A la mañana siguiente, Juliana se quedó boquiabierta cuando la esposa del senador los despidió con cortesía, como si la tía le hubiera hecho un favor en hospedarse en su casa y no al revés. ¿Cómo lo logró? No lo podría descifrar: las palabras que pronunció, el tono de su voz, la manera de conducirse, más que como víctima, cual distinguida invitada. De ese modo, con regalos y favores, continuaron el trayecto a Cartago.
Juliana no olvidaba la expresión en el rostro de Valeria, la esclava personal de su tía. Aquella mirada, el saberse observada, no la traía serena, sino todo lo contrario. El pan que desayunó le resultó insípido; prefirió mantenerse un poco apartada de Marcelo para no meterlo en problemas, pero él mismo andaba ocupado con los caballos y la escolta.
Hasta que avanzaron un buen trecho, la tía se dirigió a ella.
—No empieces a albergar sentimientos por cualquier hombre que se te cruce enfrente. Comprendo que tu padre las ha tenido recluidas por mucho tiempo, lo que no ayuda a la situación, pero tengo planes para ti. Eres una Vibia. No terminarás con cualquier... militarcito.
La insinuación tan directa la sorprendió. Seguramente Valeria le había ido con el cuento de la escena de la noche anterior. Pero su tía no comprendía que lo que sentía por Marcelo era real. En la villa conoció muchachos, esclavos e hijos de otros hacendados que presentaron sus respetos a su padre, y ninguno de ellos removió su interior como los ojos dulces de Marcelo. Además, le incomodó que la tía tuviera un proyecto de vida para ella. ¿Quién se creía?
—Marcelo es un simple soldado.
Juliana tragó saliva. Que la tía fuese tan franca la hacía sentirse vulnerable e ingenua. La tía se dispuso a morder unas almendras y la dejó en paz. Juliana trató de no pensar en sus palabras, aunque su mirada se cruzaba con la gallarda figura de Marcelo unos metros adelante. No había conocido un chico tan apuesto y que la amara con tal pasión. ¿Cómo no ilusionarse? La tía no comprendía. Nadie lo hacía.
Dormitó gran parte del camino, hasta que la voz de la tía Aurelia la trajo de vuelta al mundo real. Llegaban a Cartago. Su respiración se contuvo y se irguió para no perder detalle.
Lo primero que vio fueron las cisternas de agua; inmensos bloques que abastecían la ciudad. El anfiteatro le robó el aliento. Se le figuró mucho mayor que el pequeño teatro de Thugga. ¿Qué decir del hipódromo donde se llevaban a cabo las carreras? ¿La llevarían a una? ¿Lograría Marcelo su deseo de convertirse en auriga?
La tía Aurelia le pidió a Marcelo que recorrieran la ciudad antes de llegar a casa. De ese modo, pasaron cerca de los dos puertos, el militar y el comercial. Juliana se sorprendió ante la mezcla de razas y lenguas. Tantos colores y tamaños, estilos de ropa y formas de conducirse. La tía Aurelia le enseñó algunos de los rasgos distintivos de cada pueblo, como la barba de los judíos, las túnicas de los romanos, el cabello dorado de algunos bárbaros y los ojos rasgados de otros provenientes de Asia. Ni qué decir de los templos y sacerdotes. Templos a Isis y a Tanit, a Júpiter y a Marte. Los baños Antoninos. La catedral. La colina Birsa. Las torres y las columnas. Gente, mucha gente, caminando, paseando, corriendo, vendiendo, comprando, buscando y hallando.
Juliana comenzó a angustiarse por diversos motivos. Ella hablaba púnico, latín y griego. ¿Pero qué de las otras lenguas? Por otra parte, no vestía como las mujeres más elegantes. ¿Dónde conseguiría nuevas telas? ¿Y qué de la ciudad? Si salía sola, se perdería. La tía apuntó a unos talleres de mosaico. Le dijo que allí creaban las mejores obras del mundo. Que su propio hijo escribió que en Roma no había encontrado un trabajo tan bien realizado como el cartaginense.
