CAPÍTULO 20

10 de septiembre

Cuarenta meses después del descubrimiento del THON

Lauren Scott, médica investigadora

Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades

Al final acepté casarme con Hector. Estábamos en el coche, camino del Target para hacer las compras del fin de semana. Nos habíamos mudado juntos después del fiasco de Liza Sole, y yo estaba intentando despejar mi agenda para los próximos meses. Tras la vorágine de entrevistas en los medios de comunicación y comparecencias en el Congreso, las aguas no terminaban de volver a su cauce. Continuaba con mi trabajo en el CCPE y había conocido a varios colegas que, fuera de la agencia y repartidos por todo el país, compartían mi pasión por la búsqueda de una solución para el virus. Me aguardaban varios viajes y, mientras repasaba la lista de fechas con Hector, este farfulló atropelladamente:

—Deberíamos casarnos, ¿no?

No era la primera vez que me lo pedía, pero en esta ocasión detecté algo en su tono que me dio que pensar. Me pareció lo más acertado. O puede que estuviera ablandándome y hubiese bajado la guardia durante unos instantes.

—Vale —contesté.

Guardamos silencio. Continuamos circulando por la autopista.

—Bien —dijo él—. Bueno, pues ya está.

Y así de fácil, sin más, nos prometimos.

Con los crepusculares cada vez más integrados en todos los estratos sociales a lo largo y ancho del mundo, la investigación del THON se enfrentaba una y otra vez a nuevos desafíos planteados por organizaciones dirigidas por ellos que aspiraban al cese de todos los estudios relacionados con la contención o la cura del virus. Incluso denominarlo «virus» se había vuelto políticamente incorrecto. Muchos activistas crepusculares se oponían a esa etiqueta con el pretexto de que podía interpretarse como que los portadores del THON eran, por así decirlo, «discapacitados sociales». Los crepusculares, sostenían, estaban integrados con normalidad en el conjunto de la población. Abundaban los rumores sobre la presunta intención por parte de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría de clasificar a los crepusculares como seres uniformemente aquejados de un trastorno o enfermedad mental. Por si no tuviera bastante con eso, mis propios compañeros de trabajo seguían poniéndome trabas. Informes que se extraviaban. Suministros que no llegaban nunca. Resultados «imposibles de localizar». Nunca pude demostrar nada.

Pronto, no obstante, otro acontecimiento habría de acaparar toda mi atención y cambiarme la vida.

Mi hermana, Jennifer, había desaparecido.

Jennifer fue vista por última vez en el Electric Daisy Carnival de Las Vegas, el mayor festival de música de baile electrónica del mundo. Siempre le habían gustado los ritmos graves y el ambiente frenético de ese tipo de raves: desde la vestimenta a las drogas, pasando por el público, Jennifer adoraba todo lo que tuviese que ver con un buen festival. Y dada la naturaleza de esos encuentros, nocturnos y rebosantes de energía, se habían convertido en el lugar de reunión predilecto de los crepusculares.

Jennifer me había hablado de la amistad que mantenía con algunos de ellos. Aunque no me gustaba sonar paternalista ni quedar como la típica hermana mayor gruñona, la había informado, en términos inequívocos, de que los crepusculares no eran de fiar. Ella no quería saber nada al respecto. Desconectaba en cuanto yo sacaba el tema de los crepusculares y sus intenciones ocultas. Dejaba escapar un suspiro de cansancio. Se cerraba en banda. Al final, desistí de seguir advirtiéndola.

Cargo con esa culpa y jamás me lo perdonaré.

Cuando una amiga de Jennifer me llamó desde la comisaría de Las Vegas a la que había acudido para denunciar su desaparición, dejé todo lo que estaba haciendo y volé hasta allí de inmediato. Tuvieron que pasar veinticuatro horas antes de que me sintiese con fuerzas para marcar el número de mi padre, postrado en la cama tras dos operaciones de rodilla recientes; para que accediera a no salir de casa y subirse él también al primer avión a Las Vegas, me vi obligada a amenazarle con enviar a las autoridades para que lo retuvieran allí. Aquella pequeña victoria, sin embargo, dio pie a un aluvión incesante de llamadas y mensajes de texto con los que se dedicaba a exigirme estar al corriente tanto de todos mis pasos como de cualquier posible avance en la investigación. También Hector me llamaba a menudo, aunque él no era tan insufrible. Creo que ya había aprendido lo mal que me sentaban las exigencias continuas. Tras ofrecerse a venir a Las Vegas, por ejemplo, supo encajar muy bien mi negativa.

