CAPÍTULO 17

Día Internacional de los Trabajadores

Treinta y seis meses después del descubrimiento del THON

Sara Mesley

Enfermera

Siempre me había gustado bromear diciendo que la única forma de hacerme regresar a Baltimore sería volver a nacer. Resulta que no iba tan desencaminada.

La primera de mis torturadas vidas en Baltimore (¿a que suena deliciosamente pretencioso?) transcurrió como hija de una madre soltera que debía compaginar tres empleos distintos. Al acabar el instituto, me matriculé en la Escuela de Enfermería Johns Hopkins, y durante mi primer año como enfermera, también en Johns Hopkins, descubrí que no tenía estómago para desempeñar mi trabajo. Me minaban la moral el sufrimiento y los malestares de la gente corriente; hastiada por la monotonía de mis responsabilidades y desencantada con el mundo, decidí alistarme en el ejército de los Estados Unidos.

Me destinaron a Siria, en calidad de primera teniente del XLI Regimiento de Infantería, con la misión de apoyar a las fuerzas jordanas en la batalla de Sadad. La experiencia fue relativamente tranquila, para tratarse de una zona de guerra, hasta aquel 5 de octubre en el que el convoy de dos jeeps del que formaba parte fue víctima de una emboscada tendida por agentes del Frente al-Nusra, ISIL y el Ejército de Liberación Sirio. Viajaba en la parte de atrás del Humvee, recorriendo una pista desértica que no habría desentonado en California o Arizona, cuando de repente el mundo se puso literalmente patas arriba.

Recuerdo los destellos y la ausencia total de sonido. Siempre me había imaginado que sabría reaccionar en ese tipo de situaciones, en vez de perder la cabeza y la lucidez por un momento, pero tardé más de la cuenta en recuperarme tras el estallido. Suplicaba socorro a gritos a quienquiera que me pudiese escuchar, mientras el humo envolvía aquel amasijo de hierros. Mi tío me había enseñado las cinco reglas del Yijin Jing, que resonaron entonces en mi cabeza sin poderlo evitar: silencio, mesura, extensión, pausa, flexibilidad.

Habían muerto cinco soldados, y yo tenía una pierna y un brazo rotos, además de una herida de bala en el hombro. Al principio pensé que debíamos de haber activado alguna mina aislada, hasta que las balas comenzaron a silbar a mi alrededor. Entonces supe que nos atacaban.

Entre oleadas de náusea, me arrastré hasta el salpicadero del Humvee volcado y agarré un M16 que yacía sobre la ventana. Divisé dos camiones Toyota y un viejo vehículo blindado a unos cien metros hacia el este de nuestra posición. Acunando el M16 en mi brazo roto, coloqué uno de los camiones en el punto de mira (con la mirilla ligeramente por debajo de mi objetivo, tal y como nos habían enseñado) y apreté el gatillo.

Ignoraba si le había acertado a algo, pero los disparos de respuesta acribillaron el capó del Humvee como un pájaro carpintero pasado de anfetas. La situación se prolongó hasta que hube agotado todos los cartuchos.

Aunque había informado de mi posición y el vehículo estaba equipado con GPS, no obtuve respuesta.

Así que, como una niña pequeña, crucé los dedos.

Me quedé sentada, con la mirada fija en mi objetivo, hasta que el sol comenzó a ponerse y un nutrido grupo de hombres armados con AK desmontó de los camiones. No sentía la pierna y era incapaz de moverme; mi única opción era esperar a que llegaran. Se tomaron su tiempo en acercarse al Humvee, prolongando mi agonía. Me dieron ganas de gritarles: «¡Daos prisa, cabrones! ¡Acabad con esto de una vez!». Me rodearon arrastrando los pies, como una hora de zombis con turbante; desquiciada, me pregunté si no serían auténticos muertos vivientes. Cuando llegaron, por fin, saquearon el Humvee sin pronunciar palabra, como hormigas cebándose con un montón de carroña. Sólo dejaron atrás los cadáveres de mis compañeros. Me llevaron a uno de los camiones y condujimos por la pista durante una hora, hasta un edificio de cinco plantas bombardeado recientemente en las afueras de Aleppo, a unos tres kilómetros de unos campamentos de refugiados.