Apenas y podía beber todo cuando se detuvieron frente al domus de la familia Vibia. El bochornoso clima la empapó, pero se combinó con la emoción. Por la calle se veían dos locales donde vendían productos de la villa, en uno los cereales –trigo y cebada–, en el otro olivos y aceite de oliva. Incluso se ofrecían las lámparas para iluminar las habitaciones. Juliana suspiró. El olor a aceitunas maduras la remontó al campo, pero no se dejó embargar por los recuerdos, sino que entró al atrio. La fuente que recogía el agua de lluvia contaba con dos veces más el tamaño que la de la villa, y la abertura en el techo constaba de una decoración diferente, mosaicos azules y amarillos que le daban vida.
La tía ordenó que la siguiera, así que Juliana debió captar todo en un respiro. El tablinum de la tía quedaba prohibido para ella. El segundo patio porticado estaba rodeado por los cubículos. La tía dijo que los esclavos llevarían a su habitación sus pertenencias. Los esclavos se iban asomando al paso, pendientes de su señora, pero la tía se dirigió directamente a una enorme habitación, el triciclum, donde daba sus fiestas y convites, comía y descansaba. Juliana no vio la cocina ni los baños, sino que se acomodó para comer. La tía moría de hambre así que Juliana se resignó. A su tiempo, conocería la casa y pasaría tiempo con Marcelo.
Esa mañana y para distraerse, Irene quiso acompañar a Horacio a Thugga. Timoteo le dio permiso, así que Irene montó un caballo, y con Selina para atenderla, se dirigieron al oeste. Thugga, como toda metrópoli romana, contaba con el Capitolio, un templo a Júpiter y otro a Juno, un teatro y baños. Se decía que no era tan grande y bella como Cartago, pero ¿cómo saberlo? Irene no había visitado ninguna otra ciudad.
Horacio debía atender un negocio cerca del mercado de esclavos donde esperaba conseguir ciertos instrumentos que facilitarían la recolección de cebada. Irene le pidió que mientras él entraba a una casa mediana para realizar sus transacciones la dejara en la calle con Selina y otro esclavo para vigilarla. Se le figuraba más interesante lo que ocurría afuera.
El esclavo la protegió del sol con una sombrilla, e Irene contempló la venta que se llevaba a cabo. No le agradaba observar ese tipo de actividades, pero lo consideraba parte de la vida. Algunos nacían libres, otros esclavos. En las epístolas se decía que nadie pretendiera cambiar su estatus sino someterse a las autoridades. Aún así, Irene prefería olvidar que algunos debían ser exhibidos con tal descaro.
Selina chasqueaba la lengua mientras contemplaba a unos prisioneros de guerra. Ella había nacido esclava, en la villa de la familia por lo que no había tenido que pasar por la humillación de una subasta. Pero recordaba que Horacio había nacido esclavo, hasta que unos años atrás, Timoteo le había dado su libertad. Aquel día, delante del procónsul, había declarado que le otorgaba su libertad a Horacio, y después de una patada simbólica y los documentos correspondientes, Horacio se transformó en un hombre libre.
Timoteo le había dicho que podía marcharse, si así lo deseaba, pero Horacio había insistido en quedarse en la villa. Aún así, no conocía nada sobre su pasado ni como había llegado a la villa ni dónde había vivido antes.
En la subasta, unos hombres inspeccionaban a los prisioneros de guerra con curiosidad. Una mujer se presentó al subastador para devolver a una esclava que era sorda, cosa que el vendedor no había aclarado al momento de la venta. Uno de los oficiales intervino en el caso. pues, aparentemente, la señora había sido engañada. No habían pasado seis meses, de modo que el subastador tuvo que devolver el dinero lo que hizo con enfado golpeando a la esclava sorda. Irene desvió la mirada.
Salvo por un taparrabo, los prisioneros de guerra se encontraban desnudos. Irene no levantó los ojos ni un centímetro. Otro de los comerciantes llamó aparte a un hombre importante, un abogado. Irene, sin querer, alcanzó a escuchar lo que hablaron. El comerciante le ofrecía una esclava de extraña belleza. Ojos rasgados, piel blanca, cabello como las plumas de un cuervo. El abogado se internó en una casa para evaluar la posible compra.
