CAPÍTULO 25
Julio
Veintiocho meses después del descubrimiento del THON
Sara Mesley
La Orden de Bruder Klaus
Mucha gente odia verse desnuda en el espejo, pero esa es mi forma de contar los meses y los años. ¿Cicatriz de bala en el bíceps izquierdo? Mayo. ¿Herida de cuchillo, pantorrilla izquierda? Diciembre. Soy mi propio diario viviente (por ahora). Lo más irónico del caso es que fui testigo de la misma dinámica en multitud de ocasiones, cuando era enfermera en el Johns Hopkins; cuando luchas contra el cáncer o te recuperas de una cirugía importante, cuesta prestar tanta atención a lo que está en el espejo.
Una vez oí a un miembro de la junta de la orden lamentarse del cielo nocturno y de todo lo que traía consigo. Yo no. Dadme la noche. Y, en aquella noche sin luna, estaba en Beijing (China), persiguiendo al crepuscular número uno de nuestra lista: el ermitaño de once años Herjólfur Vilhjalmsson, que, según nuestras fuentes, había abandonado los campos de lava de Islandia por razones desconocidas. Cabría pensar que es fácil localizar a un niño de pelo blanco que «resplandecía» como el sol (los testigos eran dados a grandiosas exageraciones), pero sus cuidadores y creyentes estaban haciendo un gran trabajo ocultándolo.
Vagué por la ciudad durante una hora para asegurarme de que no me seguían antes de meterme en uno de los hutongs más antiguos: Doujiao («¡Es el Williamsburg chino!», afirmaba Google en mi mapa), donde estaba nuestro piso franco.
La mayoría de los chinos, al ser ateos, no consideraban ni inmorales ni depravados a los crepusculares, aunque los pocos chinos crepusculares que existían sí que arrastraban cierto estigma, y se los trataba con cautela. Así que casi todos los observadores creían que el Gobierno chino se mostraría indiferente o les daría la bienvenida como socios. Sin embargo, en las élites del comercio y el gobierno, muchos veían a los crepusculares como una amenaza a sus intereses. Y el sentimiento era mutuo, al parecer.
Por tanto, en aquel momento estaba bastante segura de que las agencias de inteligencia chinas estaban tan decididas a encontrar a Herjólfur Vilhjalmsson como yo.
Cuando entré en nuestro piso franco, vi una figura tumbada en el pequeño catre, con las piernas y los brazos abiertos como un borracho. Aquel lugar parecía la residencia de una fraternidad, con un lío de papeles y viejos recipientes de comida para llevar tirados por el suelo y abarrotando los armarios. Miré más de cerca y reconocí el rostro: el padre Reilly. Dios mío, estaba hecho una mierda: pantalones destrozados, camisa desgastada y una americana de lana, como si fuera a su primera entrevista de trabajo tras una década en prisión. Le di una patada en la pierna, se cayó del catre y se levantó en un segundo. Encendí la luz.
Me reconoció bastante deprisa después de quitarme el gorro de lana.
—¡Sara Mesley! ¡Mierda! ¡No vuelvas a hacer eso!
—¿Por qué no?
—Podría haberte pegado un tiro.
Le sonreí; creo que no se lo creía ni él.
—¿Con qué?
Reilly sacudió la cabeza y se metió en la cocina. Sacó una cafetera y la llenó de agua antes de colocarla sobre un fogón encendido.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Prefiero el café prensado, por cierto. Estoy buscando a Herjólfur Vilhjalmsson.
Ya me había dado cuenta de que estaba inmerso en uno de sus estados depresivos por culpa de los conflictos que tenían lugar en Nuevo México y el extranjero. Y por no entender por qué mostrábamos tanto empeño en encontrar a aquel niño crepuscular. Nuestras conversaciones siempre parecían plantear más preguntas que respuestas…
—¿Por qué invierte la orden tanto tiempo en ese crío? —preguntó Reilly—. No lo vas a encontrar. Antes encontrarás a Liza Sole que a Herjólfur. Deberíamos estar en Nuevo México.
—Sabemos dónde encontrar a Liza Sole. Es cuestión de entrar. De todos modos, este es el trabajo; algunas misiones son más grandes y otras, más pequeñas. Me encargo de lo que haga falta.
Me pregunté cuánto tardaría en tener el café en una taza… Me iba a venir bien la cafeína.
Reilly clavó en mí su seria mirada.
—Y ni siquiera eres religiosa. Entiendo lo de Bernard y los suyos, sé lo que sacan de esto. Pero tú…
Me enderecé y lo miré.
—¿Que no soy religiosa? Por el lado de mi padre, crecí en una familia de pentecostales de Maryland que hablaban «en lenguas» desde hacía varias generaciones. Todas las semanas, cuando iba a visitarlo, teníamos que confesar nuestros pecados delante de la congregación. Era alucinante.
—Vaya —dijo el padre Reilly.
—Justo —respondí, pinchándole con un dedo en el pecho—. Tuve religión más que de sobra. Si hiciera eso hoy, me quemarían en la estaca. Incluso mi padre (devoto hasta decir basta) se negó a dejarme confesar después de que un domingo contara a la congregación que había conocido a un chico a través de una línea caliente (¿las recuerdas?) y que me había enrollado con él después de que fuéramos a casa de su camello para comprar meta. Y que después nos pasamos la noche follando. Huelga decir que mis días de confesión llegaron a su fin.
El padre Reilly miró al techo.