Los diez días que pasé allí fueron una mezcla de miedo cerval y tedio insoportable. Recibí tratamiento rudimentario a manos de un supuesto «médico» y me alimentaron a base de tahini, hummus, zumaque y tortas de pan sin levadura. Adelgacé y pasé la mayor parte del tiempo en solitario.

El 15 de octubre, tras averiguar cuál era mi paradero gracias al soplo de un informador a sueldo de la CIA, el cuarto batallón de marines (junto con miembros de los Navy SEAL y los Army Rangers) orquestó un ataque de distracción para que un equipo de rescate pudiera infiltrarse en el edificio y me sacara de la tercera planta en la que estaba encerrada.

Me pasaba tanto tiempo durmiendo que pensé que era un sueño cuando oí un estallido amortiguado, gritos y caos. Ya tenía planeado cuál iba a ser el último gesto con el que pretendía vender cara mi vida: me había fabricado un cuchillo casero con los muelles del colchón y lo ocultaba bajo la almohada. Estaba buscando mi burda arma improvisada cuando la puerta de la celda saltó de sus goznes.

Oí una frase en inglés. ¡En inglés!

—Hemos venido para llevarte a casa.

Estoy casi segura de que pedí que me prestaran una pistola mientras me levantaban del suelo.

Dos semanas después volvía a estar en mi casa de Baltimore.

Después de aquello, el ejército no sabía muy bien qué hacer conmigo. Me negaba a conceder ninguna entrevista para hablar de mi cautiverio y mi posterior rescate. La idea de acudir al Capitolio para que me dieran palmaditas en la espalda me revolvía el estómago. Estaba intratable, lo reconozco; en retrospectiva, me doy cuenta de que todo tenía que ver con mi rabia: odiaba mi hogar, la guerra, a los sirios, a los musulmanes, al ejército, al Gobierno de los Estados Unidos, al presidente, a todos los putos cargos electos cuyo nombre lograba recordar y por último, sí, también me odiaba a mí misma. El ejército vio mi farol dándome de baja con todos los honores: la estrella de bronce, el corazón púrpura, la medalla a los prisioneros de guerra y la cruz al mérito militar. Lo acepté todo rechinando los dientes, aunque la idea de volver a trabajar en un hospital o en la consulta privada de un médico me desesperaba.

La reentrada en la atmósfera de la vida civil fue, para mí, como intentar convertirme en otra persona de nuevo, en alguien distinto. Alguien menos irascible, quizá, alguien que no necesitara el subidón de adrenalina del frente. Lo había estudiado en la escuela de enfermería: una desviación genética particular que influía en mis receptores de dopamina y provocaba que estuviese buscando siempre las emociones más fuertes. Sobre el papel puede que suene pueril, pero en la vida real era una tortura. Hacía montañismo y motociclismo, me obsesioné con las artes marciales mixtas para aficionados… Ansiaba el éxito más rotundo o los fracasos más estrepitosos. Pese a todo, nada era comparable a la emoción del combate.

Viajé a Portland, en Oregón, para asistir a la boda de una antigua compañera de estudios. Estaba haciendo tiempo en un pub cuando reparé en un ejemplar de la edición dominical del New York Times, desplegado sobre la mesa. Años más tarde le contaría a un periodista que me sentí como si una fuerza sobrenatural me impeliera a leer ese diario. Mis manos lo agarraron como dotadas de vida propia. Empecé a leer un artículo perteneciente a una serie de cinco partes, un reportaje de Maggie Haberman sobre la presencia de los crepusculares en los Estados Unidos y más allá de nuestras fronteras. Conocía su existencia, por supuesto, pero me sorprendió descubrir que aspiraban a tomar el mando de la Iglesia católica. Es muy posible que padezca algún tipo de manía persecutoria soterrada, una especie de psicosis paranoica latente, como me han acusado algunas publicaciones de dudosa reputación, pero el caso es que, al leer sobre aquella organización tan misteriosa conocida como la Orden de Bruder Klaus, sobre las teorías de que eran ellos los que estaban detrás de todos esos asesinatos y atentados contra los crepusculares…

Fue como si algo hiciera clic dentro de mi cabeza.

Aquello era recto. Auténtico. «Es violencia con sentido», pensé.