Irene agradeció a Dios no ser una esclava. No podía imaginar la vergüenza de enfrentar a una multitud de curiosos como si fuera una oveja o un asno. Juliana y ella habían sido afortunadas. ¿Entonces por qué Juliana había despreciado su hogar al marcharse lejos? No pensaría en ello.
En eso, Irene captó la silueta de un niño esclavo. Traía el pie derecho emblanquecido con gis, lo que mostraba que no pertenecía a la región; era un extranjero. Se distrajo unos segundos pues uno de los prisioneros de guerra se sublevó, mas fue reprendido por el látigo. Irene volvió su atención al niño. De su cuello colgaba una placa que no alcanzó a leer. Se tuvo que acercar, con Selina detrás.
El niño venía de Cirta, en el antiguo reino de Numidia. Hablaba púnico y latín. Se veía como alguien inteligente, pero era ciego. ¡Ciego! Irene comprendió por qué la criatura le había interesado. A diferencia de los demás, miraba al frente, con el cuello en alto. La mayoría evadía las miradas de los transeúntes o analizaba el suelo. Este pequeño no tenía miedo, pues ignoraba el peligro.
El subastador se acercó.
—Vendo a este niño con aquel grupo de esclavos —anunció—, señalando a un conjunto variado de mujeres y hombres, ancianos y niños.
—Es ciego.
—Pero no lo subestime. Su bastón son sus ojos; además, aprende rápido. De hecho, el precio es casi un regalo.
Irene alzó la vista a la plataforma. Los labiecitos del chico temblaban. Sabía que se referían a él.
—¿Quiere que lo desnude para su revisión?
El chico traía una túnica. Irene se opuso enseguida. No hacía falta. El subastador suspiró.
—Le soy sincero, llevo ya varios meses con él. Nadie quiere a un chico ciego. Me parece que lo enviaré a las galeras.
¿Las galeras? Irene había escuchado que en esas naves la gente moría de tanto remar. Y en las peores condiciones. Una sombra a su derecha la sobresaltó. ¡Horacio!
—Debemos irnos.
Horacio lucía incómodo, incluso malhumorado.
—Este no es lugar para ti.
Irene asintió, pero se detuvo a medio camino. Había visto los precios. Las mujeres valían menos que los hombres; un enano equivalía a una fortuna. El niño ciego se ofrecía a un buen precio. Cualquier loco o desconsiderado lo adquiriría con tal de obtener una ganga. ¿Pero lo tratarían bien? ¿Lo respetarían? ¿Qué harían con un niño ciego?
Selina pareció adivinar sus pensamientos.
—¿Y a nosotros para qué nos serviría, señora? Ya somos muchos en casa.
Irene comprimió los puños. Si ella y Juliana estuvieran en una subasta, comprarían a Juliana, no a Irene. Ella se quejaba de ser menospreciada, pero ¿no cometía el mismo error? Del rebaño de ovejas, favorecía a las más blanquitas y perfectas, a las más dóciles y juguetonas. Hacía a un lado a las cojas o pintas, a las oscuras y rebeldes. ¿No sucedía lo mismo con los caballos? No le importaba si los pardos se fatigaban, pero cómo sufrió el día que el corcel negro de su padre cayó en un hoyo. Lo mismo sucedía con las plantas. Cuidaba más de las flores que de las hierbas; dedicaba más tiempo a los árboles frutales que a las legumbres que cubrían el suelo. Sin embargo, esas legumbres los alimentarían en épocas de escasez.
—¿Traes dinero? —interrogó a Horacio.
Él asintió con sorpresa. Ella le arrebató la bolsa con monedas y se dirigió al subastador con decisión. El hombre se cruzó de brazos.
—¿Ya se decidió?
—Me llevo al niño.
—Véalo bien, señora. No quiero después quejas, reclamos o devoluciones. Es ciego; no le será de gran utilidad.
