CAPÍTULO 23

21 de octubre

Cuarenta y un meses después del descubrimiento del THON

Joseph Barrera

Asesor político

No podía creerme que estuviera de vuelta en D.C. Debería haber ido a que me examinaran la cabeza por volver a esa ciudad. Siempre había pensado que mi regreso sería como el de un general romano al que la ferviente multitud concede su agnomen. Tanto políticos como prensa celebrarían mis triunfos como asesor magistral, y tendría una larga barba blanca que acariciar y lanzar sobre el hombro cada vez que dijera algo profundo, como un gran maestro del pensamiento político.

No vivía allí desde mi graduación universitaria, y la verdad es que creía que no volvería a no ser que fuera como jefe de personal de un nuevo presidente. Sin embargo, las necesidades económicas me llevaron de nuevo al purgatorio. Tras la elección de Claremont como gobernador, me habían exiliado de las demás campañas; ni republicanos ni demócratas querían tocarme. Me envolvía una fuerza tóxica, resultado del exceso de rumores desagradables sobre la campaña y mi implicación en ellos. No me lo esperaba. Fue demasiado abrupto. En Fiesta hay un diálogo en el que Bill le pregunta a Mike: «¿Cómo te arruinaste?». Y él responde: «De dos formas. Poco a poco y de repente». No recordaba cómo había pasado, ni lo deprisa que había sido, ni cuánto duró, pero en menos que canta un gallo estaba arruinado y solo, con pocas perspectivas de futuro.

Fui a trabajar al Capitolio como parte del personal de un senador. Ni siquiera como jefe de personal, sino como asesor de comunicación. Quería cambiarme el nombre, pero ya se había corrido la voz. Oye, todos necesitamos una nómina y un seguro médico, ¿no? Quería conocer gente nueva, así que volví a los bares y clubs de Georgetown, Columbia Heights y H Street. Madre mía, cómo había cambiado todo. ¿Dónde estaban las personas normales? Mucho bicho raro de la escena hipster. Salí y tonteé con aquella tribu que abarrotaba Williamsburg y Silverlake, que parecía competir por ver quién era el más extravagante. Era agotador y yo no encajaba, aunque lo más probable era que el problema fuera exclusivamente mío.

Lo único que podía hacer era enterrarme en el trabajo, que era muy poco emocionante, salvo que te guste escribir comunicados de prensa a los medios locales del Estado de Georgia. Aquellos largos días al teléfono me llevaron a preguntarme si algunas personas eran muy selectivas a la hora de demostrar su inteligencia… o si de verdad eran tan estúpidas. Empecé a temer que quizá no fuera más que un fracasado y que ese era mi destino.

Tres meses después de mi regreso, caminaba de vuelta a mi piso una fría noche de otoño después de una emocionante happy hour de concurso de preguntas y respuestas en el Angry Donkey cuando noté una presencia detrás de mí. Algo me decía que no estaba solo. Era noche cerrada, y cada vez que volvía la vista atrás comprobaba que la calle estaba vacía. Fue casi como si sufriera de síndrome postraumático después de lo de Nuevo México, y me dije que no iba a salir de casa de noche nunca más. Miré a mi espalda por enésima vez y atisbé una figura que corría a esconderse detrás de un coche. Quizá. Corrí hasta llegar a casa…

Una semana después de aquel incidente, una vieja conocida me llamó y me dijo que estaba en la ciudad y quería reunirse para comer. Se llamaba Becky Owens, y nuestra relación se remontaba a una extraña campaña para el Congreso que había recibido mucha atención de la prensa. La hija de un expresidente se presentaba a las elecciones, y lo que podría haber sido otra aburrida campaña se convirtió en un acontecimiento nacional, con mítines abarrotados de prensa y autobuses llenos de periodistas detrás de la candidata. Becky había trabajado para el Washington Post y Bloomberg antes de entrar a formar parte del personal de la reciente (aunque algo vacilante) incursión de Facebook en el periodismo: Scoop.

Nos reunimos para una cena tardía en un nuevo restaurante de comida fusión moderna de Dupont Circle. Era todo ambiente y toques de iluminación con velas en apliques colgantes. Estuve a punto de tropezar unas cuantas veces. No tenía ni idea de que se trataba de fusión italo-asiática hasta que abrí el menú y puse una mueca, presa de las mismas emociones que cuando Taco Bell estrenó su taco de gofre. Pero bueno, la verdad es que las bebidas eran estupendas. Después de cenar, nos acomodamos, y Becky por fin entró en materia. Por su llamada, yo ya sabía que tenía algo en mente, pero quería que ella diera el primer paso.

