CAPÍTULO 19
Interludio
La rastreadora
Los museos nunca permanecen abiertos hasta mucho después de la puesta de sol. Extraño la sensación del tiempo frenando de forma gradual hasta detenerse, de contemplar sin prisas cualquier obra de arte. Un miércoles sepultado bajo la nieve me colé en la National Gallery of Art de Washington D.C. Una actividad tan simple como satisfactoria. Una vez dentro, me pasé varias horas contemplando el Viento del mar, de Andrew Wyeth. Como si estuviese mirando realmente por esa ventana y notara la brisa que movía las cortinas. Aquello era sentir, y lo que sentía era soledad.
Lloré delante del retablo de La adoración del Cordero Místico, con sus vívidas recreaciones y símbolos. Lloré junto a las figuras de vaselina de Matthew Barney, reconstruidas hacía poco y envueltas en un electrizante halo de frío realismo.
La mayor parte del tiempo, sin embargo, me veo obligada a confiar en la memoria para comprender hasta qué punto me tentaba y asombraba la belleza del arte. Una noche acabé en la sala de estar de uno de los señores de la droga más buscados en Culiacán, en Sinaloa (México). No lograba apartar la vista de su posesión más preciada: El concierto de Vermeer, una obra de arte robada y buscada por todos. Me quedé allí al menos una hora, serena y centrada, con el cuerpo inclinado hacia el cuadro. Me lo consintió porque pensaba que me iba a follar y que después yo lo recrearía. No fue así. Me escabullí sin que sus guardias se percatasen siquiera.
Me dirigí a un bar de Sinaloa y asistí al recital de un anciano de voz aterciopelada que tocaba la guitarra española mientras cantaba un corrido en el que un terrateniente adinerado le robaba la esposa a otro hombre. El local era como un cuadro vivo en ese momento: parejas besándose, parejas que no se hacían caso, alguien con una cerveza por toda compañía. La soledad de esas personas rotas te devoraba el alma. Cuántos rompecabezas contienen todos aquellos con los que me cruzo. El aliciente de buscar algo que me desvele mi alma. Se acabaron los días de recrearse en el dolor para olvidar el pasado. De aquí en adelante he resuelto apartarme del camino más recto y avanzar exclusivamente dando rodeos.