Se trató de un pequeño banquete. Helena preparó unas codornices y les dio un poco de pastelillos bañados con miel que agasajaron a la familia. Timoteo continuaba emocionado por el hallazgo del pozo, pero se acordó de Juliana. ¿Cómo estaría su hija? ¿Por qué no escribía? Irene prefirió no contestar. Horacio, como de costumbre, defendió a la hija menor. Falta de tiempo, correspondencia perdida, lentitud en las carreteras.
Irene se mordió el labio. ¿Por qué todo giraba alrededor de su hermana? ¿No podían tener una cena sin su presencia? Parecía que con Juliana ausente, la recordaban más que cuando vivían bajo el mismo techo. ¿Había olvidado su padre que en ocasiones ella cenaba más tarde debido a sus clases de música? ¿O que en varias ocasiones se quedó dormida? Incluso llegó a visitar amigas en Thugga para pasar la noche con ellas. Irene, por su parte, jamás había dormido fuera de casa. Quizá debería intentarlo alguna vez para que la apreciaran un poco más.
Aún así, Timoteo continuaba cabizbajo y se retiró pronto a su aposento. Irene no lo detuvo. Horacio se comía las migajas de los panecillos, así que ella decidió indagar sobre su pasado para ver si el cambio de tema la alegraba. Indagó por Quintín, y Horacio sonrió.
—Veo que no olvidas mi historia.
—¿Tiene algo de malo?
—Por supuesto que no. Veamos, Quintín...
Cuando Menelao se marchó, Horacio tenía diecisiete años. Irene se preguntó que habría sucedido entre los doce y los diecisiete, pero dedujo que nada digno de mencionar, por lo que se saltaba esa parte del relato hasta el arribo de Quintín, el nuevo tutor.
Horacio contemplaba el ir y venir de la casa, realizaba sus labores, comía en la cocina, pero su corazón no se acercaba a los seres humanos. Después de perder a Franco, no le apetecían más penas. Curiosamente, su hermetismo lo volvió más confiable. Atlas empezó a depender de su discreción para encomendarle tareas importantes. Le confiaba dinero y lo mandaba de compras. De algún modo, sabía que Horacio no lo estafaría. Y Horacio no tomaba ni un denario para sí mismo.
No lo explicaría como honestidad pura o como un atributo a su persona. Simplemente, no le interesaba el dinero. No le veía ninguna utilidad. ¿En qué lo gastaría? Comía bien y no pasaba frío por las noches. ¿Acaso se requería más? Horacio se había resignado a ser esclavo el resto de su vida. ¿Qué haría si de pronto alcanzaba la libertad? ¿A quién iría? En la casa del señor Bruto contaba con lo necesario. El exterior lo intimidaba. De hecho, ya ni Plutarco ni Antonio lo molestaban, por lo que su existencia marchaba con más placidez.
Quintín, el nuevo pedagogo, provenía de Roma. Gustaba de la lectura, así que cuando no enseñaba a sus pupilos, quienes pronto dejarían atrás las aulas para entrar al mundo laboral, se le veía leyendo bajo la sombra de algún árbol en el jardín o en el hueco de algún cuarto. Coleccionaba pergaminos y compraba muchos más, de modo que lo esclavos con quienes compartía habitación llegaron a enfadarse.
Pero el amo Bruto le tomó cariño y lo mudó a un cuartucho pequeño, donde Quintín colocó una mesa de madera sobre la que extendió y estudió sus tesoros. Horacio trataba de no meterse con él ni cruzarse en su camino, pero no pudo evitar sentir un creciente interés por ese hombrecillo de baja estatura y barba espesa.
Cierta noche en que el amo y los suyos viajaron a la campiña, Atlas permitió que los esclavos organizaran una modesta reunión. Horacio se mantuvo apartado de la comida excesiva y del alboroto. Al escapar aquella noche, terminó frente al escritorio de Quintín, quien tampoco favorecía los eventos sociales.