La policía no tenía ni una sola pista. Jennifer había pasado casi toda la noche del sábado en compañía de sus amigos, pero en algún momento debió de ausentarse sin decirle nada a nadie; cuando la echaron en falta, al cabo de unas horas, empezaron a buscarla, a mandarle mensajes e incluso a consultar su Instagram. No volvió nunca. Huelga decir que todos, incluida Jennifer, habían estado consumiendo un generoso surtido de sustancias ilegales, lo cual no contribuyó a ayudarnos a establecer una cronología razonable de lo ocurrido… ni a retener el interés de las autoridades.

Me puse en contacto con un conocido del FBI, pero lo habían trasladado al departamento de tecnología e información, con lo que ya no pisaba las calles. Llamó a unos cuantos agentes que conocía en Nevada, quienes prometieron realizar algunas pesquisas preliminares. No tenía tiempo para eso. El departamento de policía de Las Vegas ya había dejado de cogerme el teléfono. Mi padre y yo estábamos desesperados. Necesitaba averiguar algo, y pronto. Tenía que salir de allí.

El breve vuelo de Atlanta a Las Vegas fue un martirio. Me dio un tic en el ojo derecho, se me revolvió el estómago y era incapaz de concentrarme lo suficiente para leer mis informes. La sensación de claustrofobia me acompañó hasta el aterrizaje, y después ni siquiera el aire fresco bastó para calmarme los nervios.

Mi primera parada era una reunión con los inspectores encargados de investigar la desaparición. Según me explicaron, Jennifer y Mael habían ido juntos al festival, acompañados de tres amigos que se separaron de ellos en cuanto llegaron. Las cámaras de la entrada registraban la aparición de su Uber en torno a las siete de la tarde. Enseguida se mezclaron con el gentío, bañados por los juegos de luces, y se perdieron de vista.

Determinar su ubicación exacta dentro del recinto del festival era tarea imposible, por lo que entrevistamos a los empleados de seguridad y a los encargados de los puestos de comida. Tampoco sirvió de nada, puesto que Jennifer se parecía a todas las demás rubias bonitas que abarrotaban el lugar.

Al día siguiente me reuní con el agente del FBI asignado al caso, Hugo Zumthor, que me recibió con los brazos en jarras y la mirada cargada de escepticismo.

—Debe de tener usted muchos contactos, doctora —observó mientras me estrechaba la mano a regañadientes.

—¿Por qué lo dice?

—Porque soy el responsable de toda una división del FBI y el director me ha ordenado que investigue esta desaparición en persona. Es una distribución de recursos algo extraña. —Los brazos cruzados sobre su pecho me indicaron que la situación no era de su agrado.

—Bueno —repuse—, gracias por su ayuda.

Nuestra mejor pista era Mael. Las cámaras de la parte delantera lo habían captado saliendo del festival por el acceso principal a las cinco y media de la madrugada. Sin compañía. Montó en un Uber para regresar al apartamento de Airbnb de las afueras de la ciudad en el que se alojaba. La entrevista con el conductor no indicó que hubiera sucedido nada fuera de lo corriente durante el trayecto. Otra cámara mostraba a Mael entrando en el apartamento. Esa fue la última vez que alguien lo vio con vida.

Las pantallas de los cinco portátiles amontonados sobre la mesa de mi habitación de hotel me devolvían la mirada. En ellas se sucedían las imágenes grabadas por todas las cámaras de seguridad en un radio de veinte manzanas alrededor del escenario del Electric Daisy Carnival: el estadio Amazon, nueva sede de los Raiders de Las Vegas.

El estadio se situaba al final de la Franja de Las Vegas, cerca del hotel con casino de Treasure Island. Ocho horas de metraje procedente de todas las cámaras de las inmediaciones. Gente caminando en todas direcciones, como un hormiguero. Montones de personas y de rostros como el de Jennifer. Aun con la vista clavada en las imágenes parpadeantes, me costaba concentrarme en la tarea y mis pensamientos no paraban de desgranar una interminable lista de posibles opciones. ¿Y si hubiera ido con ella? ¿Y si la hubiera invitado a visitarme, en vez de seguir posponiéndolo?