—Para qué habré preguntado…
—Bueno, pues ahí lo tienes. Cierto: no es por la religión. Pero me gusta pensar que trabajo por una buena causa. No es sólo por mi sed de sangre, valga la redundancia. Tengo mis propias ideas sobre lo que está bien y lo que está mal. Y es probable que no difieran mucho de las tuyas, padre.
—Pero ahora es más importante, con todo lo que está pasando con ese centro de Nuevo México. No sé adónde nos lleva esto.
—Nos lleva a donde estamos: la guerra. He ido a Nuevo México. Nadie sabe lo que pasa allí; la gente no lo sabe. Son más fuertes de lo que pensamos. Y los políticos no están preparados para sacrificar a más de los suyos por esto. Así que intentan llegar a una «solución pacífica». Pero los crepusculares no piensan en esos términos…
—Algunos también desean la paz, Sara. No puedo creerme que lo esté diciendo —añadió con cara de tristeza—, pero al menos deberíamos intentarlo.
—No. No no. Lo hemos intentado. Mira de lo que nos ha servido. Ahora, todos los países hacen concesiones, y los crepusculares los dominan. Los vascos y los bávaros llevan siglos reclamando una nación propia, ¿y los crepusculares la consiguen en menos de cinco años? ¡Si hasta Dinamarca va a presentar una propuesta para darles las Islas Feroe a cambio de una contribución significativa a la sociedad!
—Por eso Nuevo México es más importante que nunca. —Reilly parecía a punto de llorar. De haber sabido cómo acabaría (qué sería de él, en quién se convertiría), quizás hubiera prestado más atención. Quizá lo hubiera salvado de sí mismo.
—Lloraré por los muertos antes que celebrar la creación de una tierra de crepusculares. Aunque signifique la paz.
Seguimos dando vueltas a lo mismo. Al menos esperaba lograr dormir un poco en aquel desastre de piso.
Al día siguiente estaba más decidida. Me alegré de salir a la calle, rodeada tan sólo de aire y ruido. Nuestros confidentes nos habían hablado de la reciente adicción de Herjólfur a la terapia con ventosas, una extraña medicina alternativa en la que se creaba succión con unas copas especiales (se suponía que ayudaba con el flujo sanguíneo y las enfermedades) fabricadas con un bambú chino poco común. Lo único que yo sabía era que mi objetivo no perdería la oportunidad de probar la terapia durante su estancia, si es que de verdad estaba en el país.
Mis pesquisas me llevaron hasta un viejo terapeuta de esta especialidad que trabajaba en un barrio antiquísimo de la capital. Tras buscar por las calles durante varias horas, aparecí en un callejón oscuro y abarrotado en el que vi un parpadeo de luz entre las sombras. Un cabello blanco flotando al viento, un cuerpo en parte cubierto por una manta y un abrigo, que caminaba en medio de una falange de enormes guardias.
Allí. Lo olía. Dadme la noche.
Para cuando los acontecimientos empezaron a moverse en una dirección, yo ya estaba metida hasta el fondo. Sentía que mi propia existencia estaba vinculada a los objetivos de la orden. Las noticias se sucedieron deprisa: el papa Víctor II anunció que el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Alexander Naro, se había recreado.
Establecida en el año 1542, la Congregación para la Doctrina de la Fe era la más antigua de las que componían la entidad administrativa del Vaticano: la curia romana. La misión de aquel organismo era «promulgar la verdadera doctrina católica y defender aquellos puntos de la tradición católica que corran peligro frente a la aparición de nuevas doctrinas inaceptables». En otras palabras, se trataba del órgano más poderoso e influyente del Vaticano, conocido por establecer la política del papa en casi todos los temas. El cardenal Naro era una fuerza de la naturaleza: le gustaba llamar la atención, aparecía mucho en los distintos medios y era muy cosmopolita.
Percibí la rabia de mis compañeros de guerrilla, aunque yo no sentí la misma reacción visceral. No sabían si era por el alivio de que no hubiera sido el papa o por la desesperación de que hubiera sido el cardenal Naro. Su explicación los dejó hundidos: quería atender a la nueva especie como ya hacía con los humanos; quería darles la bienvenida a la Iglesia; quería demostrarles que todos somos iguales; quería promover la hermandad entre todas las personas; quería disponer de muchos más años para lograr sus objetivos dentro de la Iglesia…
Tras un periodo de luto llegó el desconcierto y, después, la rabia. Este cardenal estaba demasiado cerca del papa. No había nadie con más influencia que él en toda la institución. Es justo de lo que nos advertía la tercera carta, pero la Iglesia no prestó atención. Y así dio comienzo la era que los historiadores del Vaticano bautizarían como vulgaris aerae.
Nuestra mayor preocupación y oportunidad la constituía el Colegio Cardenalicio, formado por todos los cardenales de la Iglesia Católica. Entre sus tareas se contaba aconsejar al papa y, lo que es más importante, elegir al nuevo papa en caso de fallecimiento o renuncia. Eran los líderes de la Iglesia y los respetaban todas las congregaciones que la componían. Por supuesto, jamás se me habría pasado por la cabeza que acabaría inmersa en el funcionamiento interno de una Iglesia establecida, teniendo en cuenta que seguía con mi crisis de fe, fuera esta la que fuera. Algunos días me animaba algún acontecimiento o la pura belleza de la naturaleza y pensaba: «Tiene que existir un creador que haya concebido todo esto». Otros, se producía un suceso similar y concluía: «Todo ha sido una farsa; dejad que siga adelante a mi modo». Por citar al sabio Kurt Cobain: «Oh well. Whatever. Never mind…».
