El campo de cebada bailaba al ritmo del viento matutino. Juliana aspiró el aroma que llenó sus pulmones. La emoción del nuevo día la embargaba mucho más que el zumbido de las abejas y las nubes aborregadas sobre el cielo azul. ¿A qué hora llegaría la Dama Aurelia? Su padre recibió la carta anunciando su visita unos días atrás, pero la escolta no aparecía. La tía los había visitado en solo dos ocasiones, una cuando Juliana andaba en los ocho años, luego a los diez. Desde entonces, no se aparecía por la villa.
Pensar en ella le traía a la memoria un grato olor a lavanda. Aunque para su hermana Irene nada superaba el aroma de la hierba fresca, para ella lo floral le resultaba emocionante y misterioso. Esto era, precisamente, lo que encerraban las muchas arrugas de la tía: enigmas y desconcierto, algo tan distinto a lo que le producía miedo y, al mismo tiempo, curiosidad. Su hermana la tachaba de chismosa, lo que ella estimaba como simple exageración. ¿Qué de malo había en preguntar y conocer lo nuevo?
Una mariposa se cruzó por delante y Juliana la persiguió unos pasos hasta que sus oídos captaron el sonido de ruedas sobre el empedrado que conducía a la entrada de la villa. ¡Aurelia! ¿Cuántos hombres compondrían su escolta? ¿Cien? ¿Más de cien? En realidad debía tratarse de no más de veinte, la pequeña milicia que acostumbraba proteger a la tía cuando salía a los caminos.
Corrió a la casa a componerse antes de saludar a la invitada. No podía presentarse con el cabello despeinado ni oliendo a sudor como si aun fuera la niña de diez años de la última visita. Ahora era toda una jovencita de quince por lo tanto tenía que cuidar su aspecto. Así que tomó un atajo y pronto atravesó el pórtico trasero que conducía a su habitación. Helena, la esclava que cuidaba de ella y de su hermana desde que tenía uso de razón, la recibió con una mueca.
—¡Siempre tarde, Juliana! Tu padre se enfadará.
Juliana no se inmutó; se puso una túnica interior limpia y rebuscó entre sus ropas hasta dar con una stola verde. Completó el atuendo con una palla ligera, una especie de toga femenina, sandalias sin polvo, un broche para recoger el cabello y un pellizco en las mejillas. Un rápido vistazo al espejo la dejó satisfecha. Acto seguido se encaminó al atrio, donde la carreta en que la tía viajaba se había detenido.
El comité de bienvenida se encontraba en posición y era encabezado por su padre,Timoteo quien, con el cabello corto y rizado, se mantenía erguido y expectante. Horacio, el mayordomo de la villa, un liberto y gran amigo, se hallaba a su derecha. Su hermana Irene, a la izquierda, como la eterna sombra de su padre, pálida y un poco maltrecha en su arreglo personal, aguardaba con aprehensión sin dejar de cerrar y abrir los puños. Al fijar su atención en ella, Juliana se sintió disgustada. ¿Por qué su hermana no usaba túnicas más entalladas? ¿Sería que trataba de parecer de treinta años en lugar de sus diecinueve? Horacio, que sí andaba en los treintas, no se veía tan acabado. A veces su hermana se le figuraba una esclava más, en lugar de la hija de Tácito Timoteo Aurelio. Y no que fuera fea sino, simplemente, descuidada.
De repente, alguien se paró a su lado. El corazón se le aceleró y sudó frío al ver que se trataba de un joven muy apuesto. Jamás, en su corta vida, había visto a alguien así. Vestía uniforme, lo que lo identificó como parte de la escolta de la tía. Quedó prendida de sus facciones, su cabello castaño claro, sus pecas en las mejillas y sus ojos verdes, serenos como el agua en el estanque de la huerta. Él giró el rostro y sus miradas se cruzaron. Juliana palideció; no debía mostrar admiración por un hombre, mucho menos por un desconocido. ¿Acaso percibió una débil sonrisa en los labios del chico? ¡Alucinaba! ¿Qué le ocurría?
