Como cada primer día de la semana, Juliana y su familia se reunieron en el atrio de la casa con los demás cristianos de la villa. No todos los esclavos de la casa seguían la fe de Jesús. Selina, por ejemplo, no abandonaba a sus dioses griegos. Pero algunos habían creído y formaban parte del «pueblo de Dios», como lo denominaba su padre. Entre ellos estaban Horacio, Helena y otros diez esclavos. Otras quince personas más de los alrededores llegaron puntualmente; algunas solían venir caminando, otros en carros, como era el caso de Mauricio, un funcionario romano del cercano pueblo de Thugga.
Juliana no prestó mucha atención a la lectura de las Escrituras. Horacio, uno de los diáconos, leía una de las cartas de Pablo, la dirigida a los efesios, y por lo menos agradeció que se tratara de una de las epístolas más breves o perdería la paciencia. Había pasado una mañana maravillosa y no quería que nada la distrajera de su nuevo propósito. Se había enamorado. No cabía duda. Salido el sol, bajó a comer un poco de pan y unos higos. Luego se dirigió al campo. Tal como lo predijo, Marcelo salió a montar y la identificó enseguida. No tardó en detenerse a su lado e iniciar una conversación.
¿De qué charlaron? De todo y de nada. Él señaló la belleza de la campiña, luego le contó sus sueños de entrar al ejército, aunque se hallaba orgulloso de encargarse de la seguridad de la Dama Aurelia, una posición envidiable. ¿Acaso Juliana desconocía la fama de su tía abuela? En Cartago todos querían acudir a sus fiestas y banquetes, asociarse con la gran señora e imitar sus modales. La vendedora de ropa tuvo que traer de Roma más stolas blancas, pues cuando Aurelia se apareció en el foro luciendo una de ellas, el rumor corrió como agua, y las esposas de los magistrados rogaron unas idénticas.
Juliana nunca había estado en Cartago. Marcelo no lo podía creer. Esbozó una sonrisa que iluminó su rostro y Juliana llegó a la conclusión de que se encontraba frente al hombre de sus sueños. Cartago, le explicó, era un lugar de encanto, donde todo ocurría. La mente de Juliana voló ante sus descripciones de los teatros, de la arena y de los baños. Mencionó judíos, africanos, romanos, galos e incluso bretones que hablaban idiomas desconocidos y adoraban dioses extraños. Marcelo prefería el culto a Mitra, pero aún no se iniciaba en él. Juliana no conocía dicho dios, y supuso que no era necesario mencionar su propia fe. La tía Aurelia ya le habría confesado que Timoteo y sus hijas practicaban la fe cristiana.
Marcelo le preguntó por sus gustos y aficiones. Juliana describió la música y las caminatas como sus grandes amores. Lo llevó a la gruta, formada por un claro de árboles de olivo, en donde, según los esclavos instigados por Selina, aparecían sátiros y ninfas por las noches para bailar y venerar a los dioses. Marcelo meneó la cabeza con diversión. Luego tomó entre sus manos un mechón del cabello de Juliana.
—Aquí la única diosa eres tú.
Juliana palideció. Él se acercó y le plantó un beso en la frente.
—Qué lástima que no vivas en Cartago. Te llevaría a tantos lugares...
Ella también lo lamentó, pero el canto que el viento arrastró hasta la gruta la devolvió al presente. Volvió a la casa y dejó a Marcelo solo, pensando en la tragedia de su corta vida: Marcelo pronto volvería a su hogar, y ella no lo vería más. ¿Y si él se enamoraba de otra chica?
Irene se concentró en la reunión. Timoteo oraba por fortaleza para la iglesia pues se aproximaban tiempos difíciles. En Roma se rumoraba que daría inicio una persecución contra los cristianos. El emperador Decio no simpatizaba con la cristiandad y deseaba borrar el daño provocado por su antecesor, Felipe, a quien muchos consideraron cristiano.
¿Y si el odio del emperador llegaba a África? Irene sacudió la cabeza. Roma quedaba muy lejos, a tres días en barco.
Tristemente, su familia estaba marcada por la persecución. Juliana y ella crecieron escuchando las hazañas de su abuela, una mártir llamada Perpetua. Perpetua y su esclava Felicitas. Perpetua y Felicitas. Felicitas y Perpetua. Felicidad eterna. Dicha Perpetua. Un juego de palabras, pero una herencia real que trazó el destino de su clan.
Primus Augusto, el bisabuelo, tuvo tres hijos. Uno de ellos falleció de niño. Los otros dos, Perpetua y su hermano, crecieron rodeados de lujos y oportunidades. Perpetua, en particular, era la preferida de la casa. Risueña, alegre, bella. Quizá una versión precursora de Juliana. Perpetua se casó. Como hija obediente, honró a su padre dándole múltiples satisfacciones. Todo anduvo bien hasta que conoció a Jesús. Felicitas, su esclava, le habló de un judío que había muerto en la Palestina, y que era hijo de Dios y Salvador del ser humano. Perpetua lo creyó, pero el bisabuelo no se alegró ante la noticia.