En cualquier caso, era esencial conocer la opinión del Colegio sobre la recreación de Naro.
El papa Víctor tenía que haberse percatado de la precaria posición en la que se encontraba dentro de la Iglesia después del anuncio. El obispo Thomas intuía que el papa no sabía lo que pensaban los cardenales al respecto antes de aprobar la recreación; para eso habría tenido que llamarlos uno a uno y, de haberlo hecho, esa información se habría filtrado mucho antes del anuncio. No cabía duda de que se trataba de una decisión bastante impulsiva, coaccionado por un hombre que se había dejado seducir por el glamur y las promesas de los crepusculares. La verdadera pregunta era cómo se habían acercado a él lo suficiente como para plantearle su oferta.
Años después, una investigación de un periodista del New York Times, Jon Caramanica, señalaría a uno de los mayordomos del papa como la persona encargada de los primeros acercamientos al cardenal Naro para intentar que se reuniera con algunos representantes de los crepusculares sin que se enterara el personal del Vaticano. Fue necesaria mucha suerte, insistencia y coordinación, lo que demuestra lo decididos que estaban a legitimarse dentro de la sociedad.
El obispo Thomas pretendía ponerse en contacto con todos y cada uno de los cardenales (a muchos de los cuales conocía personalmente en distinta medida) para comprender cuál era su postura en este asunto. Thomas creía que los crepusculares planeaban matar al papa para colocar a uno de los suyos como sustituto. En aquel momento había 222 miembros en el Colegio Cardenalicio, aunque sólo 120 podían participar en el cónclave que elegiría al nuevo papa.
El obispo planteó otro obstáculo: el papa está autorizado a nombrar nuevos cardenales y también cardinales in pectore, es decir, cardenales secretos de cuyo nombramiento nadie sabe nada. Un nuevo papa podría empezar a nombrar cardenales y cardenales secretos leales a él para asegurarse de que el Colegio Cardenalicio estuviera de su parte. Todos coincidimos en que hacer públicas nuestras inquietudes era esencial para cobrar algo de impulso y frenar los posibles intentos del nuevo papa por nombrar nuevos cardenales.
Al cabo de unos cuantos meses empezaron a despejarse las dudas sobre las distintas posturas, y una clara mayoría del Colegio Cardenalicio expresó su desagrado ante la recreación de Naro. De hecho, probablemente fueran más cardenales de lo esperado, puesto que muchos se negaban a hacer comentarios, lo que podíamos también contar como desaprobación. Los medios intentaron contactar con los cardenales para documentar su alegría o su descontento con la recreación de Naro. El papa Víctor respondió con una sorprendente discreción a la disconformidad de los cardenales. Dio a la Iglesia el mensaje de que tales divisiones no debilitarían a la institución, y de que la oración y la voluntad de Dios cambiarían la opinión de todos.
Por supuesto, no me lo tragué. Sabía que Naro usaba al papa para ganar tiempo y coaccionar a los cardenales para que lo apoyaran o librarse de ellos y nombrar otros nuevos que lo respaldaran sin fisuras. Varias de nuestras fuentes nos informaron de que el cardenal Naro preparaba un nuevo escrito canónico titulado «Evaluación doctrinal de la universalidad del donum vitae aplicada a los crepusculares». Parecía ser un documento con el que preparar a la congregación para la participación plena y la aceptación de la especie crepuscular. Se rumoreaba que el papa había enfurecido al saber que algunos cardenales conspiraban contra Naro y él. Por lo tanto, la orden creyó que debíamos redoblar nuestros esfuerzos para forzar la dimisión del cardenal.
Por suerte para nosotros, muchos católicos compartían nuestra opinión, y las donaciones entregadas a la orden eran más que suficientes para ampliar nuestra estructura. No tardamos en contratar personal para coordinar nuestro trabajo. Éramos muy estrictos en las contrataciones para evitar que entraran espías del Vaticano que pretendieran infiltrarse. Y lo más importante: empezamos a contar con muchas personas laicas y sacerdotes que llegaban a Phoenix para ofrecerse como voluntarios. No obstante, algunos grupos y personas, a pesar de apoyar nuestros objetivos, no pensaban que fuéramos la organización idónea para enmendar los errores de la administración del Vaticano y librar a nuestra Iglesia de los crepusculares.
Todavía me sentía algo ajena a la orden. Era como si me hubiera casado y la familia de mi pareja no confiara del todo en mí. Además, al ser mujer, me quedaba fuera de muchas de las sesiones de planificación estratégica.
Supongo que, llegados a este punto, les gustaría que explicara cómo la ONU acabó por clasificar como organización terrorista a la Orden de Bruder Klaus.
La llamada a las armas para proteger nuestra Iglesia llegó tras un anuncio del papa, en el que informaba del nombramiento de veinticinco nuevos cardenales. Fue un mes después de la recreación de Naro. Todos sabíamos que eso significaba que el papa, con la influencia de Naro, había iniciado el proceso de inclinar la balanza del Colegio a su favor para que él mismo o, lo más posible, Naro, fuera coronado como el nuevo papa recreado, que gobernaría durante doscientos años sin oposición. Fue el punto de no retorno para la orden.