Afortunadamente, la tía descendió del carro y toda la atención se centró en ella. Juliana se tragó un gemido. La tía Aurelia lucía más impresionante de lo que la recordaba. Su peinado repleto de rulos le daban mayor altura, sin olvidar que sus ropas, desde sus sandalias que brillaban como el sol hasta el ostentoso collar de oro que rodeaba su cuello, combinaban con su tez blanca y sus ojos azules, que penetraban como espadas, en palabras de su padre. Juliana detectó el olor a lavanda, luego trató de contar las arrugas que rodeaban los labios de esa mujer refinada. ¡Cómo desearía peinarse como ella! Lamentó su propio cabello lacio y disparejo, así como su palla descolorida por tanto lavarla.
—Bienvenida, tía.
Su padre agachó la cabeza y la tía extendió su largo brazo, cuya piel colgaba un poco, según notó Juliana.
—Gracias, Timoteo. Los caminos están en terribles condiciones. Traigo un dolor de espalda que me mata. Pero veamos, ¿dónde están tus hijas? Ya veo. Irene.
Juliana se ruborizó pues la tía evaluó a su hermana mayor con una frialdad impresionante.
—¿Y Juliana? ¡Allí está! Igual a su madre —comentó.
Juliana se infló de orgullo. Hasta la fecha los esclavos más ancianos alababan la belleza de Julia, la madre que Irene y ella perdieron de niñas.
—Debe estar cansada, tía. He preparado sus habitaciones. Más tarde tendremos oportunidad de conversar y podrá conocer a fondo a mis hijas.
—Tienes razón. Marcelo, trae mis cosas.
El chico apuesto que había deslumbrado a Juliana y que respondía a ese nombre, pasó a escasos centímetros de ella mirándola de reojo. Juliana quiso desmayarse. Le pareció que él quería envolverla con su presencia.
—Marcelo está a cargo de mi escolta personal —le explicaba la tía a Timoteo—. Es joven, pero ha aprendido pronto los gajes del oficio. Tiene toda mi confianza.
Juliana sentía como si algo intenso hubiese recorrido su cuerpo. Era la mujer más hermosa de la villa; todos lo decían, desde Helena hasta su padre, incluso los esclavos. ¿Lo percibiría Marcelo? Reaccionó cuando el silencio envolvió el atrio. Se había quedado paralizada.
La tía se dirigía al cubículo que su padre le había asignado, el más grande, donde su esclava personal podría atenderla. Horacio veía por los caballos e Irene había desaparecido. Juliana, que seguía de cerca a la tía, escuchó cuando le decía a Marcelo:
—Una villa rústica, eso es lo que es. Pero el martirio solo durará unos días.
Juliana se dio la media vuelta. Mejor se ocultaría en su cuarto hasta que la solicitaran.
Rumbo a su cubículo, no supo si llorar o reír. Algo le decía que la visita de la tía —y de Marcelo— cambiaría su vida para siempre.
Irene se encaminó al huerto, el único lugar en la casa que le pertenecía. Entró por la puerta trasera, giró a la izquierda y cruzó el muro de piedra que protegía a los olivos de la amenaza de los animales. Había sembrado algunas flores, pero lo que la enorgullecía eran los árboles: naranjos, limoneros, higueras y olivos. Los colores vivos la tranquilizaban y los sabores agrios combinaban con su humor.
Aún no podía creer que la tía se encontrara en la villa. ¿Qué querría? ¿A qué había venido? Sin duda, a causar problemas. Los visitaba poco pero siempre estaba exigiendo buenas cosechas y mucho aceite de olivo. Por lo general era ella la que se encargaba de preparar los pedidos.