La persecución se desató en el año 203. Perpetua, su esclava y otros fueron apresados. Aún no se bautizaban, pero lo hicieron en la cárcel. No se atemorizaron, sino que enfrentaron la sentencia que se dictó contra ellos. Para entonces, Perpetua había tenido un hijo. Para conmover el corazón de su hija y hacerla recapacitar, el abuelo le quitó la criatura y se la entregó a Timoteo. Pero nada quebró la voluntad de Perpetua, como recitaba la tía Aurelia. Felicitas, también embarazada, permaneció en la cárcel y encargó su hijita a la iglesia.
El día llegó cuando la abuela Perpetua salió a la arena. Cada año se leían sus memorias escritas por ella misma y que alguien recogió y finalizó. Seguramente alguien que se hallaba cerca, pues describió el ataque del joven gladiador al que Perpetua guió su mano para llevarla a la gloria. Los ojos de Irene se humedecían al recordar esa parte de la historia.
La madre y el hermano de Perpetua murieron a los pocos años. Eso dejó al abuelo con una sola hija adoptada, la única descendiente de su hermana Regina, Aurelia, quien habría tenido casi la misma edad de Perpetua. Aurelia, por su parte, tuvo un solo hijo: Benigno. Benigno, de la edad de Timoteo, heredaría la fortuna Vibia, mientras que Timoteo y sus hijas trabajaban como mayordomos. Benigno vivía en Roma, pero volvería un día para recoger su riqueza. Él y su hija Nidia se quedarían con todo.
Irene se preguntaba si acabarían en la calle, sin esa villa a la que consideraba su hogar. Se le figuraba injusto. La tía Aurelia nunca estuvo allí para apagar el incendio que destruyó los corrales unos años atrás; ni se levantó de madrugada para ahuyentar a las aves que bajaban para terminar con el trigo que el granizo perdonó en otra ocasión. ¿Y qué de los animales? ¿Le importó, acaso cuando una banda de nómadas robó la mitad del rebaño de ovejas y cabras? ¿Se angustió cuando dos esclavos murieron heridos por un toro enloquecido? Ella solo quería la ganancia, pero no el trabajo. No merecía llevarse todo lo que su familia había construido con tanto esmero y no poco sacrificio.
Timoteo, y nadie más que él, era el justo heredero de Primus Augusto y de Perpetua. La tía no podía venir y arrebatarles lo que habían sembrado.
Irene no pudo continuar divagando en asuntos familiares, pues su padre anunció que comerían el pan y tomarían de la copa.
La tía Aurelia, por supuesto, no asistió a la reunión de la iglesia, sino que bajó de su cubículo alrededor del medio día. Juliana la saludó con cortesía, y la tía la tomó del brazo. ¿Cuántos años tendría? ¿Sesenta? Notaba su fragilidad, pero admiraba su porte.
—Vamos a dar un paseo por la huerta —le dijo, con un tono que bien podría tomarse como una invitación pero también como una orden.
Juliana no favorecía dicho lugar de la casa pues lo consideraba propiedad de su hermana. No que la hiciera sentir incómoda visitándola sino que celaba su campo de cebada, así que comprendía cuando Irene buscaba su privacidad y se ponía a desyerbar o a abonar la tierra. La tía Aurelia la sujetó con fuerza, como si no quisiera que Juliana se echara a correr. ¿Pero a dónde? A los brazos de Marcelo, sin duda. Pero el joven andaba preparando el carruaje para el día siguiente en que partirían. ¿Por qué se iban tan pronto? Nadie se lo informaba. A veces resentía la actitud de su padre y de su hermana, quienes le ocultaban información.
—Me recuerdas tanto a tu madre...
Se ubicaron sobre el banco que se protegía bajo la sombra de una higuera. Aurelia cerró los ojos elevando el rostro al cielo.
—La primera vez que la vi tendría tu edad. Era una muchacha bella, como tú. No sabes lo que tienes, Juliana. Talento con la lira, belleza de facciones. Muchas mujeres matarían por un poco de tu buena fortuna. Una esmeralda no está hecha para guardarse en un cofre, sino para lucirla en el cuello.
Se llevó la mano al collar que portaba; una hermosa cadena de oro del que colgaba una piedra verde. ¿Sería una esmeralda? Juliana se consideró una ignorante.
—Un buen peinado, un poco de maquillaje y modales apropiados. En un mes, te convertiría en la gema de Cartago, mi preciada sobrina. Solo tuve un hijo varón, aunque siempre soñé con una niña. Te trataría como a mi hija.
Juliana en Cartago, con la tía Aurelia. Juliana vistiendo hermosas túnicas y calzando sandalias con broches de oro.
—Nidia vive tan lejos...
Se refería a su verdadera nieta.
—Lástima que tu padre se oponga a mis planes.
—¿Por qué?
La tía la miró con sorpresa:
—Porque vivo en la ciudad y no soy cristiana como ustedes.
—Pero... allá está el obispo Cipriano, amigo de mi padre. Puedo pasar el primer día de la semana con él y otros creyentes. Quiero aprender, tía.
—Y yo te quiero enseñar.