Con cada nueva cara que desfilaba por los monitores me preguntaba a quién pertenecería, cómo sería su vida, adónde se dirigiría. Qué la distinguía del resto.

Podría haberme pasado años allí sentada, paralizada ante esas pantallas, con mis incógnitas por toda compañía.

Aquella misma noche, más tarde, estuve a punto de caerme de la silla al distinguir entre la multitud a una muchacha con un vaporoso vestido amarillo. Era Jennifer. Los demás tenían sus dudas, pero yo lo sabía.

Las distintas cámaras fueron siguiendo sus movimientos hasta que la pantalla se llenó de estática con un fogonazo. La siguiente serie de grabaciones confirmó mis sospechas: más estática, salvo por dos tomas tan claras como el agua en las que no había más gente.

Llamé a Zumthor para informarle de mi descubrimiento. Observó atentamente la tormenta de nieve que restallaba y parpadeaba en el monitor. Imágenes claras, primero, y después una estática persistente.

—No estoy seguro —murmuró, al cabo de lo que me pareció un silencio demasiado largo.

Debía de haberlo oído mal. Era lo último que esperaba, o quería, que me dijera.

—No me joda —repuse.

Hugo no se mostró sorprendido por mi exabrupto mientras continuaba mirando la pantalla.

—Es como si alguien intentara imitar el paso de un crepuscular por delante de la cámara. Se lo enviaré al laboratorio, a ver si concuerda con las normas establecidas de interferencia crepuscular, pero sospecho que no le va a gustar su respuesta.

Se sentó y se acomodó en la silla mientras me observaba. Preguntándose, probablemente, cuánto tardaría en producirse mi siguiente estallido.

Tamborileé con un dedo contra el canto de la mesa para liberar algo de tensión, sintiéndome como la válvula defectuosa de un motor recalentado.

No me sirvió de nada.

Y quedarme de brazos cruzados en los diminutos confines de aquella habitación de hotel no iba a arreglar las cosas. Convencí a Hugo para que me acompañase dando un paseo hasta el lugar donde las cámaras se llenaban de estática. Recorrimos la franja partiendo desde el estadio hasta las proximidades del hotel MGM Grand, donde se desdibujaba la grabación. Escarbé en mi memoria, esforzándome por entender por qué habría tomado Jennifer ese camino cuando el Airbnb quedaba en la dirección opuesta. ¿La habría dejado tan agotada el festival que no pensaba con claridad? Podría haber consultado un mapa en el móvil para no perderse. ¿O habría pasado por allí adrede?

Doblamos una esquina a la derecha para introducirnos en una calle flanqueada por una mezcla de edificios de apartamentos y oficinas, ninguno de ellos de más de cuatro plantas.

—¿Seguro que vino por aquí? —preguntó Hugo.

—Es la única explicación. Las cámaras de las calles adyacentes no muestran nada.

Estudió los edificios mientras yo escudriñaba los callejones entre ellos.

—No sé, aquí hay cámaras —comentó—, pero nada parece indicar… —Se detuvo frente a un negocio de dos pisos sin carteles ni distintivos—. ¡Joder!

—¿Qué? —Lo agarré del brazo, aunque volví a soltarlo enseguida.

Hugo apuntó a lo que parecía ser otra cámara instalada sobre la puerta.

—¿Eso? —pregunté. Me pareció distinguir que había dos cámaras montadas una junto a la otra en distintos puntos del edificio.

—Eso es una cámara —dijo Hugo—, pero lo que se ve al lado, no. Se trata de un contador Geiger portátil. Sirve para medir y alertar sobre lecturas elevadas de radiación en las inmediaciones. Son muy sofisticados y caros.

Lo miré de reojo.

—¿Por qué lo tienen aquí?

—Una para detectar seres humanos y otra para detectar crepusculares —respondió mientras escribía un mensaje en el móvil—. Voy a pedirle al despacho que averigüen quién es el propietario de este sitio.