Para colmo, la tía se había atrevido a señalar que había polvo sobre la baranda y que las paredes estaban deslavadas. La hizo sentir inferior y, en pocas palabras, una mala administradora del hogar. No quiso que Juliana o Irene la atendieran, prefiriendo a su esclava Valeria. ¡Inaudito! ¿Acaso la señora desconocía que por el trabajo de la familia de Timoteo las propiedades se mantenían libres de calamidades?
Timoteo velaba por las cosechas, pero Irene vigilaba que todo marchara en orden. Mantenía la casa bajo control, incluida la servidumbre, además de que los vinos de su lagar, los granos de su almacén y los frutos de su huerto se vendían en Cartago a los mejores precios. Nadie menospreciaba el aceite que allí producían, y aunque era una villa pequeña en comparación con otras, sus productos se distinguían por su calidad. Higos jugosos y trigo en abundancia; caballos rápidos y cerdos rechonchos.
¿Por qué estaba la tía de visita? Si tanto detestaba el campo, ¿por qué no enviar una carta?
Irene tampoco simpatizó con el joven jefe de la guardia. La había mirado con un aire de superioridad, como lo hacían los muchachos de Thugga, la ciudad más cercana a la villa, que de vez en cuando visitaban.
Irene amaba la villa. No se imaginaba lejos de ella. Se sentiría perdida. Allí, en cambio, se encontraba a salvo. Conocía a los esclavos por nombre, y su padre no los maltrataba, sino que les daba un lugar digno. Estaba Helena, su nodriza, una mujer sensata y cariñosa. Y Horacio, el administrador, un hombre sabio, a pesar de su juventud era la mano derecha de su padre. En una fría comparación con Marcelo, le parecía atractivo pese a no ser ni rubio ni tener los ojos verdes. Era alto, moreno y de mirada profunda. Ni la tía, ni Marcelo ni nadie podían venir a humillarlos. ¿Qué ganaban con ello?
Resopló con tristeza.
Su padre insistía en ser hospitalario y ella, por su parte, no dejaría de ser una buena anfitriona aún cuando su corazón no estuviera en ello. Si por su padre fuera, invitaría a medio Thugga a comer los primeros días de la semana. Ella no. Los extraños la incomodaban. Salir de la rutina la enfadaba. Perder el control la malhumoraba. Y eso era lo que la tía provocaba con su visita. Una ruptura a la placidez invernal del campo. Una interrupción a sus vidas.
En definitiva, no le gustaba la visita de la tía.
En eso, la voz de Helena resonó en los pasillos. Buscaba a Irene. Seguramente algún desperfecto en la cocina requería de su presencia. La servidumbre se hallaba nerviosa, temiendo la censura de la señora o más exigencias en el servicio. Irene alisó sus vestidos y se encaminó a la villa. ¿Y dónde andaría Juliana? Soñando despierta y escondiéndose de sus obligaciones. Igual que siempre; distinto a siempre.
Irene presentía que ya nada sería como de costumbre.
—Comen demasiado temprano. No tengo mucha hambre —se quejó la tía Aurelia.
Juliana reprimió una risita. En el campo no se contaba con muchas opciones; después de cierta hora oscurecía, y no podían gastar todo el aceite en el alumbrado. Su padre e Irene aún no llegaban al triclinum, y Marcelo había salido para vigilar los caballos, así que solo la tía y ella se reclinaron sobre los divanes.
—Demasiado sencillo —dijo la tía, después de inspeccionar el comedor—. Pero me gusta cómo te has arreglado el cabello. Te pareces a tu madre. Tienes el mismo color rubio.
El calor que embargó su pecho la ilusionó. Parecerse a Julia, su difunta madre, era su sueño más venerado.
—¿Era bonita?
—Hermosa; una joya. Venus se habría puesto celosa. Juliana bajó la vista.
—Olvidé que ustedes no veneran a los dioses —prosiguió la tía—, pero eres digna hija de tu madre. Tienes, sin embargo, tanto que aprender. Por cierto, estas paredes blancas a nadie benefician. En mi casa he puesto un fresco que impresionó al senador Craso. Observa estos divanes pálidos, sin almohadones que contrasten. Madera corriente no labrada.