Irene pagó y evitó una conversación. No le agradaba el subastador. Horacio se hizo cargo del niño, no sin antes contemplarla con curiosidad. El niño, guiado por su bastón y de la mano de Horacio, trastabilló el resto de la mañana mientras realizaban las compras. Hasta que Irene pisó la villa se preguntó qué haría con él. ¿Dónde dormiría? ¿Qué trabajo le darían? ¿Cómo le explicaría a su padre sobre su elección? Sin embargo, antes de entrar al tablinum para conversar con Timoteo, Horacio pasó junto a ella.
—Dios bendice a los compasivos —le dijo.
La tía Aurelia le asignó una esclava, una muchacha etíope de nombre tan extraño que todos terminaron llamándola Yenne. Sin embargo, haciendo a un lado su procedencia, Yenne asombró a Juliana cuando la preparó para la cena que Aurelia ofrecía esa noche. La tía le encargó una túnica nueva y una palla bordada que combinaba a la perfección. Yenne, por su parte, logró un milagro con su apariencia. Alargó sus pestañas con una varita hecha de carbón. Coronó sus labios con un color rojizo que hizo arder sus mejillas. Juliana examinaba el procedimiento en su espejo de bronce escuchando el parloteo de Yenne, quien hablaba púnico, latín, griego y el dialecto de su pueblo.
—Aprendí mis artes en Alejandría. A la Dama Aurelia le pongo capas de miel y tinta blanca que hace su piel más luminosa. Uno debe verse siempre joven.
Juliana se inquietó cuando Yenne calentó dos cañas de hierro sobre el brasero. Yenne le explicó que no permitiría que usara una peluca pues su cabello era hermoso, aunque lacio. Con esas cañas calientes rizaría sus mechones y la peinaría como una diosa. Así sucedió, pues los caireles se apilaron hasta formar un cono. Juliana no pudo negar que le agradaba el efecto. Por último, Yenne le puso las joyas que la tía le prestó para la ocasión: unas arracadas grandes y dos brazaletes para cada antebrazo. Juliana se miró en el reflejo, complacida con lo que veía.
Las palabras de su padre cruzaron por su mente. No hacía mucho había leído en una de las cartas de Pablo que el apóstol advertía a las mujeres contra el cabello encrespado, los atavíos de joyas y las composturas de las ropas; tres elementos que Juliana estrenaba por primera vez, pero que no consideró pecados mortales. Quizá en tiempos de Pablo, hacía unos cien años, las modas habían sido más escandalosas. ¿Pero qué de malo había en embellecerse un poquito?
Un esclavo avisó que las visitas habían llegado. Juliana salió del cubículo y percibió el olor a madera quemada. Sus ojos lagrimearon un poco pues el humo provocaba una ligera neblina en el pasillo. Así alumbraban las calles y las casas de Cartago, algo que en la villa sería impensable. Su padre siempre pensaba en ahorrar, y de hecho, no organizaría un evento a tales horas. Dedujo que Irene ya se hallaría durmiendo.
Juliana se sorprendió al irse aproximando al triclinum. Los esclavos habían colocado cortinas rojas entre las columnas que daban al jardín para ofrecer mayor privacidad y luz. Yenne le había indicado que la fuente del atrio se había decorado con pétalos de rosas. ¿Rosas? Yenne le mostró una de esas bellas flores y Juliana se sintió encantada. ¡Bellísimas! Mejor que lo que Irene plantaba en su huerto. El sonido de música aumentó. La importancia de la fiesta ameritó que Juliana prestara mayor atención a los frescos que representaban un banquete mitológico. Descubrió también una mesita redonda en el centro con copas de plata y aperitivos. Se le antojaron, pero la tía la distrajo.
Sentados en dos divanes se encontraban los invitados. Un comerciante africano, de nombre Lucrecio, con su esposa Olimpa. En el segundo diván, su hijo Saturnino y su hermana Flavia. Juliana saludó con cortesía y se acomodó junto a su tía. Temerosa sobre lo que se esperaba de ella, reparó en el mosaico del suelo que representaba pescado, langostas y huesos, los restos de una cena. La tía dio una señal y se sirvieron los platillos. Juliana probó poco, aunque los demás consintieron su apetito, sobre todo Lucrecio. Langosta, pescado, ostiones, e incluso ¡flamingo!