Rodeamos el edificio hasta llegar a un callejón en el que había más monitores y cámaras. El teléfono de Hugo emitió un zumbido; él le echó un vistazo y sacudió la cabeza mientras fruncía los labios.

—¿¡Qué ocurre!? —exclamé.

—Reconozco que estoy sorprendido —dijo—. Aunque no se lo crea, este edificio es propiedad de una empresa fantasma cuyo rastro conduce hasta la Claremont Corporation.

—Propiedad de los crepusculares —murmuré, reflexionando en voz alta.

—Sigo sin explicarme para qué querrían protegerse de los de su propia especie —declaró Hugo—. Quizás hayamos encontrado algo interesante.

Me asaltó el deseo de irrumpir en el edificio para buscar a Jennifer, de arrastrar a Zumthor por la puerta principal con la pistola desenfundada, de avisar a la Guardia Nacional. Opciones todas ellas, por desgracia, inviables.

Dos semanas después, cuando acababa de comprar el billete para volver a casa, un hombre que paseaba en bici con su familia encontró el cadáver de Jennifer después de que su perro detectara un rastro extraño y se alejase corriendo tras él. Los restos no eran más que huesos. Las autoridades confirmaron su identidad gracias a los informes dentales.

Estaba en un coche de alquiler cuando recibí la llamada del inspector. Noté las lágrimas que se deslizaban por mis mejillas antes de darme cuenta de que había empezado a llorar. Aparqué en la cuneta. Necesitaba llamar a mis padres. Necesitaba hablar con Hector. Pero aún no podía hacerlo.

Otro sollozo y apagué el motor. Me dejé caer sobre el volante. Pese a todo, seguía siendo una niña. Quería que alguien me dijese que no era cierto, que todo iba a volver a la normalidad.

El calor de Nevada convertía el coche en un horno y me asfixiaba mientras dejaba vagar la mirada por la ventanilla. Noté que se me enredaban las ideas y que las imágenes me bailaban, así que giré la llave de contacto para dejar que una ráfaga de aire helado me abofeteara. Respiré hondo de aquel aire frío una vez; dos. A pesar de todos los recuerdos de mi hermana que me daban vueltas por la cabeza, era incapaz de asirme a uno de ellos para saborearlo y amarlo.

«Vale, Jennifer», pensé.

Busqué «tanatorio Las Vegas» en Google e introduje la dirección en el GPS.

Por un momento, todo volvió a su lugar.

Había dejado de ser la persona que era una semana antes. Mi corazón clamaba venganza.

Irrumpí poco menos que por la fuerza en la sala de autopsias.

Puesto que sólo quedaba el esqueleto, resultaba prácticamente imposible llegar a una conclusión significativa. Examiné el área del ligamento longitudinal anterior y la zona de las cervicales más próxima al cuello. No encontré nada que indicase que la había mordido un crepuscular. Había introducido furtivamente mi contador Geiger, sin embargo, y no me sorprendió comprobar que los huesos emitían el tipo de radiación residual que cabría atribuir a los crepusculares. Esa prueba no fue suficiente para el forense.

Pero sí para mí.

Mientras tanto, como decía mi padre: «No hace falta ser meteorólogo para saber de qué lado sopla el viento». Tenía las horas contadas en el CCPE. Mis supervisores me habían ordenado modificar los estudios para concentrarme menos en la erradicación de ciertos aspectos del virus para volverlo inerte y más en reducir su impacto sobre el organismo. Me opuse con vehemencia: si nos limitábamos a eso, argüí, toda la investigación habría sido en vano.

La secretaria del director me llamó a su despacho poco después para informarme de que el CCPE había decidido rescindirme el contrato.

Ni siquiera le pregunté por qué. Se lo conté a Hector esa misma noche, al llegar a casa. Llevaba tiempo insistiéndome para que abandonara el CCPE, con toda la resistencia a la que debía enfrentarme, pero sabía que no era eso lo que necesitaba escuchar en aquellos momentos. Se limitó a abrazarme sin decir nada.

Sorprendentemente (o no tanto, tratándose del Gobierno), recibí una nueva oferta de empleo al día siguiente. Me encontraba en un Starbucks próximo a mi piso con un Frappuccino gigante entre las manos, cuando entró una mujer trajeada que se sentó frente a mí.

—¿En qué puedo ayudarla? —inquirí.