«¿No te diviertes allá afuera?» «No me interesan los convites».
Quintín asintió y señaló un banquillo. Horacio tomó asiento.
«Disculpa un segundo mientras termino esta sección» le rogó el tutor.
Horacio se encogió de hombros y contempló los garabatos que simulaban letras. Consideraba la lectura como un pasatiempo aburrido y sin utilidad. Bostezó ruidosamente y se talló los ojos. Le pediría a Quintín que le prestara su lecho, pues dudaba que sus compañeros de cuarto le dejaran dormir.
«He finalizado. Me encanta esta historia» —dijo Quintín y colocó su dedo índice sobre las letras oscuras. «Habla de Jesús.
¿Has oído de él?» Horacio se estremeció. La palabra Jesús sonaba a traición. Los seguidores de Jesús eran considerados caníbales. Nadie apreciaba a los que invocaban al Nazareno. El hecho que Quintín tuviera dicha doctrina le arrancaba todo encanto.
«Sé que Jesús no es popular, mucho menos para mi gente. Vengo de Roma, pero soy judío».
El estómago de Horacio se contrajo. ¡Judío! Tampoco era una raza que gozara de la mejor reputación.
«Durante muchos años combatí contra los cristianos. Se me figuraban unos ladrones, pues tomaron muchas de nuestras enseñanzas para su nuevo credo. Los acusaba de herejes, por tergiversar las Escrituras hebreas. Los delataba a las autoridades cuando se presentaba la oportunidad. Por mi parte, acudía a la sinagoga y guardaba el sábado. Contaba con una esposa y dos hijas. Se podría decir que era feliz».
Algo en la voz del hombre lo atrapó. Sus ojos brillaban con emoción y expectativa, sus palabras se deslizaban una tras otra con suavidad.
«Entonces sucedió lo impensable. Una mañana revisé las profecías de Isaías. Leí y releí el mismo trozo unas diez veces. ¡No lo podía creer! Me dediqué en cuerpo y alma a leer el canon entero en busca de información sobre el Mesías. El Mesías, para nosotros los judíos, significa el Enviado de Dios, el hombre especial que nos libraría del yugo. Encontré muchas referencias de él, las que conocía desde niño. Horacio, todas esas profecías aplicaban a Jesús. Me conmoví. Me atormenté. La vergüenza me sacudió. Para colmo, alguien me prestó una carta de Pablo. Me puse peor. Pablo usaba los mismos argumentos que yo había encontrado para declarar que Jesús era el Mesías que los judíos esperábamos».
Horacio se impacientó y tamborileó los dedos sobre su regazo. A él no le agradaban los judíos, mucho menos su religión.
«Pero lo mejor» continuó Quintín con fuego en la mirada— «se resumía en que ese Enviado no solo venía por nosotros, sino por todos. Tú, yo, Atlas, todos».
El rostro del tutor se ensombreció. Horacio lo observó con detenimiento.
«Mi descubrimiento, sin embargo, no careció de pena. Mi comunidad me rechazó, mi esposa me abandonó, mi negocio quebró. Terminé en la cárcel por deudas que yo no adquirí. Nadie me ayudó. Y aquí estoy, de esclavo, pero con una paz que no puedo explicar. Esto, Horacio» sacudió sus pergaminos, «me sostiene. Creo en la verdad. He visto la verdad. Vivo para la verdad».
Horacio se disculpó de inmediato. Quintín le provocaba miedo, pues más allá de su evidente locura, Horacio temía lo que esas palabras habían suscitado en su propio corazón, una profunda añoranza de algo que, en algún momento, había perdido, y parecía volverse a materializar.
Días después, Horacio se detuvo frente a un templo, uno de tantos en la ciudad. ¿Por qué eligió ese? Por ninguna razón obvia. Bien pudo haber sido ése o aquel. Solo venía a intentarlo una vez más. Deseaba una razón para creer en algo o en alguien. Era un esclavo, sufría humillaciones, ¿alguien lo escucharía?