Durante ese periodo, los crepusculares seguían en la cima de su labor de persuasión; aseguraban que sólo deseaban lo mejor para el mundo y participaban en diversas causas benéficas. La gente decidió no prestar atención al hecho de que la mayor parte de sus miembros perteneciera exclusivamente al 1% de la población: los más ricos, los más guapos y los de mayor talento; esos parecían ser los criterios principales. Sin embargo, lograron convencer al pueblo de que su único objetivo era cambiar el mundo para bien.
Cuesta creerlo cuando su presencia en cualquier zona dejaba tras de sí una serie de cadáveres exangües. Por supuesto, afirmaban no saber nada en absoluto de aquellos incidentes, y los descartaban como actividades delictivas locales y aisladas sin relación con ellos. Encajaba, sin embargo, con su forma de alimentarse. Los crepusculares decían que su sustento procedía de los bancos de sangre y de animales, pero estaba demostrado científicamente que necesitaban sangre fresca de humanos para mantenerse. Para ellos resultaba esencial la sensación de un corazón humano bombeándoles sangre directamente a la boca. Sospechamos durante un tiempo que su plan era hacerse con el control de toda la población y usarla como granjas de suministro para su raza colonizadora. Lo demostramos. A pesar de sus afirmaciones, en realidad nunca se prepararon para integrarse en la sociedad.
Empezamos a instituir un departamento secreto dentro de la orden para investigar cómo erradicar de forma definitiva a los crepusculares. El programa se inició, en un principio, como uno de muchos planes de emergencia. Como último recurso. La orden se dispuso a estudiar todo lo que sabíamos sobre la fisiología de estos seres. Dada su capacidad única para regenerarse y su gran fuerza, harían falta algunas armas poco comunes para acabar de forma definitiva con un crepuscular.
La única arma infalible era una de fuego que empleaba balas de uranio empobrecido al 70%. Balas de uranio de nueve milímetros, para ser exactos. Nadie ha ofrecido una explicación científica de por qué las balas de uranio al corazón incineran a un chupasangres, pero el hecho de que generen fragmentos afilados en el impacto y que sean inflamables puede tener algo que ver. Al acertar en su objetivo, la energía térmica liberada prende la bala (al menos, eso decía la Wikipedia), lo que funcionaba de miedo contra los crepusculares.
Huelga decir que esta se convertiría en el arma preferida de nuestra orden. La fabricación de las balas se convirtió en otra cuestión controvertida, puesto que las instalaciones donde se manufacturaban sufrían continuos sabotajes.
Al final, decidimos crear las balas en un complejo subterráneo… y en secreto, por supuesto. Era el único modo de asegurarnos de que no se paralizara la producción de lo único que nos protegía. Siempre me pareció una mala idea (porque cualquier cosa que se haga bajo tierra ayuda a los crepusculares), pero nadie me hizo caso. Sí que me dieron las gracias, lo que supuso todo un hito en la igualdad de género.
No fue fácil ni del todo legal encontrar el uranio empobrecido necesario para las balas, pero había muchos países católicos del este de Europa que simpatizaban con nuestra causa y estaban más que dispuestos a satisfacer nuestros pedidos de uranio, aunque nuestro proceso era mucho más pequeño y, por tanto, daba pocos beneficios.
La verdad es que estábamos bastante orgullosos de nuestro procedimiento de manufactura. Muchos de nuestros monjes perfeccionaron el revestimiento y los moldes que usábamos para crear la bala, y el diseño en sí era un secreto bien guardado. No obstante, el método no estaba automatizado; crear cada proyectil llevaba bastante tiempo. En las instalaciones había una serie de tornos que los monjes operaban durante las veinticuatro horas del día, haciendo turnos. En otra zona estaban los monjes que preparaban el metal fundido para crear las balas de nueve milímetros. Éramos conscientes de los peligros del uranio, así que tanto el molde de acabado como la matriz metálica se encontraban en un lugar protegido contra la radiación, y los trabajadores vestían lo último en trajes de protección. Había blindaje grado Z en todas las instalaciones, que dispersaba los protones y los electrones, y absorbía los rayos gamma. Las salidas contaban con monitores de radiación para detectar cualquier fuga o un aumento repentino de la radiación.
En un principio, la orden empezó a acumular armas y munición para defenderse. No voy a fingir que no concibiéramos un tiempo en el que lo usáramos para pasar a la ofensiva, pero lo cierto es que no se trataba de nuestra intención original.
La primera misión se puso en marcha con la información que logramos extraer del Vaticano. Hay que entender que la burocracia del Vaticano es difícil de manejar; resulta imposible abrirse camino entre ella, y mucho menos por encima de ella. La orden, desde su creación, se trabajó a muchos empleados de la Santa Sede (no sólo sacerdotes, sino también personal administrativo) para convertirlos en nuestros confidentes. Incluso los conserjes eran una fuente importante de información.
Primero nos llegaron los rumores a través de nuestros sacerdotes en el lugar: el papa había nombrado en secreto a tres nuevos cardenales tres días antes y los anunciaría tres días después. En esos momentos, hacía unas dos semanas que el papa no aparecía en público, lo que era muy poco habitual. Habían cancelado sus discursos nocturnos sin dar ningún motivo, así que la orden ya estaba nerviosa, preparada para cualquier rumor o anuncio, dado lo extraño tanto de su silencio como de su comportamiento, lo que indicaba que estaba a punto de suceder algo importante.
Yo estaba sentada frente a un montón de televisores y pantallas de ordenador, todos con las noticias, mientras recibía las llamadas de varios topos del Vaticano e introducía la información en una base de datos para que el personal sénior pudiera repartir las últimas novedades entre todos.