Callaron.
Juliana se imaginaba oliendo a lavanda, con el cabello enrizado, al estilo de la tía.
—Tía, hable con mi padre.
—Tú trata de convencerlo primero. Si se niega, entonces yo intervendré.
Juliana estuvo de acuerdo, y no ocultó su emoción. Una nueva vida. Aventuras. Viajes. Diversiones. Lo que siempre había soñado.
Irene notó a Juliana extraña durante la cena. Intentó preguntar si estaba enferma, pero Marcelo y la tía acapararon la conversación. No hicieron más que discutir sobre unas carreras, equipos rojos, azules y blancos; apuestas y decisiones importantes.
—Dama Aurelia, permítame conducir una cuadriga. Domino los caballos a la perfección.
La tía miró a Marcelo esbozando una sonrisa entre divertida y burlona.
—Es peligroso y no tienes experiencia. Será una carrera importante.
—¿De qué hablan? —interrumpió Juliana.
Irene se concentró en morder unas almendras. Notó que su padre también se sentía incómodo.
—Tus hijas no saben nada, Timoteo. Nos referimos a las carreras en el hipódromo. Son muy emocionantes. Cuando joven. tu padre iba seguido a las competencias. Incluso alguna vez dijo querer ser un auriga.
—Eso fue antes, tía —se defendió Timoteo.
—Pero ¿cómo son? —preguntó Juliana.
—Existen cuatro equipos, cada uno tiene un competidor en la arena —explicó Marcelo—. Algunas carreras son con bigas, carros tirados por dos caballos; o trigas de tres, cuadrigas de cuatro o carros con tiros de hasta diez caballos. Yo quiero conducir una cuadriga. Después de las vueltas acordadas, el que cruza primero la meta ha ganado.
—¿Es un auriga un hombre rico?
—Son esclavos —irrumpió Timoteo.
Marcelo arrugó la frente.
—Ahora hay emperadores que conducen carros. Los miliarios, aquellos que acumulan mil victorias, acumulan más riquezas que un senador.
«Y que un hacendado», se dijo Irene con cierta furia. No le agradaba Marcelo en absoluto.
—Uno de mis héroes es Cayo Apuleyo —continuó Marcelo, dirigiéndose a Juliana e ignorando a los demás—. Algún día te contaré de él.
—Más bien debemos llevarla a las carreras —dijo la tía.
Timoteo palideció y cambió el tema. Era tarde y debían descansar. Al día siguiente, la tía partiría a Cartago. No convenían los desvelos. Irene se quedó para vigilar que los esclavos recogieran los platos sucios y barrieran las migajas. Cuando finalmente dejó todo en orden se aproximó al cubículo de Juliana. Trataba de acudir a su habitación cada noche, de ser posible. Lamentaba no haberlo hecho el día anterior.
Irene y Juliana compartieron cubículo hasta que Irene se consideró mayor. No por eso dejó esas sesiones de confidencias entre hermana mayor y menor. Juliana, sin embargo, no giró el rostro como de costumbre. Permaneció acurrucada, con la cara hacia la pared. Irene avanzó sobre el piso de mosaico que mostraba a un hombre con su perro. El cubículo de su hermana menor era el más hermoso de la casa. El de su padre apenas y contaba con la cama y el arcón. El de Irene tenía en las paredes dibujos de campos de cebada. Pero el de Juliana se veía repleto de liras y motivos musicales.
El banquillo de madera crujió bajo su peso. Subió el peldaño y abrazó a su hermana.
—¿Te sientes bien? ¿Estás enferma? Te noto rara.
—Estoy cansada, Irene. Quiero dormir.
—Yo también. Solo unos minutos y me voy. ¿Te parece? Has estado muy callada. ¿Todo bien?
—Todo bien.
—Nuestro padre mencionó la persecución. ¿No te da un poco de miedo?
—Sucede en Roma, lejos. Aquí no pasará nada.
—Lo mismo pensé yo, pero...
En ese mismo cuarto, de niñas, jugaron más de una vez reconstruyendo la historia de las mártires. Juliana era Perpetua; Irene la esclava Felicitas. Irene hubiera preferido representar a la abuela, pero como Juliana armaba intensos berrinches negándose a ser una simple esclava, Irene cedió vez tras vez hasta encariñarse con el papel de Felicitas.Tantas veces representaron la historia que Juliana llegó a decirle Felicitas, en vez de Irene; y en más de una ocasión la trató como una esclava. Pero al crecer, todo cambió. Irene se negó a seguir inventando historias. No más cuentos, no más fantasías. Irene, envuelta en las labores del hogar, cansada por las noches, durmiendo temprano. Entonces Juliana se refugió en las leyendas narradas por Selina.
—Buenas noches —le dijo Irene y la besó en la mejilla—. Que el Señor vele tu sueño.
—Irene, ¿no te gustaría ver una carrera de cuadrigas?
—Realmente no. Tendría que viajar a Cartago.
Juliana no respondió, e Irene se retiró, echando de menos sus años de infancia.
