2IV3

Eres demasiado ingenua —le dijo Marcelo a Juliana.

Caminaban con Yenne al negocio de un árabe que vendía las mejores sandalias de Cartago. La tía no permitiría que su sobrina continuara con zapatos corrientes. Yenne pretendía no escuchar, pero Juliana se prometió que la haría jurar fidelidad. La tía no podía descubrir su romance.

—No sé a qué te refieres.

—Tu tía quiere que Saturnino se enamore de ti.

—No me ha dicho nada. Además, él no me interesa, y lo sabes.

Marcelo se encogió de hombros.

—Eres la nieta de los Vibia, ¿qué garantía tengo de que te fijarás en el encargado de la escolta de tu tía?

—Te he prometido mi amor, y nosotros...

A punto de decir cristianos, cambió de parecer:

—... los Vibia, cumplimos con nuestra palabra.

—No lo sé, Juliana. Mi abuelo me decía que las mujeres traicionan con más facilidad que una cobra.

Ella no se ofendió sino que lanzó una carcajada musical. Le agradaba la sensación de libertad. Le fascinaban las calles de Cartago, con tanto que ver y escuchar, oler y gustar. Tantas personas, tanto movimiento. Se probó un par de sandalias y en ambas ocasiones levantó un poco más su túnica revelando sus pantorrillas. Marcelo no dejaba de observarla.

—¿Qué te parecen, Yenne?

—Lindas, señora, pero podemos encontrar unas más apropiadas.

—¿Tú que piensas, Marcelo?

Él se sonrojó y se encogió de hombros. Juliana adquirió dos pares y pagó con el dinero que la tía le diera a Marcelo. De regreso, volvieron al tema de Saturnino.

—Tocaste para él.

—Pero pensaba en ti. Además, Saturnino no se conmovió con mi música como lo hiciste tú. Vamos, Marcelo. Hablemos de otra cosa.

Yenne sonreía. Justo entonces, una voz sonó por encima del bullicio citadino.

—¡Juliana, hija de Timoteo!

Marcelo se llevó la mano al cinto, y Yenne se cubrió la boca con el velo. En eso, Juliana reconoció al anciano que corría en su dirección. ¡El obispo Cipriano! Su primera reacción fue de dicha. Su familia apreciaba al buen hombre, y resultaba reconfortante dar con un rostro conocido en una ciudad tan grande. Pero después se angustió. ¿Qué pensaría Marcelo?

Cipriano la envolvió con un abrazo. Marcelo se mantuvo alerta.

—Tu padre no me escribió que vendrías. ¿Con quién te hospedas?

—Con mi tía.

El obispo arrugó la frente, pero se repuso rápidamente:

—Recién escribí a tu padre. Pero, hija, espero verte el primer día de la semana. Pasaré por ti yo mismo a casa de los Vibia. Debo velar por tu salud espiritual. Seguro tu padre me ha enviado una misiva, que aún no recibo, pidiéndome justamente eso. Que la paz de Dios te acompañe, mi niña.

Juliana tragó saliva. Afortunadamente el obispo llevaba prisa, así que pronto se marchó. Entonces Marcelo y Yenne la enfrentaron.

—¿Eres de «esos»?

Yenne casi escupe.

—Algo escuché de tu tía, pero no lo creí. Luces tan normal...

—Los... cristianos... no somos bestias.

—Pero beben sangre y comen carne de criaturas inocentes —susurró Yenne con temor e hizo la seña del mal de ojo.

—Eso es mentira. Ya lo explicaré en casa. Vamos, estoy cansada.

Marcelo no habló el resto del camino. Solo, antes de acudir a otros encargos, la tomó de la mano en un pasillo y le dijo:

—Dame una prueba de tu amor, Juliana. Necesito saber que no me engañarás.

—¿Qué quieres?

—Te lo diré a su debido tiempo. Pero promete que me complacerás.

La imagen del obispo Cipriano atravesó su mente.

—¿Juliana?

—Lo prometo...

1

Irene observó al niño de siete años con admiración. Ella no carecía de ninguno de los sentidos, y aún así, deambulaba por la vida con mayores miedos que ese chiquillo tocado por la adversidad. ¿Cómo era posible? Cuando Lucio terminó de desyerbar una sección del huerto, se colocó a su lado.

—Llevas unos días aquí y ya no te pierdes —lo felicitó.

El niño se ruborizó.

—Por la mañana me perdí, señora.

—¿En serio?