No me sorprendió que la sede oficial de la Orden de Bruder Klaus en Roma (Italia), como cualquier otro organismo dirigido en su mayoría por varones, respondiera a mi solicitud ofreciéndome un puesto como secretaria. Aquello, ni que decir tiene, me sentó como una patada. Era una veterana. ¡Una puta prisionera de guerra!

Con tenacidad patológica, me dediqué a hostigar a numerosos altos cargos de la sección de operaciones estratégicas, entre ellos el obispo Thomas, para que me destinaran a cualquier proyecto especial que incluyera misiones armadas, alegando (alto y claro) que mi paso por el ejército me convertía en una agente mucho más valiosa que cualquiera sin esa experiencia. Terminaron dando el brazo a torcer, aunque al principio mi cometido habría de ceñirse al ámbito de la atención sanitaria.

Hasta que sucedió lo del piso franco de México.

Nuestro objetivo consistía en colarnos y confiscar todos los documentos y los discos duros de los ordenadores. Las labores de vigilancia indicaban que la casa, ubicada en una apretada hilera de edificios de piedra rojiza en un barrio de clase alta en el centro de la ciudad, no estaba ocupada por ningún crepuscular en esos momentos. A través de Airbnb, alquilamos dos habitaciones en la puerta de al lado y perforamos la pared intermedia (había un montón de cámaras de seguridad instaladas tanto en la entrada como en las salidas del piso franco de los crepusculares) con una sierra de mano para evitar hacer ningún ruido. A mí, por supuesto, se me ordenó quedarme atrás y esperar.

Todo parecía estar yendo sobre ruedas (inconfundible señal de advertencia) mientras el equipo requisaba tres discos duros y diversa documentación en la habitación que contenía los ordenadores. Tras recabar toda la información necesaria, uno de los agentes encontró una puerta cerrada con llave y, en vez de comprobar que no hubiera ninguna irregularidad (¡otro aviso!), el equipo intentó derribarla a la fuerza.

La puerta estalló y salió disparada de sus goznes.

La detonación sacudió las paredes de la casa de al lado, donde yo permanecía a la espera. Llovieron trozos del techo sobre mi cabeza. Sin perder tiempo, crucé el túnel que habíamos improvisado para acceder al piso franco de los crepusculares y bajé por una escalera siguiendo el rastro del humo, hasta el montón de cascotes de la primera planta.

Uno de los miembros del equipo había quedado irreconocible, reducido a un amasijo de carne descuartizada. Los otros dos estaban cubiertos de sangre. Tuve que refrenar mi instinto de enfermera. Debía transportarlos a un lugar seguro antes de atenderlos; tarea en apariencia imposible.

La casa, por lo demás, daba la impresión de estar vacía. No tardé en salir de mi error, por desgracia: había dos crepusculares delante de mí, entre los cascotes y las nubes de polvo. Un hombre y una mujer, ambos vestidos de negro y con cara de sentirse muy satisfechos. Era como si estuvieran pensando: «¿Es esto lo mejor que podía enviar la Orden de Bruder Klaus?».

Apunté con la pistola y apreté el gatillo. El percutor cayó con un chasquido inofensivo. Maldición.

Por incongruente que suene, sentí deseos de reírme o de burlarme al menos de mi pistola vacía, pero los crepusculares se limitaron a intercambiar una fría mirada.

Recurrí a la última baza que me quedaba y saqué una hoja curva de la funda que llevaba a la espalda. Eso despertó el interés de la pareja de crepusculares. El hombre retrocedió, mientras que ella dio un paso al frente.

Sonreí. Sabía un par de cosas que ellos desconocían. Sabía, por ejemplo, que mi ambición era lo único que le hacía sombra a mi instinto de conservación. Sabía que estaba a punto de lanzar hasta la última de las treinta y seis cámaras de Shaolin sobre sus crepusculares traseros. Sabía que ni en sueños podría rivalizar con ellos en velocidad, pero podía combatirla si reducía mis movimientos a cero.

Adopté la postura de qigong en el suelo y acompasé la respiración como si estuviera meditando, con el cuchillo curvado frente a mi cuerpo. Mi actitud consiguió desconcertar a la crepuscular.

La mujer cubrió de un salto los tres metros de distancia que nos separaban. Como si el tiempo se hubiera detenido más allá de mis sentidos, me sentía más próxima que nunca a la iluminación.

Moví la hoja unos pocos grados hacia el oeste, dejándome guiar por el viento.