Los pasos en el pasillo las silenciaron, pero Juliana apreció su confidencia. ¿Cómo sería la casa de la tía abuela?
Mientras los esclavos servían unas verduras frescas, pensó en su madre. Irene se parecía a Timoteo, ella a la hermosa Julia, de quien solo conservaba una pequeña pintura. Había muerto al darla a luz, lo que Juliana lamentaba. En ocasiones se sentía culpable, pero Timoteo le repetía vez tras vez que el día que ella nació, había recibido el más grande de los regalos: a su pequeña Julia. Eso compensaba un poco la pérdida, pero a fechas recientes el vacío aumentaba.
Por las noches, Juliana soñaba con un hogar; una casa lujosa como la de la tía y un esposo atractivo, un dios griego o un héroe romano. No lo confesaría jamás a su padre, pero le agradaba escuchar las historias que Selina, una de las esclavas, narraba de vez en cuando. Selina, una griega de nacimiento, conocía un sin fin de leyendas que alimentaban su mente, lo que hacía que Juliana se viera como una ninfa o una musa. ¿Pero cuál de esas mágicas criaturas viviría en medio de la campiña, donde no pasaba nada espectacular salvo el nacimiento de un potrillo o la visita de una plaga de langostas?
Regresó al presente porque Timoteo e Irene entraron, recostándose en los divanes. Timoteo ordenó que se sirviera el almuerzo, demasiado simple en opinión de la tía quien no se guardó su comentario.
—¿Han tenido plagas?
—No desde la que ocurrió hace cinco años.
La Dama Aurelia asintió.
—Se rumora que en otras partes de África ha comenzado una sequía. ¿Crees que nos afecte?
—Puede ser. El clima no ha sido benévolo este año.
Juliana se aburrió. ¿Dónde andaría Marcelo? Como un guardia de confianza, sin duda que comería con la tía y la familia. Juliana bañó la carne de venado con garum, esa salsa tan popular que se hacía a base de pescado. A Juliana le supo excelente, pero percibió que la tía arrugó la nariz cuando la probó.
—¿Y Marcelo? —quiso saber Timoteo.
Juliana se hubiera ofrecido a buscarlo, pero un gesto de la tía la disuadió.
—Debo platicar contigo, Timoteo. Más tarde quiero que me sirvan algo decente, quizá algún caldo o carne de jabalí. Cenaré aquí mismo con Marcelo. Esta es una hora inhumana para que mi estómago ingiera alimento. ¿Has olvidado las reglas de urbanidad? ¿Nada de música? ¿No cuentas con esclavos que amenicen la velada?
—Me temo que nadie toca instrumentos, salvo Juliana.
La ternura en los ojos de su padre la conmovió.
—¿Qué instrumento?
—La lira.
La Dama Aurelia pareció impresionada.
—Al rato quiero oírte. Vamos, Timoteo, al tablinum.
Juliana debía correr para practicar algunas melodías, así que se despidió de Irene quien se quedó quieta, contemplando un punto fijo en la pared. ¿En qué estaría pensando su hermana mayor?
¿De dónde sacaría carne de jabalí?
Irene se refugió en la cocina donde Helena, rápidamente le ofreció una solución: carne de cerdo con una salsa que no había preparado desde sus días en Cartago.
La tía no se quejaría.
—Tranquila, Irene —le dijo—. Todo saldrá bien.
Irene se calmó y cuando después de salir de la cocina se dirigía al triciclum para organizar los divanes, sus ojos se desviaron al despacho de su padre. Un escalofrío recorrió su cuerpo. ¿Se atrevería a hacerlo? Espiar no se consideraba de buenos modales pero debía velar por su padre y el hogar. Conocía un lugar secreto desde el que resultaba fácil escuchar la conversación del tablinum. Y si se lo proponía, incluso podría tener una visión clara de lo que acontecía. Se armó de valor y se encaminó al escondite.