Yenne había comentado que Lucrecio poseía importantes caravanas que recorrían el Norte de África comprando y vendiendo. Quien viajara con él tenía asegurada la vida, ya que se esmeraba en contratar las mejores escoltas y sobornaba lo suficiente para un viaje placentero y sin complicaciones. También era dueño de propiedades en el desierto y especulaba con la venta del trigo. Un hombre importante, sin duda.
Aunque Juliana trató de no mirar de frente a los hijos de Lucrecio y Olimpa, en varias ocasiones los sorprendió analizándola. Saturnino era blanco, con la piel de los brazos colgándole un poco quizá por comer demasiado. Robusto, diría ella. Gordo, lo describiría Selina. Poco ejercicio, mala alimentación. Tics nerviosos como una manía por tronar la boca y picarse la nariz. Juliana trató de ignorarlo. Flavia, por el contrario, le intrigó. No hermosa, pero bien arreglada; no bonita, pero atractiva. Demasiado maquillaje; exceso de joyas.
Un esclavo recitó en griego con acompañamiento de flauta y lira. Juliana pensó en Marcelo. Se había quedado en la puerta, vigilando. ¿En calidad de qué servía a la tía? Yenne sugirió que la tía confiaba demasiado en Marcelo. Le encargaba la seguridad de su domus, así como la atención de cuestiones financieras.
—A la Dama Aurelia le gusta tener gente joven y bella alrededor —le confió.
Juliana no la censuró. Ella haría lo mismo.
La tía y Olimpa comentaban acerca de un cargamento de telas; Flavia discutía con su padre pues quería hacer un viaje a Roma. Saturnino y Juliana no hacían el intento por conversar.
Finalmente, Olimpa se dirigió a ella.
—¿Extrañas el campo?
—No, señora. Cartago es... impresionante.
La tía Aurelia no dejó que prosiguiera. ¿Se avergonzaría de ella? ¿O de sus modales campiranos? Cuando por fin Juliana supuso que el martirio cesaría, la tía anunció que había reservado lo mejor para el final.
—Juliana, toca tu lira.
¿Su lira? Yenne apareció de la nada con la lira en mano. Juliana no tuvo opción, salvo la de complacer a la Dama Aurelia. Sus dedos temblaron, pero se forzó a controlarse y comenzó con una melodía sencilla para envalentonarse. Dos piezas después, los ojos de Saturnino la seguían, pero no con la intensidad de Marcelo, sino con algo parecido a la curiosidad. Juliana quiso llorar.
La tía pidió a los jóvenes pasear por el jardín. Unas bailarinas entraron a complacer a Lucrecio, mientras Olimpa y Aurelia continuaban hablando sobre las esposas de otros personajes de renombre. Juliana siguió a Saturnino y a su hermana a donde una fuente con la estatua de Baco cantaba. Se sentó sobre una banca de piedra, y Flavia junto a ella.
—¿Y cómo es la vida en el campo?
No supo si detectar ironía en su voz, pero respondió con sinceridad:
—Monótona.
La risa de Flavia sonó sincera. A partir de ese momento, charlaron de las flores en el jardín, de los mercados de Cartago y de los amigos de Saturnino, todos unos inútiles, según Flavia. Le prometió llevarla de compras y al teatro; en Cartago uno nunca se aburría. Las horas pasaron hasta que Lucrecio mandó llamar a sus hijos y Marcelo apareció para escoltar al comerciante a casa.
Juliana no supo qué leer en sus pupilas. ¿Celos? ¿Enojo? La tía la envió a dormir, así que no pudo descifrarlo. Lo intentaría al día siguiente.
—Helena, extraño tanto a mi hija...
Las palabras de Timoteo hirieron el corazón de Irene, pero ¿quién le mandaba espiar en el pasillo? Esa conversación no le correspondía. Helena no respondió e Irene cerró los ojos. Su padre no había dicho que amara menos a Irene, solo que deseaba ver a Juliana. ¿Por qué siempre malinterpretaba las cosas?
El silencio le informó que Helena se había marchado, así que se dirigió a la cocina, no fuera que Helena la empezara a buscar. Pero antes de darse a notar, escuchó la voz de Helena.
—Ya no hay música desde que la niña Juliana se marchó.