—Es usted Lauren Scott —dijo, afirmando más que preguntándome nada.

—¿Y? —Pensé que se trataría de otra periodista con ganas de entrevistarme sobre Liza Sole, aunque el interés de esa noticia había terminado diluyéndose hasta el punto de que a nadie le importaba ya el origen de los crepusculares. Estos, de hecho, habían hecho un trabajo excelente borrando esa parte de su historia, prefiriendo inventarse otra «génesis» con el surgimiento de una comunidad de crepusculares en Santa Fe (Nuevo México) como fábula de partida. Supongo que nadie quiere que su cuento de hadas empiece con una asesina caníbal.

La mujer se acercó un poco más.

—Soy Sally Lindsay y trabajo para la Atwater Corporation, una pequeña empresa farmacéutica. En estos momentos, nuestro interés se centra en expandir nuestro departamento de investigación.

—Vale. ¿Y qué puedo hacer por usted?

—Bueno, sé que ha dejado recientemente su puesto en el CCPE y a Atwater le gustaría ofrecerle un puesto muy prestigioso.

No pude disimular mi sorpresa.

—¿No es un poco pronto, después de todo lo que ha pasado? —le dije—. Reconozco que no me ha dado tiempo a pensar en cuál podía ser mi próximo paso.

Dejó una tarjeta encima de la mesa.

—Llámeme y organizaremos una reunión. Debería salir de Atlanta, de todas formas. Múdese a California.

Dicho lo cual, se marchó. Tardé una semana en llamarla y concertar una cita en las afueras de Stockton, en California, donde Atwater tenía su sede. Las instalaciones estaban provistas de rigurosas medidas de seguridad y la reunión fue interesante. Los tres ejecutivos y científicos que me recibieron eran jóvenes, rebosantes de energía y dotados de un gran sentido del humor.

—Queremos que te concentres en el trabajo que estabas realizando en el CCPE —me informó Terrence Davila, director de investigación—. Sobre el virus THON, para ser exactos.

Estoy segura de que se me notó la sorpresa en la cara.

—¿En serio? Pensaba que ya no quedaban empresas ni universidades dispuestas a estudiar el virus, y menos desde mi enfoque.

—Bueno —continuó Terrence—, no es algo que publicitemos. Lo disimulamos muy bien, de hecho, pero en estos momentos estamos dándole prioridad. Y eso no va a cambiar, con publicidad o sin ella.

Volé de regreso a casa para comentarlo con Hector. Aunque no quisiera reconocerlo en voz alta, lo cierto era que, tras el incidente de Liza Sole y el asesinato de mi hermana, seguía teniéndosela jurada a los crepusculares. Quería proseguir con la investigación y la lucha contra el THON. Hector lo sabía. Además, había empezado a trabajar a tiempo parcial en una clínica rural para complementar su sueldo mientras escribía un libro sobre nuestra experiencia durante aquellos primeros meses en Arizona. En California podría seguir haciéndolo sin problemas.

No fue hasta después de llevar cinco meses en Atwater cuando descubrí que, en gran medida, su subvención corría a cargo de la CIA. Se me pasó el desconcierto enseguida, no obstante; me había pasado años trabajando para el Gobierno. Daba igual lo mucho que hubiese cambiado la opinión pública, por supuesto que seguiría interesándoles mantener todos los frentes abiertos con respecto a los crepusculares. Y gracias a las generosas partidas presupuestarias que manejaba Atwater, mi investigación había avanzado hasta permitirme desarrollar el prototipo de un profiláctico posexposición que eliminaba la infección del THON siempre y cuando se administrara en un plazo de cuarenta y ocho horas después del mordisco.

Nos beneficiaba también el hecho de que ahora fuésemos capaces de superar muchas de las limitaciones técnicas que nos planteaba el estudio de un virus radioactivo. La universidad de Berkeley, por ejemplo, había patentado un microscopio de alta resolución que reflejaba la radiación consustancial al virus contra un haz de electrones acelerados. Se trataba, en esencia, de una emisión de rayos X cuya elevada energía fotónica se había modificado a nivel celular para reflejar la radiación THON. La energía generada en el proceso, sin embargo, solía fundir los microscopios tras una veintena de visionados, aproximadamente. En el CCPE, conseguir los fondos necesarios para obtener un microscopio de cincuenta mil dólares que sólo se iba a poder utilizar veinte veces había supuesto un desafío constante.