Entre los esclavos se susurraban los nombres de dioses variados. Diosas como Tanit o Juno. Dioses como Júpiter o Baal. Nombres que a veces no significaban nada, salvo esperanzas, oportunidades y ritos. Horacio suponía que los esclavos hallaban cierto consuelo en una religión, pero se preguntaba cuál ofrecería menos dolor y un fin más cercano.
Se adentró a ese edificio con frescos en las paredes y columnas majestuosas. Quizá encontraría lo que buscaba. Cruzó el portal y se detuvo frente a la estatua de mármol que dominaba el recinto. Un dios con forma humana. Un dios con barba. Un dios con poderes sobrenaturales. La luz de los candelabros le daba a su entorno un aspecto solemne, pero también de incertidumbre. ¿Podía Horacio creer que un dios, semejante a cualquier hombre de cuarenta años, lo sacaría de problemas?
Tal vez debía acudir a una diosa, pero esas estatuas semidesnudas lo abochornaban en lugar de ofrecerle paz interior. Recordó lo que llevaba en un saco, por consejo de Atlas.
«Lleva un hígado. Te leerán tu futuro».
Horacio se sintió engañado. ¿Qué podría decirle uno de esos sacerdotes que se paseaban por el atrio con togas sombrías y con rostros de falsa humildad? Él había visto los arcones donde se depositaban las ofrendas. Franco se lo había dicho años atrás. Los religiosos solo buscaban enriquecerse a costa de las almas.
Dejó caer el hígado al piso y se marchó. Él siempre sería un esclavo. No necesitaba que alguien le leyera el futuro en la víscera de un animal. Siempre sería usado, herido, maltratado por los demás. Nadie lo libraría de su peor pesadilla.
Esa noche, Horacio visitó a Quintín, y el cambio fue gradual; no ocurrió de la noche a la mañana. Se dedicaba a sus tareas, pero por las tardes, cuando muchos ya descansaban, buscaba a Quintín y leían las Escrituras. Poco a poco Horacio aprendió a leer, y de algún modo, ciertas frases lo consolaron, otras lo retaron; la sensación de que existía algo más allá de su situación actual lo animaba.
Continuaba siendo retraído y poco sociable. De hecho, mantenía sus reservas respecto a Quintín, pero el entusiasmo y la reverencia con que el judío trataba esas cartas lo intrigaba, hasta que Horacio comprobó que la tinta cambiaba vidas.
¿Cómo sucedió? Una noche de tantas, con las sombras producidas por la tenue luz de la candela, la lectura de Quintín le robó el aliento. Horacio había escuchado ese mismo pasaje en ocasiones pasadas, pero en ese momento, tomó un nuevo sentido. «Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón».
Cerca... cerca... tan cerca que lo podía tocar si estiraba la mano, cerca de su boca, cerca de su corazón. Cerca desde niño, a través de su madre. Cerca ahora, a través de Quintín. Y al mismo tiempo, siempre cerca. Cerca de sus manos. Cerca de sus dedos. Cerca de su mente. Cerca de su corazón. Y esa noche, Horacio creyó.
Irene percibió en el liberto el grato recuerdo de su encuentro con Dios. Ella misma evocó su experiencia, aquel día que se rindió a Jesús y le juró obediencia. Pero supuso que Horacio sintió algo más profundo, ya que no había conocido un hogar. Jesús se convirtió en su hermano y en su amigo; Dios ocupó el lugar de su padre. Dios lo rodeó de hombres que lo guiaron, Quintín, luego Timoteo.
Horacio suspiró:
—Dios es bueno, Irene. Pero no abusemos de sus bondades. Debemos descansar, pues nos espera una larga jornada.
Irene se puso en pie.
—¿Y qué pasó con Quintín?