—Bueno, ¿qué pasa? —le pregunté. Ella entendió a lo que me refería y sonrió.

—Vale, vamos al grano —respondió con cara de pilla—. Estoy escribiendo un libro y me gustaría que me ayudaras.

—¿En serio? —pregunté; no me esperaba aquella respuesta. Parecía hasta normal—. Te ayudaré en todo lo que pueda. ¿De qué trata el libro?

Becky se me acercó y bajó la voz.

—Estoy escribiendo la crónica definitiva sobre la elección de Nick Bindon Claremont.

Me aparté de ella con cara de sorpresa. Vale, puede que la cosa no fuera tan normal.

—Robin Fields escribió ese libro el año pasado. ¿En qué se va a diferenciar el tuyo?

—Pretendo que me cuentes la verdad y citarte —afirmó, sonriendo mientras daba golpecitos en la mesa con el tenedor.

—Ya le concedí una entrevista a Robin y le conté mi perspectiva —le dije; notaba que me temblaba el labio inferior. Me encogí de hombros para intentar parecer despreocupado, pero no me lo creía ni yo.

—Sé que quieres contar la verdadera historia —respondió ella, decidida—. Las tonterías que le contaste a Robin para su libro eran una mierda. Ficción. Quiero los hechos reales. Quiero confirmar los rumores.

Nos miramos en silencio durante un par de minutos. Moví mi sidecar y lamí las gotas antes de que cayeran.

—No sé qué decirte —repuse—. La historia ya se ha contado.

Esa noche me fui a casa pensando sobre lo que me había pedido. No nos despedimos de malas; yo sabía que no era más que el principio de un proceso en el que esperaba ser capaz de desgastarme. Tenía mis dudas sobre si sería capaz o no de mantener mi parte del trato tácito que había cerrado con los crepusculares y, en concreto, con Leslie Claremont. Debía ir con cuidado y pensar en lo que iba a hacer.

Abrí mi puerta y me dio la impresión de que había alguien dentro, aunque, antes de poder retroceder, una mano me agarró por el cuello de la camisa. Chillé, y una voz me interrumpió.

—Relájate, Joseph —soltó el hombre.

—¿Quién eres? —pregunté cuando la mano me condujo al sofá y me empujó para sentarme. Me concentré en la figura sentada en uno de los taburetes cercanos a la cocina. Olí el dulce aroma de un crepuscular, y el corazón se me aceleró.

—Tengo que hablar contigo, Joseph —dijo la persona que estaba en el taburete, y la reconocí de alguna parte. Antes de poder repasar mi disco duro mental, la luz se encendió y vi un rostro que me hizo sentir que se avecinaba un ataque de pánico: Toshi Machita. El antiguo matón de Nick Bindon Claremont.

Tragué saliva.

—Hola, Toshi. ¿Cómo estás? Veo que te han recreado. Enhorabuena.

Pensaba que no sucedería nunca. Toshi siempre parecía estar más bien entre los criados que en lo alto de la cadena alimenticia de la Claremont Corporation.

—Así es. Pero de lo que de verdad quiero hablar contigo es de tus reuniones con periodistas que quieren escribir libros sobre ciertas elecciones de Nuevo México.

Me levanté de un salto antes de que una mano volviera a sentarme.

—¡No le he dicho nada, joder! No me eches a mí la culpa. ¡Me llamó ella! No tienes nada de lo que preocuparte. ¡Ya se lo dije a tu gente hace un siglo!

—No había terminado —respondió Toshi, algo molesto—. En realidad, lo que me preocupa es el diario que escondes en una carpeta falsa de tu Dropbox.

Me quedé frío.

—No es… Lo hago por… Sufro ansiedad, y mi terapeuta me dijo que escribiera un diario, pero que no se lo enseñara a nadie.

—¿Tu terapeuta? Vaya, esa es nueva. ¿Qué cosas le confiesas a tu terapeuta?

—N-nada —respondí, tartamudeando—. Cuando estaba en el instituto, mi madre me llevó a ver a uno, así que empecé con eso. A día de hoy, todavía se lo echo en cara. No he dicho nada de lo de Nuevo México.

Toshi suspiró y guardó silencio. Empecé a temblar antes de que hablara de nuevo.

—Deja de gimotear. Eres como un himno a la emasculación. Tienes que venir con nosotros.

—¡Espera! —chillé—. No le diré nada a…

—Deja que termine —me interrumpió Toshi, que se levantó y se me acercó—. Quiero que conozcas a alguien. Tenemos trabajo para ti. Te gusta el dinero, ¿correcto?

—Sí. Me gusta. Vamos.