En Atwater, mi asistente se encargaba del papeleo y los microscopios nuevos aparecían como por arte de magia.

El día que logré replicar el tratamiento antirretrovírico que habría de frenar en seco la propagación del THON, recuerdo haber estado examinando una muestra de enzimas y ADN humano en un portaobjetos convencional. Me llevé una sorpresa cuando las células THON empezaron a ligarse a los receptores. Mi ordenador había grabado lo ocurrido en el microscopio, pero necesitaba que algún colega lo verificara.

Llamé a Dylan, una de las integrantes de mi equipo y estudiante de último año en Caltech, que estaba sentada frente a su pantalla. Me aparté del microscopio y, señalando mi silla, le pedí que reprodujera el más reciente de mis experimentos.

Dylan dio los pasos indicados sin despegarse de los oculares mientras yo seguía el proceso en los gráficos del ordenador. El doctor Azoulay, otro de mis investigadores, se colocó a mi lado para observar la pantalla a su vez.

—Ostras —murmuró Dylan, con los dedos crispados contra el borde de la mesa—. ¡Me cago en la leche! —exclamó.

Llamé a Terrence Davila. Estaba en una reunión, pero le grité a su secretaria que lo sacara de allí.

Cuando llegó, le pedí que hiciera lo mismo que Dylan. Instantes después, Terrence levantó la cabeza, me agarró por los hombros y me zarandeó como si quisiera descoyuntarme todos los huesos del cuerpo.

—¡Esta noche me emborracho! —gritó, como si eso fuese una novedad.

Sin un espécimen de crepuscular vivo con el que probar el fármaco, por supuesto, todo se quedaba en teorías. Aun así, la mayoría de nuestros modelos generados por ordenador indicaban que sería un profiláctico eficaz contra el virus. Funcionaba como inhibidor de la transcriptasa inversa, la enzima encargada de transformar el ARN crepuscular en un nuevo virus ADN independiente que se acoplaba a la antitrombina y alteraba la composición molecular de la sangre hasta asemejarla a la de los seres humanos. Lo llamamos glomudina.

Los modelos generados por ordenador indicaban asimismo que el compuesto químico de la glomudina podría servir para incapacitar en gran medida a los crepusculares si se administraba en forma de aerosol. No tardamos en comenzar a trabajar con distintos fabricantes para averiguar la manera de lanzar una versión en aerosol del fármaco en caso de posible conflicto. Como sucede con casi todas las armas químicas, no obstante, la cantidad de glomudina necesaria para incapacitar a un crepuscular resultaría letal para cualquier ser humano. Deduje, por tanto, que nuestra investigación era puramente teórica; eso, o que el riesgo merecía la pena.

Ahora, en retrospectiva, me doy cuenta de que debería haber sabido ver cuánto había en juego con mis estudios; cuál sería el verdadero precio a pagar por un uso extendido de la glomudina. Por aquel entonces se había aumentado la seguridad en el complejo de laboratorios de Atwater, puesto que la tensión con los crepusculares de Nuevo México amenazaba con estallar en cualquier momento. Cada vez eran más los empleados del ejército que visitaban las instalaciones todas las semanas.

Debería haber abogado por una mayor cautela. Debería haberme mostrado más firme, haber insistido más en el hecho de que necesitábamos acercarnos al 95% de eficacia antes de encargar la fabricación en masa de glomudina.

Pero parafraseando a Mike Tyson: «Envejecí sin darme cuenta y espabilé demasiado tarde».

Federal Bureau of Investigation –

Departamento de Justicia

Extraído del sistema de correo

electrónico seguro del Congreso

DE: Agente especial al mando Hugo Zumthor

PARA: Comité especializado del Consejo de Seguridad Nacional; despacho del fiscal general del Estado

ASUNTO: Informe de progresos/iniciativa legislativa

CLASIFICACIÓN: Confidencial

FECHA: 13 de agosto

Aproximadamente tres semanas después de que BuzzFeed publicase el artículo que había dado pie a las investigaciones oficiales del Departamento de Justicia y el Congreso, me desplacé hasta el Instituto de Río Grande al frente de un equipo de agentes del FBI de la zona para efectuar unas pesquisas preliminares de rutina.