—Pasamos varios años juntos. Entonces Bruto, nuestro amo, se marchó a Alejandría. No consideró digno conservarnos, salvo a Atlas, así que nos vendió a todos. Yo llegué a Thugga, donde tu padre me compró. Y oro porque Quintín haya logrado volver a Roma, con su familia.
Esa noche, Irene pensó en los esclavos de la villa. Se había acostumbrado a mirarlos como parte del ambiente, pero cada uno contaba con su historia personal, repleta de tragedias y alegrías, buenas y malas noticias. ¿Y qué de ella? Su propia vida carecía de grandes emociones, pero daba gracias a Dios por no haber sufrido hasta el momento. En suma, se consideraba una mujer feliz. Una persona que había crecido amada y protegida. Aún cuando Juliana ocupaba muchas veces el lugar de preferencia, Irene contaba con un lugarcito en el corazón de su padre. Era afortunada, así que le dio gracias a Dios.
Juliana fingió una sonrisa. Debía aparentar delante de Flavia y de Saturnino que todo estaba bien. Intentaba aparecer como la misma chica de siempre, pero le costaba. Deseaba huir de la casa de la tía y de la mirada insistente de Valeria. No le apetecía fingir que se interesaba en Saturnino, cuando en cuerpo y mente pertenecía a Marcelo. Pero debía hacerlo, por lo menos un tiempo, mientras Marcelo se las ingeniaba para armar un plan.
La tía, fiel a su promesa, lo envió de escolta personal del senador Craso, uno de sus aliados. Marcelo cumplió sin protestar, así que la tía comenzó a bajar la guardia. Por supuesto, Juliana aceptaba cualquier salida con la familia de Lucrecio. Sin embargo, comenzaba a fatigarse de la farsa.
Esa tarde en particular, se encontraba más incómoda que de costumbre. Flavia y Saturnino la habían llevado a una carrera de cuadrigas, junto con la tía Aurelia. Juliana percibió el ambiente, cargado de excitación. Pero ella temblaba de miedo. La tía Aurelia, en una especie de venganza, permitió que Marcelo figurara como el auriga de su equipo esa tarde. Juliana sabía que en ese tipo de eventos los aurigas podían morir. ¿Lo haría la Dama Aurelia a propósito? No lo dudó. Su tía poseía un corazón frío como la piedra.
Saturnino bebía vino barato mientras observaba a la concurrencia sedienta de un buen espectáculo.
—Bien dicen que el Imperio se mantiene de pan y circo. Si los emperadores alimentan y entretienen al populacho, aceptan sus propuestas sin pestañar. Aún así, debo admitir que amo esta vida. ¿No te aburrías en la villa, Juliana? ¿Qué hacías todo el día?
Juliana comenzaba a impacientarse ante la insistente pregunta. Flavia solía recitarla como poema cada vez que la veía, pero ambos acertaban. Juliana no podía imaginar la monotonía de la villa sin enfadarse. Años y años de lo mismo: comer, pasear, vigilar los animales, ayudar con la cosecha y tocar la lira. Sus salidas más prometedoras eran a la vecina Thugga, donde aprendía música de un maestro judío, esclavo de una familia creyente con dos hijas de su edad. Si lograba quedarse a pasar la noche en casa de ellas, por lo menos jugaban a los dados, a escondidas de sus padres.
Pero en Cartago cada día contaba con una actividad excitante: teatro o circo, hipódromo o compras, visitas o los baños. Sin embargo, esa tarde temblaba. ¿Y si Marcelo se lastimaba?
Marcelo encabezaría al equipo azul, el de la tía, el senador Craso y otros más. El equipo rojo abucheaba al resto. Los seguidores de los equipos blanco y verde discutían del otro lado de la arena. Saturnino, con voz aburrida, se quejaba con amargura. En su opinión, las carreras de Cartago lucían poco civilizadas en comparación con las que se organizaban en el Circo Máximo en Roma.