Cuando oí el rumor y confirmé su veracidad, la orden convocó una reunión del consejo ejecutivo. El consejo debatió sobre los distintos pasos que podrían darse en respuesta a aquella medida; de todo, desde negarse a reconocer a los nuevos cardenales hasta organizar protestas en el Vaticano y en los países de origen de los nuevos nombramientos.
El jefe de departamento dijo que tenía algo urgente que contarnos a todos: una de nuestras fuentes estaba convencida de que los tres nuevos cardenales iban a recrearse cuando se reunieran con el papa, tres días más tarde. Aquello fue la gota que colmó el vaso, claro. Vi que el plan del papa y Naro empezaba a tomar forma. Incapaz de ganarse el apoyo del clero, ni tampoco de los seglares, el papa iba a tomar medidas más drásticas: llenar de crepusculares el Colegio Cardenalicio.
No era capaz de imaginarme un escenario semejante. En la práctica, transformaría la Iglesia tal y como la conocíamos, y no simplemente desde una perspectiva teológica. Un papa crepuscular y sus acólitos gobernarían la Iglesia y las siguientes generaciones durante cientos de años. No recuerdo quién lo sugirió primero (probablemente, yo), pero se plantearon medidas terminales dentro del grupo.
Lo sorprendente fue que, al cabo de apenas media hora, el consejo decidió asesinar a los tres cardenales antes de que los nombraran oficialmente. Quizá debiéramos haber considerado todas las ramificaciones legales y morales de un acto de esa envergadura, pero no había tiempo. La orden sabía que todos los miembros serían considerados responsables y podrían enfrentarse a importantes penas de cárcel (o a la ejecución) si se descubrían nuestras intenciones.
La siguiente sorpresa fue que me pidieran entrar en la reunión y me informaran de que sería la líder del grupo. Pensaban, y yo estaba de acuerdo, que una mujer vestida de monja llamaría menos la atención en una misión que exigía sigilo. No sé si fue porque yo era prescindible o porque querían impulsar la igualdad de género. Ya, claro… En fin, la orden no tenía el monopolio de la hipocresía.
Por supuesto, llegar a un acuerdo resultó ser la parte más sencilla. Tenía tres días para trazar un plan; en concreto, un plan que pudiera llevarse a cabo con éxito.
Me puse en contacto con nuestras fuentes en el Vaticano para averiguar el itinerario privado, es decir, dónde estarían los cardenales durante cada hora de su visita. Y, lo más importante, dónde iban a dormir. Eso fue sencillo. Sabíamos que estaba previsto construir alojamientos subterráneos seguros para los crepusculares en el Vaticano, pero acababan de aprobar los planes y todavía no habían empezado las obras.
Desde allí nos enviaron los planos de la casa del Vaticano en la que se alojarían. Lo único que nos restaba saber eran los detalles sobre la seguridad y el personal de la residencia. El Vaticano los guardaba a buen recaudo, y nuestras fuentes no disponían de información al respecto. Por lo tanto, no sabíamos lo que nos encontraríamos al entrar allí. Teníamos que prepararnos para el peor de los casos, para unas medidas de seguridad apabullantes.
La orden reclutó al padre Mark Rogers. El padre Mark aceptó encantado el reto y los resultados, si tenía éxito. Seguía empleado en el Vaticano, pero, esta vez, lo habían asignado a su pequeña enfermería. Rogers inició la exploración de inmediato y consiguió unos cuantos informantes más entre el personal de la villa donde pernoctarían los cardenales.
Me recogió un Escalade con las ventanas tintadas frente a una parada de autobús cerca de un Home Depot. El conductor no me dijo palabra en todo el camino a una puerta de embarque privada en el Phoenix Sky Harbor Airport, a unos treinta kilómetros. Todo se aceleró en cuanto me subí al jet privado que, según sabría después, era propiedad del rico accionista de una empresa de diseño de moda, miembro de nuestra legión de simpatizantes. El silencio del avión era espeluznante, así que me acerqué a la cabina del piloto y abrí la puerta para averiguar el porqué del silencio. El único piloto volvió la vista atrás un momento y después siguió a lo suyo. Otro profesional como yo que se concentraba en la tarea que tenía entre manos. Ya podía relajarme.
El coordinador del plan conocía una pequeña pista de aterrizaje propiedad de un granjero y su mujer, donde podría aterrizar y descargar mi equipo sin que nos interrumpiera la policía italiana. Como medida de seguridad adicional, el granjero tenía a un hermano en la mafia que estaba dispuesto a ofrecer los servicios de unos cuantos miembros corruptos del cuerpo nacional de policía del país, en caso necesario.
El avión llegó sin problemas, siete horas después de nuestra primera reunión, al abrigo de la oscuridad. Las armas y los demás materiales se encontraban en grandes bolsas negras con las que cargaron unos peones de rostros serios. Las dejaron en una pequeña furgoneta VW; un anciano de pecho fuerte ataviado con un sombrero de tweed y mono estaba en el asiento del conductor. El anciano me condujo en silencio hasta las afueras del Vaticano y se detuvo junto a un viejo edificio residencial de cuatro plantas, todo piedra y vigas, con una pizzería en el bajo.
Vi a quien supuse que sería el padre Mark en la esquina de la calle, comiéndose el último trozo de una porción de pizza, cerveza en mano; la imagen no podría haberme sorprendido menos. Me saludó con la cabeza y se acercó para ayudarme a sacar las dos bolsas del coche. Después de cerrar el maletero, el vehículo se perdió en la noche.