El tablinum se ubicaba junto a la puerta de entrada. Se abría en toda su amplitud en la pared que daba al atrio y lo único que separaba la estancia de los curiosos consistía en una gruesa cortina. Timoteo recibía en ese lugar a los campesinos que llegaban para arreglar algún asunto, a los esclavos que se peleaban o merecían una reprimenda, y a Horacio para organizar su día o efectuar los distintos pagos. Como todo en la villa, su padre lo mantenía decorado con sencillez: solo una mesa de madera y dos bancos del mismo material, mosaico en el piso — un lujo que solo se daba en ciertas habitaciones de la casa— y un busto, no de un filósofo griego o de un emperador romano, sino de su abuelo, Primus Augusto, el bisabuelo de Irene y Juliana, un rostro severo que desde niña le provocaba un poco de temor.
Irene aprovechaba que el atrio, el patio cerrado donde había un estanque, contaba con una puertita, inmediata al tablinum que ubicaba al portero quien vigilaba la entrada por la noche. Solo era un angosto pasillo con un lecho al fondo, pero jugando cierto día, mientras se escondía de Juliana, descubrió que existía una ligera imperfección en la construcción. La pared que dividía el tablinum del pasillo para el portero no estaba totalmente unida, sino que tenía una abertura de la longitud de un palmus; no lo suficiente para meter una mano, pero sí para escuchar y, en cierta posición, observar lo que sucedía adentro. Quizá su padre también haya notado el peligro, razón por la cual ordenó que ningún esclavo se ubicara de portero salvo por la noche. De día, un esclavo vigilaba la puerta desde una caseta de madera fuera de la villa; y tal vez también, por la misma razón, su padre guardaba el arca con monedas y tesoros en su cubículo, lugar al que nadie entraría sin antes pasar por encima de Helena. Ni siquiera sus hijas tenían permiso de hacerlo.
Irene se acomodó, entonces, en el hueco secreto. Desde allí vio cómo la tía ocupaba la silla de su padre, dejando para Timoteo el lugar destinado a las visitas. Eso puso a Irene furiosa. ¡Qué mujer más engreída!
La mujer no se anduvo con rodeos.
—Necesito que me envíes más cosechas —le dijo, en forma perentoria.
—He sido puntual con mis pagos. Solo me quedo con lo mínimo para subsistir y llevar una vida sencilla, como la que usted observa.
—En la ciudad hay problemas. Ya te he dicho que una peste azota los campos. La miseria aumenta. Podemos subir el precio de nuestro grano...
—Pero...
—No me interrumpas. Tú encárgate de que esta tierra produzca, y aumenta mi parte de la cosecha.
—¿Hay problemas financieros? Pensé que estaríamos bien, dado que la finca ha producido su parte, y usted cuenta con la renta de tres insuales y los beneficios de las caravanas.
—No es nada que te incumba. No olvides tu posición en esta casa. Solo haz lo que te pido.
Irene vio cómo su padre agachaba la cabeza en tanto que la tía se ponía en pie y se abanicaba mirando el busto del bisabuelo Primus con extrañeza. Rozó el mármol con sus dedos huesudos y temblorosos. Irene leyó en sus ojos odio, luego melancolía.
—No tiene caso que te repita la historia. La conoces bien, Timoteo. Vives de mi caridad, y el día que yo quiera, te quito todo.
El frío de la pared traspasó su corazón. ¡Qué mujer tan cruel!
—Mándame lo que te pido.
—No alcanzará para alimentar a mi gente...
—«Tu gente». Ay, Timoteo, me alegra que mi padre haya muerto o volvería a sufrir como lo hizo con tu madre. Pero yo no soy tan débil, ni me conmueven tus argumentos. «Tu gente» no importa. Yo soy la dueña de todo esto. Mi hijo heredará estas tierras y las propiedades de la ciudad. Tú eres un simple administrador. Cumple con tu trabajo.
Timoteo se puso en pie.