No continuaron la conversación hasta que se sentaron sobre el pasto, como le gustaba a Lucio, debajo de una higuera, su preferida.

—El perro del amo se escapó. Traté de seguirlo y llegué a los campos de cebada...

Irene gimió.

—¿Qué pasó entonces?

—Me espanté mucho. Nada en los campos me ayuda a ubicarme. No hay árboles ni postes, bancos o paredes. Solo tallos y sembradíos, largos y sin fin.

En eso se parecían ella y el niño. Mientras Juliana amaba los campos de cebada, que prometían aventura y emoción, lugares desconocidos y exóticos, sorpresas y misterio, Irene prefería el huerto, lo conocido y familiar, aquello que no ofreciera mayores cambios rutinarios.

—¿Entonces cómo regresaste a casa?

—El señor Horacio me encontró.

Irene dio gracias a Dios.

—Bueno, olvidemos ese mal rato pero no olvides la lección. Trata de mantenerte en la villa.

Lucio asintió y se dedicaron el resto de la tarde a navegar por las propiedades medicinales de algunas hierbas. El olfato de Lucio las reconocía con tal facilidad, que Irene se enorgulleció de su excelente alumno.

1

«Todo un tapiz de experiencias», se dijo Juliana en su quinta noche fuera de casa. La tía hizo que Flavia le mostrara la ciudad, quizá porque, si Marcelo tenía razón, deseaba que tuviera una amistad seria con Saturnino; sin embargo, nada de eso había ocurrido. En realidad, casi no lo había visto esos días.

Juliana tomó un trozo de pergamino y se dispuso a escribir. Le contaría a Irene cada una de sus experiencias. Primero, el teatro. «El cable», de Plauto, fue su primer contacto con actores y risas. Todo comenzaba cuando un bárbaro huía de Cirene con dos preciosas esclavas. Naufragaba y las muchachas se salvaban, consiguiendo refugio en el templo de Venus.

De inmediato, Juliana pensó en ella y en su hermana. Nada le gustaba más que imaginar historias, con ella de protagonista. Desafortunadamente, la historia se complicaba. Otro hombre, arrojado también por las olas, descubría a las jóvenes y su paradero y trataba de obligarlas a dejar el santuario. Para fortuna de todos, un anciano que cultivaba un pequeño campo cercano al templo protegió a las muchachas y, en recompensa por su virtud, se le mostró que una de esas esclavas era una hija suya, perdida hacía mucho tiempo.

Juliana vivió en carne propia la emoción del padre, la vileza de los raptores de aquellas desdichadas y la bondad de la mujer en el templo de Venus que las auxilió. Pensó en su padre, cuando el anciano abrazó a una de las chicas, pues halló a la orilla del mar un cofrecito que traía objetos mediante los cuales la joven sería reconocida como parte de su familia. Echó de menos a Timoteo, pero agradeció la buena fortuna de saberse parte de una familia.

Tanto le gustó el teatro, que al día siguiente acudieron a otra obra. En esa ocasión, la historia narraba las vidas de dos hermanas cuyos esposos eran tan pobres que se marchaban al extranjero en busca de fortuna. Ante la prolongada ausencia de los cónyuges, el padre, preocupado, sugería que ambas se buscaran nuevos maridos. La mayor titubeaba, dispuesta a obedecer a su padre; pero la menor sugería ser fieles a sus esposos y esperar un poco más. Su decisión se veía recompensada ya que ellos volvieron, cargados de fortuna.

Juliana detuvo la pluma. No añadiría lo que había pensado; que ella, generalmente tenía razón, y no Irene. Su hermana obedecía a su papá a ciegas, pero no necesariamente hacía lo correcto. Al negarse a visitar Cartago se perdía experiencias que la habrían hecho madurar y crecer y hasta volverse más bella y refinada.

Decidió que le pediría a Irene que la visitara. La llevaría al teatro, segura que a su hermana le encantaría. Ambas amaban una buena historia, mucho más si en ellas se combinaba risas, lágrimas y enredos.

Entretanto, Flavia no cesaba de alabar a Yenne por lo bien que peinaba el cabello de Juliana. Juliana aprendió a combinar colores y en una ocasión asistió a la arena. Fue suficiente pues no le agradaron las luchas de gladiadores, que fue lo único programado para esa tarde. Flavia, en cambio, se desvivía animando a esos fortachones. Estaba enamorada secretamente de uno de ellos, un hombre musculoso, varonil y rubio que provenía del Norte. Juliana no dejaba de encontrarlo atractivo, pero estaba lejos de soñar con él todas las noches. Ella tenía a Marcelo, quien le había confidenciado que hubiera deseado ser gladiador, salvo porque carecían de libertad.