Le corté la cabeza de un solo tajo, muy limpio, entre la oreja y el mentón.

El crepuscular no tardaría en abalanzarse sobre mí sediento de sangre, tanto figurada como literalmente, de modo que respiré hondo y conjuré en mi recuerdo los cinco preceptos del Yijin Jing. El hombre me rodeó hasta colocarse a mi espalda, pero yo permanecí sentada, con la hoja ante mí. Al notar el desplazamiento del aire que hacían sus manos, proyecté el cuchillo con fuerza hacia atrás.

Oí un grito estridente, seguido de un golpe en el suelo.

Me incorporé y vi dos manos amputadas en el suelo. El crepuscular, sin manos, se alejaba corriendo de mí.

Supongo que no sabían lo que mismo que yo.

Pronto empecé a dirigir mi propio equipo de operaciones y, como Bernard estaba recuperándose de las heridas sufridas durante la malograda misión por encontrar a Liza Sole, la responsabilidad de coordinar y ejecutar un plan para rescatar al obispo Thomas de la cárcel recayó sobre mí.

El plan incluía dos helicópteros: uno a modo de distracción (siempre había creído en el poder de las distracciones, sobre todo si había algún crepuscular de por medio; cuanto más arbitrarias, mejor, para contrarrestar la irritante precisión de sus sentidos) y el otro para aterrizar en la azotea de la cárcel, sobre las oficinas de administración. Lo único que debía hacer el obispo era llegar al tejado (a la altura de la enfermería, para ser exactos) a la hora acordada.

Un celador simpatizante subcontratado por la prisión le proporcionó a Thomas una copia de la llave de la enfermería, aunque seguiría teniendo que llegar hasta allí desde la biblioteca. El día en cuestión, al obispo se le olvidaría la Biblia y le diría al guardia que iba a pedirle una prestada a la secretaria del comedor, cuyo despacho estaba pegado a la enfermería. Llegó allí sin tropiezos y, bajo la atenta mirada de las cámaras de vigilancia, esperó hasta oír un fuerte estruendo. Este sonó más cerca y demoledor de lo que se imaginaba.

Fuera, en el patio desierto, un helicóptero de gran tamaño se acababa de estrellar contra el suelo. Se trataba de un aparato operado por control remoto. ¡Una distracción! Los técnicos de la orden, pese a lo anodino de su nombre, eran en realidad un grupo sumamente sofisticado de ingenieros y hackers. Por desgracia, la operación no salió según lo planeado. Los técnicos no habían previsto el fuerte viento de Santa Ana que iba a soplar aquel día y no consiguieron corregir a tiempo la trayectoria del helicóptero, que, en vez de caer bastante más lejos del complejo penitenciario, chocó cerca de las zonas habitadas y se cobró cuatro vidas: las de tres prisioneros y un guardia. Mientras, el helicóptero tripulado aterrizó en la azotea conmigo a bordo para guiar al obispo. Aunque teníamos a Thomas y logramos llevarlo a un piso franco próximo al parque nacional de Joshua Tree, no dejaba de pensar que el plan no había salido exactamente como debía y que yo era la única culpable. Después de todos nuestros esfuerzos, la ansiedad, la soledad y el terror se aliaban para torturarme. Ni siquiera estaba segura de haber extraído alguna lección de aquella experiencia, pero por Dios que terminaría haciéndolo tarde o temprano, porque nadie sale de algo así indemne.

La fuga conmocionó a todo el país. El Gobierno federal montó un operativo gigantesco para encontrar tanto al obispo Thomas como a cualquier otro miembro de la orden. De acuerdo con la sección 219 de la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965, el secretario de estado declaró que la Orden de Bruder Klaus pasaba a ser considerada una organización terrorista extranjera.

Esta denominación vino acompañada de una serie de restricciones para todas nuestras oficinas, y los miembros de la orden se vieron empujados a la clandestinidad. La presidenta compareció por televisión desde el despacho oval, en horario de máxima audiencia, para deslegitimar a la orden y censurar la amenaza para la seguridad nacional que esta representaba, subrayando lo importante que era esta crisis para la administración.

Huelga decir que este momento supuso un punto de inflexión para las relaciones que habían mantenido hasta entonces la Orden de Bruder Klaus y el Gobierno federal.

Habíamos ganado una batalla, pero desencadenamos la guerra.