—No me interesan los bienes materiales, usted lo sabe. Solo ruego a Dios que me dé lo suficiente para cuidar de las personas que ha puesto a mi cargo.
—No me interesan tus argumentos. Aumenta mi parte. Es todo. Ahora vamos a que Juliana me toque algo de música y luego me recostaré. Me voy en dos días. No soporto el campo.
Irene se angustió. Debía apurarse y revisar que la comida estuviera lista. Pero antes de marcharse, una lágrima descendió de su ojo derecho. Vivían de la caridad de la tía. La villa realmente no les pertenecía. Pero para Irene siempre sería su hogar y lo defendería en tanto Dios le diera fuerzas.
Los dedos de Juliana jugueteaban con las cuerdas. Una melodía nostálgica surgió de ellos, producto del recuerdo de su madre. Esa canción le hacía pensar en Julia, la mujer que nunca conoció y nutrió sus fantasías infantiles. Su padre se encontraba absorto en sus pensamientos, la tía Aurelia comenzaba a dormitar e Irene se entretenía remendando una pequeña red que sujetaba el cabello. Juliana se ofendió; no tocaba para distraer, sino para ser apreciada.
Marcelo comía junto a la tía, y ella sentía sus ojos penetrantes e insistentes que parecían acariciarla. Solo él apreciaba su talento, y quizá algo más, pues no despegaba de sus brazos esos ojos verdes que competían con la hierba. Juliana continuó tocando, nerviosa y titubeante, rogando que pronto la tía se echara a roncar y ella pudiera huir a su habitación. Jamás había experimentado tal contradicción de sentimientos. Por una parte, deseaba ocultarse de Marcelo; pero otra parte de ella anhelaba permanecer así toda la vida, siendo amada. ¿Amada? ¿No estaría exagerando? Selina le contó una leyenda sobre un dios que bajó al río y miró a una hermosa damisela y se enamoró de inmediato.
Amor, amor, amor. El tema de los cantos más intensos, la palabra más repetida en la comunidad cristiana; afecto que provocaba que los dioses bajaran a la tierra y olvidaran sus deberes celestiales; pasión que consumía los corazones y provocaba guerras, como la de Troya; cariño que susurraban las esclavas en los rincones; algo que Juliana desconocía, pero que de pronto se le presentaba como un sentimiento mágico y terrible. Terminó y dejó la lira a un lado. Nadie le pidió una pieza más. La tía dormía, así que Timoteo llamó a Valeria, su esclava personal, para que atendiera a su señora. Irene se escabulló a su habitación y Timoteo buscó a Horacio para realizar las cuentas del día.
Juliana se encaminó al atrio en espera de Marcelo. Algo debían significar esas miradas. Aguardó unos minutos, hasta que se decepcionó. Se había equivocado. De repente, una mano atrapó su brazo en el pasillo menos iluminado. No gritó ni se sobresaltó. Sabía que se trataba de Marcelo. Él acercó sus labios a su oído y la proximidad la deshizo como tierra mojada.
—Apolo, el dios de la lira, te ha bendecido con gran talento. Me has hechizado, musa de la música y de la belleza.
Ella trató de encararlo, de ver sus ojos y comprender que no mentía.
—Yo...
—¿Tocarás para mí el día de mañana?
Juliana palideció. Los dedos de Marcelo rozaban su cuello.
—Por favor... aquí no...
Los labios de Marcelo se aproximaron a Juliana, pero justo entonces, la voz de Horacio tronó en el pasillo.
—Buenas noches.
Saludó a la pareja y se acercó con el ceño fruncido. Marcelo se apartó de Juliana, visiblemente molesto, y murmuró una despedida. Algo maravilloso había estado a punto de suceder y Horacio lo había echado a perder.
—Buenas noches.
—Juliana —Horacio, mucho mayor que ella y soltero, le habló con suavidad—: No todos saben apreciar las flores de un jardín que ha sido cuidado por un experto jardinero. Tenga cuidado.