Juliana aguardó unos minutos hasta que creyó percibir que Irene apagaba su lámpara. Echándose entonces una capa sobre los hombros, se deslizó hasta el tablinum donde la esperaba Marcelo. Detrás de la gruesa cortina, los amantes se abrazaron.
—No hagamos mucho ruido. Un esclavo cuida la puerta.
Marcelo asintió, aunque sus manos no se detenían, sino que recorrían la piel de sus brazos y sus hombros. De repente, sin previo aviso, sus labios se unieron a los suyos. La humedad la sobresaltó. Un sin fin de cosquilleos recorrieron su cuerpo.
Enamorada. Totalmente enamorada.
Marcelo y ella eran tal para cual. Los amantes perfectos. La pareja que engendraría los hijos más hermosos del Imperio. Juliana se dejó llevar por sus instintos y perdió la noción del tiempo, hasta que los dedos traviesos de Marcelo buscaron su vientre y Juliana retrocedió. Marcelo reaccionó y se sonrojó.
—Lo siento, pero eres tan bella. No resisto la tentación.
Juliana lo abrazó y tranquilizó su corazón galopante.
—Soy tuya. Te he hecho la promesa de amarte. ¿Qué más quieres?
—Pero mañana no nos veremos más. Tú te quedarás aquí, y yo iré a Cartago.
Ella sonrió:
—Mi tía me ha invitado a ir con ella. Hoy quise pedir permiso a mi padre, pero no fue posible. Mañana, a primera hora, lo haré.
—¿Crees que te dará permiso?
—La tía me ayudará. Estaremos juntos.
—Allá te haré feliz —le prometió Marcelo—. ¿Estás segura que no has sido de nadie más?
—Nunca.
Él la rodeó con sus fuertes brazos. ¿Cuánto duró ese momento? ¿Segundos? ¿Horas? Juliana solo quería que fuera eterno.
En la oscuridad de su cubículo, en soledad y en silencio, se preguntó si su padre la dejaría ir. ¿Cómo lo convencería? ¿Y qué haría en Cartago? No tenía miedo. La tía Aurelia la cuidaría; Marcelo la atendería. Allí estaría feliz, protegida y mimada como de costumbre. No más pesadillas, se repitió. Siempre era la misma. Juliana en un calabozo húmedo y con ratas, quizá por tanto jugar a ser Perpetua. Lo peor de todo: Juliana sola, completamente sola. Pero eso no ocurriría. No más lágrimas. Solo risas y un hogar, un hogar digno de la hija de Julia, la más hermosa de las criaturas.
El pan y el vino, las aceitunas y los higos habían sido olvidados por la petición de Juliana. Timoteo no mostraba decepción o preocupación, salvo por una vena que se abultaba en su frente. De allí en fuera, su voz seguía controlada y su respiración serena. Irene, sin embargo, repitió la petición:
—¿Quieres ir a Cartago?
Juliana exhaló con impaciencia.
—Si les preocupa que no adoraré a Dios, se equivocan. Puedo reunirme en casa del obispo Cipriano. Él conoce a padre; velará por mí.
—No puedo oponerme a eso, pero me inquieta el tema de la persecución.
—Por todos los dioses —resopló la tía—. Son solo rumores, Timoteo. Mientras no haya edicto, nada está confirmado. Además, tu hija no es una líder de la iglesia. Y si hubiera peligro, ¿crees que no la protegería? La enviaría de vuelta. Enseguida.
—Pero, ¿por qué quieres ir a Cartago? —Irene repitió la pregunta.
Juliana no había esperado una reacción tan adversa de parte de su propia hermana. Supuso que su padre se negaría, así que preparó argumentos que él aceptaría, ¿pero Irene? ¿Qué le pasaba? ¿No deseaba verla feliz?
—Juliana es una niña —susurró Irene.
La tía se cruzó de brazos. Timoteo se restregó los ojos. Irene, por su parte, la siguió observando con intensidad. Y de repente, como si un rayo atravesara el cielo, algo se rompió dentro de Juliana, así que gritó:
—¿Y qué de mi opinión? ¿A nadie le importa lo que quiero?
—Compórtate —advirtió la tía.
Juliana se echó a llorar.
—Hija, escucha mis razones...
Juliana sintió asfixiarse. No se le antojaron las aceitunas ni el pan. Detestó los divanes sin estilo ni colorido. Quiso escupir a las paredes deslavadas que revelaban su mal gusto. No negaría que Irene mantenía todo en orden, pero ella odiaba que todo ocupara su lugar; que cada cosa contara con su espacio, lejos de la improvisación. Debía salir de allí. Su familia conspiraba con ahogarla y convertirla en una prisionera de esa villa lejana y aburrida. ¿Y qué de Marcelo? Las lágrimas empañaron su visión, y desesperada, salió corriendo.
Irene no pidió permiso para ingresar al cubículo, sino que irrumpió como una leona.
—¿Qué pasa, Juliana? ¿Has perdido la cordura?
—Pronto lo haré si no bajas la voz.
Irene se quedó muda. ¿Por qué le contestaba con tal altanería? ¿Haría lo mismo si Irene fuera su madre? Trató de controlarse. Helena repetía que no había peor cosa que una mujer iracunda; alguien que perdía la cabeza no merecía una respuesta. Trató de serenarse y preguntó con más lentitud.