—No puede…, no puede mirar. Y debe tener muy clara una cosa: no hablará a no ser que se le indique. Y, si se le indica, diríjase sólo a mí, si es necesario. —El viejo tartamudeó y apoyó sus manos, delgadas y grises, en la mesa—. No puede tener cerca estas tenta… distracciones. Si necesita algo, lo escribirá en la pizarra que le he entregado en el pasillo, que después se leerá, y se le proporcionará una respuesta. Si hay una pregunta, su contacto la escribirá en una nota para usted que usted responderá en la pizarra, si procede. ¿Estamos de acuerdo?

La joven con uniforme de enfermera asintió, aunque el temblor de manos dejaba claro su estado de ánimo.

En la cama del hospital yacía una mujer envuelta en una manta de terciopelo morada que le daba un aspecto casi irreal a la escena. Tres monitores de ordenador estaban conectados a ella mediante tubos y cables, y en las pantallas se mostraban sus signos vitales.

La mujer abrió los ojos, y la enfermera retrocedió unos cuantos pasos de un salto.

—No temas, acércate. —La enfermera no se movió—. Ven.

La joven dio un paso vacilante hacia la cama. Uno más, y después se inclinó sobre la baranda. La mujer sacó una mano de debajo de la manta y la puso sobre la de la enfermera.

—¿Sabes quién soy?

—Sí —respondió la joven, que esbozó una sonrisa temblorosa.

—Ahora es de noche. ¿Puedes abrir la ventana?

La enfermera se acercó a la pared, introdujo un código en un teclado numérico, y una luz verde se encendió en lo alto de la ventana cuando una cubierta de metal se abrió y dejó entrar la luz de la luna. La mujer sonrió.

—Dentro de poco me recuperaré lo suficiente como para salir a ver las estrellas. Algún día podremos vivir de noche sin sentir vergüenza. Algún día.

Oscuridad.

Joseph parpadeó, y la sien le palpitó de dolor. Tenía el corazón acelerado, lo veía todo del revés. Parpadeó de nuevo, pero siguió igual. Entonces se dio cuenta de que veía perfectamente; lo que sucedía era que estaba bocabajo. Alzó el cuello y vio que tenía las piernas atadas y colgadas de un gancho. Le habían atado los brazos a la espalda, e intentaba evaluar lo que lo rodeaba a la tenue luz de una vela. Entonces vio una figura que le resultaba familiar, vestida con un hábito negro.

—¿Quién está ahí? —Su voz era apenas un susurro por culpa del dolor de la sien—. ¿Qué está haciendo? Bájeme… No me siento muy bien. —Tosió—. Se me ha subido toda la sangre a la cabeza y no siento las piernas. Me duele la cabeza. Por favor…

El anciano apareció y se le acercó; llevaba una hoja larga en la mano. Joseph alzó la cabeza, pero no conseguía mantenerla así; se le iba de un lado a otro.

—¿Qué está haciendo? No siento las piernas. Por favor. No me encuentro bien.

El anciano se le acercó y se agachó junto a él mientras la otra figura permanecía en el límite de su campo visual.

—Ya sabe lo que tengo que hacer.

Joseph movió la cabeza de un lado a otro.

—Por favor. ¿Qué? ¡Le juré que no diría nada! ¡Cumplí mi palabra!

—Empezaré con el tendón de Aquiles y seguiré bajando…

Colocó la hoja donde había dicho y, con cuidado, clavó el cuchillo en la piel y bajó, abriéndola como una flor. La sangre le bajaba por la pierna. El anciano metió los dedos en la carne húmeda más cercana al músculo de la pantorrilla, y colocó el pulgar y el índice en la arteria femoral. Susurró palabras ininteligibles mientras la arteria le palpitaba en los dedos. Joseph retorció el cuello y miró, pero no se creía lo que veía. El dolor de la pierna le recorrió el cuerpo, y empezó a temblar. El latido se aceleró entre los dedos del viejo, que levantó de nuevo la hoja ensangrentada y, antes de retroceder, le cortó la arteria femoral.

La sangre salió disparada y se derramó por el cuerpo de Joseph. Miró de nuevo arriba mientras su savia vital le llovía en el rostro y le entraba en la boca. Notó la conmoción de la falta de sangre, se sacudió con más fuerza, se le empañaron los ojos y apenas distinguió la figura de una mujer a un lado, con un objeto en la mano. Se le acercó a la cara.

—No deberías haber aceptado trabajar en la campaña de Claremont —dijo en un susurro; después le lamió la sangre del rostro—. Ya me siento mucho mejor. Casi hemos terminado.