Juliana no comprendió nada, ni quiso hacerlo. Horacio había interrumpido el momento más importante de su vida, y jamás se lo perdonaría.
Irene no podía dormir. Se encontraba en el huerto, de pie, mirando los olivos mecerse con la brisa nocturna. Ella había dispuesto su espacio con precisión. Saliendo de la casa, se extendía un terreno polvoriento. A la derecha se levantaba una pequeña construcción donde vivía Horacio. Irene no había entrado a ella desde que era niña, quizá porque descubrió que él no albergaba nada interesante. A la izquierda, un muro de piedra que llegaba hasta la barbilla de Irene evitaba que los animales entraran a su territorio.
El muro protegía todo el huerto, un espacio ancho y amplio, en el que Timoteo había plantado olivos y limoneros, unos cuantos naranjos y arbustos, que Irene personalmente cuidaba desde que una plaga de langostas terminara con muchas de las plantas. A raíz de aquella tragedia, se construyó el muro dejando todo a cargo de la hija mayor, la experta en jardinería.
Irene labró la tierra, y de un lado colocó legumbres, del otro flores que alegraban sus días. Todas las mañanas recogía unas cuantas para decorar el jarrón que adornaba su cubículo, su único lujo.
Pero esa noche las sombras cubrían el huerto y solo el canto de los grillos se percibía en la distancia. Irene sintió un poco de frío; debía volver. Pero al dar la media vuelta, descubrió a Horacio, con lámpara en mano. Seguramente regresaba de su charla nocturna con Timoteo, y al percibir una silueta extraña, decidió investigar.
—Soy yo, Horacio.
Al reconocerla, bajó la guardia.
—¿Qué haces aquí a estas horas?
—No puedo dormir.
Horacio sonrió.
—Veo que tu tía ha venido a alterar las cosas, incluyendo el preciado sueño.
Irene y Horacio habían crecido juntos, él como un joven liberto que aprendía de Timoteo; ella como una chica que muy pronto se hizo cargo del hogar. Lo consideraba algo así como su hermano mayor, un miembro más de la familia.
—A veces me enfada lo que ha ocurrido.
Horacio la guió hacia la casa, mientras asentía con pesadumbre.
—¿Te refieres a la herencia?
—Todo esto nos pertenecería por derecho. Mi bisabuelo Augusto debió dejárselo a mi abuela, Perpetua, y por consecuencia, mi padre sería el único heredero. Pero el bisabuelo desheredó a mi abuela y, por lo tanto, a mi padre.
—No es exactamente así, y lo sabes —susurró Horacio. Irene agachó la vista.
—Tu bisabuelo le quitó todo a Perpetua. Y tu tía Aurelia, su hija adoptiva, debía fungir como una protectora de la riqueza Vibia hasta que tu padre tuviera edad para hacerse cargo. Pero tu padre cometió el mismo error que Perpetua. El bisabuelo lo dejó muy claro en sus escritos. Cualquier miembro de la familia que siguiera el cristianismo, perdería todo derecho a la herencia de los Vibia.
Timoteo, al volverse al cristianismo, había cometido la peor traición que existía a ojos del bisabuelo Augusto. Al despreciar la tradición y la religión oficial, arriesgó el futuro de su familia.
—Supongo que entonces debo estar agradecida con la tía Aurelia por dejarnos vivir de su caridad.
Horacio la miró con cariño de hermano:
—Tu padre ama estas tierras. No quiso perderlas. Y no tanto por el significado económico, sino por su valor sentimental.
Irene no necesitaba más explicaciones. Su padre lo había repetido muchas veces mientras crecían. Nada como mirar la naturaleza y pensar en Dios; nada como disfrutar de sus bendiciones.
—Buenas noches, Irene.
Ella se despidió y avanzó a su habitación. Horacio no se metería a su casa hasta verla a salvo en la villa. Irene cruzó el atrio, pero en su mente dibujó el huerto bajo la luz de la luna. Un hogar prestado, un hogar temporal, pero al fin hogar.