—¿Qué te hemos hecho para que te quieras apartar de nosotros?
Irene se acercó al lecho, pero no invadió su espacio, sino que se mantuvo alejada, esperando autorización. Juliana giró el rostro bañado por las lágrimas.
—Soy diferente a ti. Tengo otros sueños. Curiosidad... como tú le llamas.
Irene tomó sus manos entre las suyas. ¿Qué sueños? En la villa tenían todo. Un hogar, un lugar seguro y a salvo. ¿Tendría algo que ver ese chico rubio de ojos verdes? Quizá lo imaginaba, pero los había visto conversando de un modo diferente.
—La tía no cree lo mismo que nosotras. Ella adora otros dioses.
—No me convencerá, si es tu preocupación. Vamos, hermana, amo a Jesús, nada impedirá que lo siga haciendo.
Irene titubeó. Eran distintas, no cabía duda, pero eso no implicaba que Juliana estuviera en lo correcto. ¡Separaría a la familia! ¿Y la tía? Aurelia jamás había mostrado interés en ellas. ¿A qué había venido a la villa? Nada le sacaría esa idea de la cabeza. La tía traía algo entre manos. ¿O solo habría venido para ejercer presión sobre Timoteo? ¿A exigir más cosechas? Pudo hacerlo por carta. ¿Para qué el esfuerzo de un viaje?
—No he dicho que me mudaré para siempre. Solo la visitaré por unas semanas, unos meses. ¿Qué tiene eso de malo?
Su hermana mayor contempló el suelo. Ella no se marcharía, ni siquiera por unos días. Amaba la villa. Pero Juliana no se parecía a ella. Quizá si probaba por sí misma la frivolidad de la vida citadina, volvería con más convicción, dispuesta a ayudar con las labores del campo. Tal vez si convivía con la tía unos días se daría cuenta que no valía la pena perder un hogar por lujos frívolos. A final de cuentas, la decisión no recaía en Irene, sino en Timoteo. Y su padre siempre había mostrado buen juicio. No pondría en tela de duda su capacidad para guiar a la familia.
—Está bien. Ve a hablar con nuestro padre. Yo empacaré tus cosas. Aunque, solo quiero aclarar, que no estoy de acuerdo con tu decisión.
Juliana saltó de gusto. Irene la vio marcharse, aunque un sabor amargo se posesionó de su boca. ¿Qué incluir en su equipaje? Lo primero que empacó con sumo cuidado fue la lira. Su hermana no se marcharía sin su preciado instrumento. Después se concentró en la ropa. Irene no sabía de modas, ni de los gustos refinados de su hermana. Llamaría a Helena. La nodriza no se equivocaría en su elección.
Juliana saltó de la cama rumbo al tablinum. Con Irene de su parte, la batalla estaba casi ganada. Halló a Timoteo con los ojos cerrados y los codos sobre el escritorio. Él alzó la mirada al escuchar sus pasos.
—Hija...
—Por favor, papá. Te lo ruego...
Timoteo señaló un banco. Juliana se ubicó en él. Las arrugas se habían marcado aún más alrededor de los ojos de su padre. Percibió las canas que iban tiñendo sus sienes y la incipiente calvicie que lo amenazaba. De pronto, se le figuró un hombre anciano, no tanto como la tía Aurelia, pero no el padre joven que recordaba de su niñez. Aún así, no cambió de parecer. Quizá debía contar a Timoteo que se había enamorado. Él comprendería. ¿No se rumoraba que había amado a Julia con todo el corazón?
—Mi mente me ordena que niegue mi permiso. La persecución podría llegar a Cartago y afectarte. ¿Qué padre no querría ver a su hija protegida de los horrores de la muerte? Mi corazón decreta lo mismo. Cartago es una ciudad peligrosa, donde abundan las tentaciones. ¿No preferiría verte libre de todo problema? Todo esto me recuerda lo mucho que amo a mis hijas y las necesito a mi lado. Por lo tanto, vine a mi escritorio con la sólida determinación de amarrarte a mí. De pronto, sin embargo, me encuentro con esto.
Su padre levantó un trozo de pergamino y, con voz calmada, dijo:
—Pablo escribió: «La caridad es sufrida, es benigna; la caridad no tiene envidia, la caridad no hace sinrazón, no se ensancha; no es injuriosa, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa el mal; no se huelga de la injusticia, mas se huelga de la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta». ¿Lo ves?
Juliana no veía nada y comprendía menos. ¿Qué relación había entre ese canto y su situación presente? Timoteo suspiró y agachó la cabeza.
—La caridad, Juliana, da libertad. Dios mismo no nos obliga a amarlo. Nos da libertad de elección. Si esto es lo que has escogido para ti, puedes ir con tu tía, pero piensa en la caridad.
Caridad. Se hablaba mucho de esa palabra en las cartas de Pablo y en los evangelios de Jesús. Charitas. Ágape, en griego. Un amor profundo y desinteresado. Un amor diferente al eros, el que Cupido lanzaba sobre sus víctimas.