—El circo es mucho más grande; las apuestas más elevadas; la pasión más ardiente. Y todo mejora cuando el emperador decide participar en ellas. Tristemente, la mayoría de los aurigas muere jóvenes— le confió mientras se aproximaba a ella. Juliana sudó frío. Que Dios amparara a su enamorado. Saturnino hablaba de un famoso auriga, un español.
—Corrió a los dieciocho años por la facción blanca, luego a los veinticuatro por la verde, a los veintisiete cambió a la roja y se retiró a los cuarenta y dos.
¿Nunca participó con el equipo de la tía? Saturnino dijo que no. Juliana trató de concentrarse en las palabras del chico, pero no evitaba criticar sus dientes chuecos y su aliento podrido. ¿Que no se limpiaba la dentadura? Sudaba demasiado, quizá por el sobrepeso, y se picaba la nariz a cada rato. Lo detestó en secreto, consciente de que Marcelo no se parecía en nada a ese niño mimado y sucio con el que la tía deseaba que se casara. ¡Cómo desearía que Saturnino condujera la cuadriga y se estampara en un muro!
En eso, las carreras comenzaron y todos se olvidaron del mundo de los vivientes. Marcelo lucía impresionante, con su toga azul y su casco emplumado. Se erguía con orgullo, y Juliana se enceló pues muchas mujeres le lanzaron flores y piropos. Él le dirigió una breve mirada, pero debido a la presencia de la tía se contuvo. Después de una vuelta de saludo, los conductores se ubicaron en la salida y el magistrado dio la señal con un trapo blanco. Entonces los caballos galoparon y la tensión aumentó. Los gritos arreciaron y Juliana se contagió de la pasión. Tal como Saturnino le explicó, pudo constatar que el caballo situado a la izquierda era el más importante. Su habilidad para dar la vuelta, lo más pegado posible a la meta, lo aventajaba de los otros. De pronto, el carro del equipo blanco se volcó. Juliana se llevó las manos a la boca. El accidente provocó que el equipo verde se atrasara, pero Marcelo los esquivó y compitió contra el equipo rojo. El rojo y el azul, uno primero, el otro después. En ciertas curvas Marcelo aventajaba, en otras el rojo se aproximaba a la meta. Los carros se rozaban el uno al otro.
Restaban dos vueltas. La tía Aurelia rezaba en voz baja, con las manos sobre los labios. Saturnino vitoreaba con pasión, y su vientre abultado se movía grotescamente. Flavia animaba a Marcelo, imitando a muchas de las mujeres allí presentes, ignorante del hecho que Juliana amaba a ese apuesto conductor.
Unos metros más. Marcelo se arriesgó. Decidió rebasar por la derecha, pero el conductor del equipo rojo le cerró el paso en la curva y venció. La tía maldijo a los dioses y a quien caminara frente a ella. No cesó de ofender a Marcelo con un sin fin de apelativos que sonrojaron a Juliana. Unos jóvenes que apoyaban al rojo se lanzaron contra unos del equipo azul, y se fueron a los golpes. Los soldados entraron a poner orden. Juliana solo agradecía que Marcelo continuara con vida.
Deseaba correr a su lado y abrazarlo. Decirle que todo saldría bien. Pero la tía la vigilaba de cerca. Para colmo, Saturnino no se separó de su lado.
—Quizá no te lo había dicho, pero me gusta cómo tocas la lira.
—Gracias.
¿Qué más podía decir? Juliana vio a Marcelo con el senador Craso. Él no lo reprendía, pero Marcelo agachaba la cabeza con vergüenza. ¿Cómo consolarlo? Supuso que no hacía falta. Unas mujeres se acercaron para regalarle flores. Él ni siquiera detectó la presencia de Juliana.
Las cosas en la villa se habían complicado. Timoteo recibió noticias poco alentadoras unos días después de hallar el pozo. Irene lo notó más envejecido, y parecía que el campo se unía a la desdicha del patrón, pues empezaba a mostrar señas de la sequía que amenazaba su plácida existencia.