—Faltan sus risas y sus travesuras —replicó Selina.
Juliana, Juliana. Todo giraba alrededor de ella. Si Irene se hubiera marchado, seguramente nadie estaría cabizbajo. Al contrario, cabía la posibilidad de que se sintieran aliviados pues no habría nadie regañando a los esclavos o poniendo en orden la casa. Selina sería la más beneficiada, pues a Irene no le agradaba que perdiera el tiempo contando sus historias del pasado.
No le apeteció interrumpirlas, así que se refugió en el huerto, el único lugar donde el fantasma de Juliana no habitaba ni provocaba suspiros, el sitio que le pertenecía solo a ella. De repente, vio una sombra caminar entre los olivos. ¡Lucio! ¡El esclavo ciego! Andaba en sus siete años, y Helena y ella decidieron que dormiría con la nodriza, pues no confiaba en que nadie más lo vigilara como ella. Lo observó un rato.
Con la ayuda de su bastón, no tropezaba, aún cuando de pronto trastabillaba con piedras sueltas. Sus manos paseaban por las cortezas de los árboles, y sonreía al toparse con un fruto o alguna novedad. Irene se contagió de su alegría. Se acercó, y Lucio la detectó enseguida. Seguramente Irene hacía ruido con sus pisadas.
—¿Sabes quién soy?
—La señora Irene, quien me compró esta mañana.
Irene alzó las cejas.
—Huele a limones y a naranjas.
Ella lanzó una carcajada. Le agradaba el chico. Lucio era tan pequeño que Irene temía lastimarlo incluso con una caricia. En palabras de Helena, había nacido diminuto.
Irene extendió su mano y le tocó el hombro. Lucio no se contrajo ni la evadió. Irene lo guió hasta una banca de piedra y lo hizo sentarse allí. Aún le dolía la reacción de esclavos como Selina. Cuando Irene pagó por Lucio, la griega había hecho la señal para alejar el mal de ojo. Otros esclavos temían que trajera consigo un demonio o mala fortuna.
—Dime, Lucio, ¿qué recuerdas de tu vida?
Lucio se encogió de hombros:
—Nací en Cirta. Mi madre me dijo que el amo nos vendió y llegamos a Cartago hace unos meses. Mi madre murió. Enfermó de fiebre.
—¿Y qué has hecho en otras casas?
—Lavar ollas y jarrones. Alimentar a los cerdos. Escoger huevos. Nunca se me rompe uno —agregó con orgullo.
Irene observó el huerto.
—Te vi tocando los árboles. ¿Te gustaría aprender de plantas?
—Todas huelen diferente, señora. Y sus hojas son distintas. Unas rasposas, otras más suaves. Afiladas o pequeñas.
Le enseñaría a atender las plantas. Quizá funcionaría. Pero no ese día. Se encontraba cansada.
—Debemos irnos. La noche ya viene, Lucio.
¡Qué tonterías! Lucio no podía detectar la luz de la oscuridad. Pero el niño obedeció y se puso en pie.
—Te llevaré con Helena.
—Conozco la ruta, señora. He estado practicando toda la tarde. Helena me ha dado permiso para reconocer la villa.
Avanzaron hasta el muro de piedra. Irene le hizo una última pregunta.
—¿Tienes miedo, Lucio?
Primera noche en un lugar desconocido, con nuevos dueños. Irene se encontraría aterrada.
—No, señora. Jesús me dijo anoche que una buena mujer me compraría. Y así ha sido.
¿Jesús? ¡Lucio era cristiano!
—¿Tu madre era creyente?
—Y mi abuela y mi bisabuela. Yo sé que usted ama a Jesús.
Lo supe desde que oí su voz. Jesús nunca me dejará, señora.
—¿Y el subastador sabía de tu fe?
—Mi madre me enseñó que jamás se debe negar la fe. Soy ciego, señora. Todos lo pueden ver. Pero soy cristiano, y eso es más importante que ser ciego.
Irene se quedó sin habla. Lo vio partir, con bastón en mano. De la casa de Horacio surgió una sombra. Horacio, desde la ventana, contemplaba al niño, luego a Irene. Ella prefirió irse a dormir.