—Meditaré en la caridad, padre.
Timoteo no lució más contento, pero se puso en pie y la abrazó. Juliana tembló entre sus brazos. A su padre le costaba mucho trabajo dar muestras de amor. Podía contar con sus dedos las ocasiones en que la abrazó o besó a partir de los doce años, quizá porque la consideraba una doncella, no una niña.
—Hora de partir.
Juliana sonrió. Había ganado. Partiría a una nueva aventura, al lado de Marcelo, el amor de su vida.
Otra vez espiando. Irene prometió que sería la última vez. Que no caería en más tentaciones, pero ¿cómo evitarlo? De dicha conversación dependía el futuro de su hermana, de su padre, de la familia. Aurelia, de nueva cuenta, se ubicó en la silla del patriarca. Timoteo, como un esclavo más, se ubicó en el banquillo. El busto del bisabuelo parecía vigilar cada movimiento y escuchar cada palabra. Desearía deshacerse de esa estatua.
—Entonces queda decidido. Juliana irá conmigo a Cartago. No te angusties, Timoteo. Cuidaré bien de ella.
—Tía, pensaba enviar también a Irene. Ella podrá vigilarla. Nunca se han separado.
El estómago de Irene se revolvió. ¿Ella? ¿En Cartago? Su padre no podía hacerle eso. Sería como enviarla al exilio. Ella tenía responsabilidades en la villa. Sin su cuidado, los olivos no darían las mejores aceitunas. ¿Y la casa? Helena envejecía y por las noches le dolían los huesos. Selina, esa esclava griega, se aprovechaba de los esclavos más débiles y evadía sus obligaciones. Además, estaba Horacio. con quien en fechas recientes, empezaba a conversar más seguido, de formas distintas. ¿Por qué debía ella pagar por los caprichos de su hermana?
—Irene no está hecha para la ciudad —dictaminó la tía. Por primera vez Irene estuvo de acuerdo con ella.
—Entonces la enviaré con una esclava de toda mi confianza. Quizá Helena.
—¿Esa anciana? Se moriría a mitad de camino.
—A Selina...
Irene se horrorizó ante la propuesta. Selina le metería ideas tontas en la cabeza con sus historias de dioses griegos y seres de fantasía.
—Escucha, Timoteo, le proveeré a tu hija de una esclava personal. Eso ni lo dudes. Yo me haré cargo de todo. Tú solo concéntrate en lo que te he pedido. Más producto, más de todo. Y ya se me ha hecho tarde para partir. Salimos en unos momentos, así que alista a mi escolta.
Timoteo se marchó para cumplir la encomienda. La tía se quedó sentada, contemplando el vacío, pero con una sonrisa cínica en sus labios. Irene sintió un escalofrío. ¿A qué había venido?
¿Se enteraría algún día?
La tía Aurelia se subió al transporte, seguida por Juliana. Un abrazo, rápido y huidizo. Solo eso recibió Irene de parte de su hermana menor. Le urgía marcharse. Se notaba en sus dedos temblorosos y sus miradas furtivas al norte, rumbo a Cartago, su destino. Timoteo se mantenía sereno; erguido y serio, como de costumbre. Helena no disimulaba su enfado. Si alguien se había opuesto tajantemente a la partida era ella. Minutos antes hizo que Irene se enterara de su opinión.
—Esa niña no está preparada. Se impresiona con facilidad ante cualquier cosa. Será carnada de la gente de ciudad. ¿Crees que no la he visto cuando Selina cuenta sus leyendas de dioses que se enamoran de mujeres comunes y corrientes? Su imaginación vuela con muy poca ayuda, ¿qué podemos esperar con una influencia como la de tu tía?
Pero nadie la escuchó. Más bien, Timoteo decidió que Juliana eligiera; y eso hizo.
Irene pensó que eso sería lo peor del momento, pero justo cuando Juliana sacó el brazo para despedirse de nueva cuenta, miró a Horacio. Él miraba a Juliana absorto, pasmado, en trance. Irene no sabría cómo describir su actitud. ¿Desolación? ¿Admiración? Juliana lucía bella, más que nunca. ¿Acaso Horacio comenzaba a albergar sentimientos por ella? ¿Y por qué no? Todos los esclavos suspiraban por Juliana. Los cristianos solteros que se reunían en la villa los primeros días de la semana, no perdían oportunidad de saludarla. En Thugga contaba con más de diez admiradores, y eso que no visitaban la ciudad con frecuencia. ¿Por qué no habría de ser Horacio uno más? Además, él tenía más posibilidades que nadie. Mayordomo de la villa, un hombre libre, incluso con sus propios ahorros. Timoteo habría dado su aprobación enseguida.