Viajeros del sur anunciaron que en dicha región la situación se tornaba insoportable. Mucha gente emigraba al norte en busca de las grandes ciudades, donde el abastecimiento de víveres y de agua se solucionaría. Pero Timoteo y Horacio no pronosticaban nada bueno.
—¿Nos afectará, padre?
—En unos meses más. En un año la hambruna estremecerá a Cartago.
Irene ahorraba agua, lo más que podía. Desatendió el rosal y sus flores, a cambio de los olivos que producían aceite y frutos, parte principal de sus negocios. Limitó el agua para los cerdos y los caballos, pero procuró que los esclavos no perdieran la cordura. En villas aledañas, los esclavos escapaban o se amotinaban enloquecidos por la falta de líquido.
—Necesitamos más información. Reconocer el terreno y saber hasta dónde se extiende el problema, incluso buscar manantiales en las montañas. Nuestro hermano en la fe, el buen Pedro, nos pide ayuda.
Pedro vivía en Thugga; sus hijas eran amigas de Juliana. Ellos también vivían del ganado y los pastizales, así que sin agua, sufrirían grandes pérdidas.
—Yo iré a Thugga, señor. Quizá podamos unir fuerzas y explorar los alrededores.
Irene palideció ante la propuesta de Horacio. Esa no era una buena solución. ¿Qué harían sin él? Horacio se encargaba de muchas cosas, pero sin agua, ninguna de sus obligaciones se haría posible. Irene se mordió el labio. Algo en su corazón dolía profundamente. No lo reconoció de momento, pues Timoteo se alegró ante su ofrecimiento.
—Gracias, Horacio. Yo ya soy viejo y torpe. Tú serás mis ojos y mis manos.
Horacio no tardó en reunir un pequeño contingente de esclavos. Timoteo mandó a Irene por víveres para el camino, así que ella se dedicó a obedecer. Hasta que Horacio se colocó en la puerta, vestido con dignidad y con su pequeña tropa de defensa y carga, Irene comprendió la situación. Su hogar se desmoronaba. Primero Juliana, ahora Horacio. Dos despedidas en poco tiempo; cambios drásticos que alteraban la rutina de la familia. ¿Quién se iría después?
Timoteo se despidió. Irene se mantenía distante, aunque Helena, a su lado, chasqueaba la lengua. Horacio la buscó bajo la sombra del pórtico.
—Nos veremos, Irene. Cuida de tu padre.
—Lo haré. Que Dios prospere tu misión.
Él le dio un apretón en el hombro y se marchó. Irene se quedó de pie, mirando cómo una nube de polvo ocultaba a la comitiva. El vivo recuerdo de la partida de Juliana la traicionó. La humedad cubrió sus ojos, pero no permitió que Helena la descubriera. Irene ignoraba cómo enfrentar el presente. Nada la había preparado para la partida de Juliana, mucho menos para una sequía de semejante índole. En el pasado, a los pocos días alguna nube les ofrecía consuelo. Parecía que Dios se ocultaba detrás del hiriente sol y hacía caso omiso de sus plegarias. Timoteo, cabizbajo, pateó una piedrecita. Irene no soportó la escena y corrió a refugiarse en los baños. Pero sin agua, no se atrevería a malgastar el preciado líquido en vanidades.
Juliana se sentía acorralada. La tía la llevaba consigo a todos lados, quizá para evitarle la tentación de buscar a Marcelo, o con la esperanza de toparse con Saturnino. Esa mañana, recorrieron la ciudad en la litera. Anduvieron por una zona que para Juliana resultaba desconocida. No transitaban por las calles que albergaban los domus de los poderosos ni los oficios y templos más afamados. Tampoco se aproximaban al puerto, ni a la campiña. Más bien, recorrían el corazón de Cartago, cercano a los mercados y a las tabernas, a las popinas y a los insulaes, esos edificios de tres o cuatro pisos donde vivía gran parte de la población. La tía se inspiró para instruirla.