—Por Dios, lo de enviar a una mujer iba en serio —comentó, sonriendo.
—Por Dios, lo de enviar a un borracho iba en serio —contesté.
El padre Mark asintió con la cabeza.
—Bueno, vamos a entrar, a ver si podemos convertirte en una monja.
Me condujo al interior del edificio del siglo XIX, donde subimos a la segunda planta y entramos en un piso apenas amueblado y completamente desocupado. Había una cama sencilla y un sofá, sin mesa. Todo olía a humedad.
—¿Quién vive aquí? —pregunté.
—Un monseñor de mierda. Aquí se trae a sus jóvenes damas de dudosa reputación. —Vio mi cara de asco—. Ah, pero me cuesta enfadarme demasiado cuando lo único en lo que puedo pensar es en que, al menos, no intenta chuparles la sangre.
—Muy gracioso. Debería ser buen karma para mi misión.
—¿Desde cuándo crees en el karma?
—Desde hoy.
El padre Mark sonrió.
—Humor negro, mi futura monja. Que no decaiga. Vamos a ver si te sigues riendo cuando nos apunten con sus armas o nos intenten dejar secos.
No respondí nada en voz alta, aunque tenía razón.
Nos pasamos las dos horas siguientes poniéndome el hábito, el escapulario y la toca. De toda la ropa que he vestido en mi vida, era la que más restringía mis movimientos. No sabía cómo me las iba a apañar, pero tendría que conformarme.
Llegado el momento, sacamos las armas y las colocamos en las pistoleras, bajo las túnicas. No sería sencillo sacarlas, aunque tampoco esperábamos sorpresas antes de la misión.
Al salir el sol, partimos a pie hacia el Vaticano. Me iba a pasar la mañana en el museo, disfrutando de las vistas, hasta la tarde, cuando el padre Mark saldría del trabajo y me llevaría a un despacho vacío del edificio de comunicaciones. Nos arriesgábamos al atacar de noche, cuando los crepusculares estaban activos, pero necesitábamos que los cardenales estuvieran levantados y en la residencia, y no bajo tierra, durmiendo en algún pozo. Además, habría menos tráfico y luz, lo que significaba menores posibilidades de que alguien nos viera.
La brisa nocturna me azotaba la cara de camino a la residencia junto a la villa. El padre Mark abrió con llave un despacho de la primera planta que estaría desocupado. Sin encender la luz, nos sentamos junto a la ventana. Desde allí tendríamos una buena vista de la villa.
El plan consistía en esperar hasta que se hiciera más tarde antes de ponernos en movimiento. Abrí uno de los sándwiches de la bolsa de comida que el padre Mark había preparado para aguantar la noche. Le di un trago al café, que estaba frío, pero por el momento cumplía su función. El padre Mark movió la silla a una esquina y rezó. Yo era incapaz de concentrarme en nada, y mucho menos en oraciones. En mi cabeza no dejaba de sonar «Wouldn’t It Be Nice», de los Beach Boys, lo que me aceleraba el corazón y me ponía los nervios de punta.
Por supuesto, beber una taza tras otra de fuerte café italiano no ayudaba. Miré el reloj del escritorio: las once y media de la noche. Había llegado el momento de entrar en acción. Albergaba mis dudas sobre el plan, pero, a esas alturas, no podía permitirme ese lujo. Llevarlo a cabo de noche, cuando estábamos bastante seguros de que los cardenales ya eran crepusculares, significaba que estarían despiertos a aquella hora, y en guardia. Sin embargo, un ataque a la luz del día habría supuesto que todo el aparato del Vaticano estuviera funcionando. El riesgo era mayor.
Cogí unos prismáticos y examiné la tercera planta de la villa. Como es natural, las persianas estaban bajadas y no se veía luz en ninguna de las ventanas. De hecho, las ventanas parecían cubiertas de una especie de pintura negra. No lo distinguía bien.
El padre Mark se puso a mi lado.
—Imagino que no se ve nada —comentó.
—Está bien cerrado. Aunque eso ya lo sabíamos. Creo que ha llegado el momento de hacerlo.
—Sí, es el momento perfecto —respondió él, asintiendo con solemnidad. Se había puesto un mono de mecánico para camuflarse mejor entre los trabajadores que entraban y salían de la zona.
En aquel momento sólo podía pensar en una cita que habíamos estudiado en una de mis clases militares, del primer capítulo de Decadencia y caída del Imperio Romano, de Edward Gibbons: «En el segundo siglo de la era cristiana, el Imperio de Roma abarcaba lo mejor de la tierra y lo más civilizado de la humanidad. Las fronteras de aquella vasta monarquía se protegían gracias a su antiguo renombre y su disciplinado valor. La aplicación, tan amable como eficaz, de las leyes y costumbres había consolidado poco a poco la unión de las provincias. Sus pacíficos habitantes disfrutaban y abusaban de las ventajas de la riqueza, la comodidad y el lujo. La imagen de una constitución libre se preservaba con una decorosa reverencia: el senado romano parecía poseer la autoridad soberana y delegaba en los emperadores todos los poderes ejecutivos del gobierno. Durante un feliz periodo (del 98 al 180 d. C.) de más de ochenta años, Nerva, Trajano, Adriano y los dos Antoninos dirigieron la administración pública con virtud y habilidad. Tanto en este capítulo como en los dos posteriores describiré la prosperidad del imperio; después, a partir de la muerte de Marco Antonino, procederé a argüir las circunstancias más importantes de su decadencia y caída; una revolución que siempre será recordada y que todavía sienten las naciones de la tierra».