Los caballos levantaron nubes de polvo que ocultaron su frustración. Permaneció de pie, al lado de su padre, hasta que la comitiva se perdió en el horizonte. Después, cada uno se dirigió a sus labores. Irene se encaminó al huerto. Finalmente, las lágrimas se agolparon en sus párpados. No quería llorar, no debía hacerlo. Pero la actitud de los días pasados de la tía solo confirmaba lo que Irene sabía desde niña; no era la más bonita, ni la más agradable. Era Irene, la hija mayor, quien cuidaba de Juliana y de su padre; quien administraba el hogar. No poseía el cabello dorado de Juliana, sino un castaño más bien cenizo; carecía de un cuerpo curveado, pues era delgada y con el pecho de una adolescente; Juliana era una ninfa, ella, una simple mujer de campo.
Con la partida de su hermana, ya nada sería igual. Juliana se llevaba una energía vibrante, como si absorbiera de su hermana mayor la vitalidad y la dejara marchita en casa mientras ella partía a las mejores aventuras que se le pudieran ofrecer.
De pronto se sintió vieja. A sus diecinueve años le pareció como si un enorme peso en sus espaldas la doblaba en dos. Se preguntó si ya presumiría arrugas, como la tía Aurelia, o si su cabello habría encanecido como el de su padre. Juliana, por su parte, brillaba cual estrella en el firmamento.
Para peor, no se podía quitar de la mente la expresión de Horacio, mirando a Juliana de modo distinto, con profunda intensidad. Pero no se dejaría llevar por el sentimentalismo. Juliana había tomado una decisión y las consecuencias las viviría ella.
¿Las consecuencias? ¿Qué consecuencias? ¿No era ella quien se estaba perdiendo lo mejor? Le pareció que su hogar en la villa se desmoronaba como un trozo de pan rancio. No más risas, no más música. Juliana se había llevado la lira y la danza, la alegría de su padre y la juventud de Irene.
¿O estaría exagerando?
En eso, una sombra cubrió su rostro. Alzó la vista. ¡Horacio!
—Traigo una planta. La conseguí en Thugga hace dos días, pero había olvidado dártela.
—¿Qué es?
—Un rosal.
Irene se sorprendió. Había oído de las rosas. Las esclavas que habían vivido en Cartago aseguraban que eran las flores más bellas de la tierra y que su aroma sobrepasaba al de cualesquiera otras. Un calorcito se aposentó en su pecho.
—¿Cómo la cultivo?
—Busquemos, en primer lugar, una tierra profunda y asoleada —le dijo Horacio—. Las rosas requieren de bastante riego y cuidados.
Irene no se atemorizó. Ella se encargaría. Mientras procedían a plantarlas, tocó las raíces. Las encontró duras, velludas y cortas. ¿De esto saldrán flores tan alabadas? pensó para sí.
No dijo nada para no desairar a Horacio, pero dudó un poco de la fama de dichas preciosidades. Cuando terminaron, dos pequeños tallos asomaban del suelo.
—Todo toma su tiempo —le recordó Horacio.
Irene levantó la vista al cielo. La primera noche sin Juliana. ¿Dolería?
—¿Cuánto tardarán en florear?
Horacio se encogió de hombros. Irene entendió el gesto. Algunas cosas podían dilatarse, pero valía la pena aguardar el momento.
Aun no habían llegado a Cartago y ya la tía Aurela discutía con Marcelo.
—¡He dicho que no! Llegaremos hoy mismo así sea a la medianoche.
—Pero...
—¿Qué propones? ¿Que nos quedemos en una posada de mala reputación o que descanse en este incómodo carro? ¿Lo ves, Juliana? Tardamos mucho en salir. ¡Por la sagrada Tanit! Apresura a tu gente, muchacho.
El chico galopó a donde la escolta aguardaba instrucciones. Juliana tragó saliva. La noche caía sobre ellas y no le apetecía andar por los caminos sin protección, pues se le figuró insuficiente un puñado de hombres.
No le agradó ver a la tía Aurelia malhumorada. Sus arrugas se acentuaban y sus labios casi se esfumaban pues formaban una delgada línea recta que desaparecía sutilmente. Juliana experimentó un temor desconocido, ya que en cada sombra creyó ver salteadores del camino. No faltaban las historias de viajeros que llegaban a la villa con las ropas raídas y los rostros golpeados, contando terribles anécdotas sobre bandas de ladrones que elegían la noche para sus atracos.
¿Para eso abandonó la protección de su padre? En la villa estaban los esclavos guiados por Horacio y Timoteo que la protegerían de cualquier maleante. La tía Aurelia no se le figuraba una carta de seguridad, y ni siquiera Marcelo quien, al lado de un bandido experimentado luciría como un niño. ¿Para eso abandonó su hogar? ¿Para morir en el desierto?
A la tía le gustaba beber. En poco rato, ya se había tomado su cuarta o quizás su quinta copa de vino. Comenzaba a arrastrar las palabras. Juliana se cubrió del frío. Linda aventura. Un mal comienzo. Pero no pensaría en aves de mal agüero y los cuentos de Selina que hablaba siempre de los presagios de los dioses. Oraría al Dios de su Padre, quien había prometido cuidarla.