—En Cartago nacieron estas viviendas que ahora se encuentran en Roma y en toda ciudad de importancia.
Se detuvieron frente a una.
—Ésta me pertenece.
Juliana se enfadó. Debía decir «nos pertenece». La había construido el bisabuelo Augusto, el abuelo legítimo de Timoteo.
En la planta baja se veían tres negocios, una panadería, una barbería y una carnicería. La tía decidió inspeccionar su posesión, así que llamó a su escolta personal. Subieron los peldaños hasta el primer piso, un apartamento amplio que rentaba una familia de clase media, dedicada al negocio de telas. El segundo piso se dividía en dos secciones. Sus moradores, negociantes menores, se encontraban fuera. El tercer piso lo evitaron. Allí se hacinaban cuatro o cinco familias, en pequeños cuartos pestilentes, pues desconocían la higiene.
La tía había quedado de verse con el administrador de dichas propiedades, pues le confesó que se trataba de tres insulaes. El administrador, un hombre calvo, las acompañó de regreso a casa. Traía consigo las rentas de los tres edificios. Juliana atestiguó el intercambio. La tía anotó las cantidades en un registro, y una vez en el tablinum, Juliana se impactó. Jamás había visto tanto dinero junto. Una pequeña fortuna. ¿Por qué aseguraba la tía que irían a la bancarrota? Con tanto dinero, ¡imposible!
Cuando el administrador se marchó, la tía pareció leer sus inquietudes.
—Esto apenas pagará la protección de la próxima caravana. Además, debo pagar impuestos y aranceles para exportar el aceite a Roma, sin olvidar que la comida no llega de forma gratuita a la mesa. Eres inteligente, Juliana, como tu padre. Aprende a dirigir un hogar, pues por lo que vi, Irene te ha sobreprotegido y se encarga de la administración de la villa. El dinero tiene alas. Un día lo recibes, pronto lo debes gastar. Sé astuta. Por eso nos urge una alianza con Lucrecio. Emparentando, no pagaremos tanto por vigilancia y protección, y vivimos en un mundo donde el peligro de salteadores y bandidos acecha cada ruta comercial.
La tía se puso en pie y sacó una cadena que colgaba de su pecho. De ella pendía una llave de bronce. Después de quitársela, la insertó en la cerradura del arca, un cofre pesado de madera y decorado con marfil que se encontraba encadenado al suelo del tablinum. La tía depositó las bolsas con monedas, pero antes sacó un hermoso collar de oro.
—Hermoso, ¿verdad? Perteneció a tu abuela.
El estómago de Juliana se contrajo. Ella debía lucir esa joya, no la tía Aurelia. Ese collar les pertenecía a Irene y a ella, no a una impostora. ¿Qué más habría dentro del arca? Dinero, joyas, ¡su herencia!
—Mi padre no tiene el cofre en el tablinum sino en su cubículo —comentó.
—Tu padre es un tonto. El tablinum es el lugar más seguro de la casa. Sin esta llave, no podrían abrirlo. Además, el portero está cerca todo el día, y es de mi confianza.
Esa noche, Juliana soñó con las joyas de la abuela Perpetua. La esmeralda brillando como estrella en su pecho, otras piezas decorando sus brazos y dedos. Juliana tenía derecho a lo que el cofre ocultaba. En cierto modo, le pertenecían. Incluso la llave debía encontrarse colgada a su cuello y no en el de la tía. La abuela Perpetua así lo hubiera querido. ¿No se rumoraba que ella era su heredera por excelencia debido a su belleza? Si tan solo pudiera acceder a esos tesoros. Si tan solo pudiera recuperar lo que le pertenecía.
Irene se refugió en los baños, el último lugar donde la buscarían. A falta de agua, ¿quién entraría a ese cuarto? Nadie. Ni siquiera su padre. Allí estaba la alberca de agua fría, y las piedras que se calentaban para producir vapor. Todo desierto; todo abandonado. Irene se cubrió el rostro. ¿Qué le ocurría? Sentía unas ganas insoportables de llorar, peor que cuando se había roto la pierna, o cuando Juliana se marchó. De hecho, casi no sollozó por ella. ¿Acaso lo hizo? ¿Por qué se sentía tan mal? ¿Qué dolía tanto?