Temía que, de fracasar, tales palabras se escribieran sobre la Iglesia Católica y el resto de Gobiernos libres que valoraban la moralidad y la bondad de su gente.
Abandonamos el edificio por la salida de servicio. Las luces que solían rodearlo estaban apagadas, cortesía de mí misma y de mi vieja pistola de aire comprimido. En aquel momento agradecíamos la oscuridad, aunque la temería al entrar en el campo de batalla.
Caminamos hasta la entrada de servicio de la villa. Como no teníamos llave, abrí la puerta con un destornillador especial para pomos. La puerta se abrió sin demasiado ruido y no sonó la alarma; tenía sentido, dado el carácter temporal de los ocupantes de la residencia. De nuevo, estábamos de suerte.
Allí nos separamos: el padre Mark se dirigió a la salida de incendios, donde, a mi señal, se colaría por la ventana más cercana al dormitorio en el que se alojaban los cardenales.
Recorrí con cautela los suelos de madera del pasillo, de puntillas, para no hacer ruido. Me sorprendió la falta de seguridad incluso en la planta de abajo, pero nuestras fuentes nos habían contado que los futuros cardenales intentaban no llamar la atención hasta después de la ceremonia. La pistola que guardaba bajo la túnica estaba cargada de balas de uranio empobrecido, ya que no estábamos seguros de si habría crepusculares con los nuevos cardenales; por lo que sabíamos, incluso los demás cardenales podían serlo. Además, le había acoplado un silenciador a medida por si tenía que eliminar a alguien antes de encontrarlos.
Nuestros espías estaban convencidos de que los tres futuros cardenales se hallaban en la misma habitación, al final del pasillo de la tercera planta. En la segunda, me arrodillé y esperé diez largos minutos mientras examinaba ambos lados del pasillo a oscuras. No se veía ni se oía a nadie. Me asomé escaleras arriba y vi la puerta que separaba la zona residencial.
Unos cuantos pasos más y llegué a la puerta; contuve el aliento. Supuse que en aquellos viejos edificios no habría aire acondicionado, además de la falta de seguridad y de dispositivos de detección. Por suerte, de nuevo, la cerradura del siglo XVIII se podía abrir fácilmente con el destornillador modificado. Abrí la puerta despacio y forcé la vista para examinar ambos lados del pasillo. Este sí estaba iluminado, aunque poco. Vi a un hombre con traje negro sentado en una silla junto a la última habitación, la que suponía que albergaba a los cardenales.
El hombre del traje negro leía en un iPad, y el brillo le rebotaba en la barba. Cerré la puerta y respiré hondo de nuevo. Más segura, sacudí la cabeza, deseando poder librarme de la tela que me la constreñía. Le di unos quince golpecitos a la puerta con el destornillador y me coloqué en el lado de las bisagras. Las pisadas se acercaban desde el otro lado, así que saqué la pistola y la sostuve cerca del pecho.
La puerta se abrió, y la cabeza de un hombre se asomó para echarle un vistazo al cierre; supe que se preguntaba por qué estaba roto y de dónde había salido el ruido. Me tembló la mano al levantar el arma hasta su rostro y apretar el gatillo, y él puso cara de sorpresa. No he olvidado esa cara; recuerdo todas ellas, desde la primera. El silenciador silbó como una lata de refresco al abrirse, y la sangre salpicó la pared y me llovió en el rostro. Di un paso atrás, y el cadáver cayó por las escaleras como una roca en un lago en calma, para acabar aterrizando en la baranda de hierro de la planta de abajo.
Me apoyé en la pared y recuperé el aliento unos minutos antes de sacar un pañuelo y limpiarme la sangre, aunque no sé por qué. Sólo sirvió para extenderla, como si luciera una máscara horrible. Llevaba mucho tiempo sin sentirme así y, como en todas las ocasiones anteriores, me juré que sería la última. Abrí la puerta y corrí por el pasillo hacia la última habitación. Romper el cierre no era posible, ya que se darían cuenta, así que simplemente llamé dos veces con la esperanza de que la gente de dentro pensara que era el guardia.
Al cabo de unos treinta segundos, la puerta se abrió y apreté el gatillo antes de que mi cerebro procesara quién tenía la mano en el pomo. Me tiré al suelo por si mis balas habían atravesado a un crepuscular; dada su estructura anatómica única y su radiación latente, lo habitual tras el impacto era que tuvieran un radio de medio metro de metralla peligrosa. Apreté el gatillo unas cuantas veces y disparé a la ventana occidental; el plan era que el padre Mark estuviera a la espera, junto a ella, y que yo la reventara desde dentro para que pudiera entrar.
Tras rezar por que no fuera tan tonto como para estar de pie frente a la ventana, apunté a la puerta que tenía a la derecha. Dos figuras salieron por ella, una con una licorera llena de whisky escocés y otra con dos vasos (y deseé que alguien me sirviera a mí uno cuando todo aquello acabara), y disparé mientras el padre Mark entraba por la ventana destrozada, pistola en mano.
Llegados a este punto, era como estar en un sueño, en el sueño de otro. Una de las dos figuras junto a la puerta, herida de bala, estalló en llamas como si fuera una granada. La onda expansiva me cubrió como una manta de calor. Rodé, y el padre Mark disparó a los dos hombres que salían del otro dormitorio. Cayeron al suelo sin estallar. Me levanté y apunté a la puerta abierta del dormitorio a la derecha del salón. El padre Mark entró en el otro dormitorio y me dijo que no había nadie.