Lo intentó pero, extrañamente, no logró componer ni una sencilla oración. Le parecía una hipocresía hablar con Dios después de la escena de la mañana. Aún cuando según su lógica su padre había concedido el permiso con lo cual todo se había encuadrado dentro de lo normal, la culpabilidad no dejaba de hacer ver sus colmillos. ¿A dónde iba? Jamás se había apartado de la villa, mucho menos sola. ¿Acertó en su determinación de acompañar a la tía?
En eso, Marcelo regresó con el rostro pálido.
—Señora, el comité de avanzada ha descubierto fuego en la lejanía. Es probable que se trate de un grupo de nómadas.
—Tienen derecho a una fogata ¿o no? ¿A qué viene tu comentario?
Juliana se exasperó. ¿No comprendía su tía la insinuación? Podría tratarse de un grupo de forajidos.
—Señora... —la voz de Marcelo se quebró, pero se armó de valor—. La villa del senador Plutarco se encuentra a unas millas de aquí.
—¡El senador Plutarco! ¿Uno de mis enemigos más detestables? Me ha hecho la vida imposible. Competimos en el mercado de cebada, y se ha opuesto a darme algunos permisos en el pasado. Odia a los Vibia, Juliana, eso tenlo por seguro. Su padre y tu bisabuelo llegaron a los golpes en su juventud. Jamás pisaré su casa.
El rostro de Marcelo se contrajo y Juliana presintió lo peor. De la lejanía les llegaron gritos, choques de espadas, voces coléricas.
—Señora...
La tía Aurelia palideció. Sus labios desaparecieron aún más.
—Haz lo que creas conveniente.
La comitiva echó a correr velozmente. Los caballos galoparon durante lo que a Juliana se le figuraron horas. Sudaba.
La tía Aurelia bebía en forma compulsiva. Mientras apremiaba a la guardia, Marcelo envió a dos soldados para anunciar su intención de buscar refugio en la villa del senador. La tía rezaba a Tanit, Marcelo arrugaba la frente. Juliana pensaba en su padre quien cada noche se aparecía para vigilar que todo estuviera en orden. En más de una ocasión Juliana había descubierto su sombra en la puerta y la tranquilizaba saber que él estaba al pendiente. Que no pasaba una sola noche sin que verificara que su hija continuara en el lecho, sana y salva.
El traqueteo violento de la carreta hirió su espalda; la tela se pegó a su cuerpo. Su estómago vacío se removió y reparó en que las náuseas se combinaban con el hambre, si tal cosa era posible. ¿Cuánto faltaría? Detrás de ellos se percibían los resoplidos del enemigo. Quizás muriera esa misma noche, atravesada por una lanza. Pero, no. Marcelo la defendería. Ella era suya, y él suyo. Creyó perder la conciencia.
Deseó desmayarse y no darse cuenta de nada. Luces se distinguieron en la oscuridad. ¡Antorchas! Un grupo de soldados, enviados por el senador, llegó para protegerlos.
Juliana vivió el resto como en un sueño. Bajaron de la carreta y se trasladaron a unas habitaciones frescas. El senador no se hallaba en casa, sino en Cartago, pero su esposa los atendió bien. Fruta, pan, vino. Lechos limpios. Ropa perfumada. Un hogar. Protección. La tía cayó agotada enseguida, presa del susto y el vino. Juliana se acurrucó en un lecho cercano, preguntándose qué sucedería al día siguiente. Alguien golpeó a la puerta. La esclava de la tía se acercó al portón, pero Juliana se adelantó. ¡Marcelo!
—¿Y la Dama Aurelia?
—Descansando.
—¿Estás bien?
Ella asintió. Él rozó con sus dedos las mejillas de la chica.
—Te hubiera defendido con mi vida.
—Lo sé.
Él se despidió. No le dio un beso como la noche anterior, quizás porque no estaban solos. Juliana apagó la lámpara y volvió a su lecho. Sin embargo, algo la inquietó. En las sombras de la habitación, alcanzó a percibir los ojos de la esclava Valeria, y no habían sido precisamente amistosos.
Irene se angustió. Su padre aún no pasaba por su habitación y la luna se encontraba en lo más alto. ¿Seguiría en el tablinum? ¿Estaría conversando con Horacio en los establos? A Timoteo no le agradaba desvelarse. Se deslizó de su cama y se colocó unas sandalias. Se cubrió la cabeza con un velo y salió de su cubículo. Antes de recorrer el piso de abajo, su corazón la condujo al cubículo de Juliana. Se plantó cerca de la abertura, pero no entró. Una figura, sentada sobre la cama, contemplaba las pinturas de las paredes.
La luz de una vela le permitió distinguir las facciones de su padre. ¿Qué hacía allí? ¿Esperando a Juliana? Lamentó descubrir sus hombros caídos y su rostro anguloso. La edad le pesaba; su vitalidad se esfumaba. Giró el rostro un poco y la tenue luz reveló algo que la hizo estremecer. Lágrimas. Su padre lloraba.
Irene comprimió los puños y un intenso enojo apretó su pecho. Juliana era la causante del dolor de su padre. ¿Cómo se atrevía? Timoteo no merecía sufrir. Juliana era la raíz de tanta miseria. Que Dios la perdonara, pero en ese instante, deseó que su hermana pasara una mala noche.