Nuevamente dejó de escribir. No consideró conveniente contarle a su hermana alguna de sus otras nuevas aventuras pues.dudaba que las aprobara. Por ejemplo, el día anterior había bebido más de la cuenta con Flavia. Ésta le había dicho que Baco, que era quien amenizaba las fiestas, detestaba a las aburridas; pero que no se preocupara, pues beberían en casa, sin otros ojos que los de ellas mismas, y así su primera vez no resultaría tan abrumadora. Juliana estuvo de acuerdo y se dejó llevar. Sintió el líquido arder en su garganta, luego un ligero mareo. Rió más que de costumbre, y comenzó a sentirse liviana. Sintió que el sueño la dominaba por lo que Flavia envió a un esclavo a avisar que Juliana dormiría con ella esa noche.

—La tía Aurelia —le dijo— quizá no apruebe que su sobrina haya bailado casi desnuda.

Juliana se inquietó.

—¿Yo bailé casi desnuda? ¿A qué hora hice eso? ¿Alguien me vio?

—No te preocupues. Nadie te vio —le aseguró Flavia. Y le dijo algo más:

—Después de esto, nadie te sorprenderá. Ya sabes cuál es tu límite de copas. Nunca lo traspases, sobre todo en presencia de un hombre.

Juliana se angustió. Recordó haber perdido la cuenta después de la tercera.

Otro tema que la abochornaba tenía que ver con el amor. Flavia le había contado cosas que ella jamás había imaginado que sucedieran. Por ejemplo, en el teatro y en los baños señaló a las esposas de altos magistrados que les eran infieles a sus maridos. Unas con hombres jóvenes o esclavos, otras con algunos de los mejores amigos de la familia. ¿Por qué lo hacía la gente? Juliana consideró imposible que su madre y su padre se hubieran engañado. Flavia le dijo que no había nada mejor que el amar y ser amada a lo que Juliana asintió mientras pensaba en Marcelo.

Una tarde, en el jardín del domus de la tía Aurelia, Flavia le trajo el libro «El arte de amar» de Ovidio. Juliana quedó fascinada y a la misma vez confundida. Concordaba con el poeta en que el amor era la mejor medicina, donde el pobre es rico, donde el corazón se ensancha, donde la sinceridad resplandece. Pero se intrigó ante algunos consejos. Proponía que los jóvenes se interesaran en lo que llamaba la atención de ella, con tal de entrar a su mundo. Juliana recordó su conversación matutina con Marcelo.

—¿Y qué hacen en esas reuniones cristianas si, como dices, no beben sangre?

—Cantamos, oramos y leemos las Escrituras.

—No suena tan mal. Quizá algún día te acompañe.

Juliana se había entusiasmado. Quizá Marcelo se convencería de la verdad y aceptaría el cristianismo. Entonces nada impediría que se amaran; su padre aprobaría la boda. La tía Aurelia no tenía porqué entrometerse.

La segunda parte del libro la tranquilizó. Reafirmaba lo que, a su entender, se predicaba en las Escrituras. No importaba la belleza física ni las cosas materiales, sino lo que salía del corazón. Y lo que ella y Marcelo compartían no se comparaba a nada de lo que hubiera experimentado antes.

Juliana tomó el papel entre sus manos y lo hizo trizas. Irene no comprendería nada sobre su nueva vida. Censuraría el teatro, que en ciertas obras aprobaba lo inmoral y que forzaba a que los hombres se vistieran como mujeres. Timoteo les había contado del caso de un joven actor, discípulo de Cipriano, que analizó la situación y dejó sus artes pues contaminaban su espíritu. Irene tampoco aprobaría la arena, aún cuando no había visto ninguna matanza. Pero en ese mismo lugar había muerto la abuela Perpetua, cosa que Juliana trató de olvidar aquella tarde. Sobre todo, Irene se moriría si se enteraba que Juliana se había embriagado y que había intercambiado caricias con Marcelo. Eso no hacían las muchachas cristianas. Pero ella no quería volverse una de esas vírgenes que se dedicaban solo a la oración y las buenas obras. Ella quería casarse.

Su hermana necesitaba madurar. Tal como en la obra de Plauto, la hermana menor era más sensata que la mayor. A veces Irene, por su obstinada obediencia, extraviaba el camino correcto.