La única conclusión que podíamos sacar en aquel momento era que los objetivos estaban en el segundo dormitorio. Oí movimiento en el que tenía delante y entré despacio. Uno de los cardenales estaba en la esquina y, al levantar mi arma, dejó escapar el grito más agudo que he oído en mi vida. Vacilé y reculé ante el ruido, mientras él saltaba sobre mí, me tiraba al suelo y salía corriendo. Detrás de él iba otro futuro cardenal vestido de rojo. El padre Mark lo acribilló a balazos, pero él se tiró por la ventana.
Nos asomamos por ella, pero los cardenales no se veían por ninguna parte. Oímos una sirena que se acercaba, además de gritos procedentes de la calle.
—No puedo creerme que se nos haya escapado ese puto crepuscular —dije, más para mí que para él; me guardé la pistola—. Tenemos que salir de aquí.
El padre Mark asintió, abrimos la puerta y salimos al pasillo. Me detuve y alargué un brazo para que el padre no se moviera. Nos llegaron voces y ruido de puertas de la planta de abajo. Él me miró.
—La policía —dije—. Ve a la salida de incendios.
Asintió y me guio hasta la habitación central; la principal no era segura, dado que la ventana rota era un blanco apetecible para la policía cuando llegara al lugar. La puerta estaba abierta, así que entramos en aquel salón con dormitorio. Cerré la puerta y calculé que teníamos menos de tres minutos antes de que la seguridad italiana y vaticana empezara a derribar las puertas de todas las plantas, incluida aquella. Nos aproximamos a la ventana más cercana a la enorme cama de matrimonio. Parecía dar a la fachada oriental del edificio, más tranquila.
El padre Mark abrió la ventana y yo vigilé la puerta, con la pistola preparada. Me llegó el aire frío cuando la abrió para examinar el exterior. Me hizo un gesto con la cabeza y salió a la escalera de incendios, justo cuando las voces se acercaban por el pasillo; oí el inconfundible ruido de una puerta abierta de una patada. Sabía que derribarían la nuestra en cuestión de segundos.
Al llegar a la salida de incendios se me ocurrió cerrar la ventana con la esperanza de que no notaran nada raro que los condujera hasta el mecánico y la monja loca de fuera. Bajamos con cautela, procurando no hacer ruido. Ya estaba intentando planear el siguiente paso. Suponía que habrían bloqueado todas las salidas del Vaticano. Saltamos al suelo y nos escabullimos hacia los oscuros árboles más próximos al edificio médico.
Allí, el padre Mark abrió el candado del suelo de acero más cercano a la entrada de servicio trasera. Ambos entramos y bajamos la escalera unos seis metros. Entonces, el padre Mark se quitó el mono de mecánico y me sonrió como si se hubiera ganado la entrada al paraíso.
—Si te apetece, podríamos repetirlo algún día —le susurré.
No estaba segura de si lo había oído, ni tampoco de si quería que lo hiciera, pero asintió con la cabeza mientras volvía a subir por la escalera y después se largaba, tan tranquilo, con su ropa de cura de diario. Estaba convencida de que en menos de una hora estaría con una pinta en la mano.
Oí que la puerta se cerraba y el candado encajaba en su sitio. Volvería a su piso de Roma y al trabajo al día siguiente; quizás algo más cansado, pero limpio de mente y de espíritu. Había intentado convencerlo, sin éxito, de que regresara conmigo a la sede de la orden. Me respondió que su vida seguía estando allí, en el Vaticano, y que había muchos más como él trabajando a sus órdenes que apoyaban a la verdadera Iglesia y podían resultar cruciales.
Además, creía que, si hacíamos bien aquel trabajo, nadie descubriría nunca que había formado parte de él. Yo no podría haber estado menos de acuerdo en cuanto a su seguridad, pero él estaba decidido.
Mientras corría por el túnel, encendí la linterna. Al cabo de unos minutos, los sólidos túneles de piedra de la Ciudad del Vaticano dieron paso a los túneles de tierra de Roma. Sonreí. A oscuras, en aquellas tinieblas fétidas, la escalera nueva se encontraba donde se suponía que debía estar. Miré arriba, al agujero abierto, y vi al mismo granjero que me había llevado desde el aeropuerto saludarme con su expresión adusta de siempre.
Allí empezó la política oficial de la orden. Decidimos actuar contra cualquier intento de subvertir y alterar las creencias de nuestra Iglesia, y conducir a la institución de vuelta a su propósito original. Lo que de verdad nos metió en la lista de organizaciones terroristas de la ONU fue la bomba en el Windwood Retreat de Nuevo México. No me arrepiento de aquella operación. Esos cerdos nocturnos estaban manteniendo otra reunión ilícita para hacerse de nuevo con el control del Colegio Cardenalicio y asegurarse de que el Vaticano se transformara en un refugio para crepusculares. Así que no, no me arrepiento. Por otro lado, ¿creo que logré algo con ello? ¿Me sentí orgullosa de matar? Sentí lo que sentían todos los demás que se vieron atrapados en esta guerra (y sí, es una guerra): que estaba dando vida a la esperanza. Esperanza en un mundo en el que la verdad prevalezca sobre la corrupción, en el que la seguridad prevalezca sobre el daño. Estaba siguiendo con la buena obra de otros, supongo, aunque me costara un trozo de alma. Tal vez, aun perdiendo el alma, todavía me quedara mi integridad.