Al llegar a la reja del muro que rodea las instalaciones, un grupo de guardias nacionales de Nuevo México apostados en la entrada nos denegó el acceso. Por tanto, el FBI solicitó a un juez federal la orden de registro que habría de permitirnos entrevistar al personal del instituto y examinar todos sus informes, incluidos emails, mensajes de texto, audio y vídeo. El juez Koster dio su aprobación cinco días más tarde y regresamos al instituto, en esta ocasión con la orden de registro pertinente.

Se nos volvió a denegar el acceso a las instalaciones. Estoy seguro de que estas acciones tienen una explicación lógica, aunque sabe Dios que quizá ya no estemos aquí cuando alguien se digne informarnos de ella. En esta ocasión, el número de guardias nacionales de Nuevo México estacionados a lo largo de la carretera que desemboca en la entrada del instituto era significativamente más elevado que la vez anterior.

Quedamos a la espera de nuevas instrucciones por parte del director y del fiscal general sobre cómo debíamos proceder a continuación.

The Huffington Post

[Publicación original extraída de la primera plana

de la edición dominical de O Estado de S. Paulo,

traducida del portugués.]

El carnaval, la fiesta nacional brasileña por excelencia que se celebra una semana antes de la cuaresma católica, ha sido objeto de múltiples especulaciones tras la desaparición de más de setenta personas en la ciudad de Ouro Prêto. Durante meses caracterizados por la escasez de detalles, numerosas familias denunciaron la ausencia de sus seres queridos y el ejército brasileño desplegó una operación a gran escala que, por desgracia, resultó ser muy limitada. Más adelante, hacia finales del verano de este año, diez manzanas de la ciudad fueron sospechosamente declaradas «zona prohibida» para todo el mundo salvo determinado personal acreditado, lo que apuntaba a que por fin se había hecho algún progreso.

Sobreponiéndose al temor a posibles represalias, el mes pasado salieron a la luz algunos testigos que declararon que cinco crepusculares habían agredido a un grupo de asistentes a las celebraciones del Jardim Botânico Bloco de Rua. Las calles de Ouro Prêto son célebres por sus fiestas privadas, en su mayoría temáticas, caracterizadas por los compases del frevo y el maracatu, cuyos ritmos de percusión inundan el aire.

Según los informes, los crepusculares iban vestidos con pantalones negros de seda ribeteados de rojo, camisas de rumba de mangas holgadas y las pantorrillas ceñidas por cintas con flecos. Llevaban el rostro pintado de blanco y se cubrían la cabeza con grandes sombreros de copa. Salieron del piso de tres habitaciones de un tendero de la localidad que se había ido a Río de Janeiro con su familia para disfrutar allí del carnaval. Los crepusculares esperaron a que terminase el desfile, cuando ya no quedaban carrozas pero las calles seguían estando repletas de celebrantes, y empezaron a bailar entre la muchedumbre. La situación se prolongó durante unos cuantos minutos, hasta que, poseídos por una especie de frenesí, los crepusculares asesinaron a todos los presentes en la manzana. Debido al bullicio propio de esos festejos, transcurrió algún tiempo antes de que la gente se percatara de que sus amigos y acompañantes habían desaparecido de súbito. Estos hechos, considerados una mera alteración del orden al principio, tardaron semanas en denunciarse.

Tras corroborar las declaraciones de más de treinta testigos presenciales, la policía alertó de inmediato al ejército, que acordonó la zona en un radio de diez manzanas alrededor del presunto escenario del crimen y denegó el acceso a cualquier representante de la prensa o el Gobierno local. Tras días de búsqueda, según fuentes militares, todos los fallecidos fueron encontrados exangües en el sistema de alcantarillado que discurre bajo las calles. Una vez examinados, los cadáveres recibieron sepultura en una fosa común anónima, para indignación de numerosos familiares de las víctimas. Fuentes de distintas agencias de inteligencia indican que, aunque el Gobierno conocía ya lo ocurrido, postergó una investigación rigurosa porque el presidente brasileño, Lucas Sousa, no desea enemistarse con los crepusculares, colectivo vinculado a varios de sus intereses empresariales.