su secreto con Irene. Tal vez no. Lucio solo sabía que Dios no lo abandonaría jamás. Y aun cuando viniera la muerte, se mantendría firme, como su bisabuela, una esclava también, pero una mujer maravillosa llamada Felicitas. O Felicidad.
En eso, la tía Juliana apretó su manita, así que Lucio movió su bastón en busca de piedras u obstáculos. ¿Y si compartía su secreto con la tía? ¿O con Helena? No. Lo guardaría en lo profundo de su alma, mientras tanto, disfrutaría a su nueva familia.