CAPÍTULO 15

Interludio

La rastreadora

Extraño a mis padres. Extraño a mi hermana. Pero no puedo volver. Ni siquiera estoy segura de que compartamos la misma sangre.

En vez de buscarlos a ellos, por tanto, sigo la pista del firmamento nocturno, los horizontes en sombra, los hogares a oscuras. Hay noches en las que mi mente se vacía y puedo oír el silencio, lejos de todo y de todos; en el desierto, tal vez, o tal vez en el bosque. Las anteriores existencias que he conocido abandonan mi mente. La hija, la alumna, la amiga, la hermana… Todas ellas se internan en la maleza y los árboles con el rostro vuelto hacia mí, alejándose sin perderme de vista.

Hace días que fueron reemplazadas por mis sentidos; ya no existo yo, ni los otros, cada sensación es un nuevo coro del mundo. Todas aquellas drogas que tomaba antes (cocaína o alcohol, H o Molly) son meros fantasmas comparadas con esto. Su lugar lo ocupan ahora el sonido y la luz; noto que mis nervios avanzan y retroceden por mi cuerpo como la marea, flotando por encima de todo. Me atrae la música de un bar de carretera, gente jugando al billar, camareros solitarios, ruido y destellos. Podría haberme pasado toda la noche fuera; semanas, si no fuese porque mi cuerpo anhela el frescor de la tierra. Podría haber hecho amigos, incluso, si no espiase ahora a las personas como espía un ave a la oruga que se dispone a arrancar de su hoja. El halcón, la liebre. La pantera. La…

Las personas ahora me parecen distintas. Veo sus rostros y distingo sus emociones (asco, ira, temor, tristeza, dicha, sorpresa y desdén, rendición) antes incluso de que se manifiesten en sus rasgos. Ese tic nervioso del que no son ni siquiera conscientes. Un contoneo, un renqueo; cada paso que dan me informa de lo que están pensando en ese momento.

Huelo su miedo y su felicidad. Me fascina todo lo que las rodea. ¿Sería yo antes tan transparente como ellas?

Es evidente que ya no soy la misma. Que incluso estos recuerdos, estas palabras, estas historias no son más que una carga. El deseo, sin embargo, tira de mí hacia atrás tanto como me empuja hacia delante, y todos esos pensamientos que ya tendría que haber olvidado regresan a mí en ocasiones, cuando escucho los acordes de la guitarra de un viejo vaquero, a Vivaldi en la radio de un coche o incluso el silbido del viento en la copa de un árbol. Tendré que buscar la alegría en las experiencias, en el amor… La alegría que emana de este lugar…, levantar a los muertos a nuestro antojo…

Lo que perdura es el lento latir del mañana, de la noche siguiente, la próxima. La canción del músico triste que muere en mis labios, el ciervo cuyo rastro sigo por la espesura o la rapaz nocturna que, al igual que yo, se siente definida y liberada a la vez por su presa. Alguien me contó en cierta ocasión que basta con ser testigo de un solo amanecer, del nacimiento de un niño, del último estertor de un venado, para desear volver a experimentarlo. ¿Qué más pueden hacerme? No me queda nada por preguntar, nada por cuestionarme en este mundo, salvo qué sucederá a continuación…