—¡Irene! ¡Irene!
¿Qué hacía Helena? ¿Por qué no la dejaban en paz? Seguramente la había buscado en el huerto. Pero ella no se sentía inspirada para trabajar la tierra. Sus pisadas indicaron que se aproximaba. Se limpió el rostro y trató de serenarse. Helena apareció con la frente fruncida. Irene contempló a esa mujer de busto abundante y rostro curtido por el sol. Una madre. Eso había sido para ella. Tristemente, ante el mundo era su esclava, una más. La sociedad dictaba que nadie podía saltarse las barreras sociales. Los patricios siempre serían patricios; los plebeyos, plebeyos. ¿Y qué eran Timoteo y sus hijas? Irene no desconocía su situación económica. ¿Y a qué venía dicho pensamiento? A que Helena no tenía derecho de tratarla como a una hija, sino que debía darle privacidad cuando ella la solicitara.
—¿Pensabas darte un baño?
—Quería pensar.
Helena asintió. La mujer descendía de los bereberes, y no negaba su procedencia, dada su piel aceitunada y sus ojos rasgados.
—Sé que lo extrañas.
Irene se inquietó. Seguramente Helena se había equivocado. ¿Se estaría refiriendo a su hermana, a quien no echaba de menos tanto como debiera?
—No sé de qué hablas.
La mujer se acarició el mentón y la miró de soslayo.
—Te he observado. Ya no eres una niña, Irene. Es natural. Es un buen hombre.
Un enojo profundo ascendió desde su vientre. ¿Qué le ocurría a esa esclava impertinente? Por eso cada quien debía respetar las clases sociales.
—Sus pláticas repentinas, que duran bastante. Una amistad que ha madurado, sobre todo desde la partida de Juliana. Ya no lo ves como un hermano mayor, sino como un hombre.
—Estás loca, esclava.
Helena no se acobardó, ni siquiera porque Irene la trató en forma hiriente e insultante.
—Te has negado a pensar en matrimonio o romance, algo que sobra en el corazón de Juliana y será su perdición. Esa niña solo puede pensar en fantasías románticas. Pero tú te has castigado; te has prometido velar por tu padre o qué se yo. Sin embargo, así es el amor, Irene. Llega cuando menos lo esperas.
—Has perdido la cabeza. Déjame en paz.
Las lágrimas se agolparon en sus ojos de nueva cuenta. ¡Qué descaro! Sus palabras le herían más que ninguna otra cosa. Mejor sería que la abofeteara. Helena obedeció, pero antes de desaparecer, susurró:
—Todo tiene su tiempo.
¿Tiempo de qué? Irene aprovechó su soledad para llorar a rienda suelta. Helena tenía razón. Extrañaba a Horacio. Se había acostumbrado a sus conversaciones. Sentía cosas extrañas cuando él se aproximaba. Pero ¿para qué ilusionarse? ¿Qué de la expresión de Horacio cuando Juliana se fue? Horacio preferiría a la bella Juliana que a la sencilla Irene. Horacio no sería para ella jamás. Además, ¿un liberto y... quién? ¿La hija de Timoteo? ¿Y quién era Timoteo? ¿Un patricio? ¿Un mayordomo? A final de cuentas, un Vibia. Y no permitiría que una de sus hijas se casara con un antiguo esclavo. Pero, por otra parte, a Timoteo no le interesaban las clases sociales. En Cristo todos eran uno. Además, Horacio contaba con sus ahorros. En suma, si Horacio pedía a Juliana en compromiso, Timoteo aceptaría. Irene perdería; Horacio y Juliana formarían una familia. Sin proponérselo, Irene rompió en llanto.